Una obra del escultor zamorano Aurelio de la Iglesia en el Museo de Navarra

Resumen

El autor identifica una escultura del Museo de Navarra –“El niño de la concha”- como perteneciente a Aurelio De la Iglesia Blanco, que nació y vivió en Zamora (España) entre las décadas 1860 y 1910. Analiza sus características y el contexto histórico-artístico en que se realizó, aporta una sucinta trayectoria del autor y añade su interpretación iconográfica a la luz de la cultura cristiana y profana, concluyendo que se representa en él una alegoría de la vida y la muerte inseparablemente unidas dentro del género “arte funerario” tan en boga en el siglo XIX. Establece paralelos con la fotografía y escultura de difuntos, en particular con José Piquer y Duart, y adscribe la pieza a la corriente ecléctica del arte decimonónico. Concluye que esta escultura sorprende por sus facetas simbolista y proto-modernista en la atmósfera que precede al “fin de siglo”.

Abstract

The author identifies a sculpture at the Museum of Navarre, the child of the shell, as a work by Aurelio De la Iglesia Blanco, who was born and lived in Zamora (Spain) from the 1860s to the 1910s. He analyses its characteristics and the historical and artistic context in which it was made, provides a summary of the artist’s career and adds his iconographic interpretation in the light of the Christian and secular culture, concluding that it is an allegory of life and death inextricably bound within the genre of funerary art very much in vogue in the 19th century. He draws parallels with photography and the sculpture of the dead, particularly with José Piquer y Duart, and ascribes the work to the eclectic art movement of the 19th century.  He concludes that this sculpture is surprising for both its symbolism and its proto-modernism in the atmosphere preceding the end of the century.

 

Es frecuente que en las reservas de los museos existan bienes de origen desconocido, allegados en circunstancias poco claras, y ello es causa de su infravaloración e imposibilita que puedan usarse con fines expositivos, pues carecen de una guía que los explique en todo o en parte. La primera obligación de un museo, una vez recibida la pieza, es identificarla y documentarla para su correcta catalogación. No siempre es posible hacerlo, por distintas circunstancias, y entonces se procura conservar el bien en las mejores condiciones, incluso se restaura, como es el caso de la obra que vamos a analizar, aguardando el momento en que pueda investigarse su naturaleza.

La escultura objeto de estudio era conocida como “Amorcillo dormido”. Fue restaurada por la empresa Abadía (Alicia Ancho Villanueva) en 2002 [1]. El análisis de la pieza, con relación a su autor, contexto, iconografía y estilo, aconsejan renombrarla, de manera descriptiva, como “El niño de la concha”, pues cualquier otro título relacionado con la interpretación iconográfica que hagamos de ella será hipotético en cuanto desconocemos la verdadera intención del autor al ejecutarla.

La escultura

Morfología

Representa un infante de cuerpo entero tendido sobre una venera que le sirve de cuna, con su cabeza recostada sobre un manojo de posidonias, planta marina, cuyo haz cae de forma natural a un lado con aspecto de drapeado. Aquella se halla varada en la arena, de la que sobresalen dos caracolas (una a cada lado), y una nacra con sus dos valvas cerradas, en parte truncadas, inserta verticalmente en la parte posterior derecha (si se mira a la criatura de frente), especies que son características del litoral mediterráneo. Bajo el umbo de la venera se yergue una planta marina y otra más, con sus raíces a la vista, entre las piernas del infante, el cual aparece desnudo, tan solo cubierto por una pudorosa banda que parte desde el codo izquierdo, quizás aprisionada bajo el cuerpo de la criatura, sube por la cadera, tapa su sexo, desciende bajo el muslo derecho, cae ligeramente por ese lado, aunque retenida por su mano, y se introduce bajo la pierna derecha flexionada, sobre cuyo pie se encabalga la pierna izquierda casi del todo extendida, para reaparecer bajo las piernas al lado contrario mostrando los flecos de su extremo. El recorrido y los plegados naturales de esta banda ya están evidenciando una cualidad bien aprendida por el artista de su maestro, que es la hábil disposición de los paños de aspecto “mojado” al estilo del griego Fidias. El brazo izquierdo queda flexionado de manera que la mano queda posada sobre el vientre, con parte de sus dedos recogidos. De este modo se crea un efecto alternante de los brazos, con el derecho totalmente extendido a lo largo del cuerpo, reposando sobre la venera. La cabecita queda ligeramente reclinada a su derecha, la barbilla contra el pecho, en un resultado compositivo compensado. La criatura parece sumida en un profundo sueño (en mi opinión el sueño prolongado de la muerte), con la boca levemente entreabierta y los ojos cerrados. La base del conjunto tiene forma aproximadamente rectangular, con los vértices achaflanados, obligados por el necesario encaje de la escultura en una mesa que le sirve de expositor (con aspecto de catafalco). En uno de estos seudo-vértices, en la parte anterior derecha, entre los flecos de la banda y la caracola de ese lado, es factible leer la firma abreviada, la data y el lugar donde se ejecutó: Aulº [rúbrica] / 86 [números ligados] / Zamora.

Las dimensiones de una y otra son las siguientes (en cm.):

  • De la figura: 35 x 44 x 66 (alto x ancho x largo). Datos pormenorizados: perímetro craneal 44, anchura de la frente 8,5, anchura de los hombros 14, longitud desde los hombros al arranque de las piernas 23,5, longitud de la pierna izquierda ligeramente flexionada 29, longitud del brazo derecho 24, anchura del abdomen 12; venera que sirve de cuna 68 x 32 (longitud x anchura máxima).
  • De la firma: 9,5 x 9 x 0,7 (altura x anchura x incisión máxima).
  • De la mesa: 60 x 62 x 82 (alto x ancho x fondo). Altura de la mesa con la figura 95.

Informe médico forense

Con el fin de aclarar puntos de partida para una interpretación iconográfica de la escultura, se solicitó el 15 de julio de 2014 la opinión de los médicos adscritos al Instituto Navarro de Medicina Legal Nahia Mendoza Ucar e Iñaki Pradini Olazábal, su Jefe Clínico, acerca del estado, sexo, edad y otras características de la figura representada, y concluyeron lo siguiente:

  • Se trata de una persona viva ya que, por una parte no presenta sudario, no es la posición típica en la que se ponen los cadáveres, y por otra, la figura no presenta rigor mortis: la cara está relajada, la mano derecha está flexionada, sujetando una tela, típico del dormir de los niños (que podría indicar rigor, pero al estar la mano izquierda relajada es muy poco probable que una presente rigor y la otra no).
  • En cuanto a identificación del sexo, en la ingle derecha se observa un aumento de volumen. Esto podría indicar que se trata de mujer (ya que presentan panículo adiposo marcado en la zona pubiana). No obstante, dicho pliegue inguinal llega muy abajo, demasiado, en nuestra opinión para ser panículo adiposo. Pensamos que podría estar representando el conducto espermático, y por lo tanto, se trataría de un varón.
  • Se podría decir que tiene una edad de alrededor de unos 6 meses (+/- 1 meses). La figura no presenta cabello y los bebés con frecuencia pierden el cabello durante los primeros seis meses de vida. Este tipo de caída del cabello se denomina efluvio telógeno.
  • Se trata de un niño bien nutrido aunque delgado, ya que presenta pocos “mofletes” (panículo adiposo de Bichat) y pliegues cutáneos en extremidades sobre todo inferiores.
  • Las manos parecen extrañas, de persona más mayor, aunque al ser la parte más difícil de representar puede ser más un fallo al realizar la figura que un dato de interés.

Descripción técnica

Hay que diferenciar la figura del soporte (la mesa). Para la restauradora Alicia Ancho “no hay duda de que la criatura se ha obtenido a partir de un molde del natural”. A su juicio esto se sospecha inicialmente por la posición de la orejita (únicamente queda a la vista la izquierda), las uñas (igualmente las de la mano izquierda), la forma de doblar el cuello… pero la confirmación viene de las pestañas “aplastadas por el material de moldeo” [2]. Confrontado el caso con un artista plástico conocedor del trabajo escultórico [3], me confirma esta posibilidad, aunque matiza que el rostro del infante pudo haberse obtenido a partir de una mascarilla que deja su huella en la parte superior del hueso frontal del cráneo, aunque también podría tratarse de la línea divisoria del molde. A su juicio, los ojos rehundidos en sus órbitas y las cejas y pestañas difuminadas pueden evidenciar la existencia de una mascarilla previa realizada a la cara de una persona, ya que en el proceso de obtención de la misma se emplea vaselina para facilitar su extracción, sustancia que por su densidad podría haber contribuido a “borrar” las cejas del sujeto y mostrar las pestañas de los ojos apelmazadas, efectos que lógicamente se transmiten al molde y, en consecuencia, a la obra resultante tras el vaciado. Esta cuestión fue replanteada a la médico forense Nahia Mendoza, quien consideró admisible la obtención de una mascarilla del rostro de una persona difunta. Sin embargo precisaba la cuestión del rigor mortis: “a nivel científico, una persona cuando muere no tendría una mano flexionada y la otra relajada. Podría ser que se tratase de un fallecido, pero entonces no habrían tenido en cuenta el rigor mortis. Médicamente, parece dormido, ya que un cadáver no se comportaría de esa forma. No obstante, [el artífice] ha podido no tener en cuenta ese aspecto, incluso querer dar una apariencia dulcificada de la muerte” [4].

Opina la restauradora que la pieza se ha hecho “a partir de original en barro”, es decir mediante vaciado usando varios moldes o uno solo bien si se hace por partes o del cuerpo completo del sujeto modelado, al que debería darse el valor de obra originaria, salvo que se tratase de vaciado a molde perdido, esto es, perdiéndose el material original y quedando el vaciado como único ejemplar, quizás prototipo a presentar como modelo a un comitente con el fin de lograr su aprobación antes de elevarlo a material noble definitivo (mármol sacándole los volúmenes mediante puntos o bronce con fundición) [5]. La naturaleza de la pieza que nos ha llegado es escayola con aditivos para endurecerla, en opinión de la restauradora se trataría de aceite de linaza, a la que no sólo se debe el acabado tan pulido de la pieza y su pátina amarillenta, sino la dureza misma de la escayola, pues en las zonas fracturadas no aparece el núcleo crudo y se muestra tan consistente como la superficie [6]. La calidad del vaciado se resiente en algún punto, como en la mano derecha del infante, la que toma la banda, diferente a la contraria en sus proporciones al hallarse en posición más inaccesible para el moldeado.

En cuanto a la mesa, ésta es de madera pintada en negro mate, con patas abalaustradas mediante torneado reforzadas con chambrana en H, en cuyos largueros se combinan formas torneadas con cubos rematados por casquetes esféricos. Su tablero es rectangular con ángulos abiertos en semicírculo y faldón liso de 8 cm. de altura. Dicho tablero va reforzado en su parte inferior con tres travesaños en disposición perpendicular. La figura se encastra en un rehundimiento del mismo formando un conjunto inseparable. Bajo el tablero hay instrucciones de montaje escritas a lápiz de carpintero. Parece ser la mesa original, contemporánea a la pieza escultórica. El peso del conjunto, que tiene aspecto de propuesta para un monumento funerario, puede acercarse a los 50 kg.

Su adquisición

El origen de esta pieza está envuelto en el misterio. Por conversación mantenida con la primera directora del Museo de Navarra, María Ángeles Mezquíriz, el 12 de junio de 2014, pude saber que esta pieza se encontraba almacenada en la cuarta planta del edificio que se asignó al Museo de Navarra antes de su inauguración en 1956, por lo tanto, para el centro, no fue sino un adquisición sobrevenida, con caracteres de hallazgo [7]. Dado que el inmueble había sido Hospital General de Nuestra Señora de la Misericordia hasta su traslado en la década de 1930 a la zona que actualmente ocupa en la avenida de Barañáin, de Pamplona, podía pensarse que hubiese sido empleada para la adoración personal de alguna de las religiosas Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl que atendían el centro como enfermeras. En aquella época era costumbre que las órdenes religiosas, y en particular también ésta, regalase a sus miembros una figura del Niño Jesús con este fin o que dispusieran de ellos para las necesidades del culto [8]. El que la restauradora, durante su intervención, hubiera advertido la existencia de agujeros para los clavos que pudieron sujetar a su cabeza un nimbo metálico al “objeto de utilizarla para el culto reconvirtiéndola en Niño Jesús”, me llevó a pensar que su procedencia y significado fueran éstos: la figura de un infante reconvertido en Niño Jesús aportado a la orden por una superiora o religiosa de origen zamorano, pero luego dejado en el viejo edificio por no adaptarse su tamaño al culto personal o no responder al tipo de representación deseada desde el punto de vista del culto cristiano. Sin embargo, esta interpretación es solo una conjetura, pues no ha podido probarse [9]. Otra explicación de su origen podía estar en las actividades de acopio y protección del patrimonio mueble de Navarra llevadas a cabo por la Comisión Provincial de Monumentos, pero entre los bienes transferidos “en calidad de depósito” de dicha Comisión al Museo de Navarra no figura esta pieza [10]. O provenir de la misma responsabilidad asumida por la Institución Príncipe de Viana, tras la desaparición de la Comisión, bien por su iniciativa o como donación de particular, pero no hemos podido confirmarlo documental ni verbalmente. Valorando las distintas alternativas existentes y, en tanto no pueda contradecirlo documentación adicional, la explicación más plausible del origen de esta pieza puede estar relacionada con la comunidad de religiosas del desaparecido Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, desde el que llegaría sobrevenida al Museo de Navarra y por usucapión pasaría a ser de su propiedad.

Conclusión preliminar

Recapitulando lo expuesto hasta el momento, se puede concluir que el infante representado es un niño de unos seis meses de edad, de canon alargado, cuya anatomía es descrita con realismo por el autor. La opinión médica sostiene que se trata de una criatura viva, pero no se opone a la posibilidad de que en realidad esté muerta, aunque con apariencia dormida o dulcificada por el artífice en beneficio de la expresividad intencionada que a nivel artístico se le quisiera dar. Lo respaldaría que se hubiera utilizado una mascarilla mortuoria a un cadáver infantil encajada más tarde en el vaciado escultórico definitivo. La explicación de que la ausencia de rigor mortis hubiera aportado laxitud al cuerpo figurado, incompatible con la postura de piernas y manos, lo que llevaría a considerar que se trata de un ser vivo, no se justifica desde el punto de vista de la libertad del artista para componer el cuerpo de la figura a su gusto e intención. Por ejemplo, en la Antigüedad clásica nunca se representó la muerte mediante la figura del esqueleto, como se haría después en los artes gótico y barroco, sino que la imaginó, en expresión de Homero, como “hermana del sueño”, una representación simbólica que resulta eufemística, tranquilizadora [11]. Como veremos más adelante, si los fotógrafos decimonónicos componían escenografías con cadáveres para hacerlos pasar por vivos, nada se opone a que también lo pudieran hacer los escultores. En cuanto a la ausencia de sudario, se ve que el artista optó por el cuerpo desnudo en sintonía con ciertas iconografías del arte que lo tapan parcialmente con el paño de pureza, y quizás buscando el simbolismo, ya que si se nace desnudo a Dios se retorna sin nada.

Su autor: Aurelio de la Iglesia Blanco

Como se ha explicado, el bien está firmado, datado y localizado: Aulº / 86 / Zamora. Pista suficiente para poder asegurar que su autor es Aurelio De la Iglesia Blanco, apodado en vida “Cipas”, nacido en Zamora capital en la década de 1860 y fallecido en la misma ciudad en el primer decenio de 1900, uno de los discípulos del maestro imaginero zamorano Ramón Álvarez Moretón, en cuyo taller entró como aprendiz a mediados de la década de 1870.

Fue alumno del Instituto Técnico de Zamora, del que era catedrático de dibujo el mismo Ramón Álvarez que le formará particularmente en su taller. En el Instituto se conservaban 114 cuadros de los conventos de la provincia y existía una buena colección de láminas de dibujo y de yesos que serían sus primeras impresiones de la escultura clásica [12]. La ejecución de un “Busto de don Félix Galarza y Díez-Olaso”, una escultura en yeso de 60 x 35 cm., realizada en 1885 (hoy propiedad de la familia Sacristán Galarza), a la sazón político liberal cuñado de Práxedes Mateo-Sagasta y su colaborador estrecho durante años, le valió para obtener una pensión de ampliación de estudios en Roma, que le fue concedida por la Diputación Provincial. Parece seguro que se trasladó a Madrid para montar taller propio, quizás animado por Mariano Benlliure, de parecida edad a la suya, por aquel entonces ya vecino de la capital del reino, a quien es más que probable hubiera conocido en Zamora en el mismo taller de Ramón Álvarez tras la llegada de aquel a la ciudad y el encargo del paso “Jesús Descendido” que le hizo la Real Cofradía del Santo Entierro, que termina con 16 años, gracias a la cofinanciación que ofrece el influyente ingeniero Federico Cantero [13], y pueda ser también que animado por el ejemplo de su compañero de taller Eduardo Barrón, el cual se había matriculado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en 1877 y, tras dos estancias en Roma, afincado definitivamente en Madrid.

La atracción de la capital de España para los artistas que, como él, procedían de las regiones periféricas, y en concreto de Castilla la Vieja, explica Gómez Moreno, era muy fuerte entre los escultores, que difícilmente podían crear sus obras en el aislamiento, lejos de coleccionistas y comitentes [14]. Madrid tenía la corte y, en principio, todas las opciones estaban abiertas (centros de aprendizaje como la Academia de San Fernando, museos, medallas en las Exposiciones Nacionales y sus consecuentes pensiones de estudio, encargos e incluso la posibilidad de obtener el puesto de escultor de cámara). Ayudaba, además, la falta de trabajo en sus regiones de origen. Sin embargo, según se lee en la página oficial de la Junta Pro Semana Santa de Zamora [15], en referencia a Aurelio De la Iglesia, “su temperamento e inconstancia frustraron su carrera artística, fugaz y de escasa trascendencia”. No son de esta opinión los profesores Ramos de Castro y Nieto González, quienes matizan que “su prematura muerte cercenó una prometedora carrera, pues era el que con más fidelidad siguió a su maestro Ramón Álvarez, aunque sin estar a la altura de sus aciertos” [16].

De él apenas se han identificado unas pocas obras, las más conocidas son las figuras que realizó al final de su corta carrera para dos pasos procesionales de la Semana Santa de Zamora:

“Jesús en el Sudario”

Figura de Jesús yacente para la “mesa” o paso conocido como “La Urna” o “Jesús de la Urna” de la Real Cofradía del Santo Entierro, fundada en 1593, considerada como la cofradía oficial de la Pasión zamorana. Su apelativo se deriva de la caja acristalada que le cobijaba tallada por Justo Fernández Lebrón en 1892 sobre madera de nogal al estilo gótico florido francés, que resultaba recargada e impedía ver en su magnitud la figura de Jesús sepultado. Fue realizado por Aurelio de la Iglesia para reemplazar una imagen anterior, utilizada por la cofradía en la ceremonia del descendimiento y entierro de Cristo. Bajo el influjo de la corriente realista de tradición barroca y el conocimiento del cuerpo humano revalorizado por el academicismo todavía imperante, y sin duda también bajo la óptica romántica que impulsaba al naturalismo efectista, tomó el autor como modelo el cadáver de un ahogado del depósito del Hospital de San Carlos de Madrid, hasta tal punto objetivo que le talló órganos sexuales y vello en las axilas, concibiendo su pecho con la marcada hinchazón producida por la supuesta inmersión causa del ahogamiento [17]. El Obispo diocesano, D. Luis Felipe Ortiz y Gutiérrez, escandalizado por tales connotaciones no sujetas a patrones admitidos, mandó al escultor hacerle algún retoque con el fin de dulcificar la imagen antes de otorgar su permiso para que desfilara procesionalmente el Viernes Santo del 8 de abril de 1898 [18]. Representa el cuerpo de Jesús tendido sobre el sudario en ligero plano inclinado, que deja ver el cuerpo desnudo parcialmente tapado por un paño de pureza, con los brazos extendidos algo separados del cuerpo y las piernas ligeramente abiertas. El sudario sobre el que reposa fue modificado posteriormente, así como las piedras que simulan un sepulcro o los atributos de la Pasión, al introducir bajo su cuerpo una especie de colchón.

“La Elevación de la Cruz” o, como es conocido, “La Elevación”

En 1.898 la Junta de Fomento para la Semana Santa, fundada el año anterior, acordó realizar un concurso público para la realización del grupo “La Elevación de la Cruz”, al no prosperar las gestiones para contratarlo con el escultor zamorano Eduardo Barrón. A este concurso optaron los también zamoranos Aurelio de la Iglesia y Miguel Torija, ambos discípulos de Ramón Álvarez, resultando vencedor el primero por el precio económico más ventajoso ofertado [19]. El paso fue donado por la Junta a la Cofradía de Jesús Nazareno, vulgo Congregación, fundada en 1651. Representa el momento en el que Jesús, ya clavado en la cruz, es alzado. Está formado por ocho imágenes talladas en pino de Soria, la mayoría retratos de gente conocida de la ciudad en aquella época, simulando los ropajes con lino encolado. Tiene ocho imágenes: Cristo crucificado; tres sayones que sujetan la cruz junto a un cuarto que, subido a un promontorio, tira de una soga para levantarla y encajarla en el hoyo del Calvario; contemplan la escena en actitud doliente la Virgen, María Magdalena, y, arrodillado, San Juan [20]. En él sigue el escultor la línea de su maestro en cuanto al profundo naturalismo, fuerza expresiva y dinámica composición, con la cruz en audaz posición inestable.

También proyectó, pero nunca llego a materializarlo, un monumento al poeta zamorano Juan Nicasio Gallego [21], iniciativa de la ciudad de Zamora que finalmente se vio sustituida por la dedicación de una calle.

La escasa información sobre el artista, debida a su precoz desaparición (lo que hace suponer una producción limitada) y quizás también a una incomprensión de su punto de vista –tal vez por su individualismo romántico en la defensa a ultranza del realismo-, sean causa del desconocimiento de su figura.

Es más que probable que De la Iglesia fuera también víctima, como tantos artistas de su tiempo, de un ambiente adverso para la promoción profesional, caracterizado por la decadencia general de la escultura religiosa –no tan acusada en Zamora-, los escasos encargos y éstos a merced del favor oficial y con asuntos obligados, la dificultad económica para crear obras en materia definitiva sin encargo previo (pues la talla en madera estaba proscrita y el bronce y el mármol eran inasequibles para el escultor) [22]. En tales circunstancias eran pocas las salidas y casi inalcanzables: encargo de monumentos conmemorativos o el ornato de edificios públicos para lo que era preciso verse engranado dentro del arte oficial. Para superar esta situación los artistas participaban en las Exposiciones Nacionales, a las que se presentaban los escultores, las más de las veces, con obra realizada sobre un modelo en barro y su vaciado en yeso, que los alejaba de la tradición secular de la talla directa o de la fundición en bronce.

Por ello cobra importancia el descubrimiento en los fondos del Museo de Navarra de una de sus obras, realizada en plena juventud, 1886, cuando su autor apenas contaba 30 años, doce o quince años antes de recibir los encargos de las cofradías.

Conviene recordar el contexto histórico para explicarse las figuras de Aurelio De la Iglesia, de su maestro y condiscípulos, antes de ensayar la iconografía de esta peculiar escultura.

Contexto histórico de España entre 1860 y 1900

La década en que se estima nació Aurelio de la Iglesia, la de 1860, resulta crítica por varios cambios político-sociales sucesivos: la Revolución de 1868 –La Gloriosa– obligó a la reina Isabel II a abandonar España en medio de una fuerte crisis económica y de subsistencias; la consiguiente inestabilidad política durante el Sexenio Democrático (1868-1874), con el ensayo de la monarquía constitucional de Amadeo I de Saboya (1871-1873); la proclamación de la Primera República (1873) incapaz de frenar el auge del cantonalismo; la restauración borbónica en la persona de Alfonso XII en 1874; el final de la tercera guerra carlista en 1876; dos constituciones en 1869 y 1876; la epidemia del cólera que se desata en Valencia en 1885 extendiéndose por todo el país y la plaga de la filoxera que arruina el viñedo español. Pero comienza a notarse una mejora progresiva del estado durante la regencia de la reina consorte María Cristina de Habsburgo-Lorena, que se mantiene hasta la mayoría de edad de su hijo que a partir de 1902 reinará con el nombre de Alfonso XIII, momento en que de nuevo se hará presente la crisis al agravarse el problema marroquí y agudizarse la conflictividad social unida al despertar del sentimiento nacionalista, la pérdida de las últimas colonias hispanoamericanas en 1898 (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) y el inicio de la descomposición de los partidos que se habían alternado en el poder, el conservador de Cánovas y el liberal de Sagasta, coincidiendo esto con el cambio de siglo.

Sin embargo, bajo tan sobresaltada vida política reformas urbanas en Madridlena de valores positivos y de mejoras de todas clases: surgía una España llena de valores positivos -simbolizados en el regeneracionismo moral- y de mejoras progresivas. En Madrid, reformas urbanas (entre ellas la nueva traída de aguas desde el río Lozoya al Canal de Isabel II), aparición de entidades como el Ateneo Científico y Literario, y del Liceo Literario y Artístico; estreno en 1856 de las Exposiciones Nacionales; pujante desarrollo de revistas culturales como El Artista y El Semanario Pintoresco; o el desarrollo del teatro romántico. A nivel general, el nacimiento y progresiva expansión de los ferrocarriles, el inicio de un plan de carreteras, nuevos servicios de transporte (aunque todavía por diligencias), la entrada de capitales extranjeros a los que se debe la fundación de compañías mineras en Andalucía, Asturias y Vizcaya, el consiguiente aumento de las exportaciones con la potenciación añadida de la industria textil en Cataluña, donde se experimenta, junto al desarrollo comercial y urbano de la capital Barcelona, una explosión cultural (la Renaixença) y artística ante la expansión del modernismo. El despuntar de la industria química y de la hidroelectricidad permiten hablar de una primera revolución industrial entre 1895 y 1905, en vivo contraste con la oligarquía terrateniente del interior del país, agitado por la aparición del anarquismo que inspira la lucha de clases.

Coexisten diversas corrientes artísticas. Con la terminación del reinado de Isabel II se puede dar por pasado el auge del romanticismo, que convivió durante décadas con el academicismo, los cuales perduran debilitados y coinciden con el realismo hasta su encuentro con el impresionismo y el simbolismo en el último cuarto del siglo XIX, que finaliza con la aparición del modernismo en torno a 1900. Pintura y retrato de historia, costumbrismo tradicional y escultura conmemorativa, ceden su protagonismo a la pintura de paisaje naturalista, más del gusto de la nueva burguesía surgida a la sombra de la Restauración y de los negocios, en tanto el tema social se introduce en la pintura como consecuencia de la aparición del proletariado urbano que se suma al mundo de los braceros del campo y la gente de mar. Madrid y Barcelona se equiparan como capitales artísticas, ésta más vertida al exterior que la primera, y las regiones de la periferia del Estado comienzan a contar en el concierto nacional.

En la escultura predomina el eclecticismo, como si fuera consecuencia de un periodo histel espíritu ecléctico, siendo losnudo, la en 2001. su vez reemplazada en 2006órico tan cambiante. Sus principales representantes son los hermanos Venancio y Agapito Vallmitjana, situados entre el clasicismo y el realismo. Los clasicistas Felipe Moratilla y Elías Martín Riesco, formados en Roma al igual que Jerónimo Suñol y Ricardo Bellver, el más sincrético de todos, pues su “Ángel caído” del Museo del Prado aúna clasicismo helenístico, eclecticismo italiano y realismo barroco. En la última década del siglo XIX, la influencia de París da entrada al naturalismo detallista cuyos máximos exponentes serán Mariano Benlliure y Agustín Querol.

La ciudad de Zamora donde nace el artista

Hasta la segunda mitad del siglo XIX, Zamora permanece estancada en el más completo aislamiento, su situación es marginal en el contexto geográfico e histórico, pero a partir de entonces se va notando un progreso creciente, como en el resto del país. Hacia el último tercio del siglo se va diseñando su red viaria y ferroviaria (en la que destaca el ingeniero Federico Cantero Seirullo, director de explotación del ferrocarril Medina del Campo-Zamora, a uno de cuyos hijos -Federico Cantero Villamil- se deben los primeros trabajos prospectivos hidroeléctricos del Duero [23]). En lo político la ciudad era un reducto sagastino con dominio del Partido Liberal Fusionista. Práxedes Mateo Sagasta, ingeniero-jefe de Obras Públicas de Zamora y político destacado, formó una oligarquía local al emparentarse con los Galarza, Requejo y Aguilar. La época es de crecimiento demográfico por las razones expuestas y las buenas cosechas de cereales y leguminosas, con aportaciones del sector agropecuario, olivo, frutales etc., al menos hasta 1900 en que se va invirtiendo este crecimiento con el cólera morbo y la extensión de la filoxera, más la epidemia de gripe de 1918, lo que promueve la emigración de los naturales a América, Europa, América, Cataluña y el País Vasco en particular. En este periodo más del 75 % de la población es rural. En los años de vida de Aurelio De la Iglesia –aproximadamente 1860-1910- la población de la capital zamorana oscila entre los 13.000 y 16.000 habitantes.

En el plano cultural, existían en la ciudad el Ateneo, la Sociedad Económica de Amigos del País, el Liceo Artístico y Literario, y el Instituto Técnico, creado en 1846, que se instala en el antiguo Convento de las Concepcionistas, donde se imparten clases de dibujo y de figura, a las que asistirá Aurelio De la Iglesia. Para mediados del siglo ya se había generalizado la prensa con periódicos como “El Duero”, “El Iris de Zamora”, y el semanario artístico “Zamora Ilustrada”, entre otros. En 1886 se instituye la feria mensual de ganados y se inician las obras del Mercado de Abastos. Se rompe el viejo cerco murado y la ciudad se extiende hacia nuevos ensanches y urbanizaciones. En 1873 se inaugura la subida de aguas instalándose fuentes en distintos puntos de la capital y, en 1877, el Museo Provincial de la Comisión de Monumentos. La nueva Plaza de Toros se estrena en 1889. A principios del siglo XX se construyen los nuevos puentes de hierro del ferrocarril que favorecen las comunicaciones y se restaura el viejo puente proto-gótico sobre el Duero. La luz eléctrica llega a principios de 1896. Por aquella época se fundaron cafés modernos como el Suizo, el Español, el París, y el Parador de El Peso. Hacia 1910 la ciudad ha adquirido un talante pequeño-burgués y hogareño típico de la Primera Restauración.

En la producción artística regional se acentúa la búsqueda del realismo a la vez que se mantienen historicismos eclécticos y academicismos, lo que es palpable en la imaginería religiosa, que se resiste a desaparecer, línea en la que militaron, con diversos matices, todos los escultores que por la provincia dispersaron sus obras, como Alcoverro, Benlliure, Ricardo Bellver, Susillo, Barrón, De la Iglesia, Díaz -éste con atisbos modernistas-, Chicote, Carretero, y Pastor Valsero, entre los más significados. En casos excepcionales, los jóvenes más prometedores obtenían becas de la Diputación de Zamora para ampliar su formación (como es el caso de los discípulos de Ramón Álvarez), bien en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en Madrid y sólo en casos muy contados en Roma o París [24]

El maestro del escultor: Ramón Álvarez Moretón [25]

El maestro del que aprendió Aurelio De la Iglesia el oficio fue Ramón Álvarez Moretón, nacido en Coreses, a escasos kilómetros de Zamora, en 1825, y fallecido en esta misma ciudad en 1889.

De orígenes muy humildes –su progenitor era bracero- quedó huérfano de padre siendo casi un niño, por lo que fue amparado por su pariente Manuel Casado Molina, escribano, quien le matriculó en los estudios de arte de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Zamora, donde vivió entre 1835 y 1839. Después se trasladó a Madrid para emplearse como hojalatero. Una vez conseguido el perfecto dominio de su oficio volvió a Zamora, entonces el Ayuntamiento le encargó la reforma del alumbrado público. Casado en 1845 con Ildefonsa Pérez [26], ya perfeccionado en la práctica del dibujo, marchó a Madrid para realizar estudios artísticos bajo la dirección de Miguel Aguado, profesor de Composición de la Escuela de Arquitectura. Completó su formación con la visita asidua a los Museos, especialmente el Prado.

En torno a 1857 abandonó su oficio artesanal interesado por el dibujo, la escultura, y la restauración de muebles y objetos artísticos. Montó su taller junto a la desaparecida Puerta de la Feria, en la Rinconada de la muralla, que era un “verdadero museo de arte antiguo y moderno” [27]. Su taller será la escuela de un nutrido grupo de muchachos a los que iniciará en el arte escultórico. Su capacidad como maestro se verá refrendada al alcanzar por oposición las cátedras de dibujo de la Sociedad Económica de Amigos del País (1859) y de dibujo lineal, de adorno, de figura y topográfico del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza (1866), ambas en Zamora [28] y su autoridad se verá resaltada al ser nombrado, en 1872, académico correspondiente de la Real Academia de San Fernando e individuo de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de la Provincia, y seis años después al serle concedidas por el rey Alfonso XII las cruces de Isabel la Católica y de Carlos III [29].

Durante la profunda regeneración a que se entregó Zamora tras el proceso desamortizador, las cofradías de la ciudad le encargaron los pasos nuevos de “El Descendimiento” (1857-1859), “La Caída” (1866-1878), “La Lanzada” (1868), “Nuestra Madre de las Angustias” (1879), “La Crucifixión” (1880-1885), “La Verónica” (1885), la “Virgen de la Soledad” (1886) y la “Virgen de los Clavos” (1887), en los que mantiene la tradición imaginera española del siglo XVII no solo admirada en la obra de Mena y Salzillo sino principalmente en las figuras del vallisoletano Gregorio Fernández, en particular su sencillez, unción piadosa y naturalismo. En ocasiones su inspiración se fundamenta en artistas internacionales como Rafael de Urbino y Rembrandt [30]. La impronta del arte barroco en sus composiciones teatrales, patéticas y de profundo sentido religioso castellano, así como en los efectos visuales que procura (“especialista en el trampantojo” le llama David Gago [31]), no ocultan su habilidad en el ejercicio artístico (fue sobresaliente en el vaciado del natural, la copia de modelos en yeso y el aparejo de las telas encoladas para aligerar peso y economizar tiempo y materiales) aprendido de Blas González, un modesto escultor de entre siglos también deudor del estilo barroco [32].

Pero, a diferencia de su maestro, Ramón Álvarez no fue un santero de provincias, sino un imaginero que supo adaptar los modelos devocionales a una incipiente producción industrial con su nuevo lenguaje plástico de inspiración ecléctica, escapando al modelo tradicional de tallista de la madera, sino en su caso recurriendo a la escayola, la madera, las telas encoladas y un cromatismo modulado sobre volúmenes bien definidos por la visión de un dibujante seguro, que sabe dotar a cada imagen de su anatomía proporcionada con el dinamismo deseado [33]. Álvarez no talla sino que realiza vaciados en escayola que se soportan sobre armazones de madera ensamblados, procedimiento que también usarán sus discípulos Miguel Torija y Aurelio de la Iglesia. Lo que cuenta es el resultado final, al fin y al cabo desde el neoclasicismo se concedía importancia a los vaciados en yeso de figuras de la Antigüedad. Al respecto, Álvarez practicó distintas técnicas de vaciado: sobre modelado de barro, mediante pequeños moldes de una figura ya existente o directamente del natural (para generar en el espectador una sensación de naturalismo impactante).

Posiblemente el procedimiento empleado por Álvarez, y transmitido a sus discípulos, para la ejecución de figuras para pasos, pudiera consistir, a juicio de Flecha [34], en el rellenado del hueco existente en el molde de escayola –ya obtenido- reafirmado interiormente con un vástago de madera que ocupase todo el vacío, con una pasta de relleno según fórmula ya usada por los renacentistas: cinco partes de caolín, cuatro partes de serrín, tres de pasta de papel de trapos, dos de cola fuerte y una de agua. Esta pasta se mezclaba en caliente en proporción tal que aquella adquiriese la untuosidad y la firmeza que cada trabajo pudiera requerir. Las formas obtenidas eran ensambladas sobre un bastidor de madera hasta completar la figura, que se sujetaba a su base mediante una varilla de hierro. Las manos las tallaba sobre madera y el conjunto del cuerpo de la imagen lo recubría con vestimentas conseguidas mediante telas de lino encoladas con una cola extraída del cartílago de hueso animal (oveja o carnero), cuyos pliegues era preciso modelar en caliente. La policromía posterior, de arco cromático reducido a tres colores (amarillo ocre, rojo inglés y siena tostada), la aplicaba sobre la última capa de aparejo de color mate, posiblemente realizada por el imaginero a base de pigmentos naturales sobre una base de aceite de linaza y un barniz copal. Sobre la manera de obtener otras piezas, se sabe que utilizó diferentes técnicas (estofado por incisión…) y que fabricó imágenes vestiduras [35], que las articulaba a voluntad mediante bisagras, pero se carece de un estudio que las determine en profundidad. En todo caso, se reafirma Ricardo Flecha en que Ramón Álvarez fue más un industrial que un artesano, que trabajó con la ayuda de varios oficiales alejado de la idea preconcebida del “creador romántico”. Podría semejarse su labor a la iniciada en Olot en 1880 por el Taller de Arte Cristiano surgido a iniciativa de Joaquim Vayreda y Josep Berga, pues, como acabamos de ver, el taller de Álvarez no sólo se ocupaba de satisfacer grandes encargos, sino que incluía la restauración de imágenes y la producción de imágenes casi seriadas, algunas de ellas destinadas al culto privado [36].

Los condiscípulos de Aurelio de la Iglesia

Ramón Álvarez fue, además, maestro de un grupo numeroso y notable de vocaciones escultóricas surgidas en una época de imperante academicismo y decadencia de esta especialidad artística en España. Guadalupe Ramos aborda este aspecto. Menciona entre sus discípulos a Eduardo Barrón, Miguel Torija, Ramón Núñez y Aurelio de la Iglesia. Los tres últimos, junto a su maestro, serán los principales impulsores de la Semana Santa zamorana en su rol de imagineros continuadores de los talleres de Zamora y Toro de los siglos XVI-XVII. Pero no se ha destacado lo suficiente que el gran escultor Mariano Benlliure, relacionado con Zamora entre 1877 y 1879 por la decoración que hizo su padre del solar de los Cantero, fue acogido en esos años en el taller de Álvarez, experiencia calificada por Federico Suárez como ”utilísima en la formación del niño-artista”, que a raíz de su estancia había recibido el encargo de realizar un paso para la Semana Santa zamorana [37]. A la muerte de Ramón Álvarez, en 1889, esta escuela local desaparece paulatinamente reduciéndose la vida artística de la ciudad y provincia en las postrimerías del siglo XIX.

Eduardo Barrón González (Moraleja del Vino, Zamora, 1858 – Madrid, 1911)

Aunque permaneció bajo la tutela de Álvarez solo dos años, puede considerársele el más significado de sus discípulos. De orígenes muy humildes, permaneció con su maestro hasta los 19 años, en que consiguió una pensión de la Diputación de Zamora para trasladarse a Madrid y cursar Bellas Artes en la Escuela de San Fernando. En 1883 acudió a Roma pensionado por el Estado. Los envíos oficiales que hizo desde allí fueron “Adán después del pecado”, un altorrelieve de “Santa Eulalia ante Domiciano”, el grupo alegórico “Roncesvalles” y la estatua de “Viriato. Terror romanorum”, con la que obtuvo medalla de plata en la Exposición Nacional de 1884, y que, fundida en bronce, preside en Zamora la plaza dedicada al caudillo lusitano. De vuelta a España, realizó numerosas obras entre las que destacan el “Monumento a Hernán Cortés” para Medellín, inaugurado en 1891, y el “Monumento a Castelar”, de 1905, para Cádiz. En 1904 obtuvo la medalla de oro en la Exposición Nacional por su grupo “Nerón y Séneca”.

Académico y primer Conservador de Escultura Antigua del Museo del Prado (1892), como escultor responde al prototipo de su época, pues no se pudo sustraer a los géneros en moda durante la segunda mitad del siglo XIX: monumentos conmemorativos, retrato, escultura religiosa y asuntos de Historia. Fueron cualidades de su escultura las propias de un castellano: reciedumbre y sobriedad acompañadas de sólido volumen y modelado [38]. Observa Jesús Urrea: “Sorprende en su obra la ausencia de teatralidad y sus personajes saben expresar no solamente estados de ánimo pasajero sino virtudes morales o espirituales, sentimientos patrióticos o de emulación. En este último aspecto fue un digno continuador de la mentalidad neoclásica, que utilizó para explicarse con un lenguaje realista y consiguió reconstruir ambientes o personajes con absoluta fidelidad empleando criterios arqueológicos o historicismos” [39].

Ramón Núñez Fernández (San Fernando, Cádiz, 1868-Madrid, 1937)

Llegó a Zamora por traslado de su padre, que era jefe de carabineros, cuando era niño. Fue uno de sus más dilatados discípulos imagineros de corte clásico y romanista, con gran corrección formal, y el único que representó a su maestro de busto.

Sus primeros estudios fueron en el Seminario de esta ciudad, que abandonó por no considerarse con vocación, ingresando en el taller de Ramón Álvarez, quien sintió por él especial predilección. Colaboró con su maestro en numerosas imágenes y pasos. Marchó a Cartagena con su padre y luego a Madrid, donde opositó a las cátedras de modelado, ganando plaza para Santiago de Compostela, donde estuvo bastantes años hasta su traslado a Valladolid como catedrático y director de la Escuela de Artes y Oficios Artísticos. En esta ciudad será posteriormente primer maestro del escultor Baltasar Lobo.

Su producción es abundantísima. Quizá su obra más contemplada, no necesariamente la mejor, sea el “Sagrado Corazón” sobre la torre de la Catedral de Valladolid. Para la Semana Santa zamorana realizó el paso de “La Sentencia”, en 1925, que representa el momento en que Pilatos se lava las manos sobre el enlosado, y, en 1927, el paso de “La Vuelta del Sepulcro”. Fue Académico correspondiente de la Real Academia de San Fernando.

Miguel Torija Domínguez (Zamora, 1875-1901)

De adolescente entró a formar parte del grupo de aprendices de su taller hasta la muerte del maestro, que sucedió cuando Torija tenía solamente catorce años. Fue pensionado por la Diputación de Zamora para estudiar en Madrid en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Allí modeló el “Busto de Arias Gonzalo”, que regaló a la Diputación. Pensionado en Roma, en 1898, hizo el desnudo en yeso dedicado al primer campeón olímpico de la historia, “Corebo vencedor”, que obtuvo la tercera medalla en la Exposición Nacional de 1897 y hoy propiedad de la Diputación de Zamora.

Se le encargó en 1897, para la Cofradía de la Vera Cruz, el paso procesional de “El Prendimiento”, grupo escultórico de lograda composición y en el que retrató a sus amigos, siguiendo la costumbre de su maestro. Antonio Pedrero le considera quizás el más valioso y esperanzador de sus discípulos, fallecido en edad joven por tuberculosis [40].

Iconografía del “El Niño de la Concha”

Retomando la figura del Museo de Navarra nos preguntamos acerca del sentido que Aurelio De la Iglesia ha querido dar a su obra objeto de análisis.

Una interpretación derivada de su posible reutilización como Niño Jesús no es convincente. Es cierto que existen algunos aspectos si no coincidentes, sí próximos, entre ambas representaciones, como la desnudez del cuerpo, su posición sobre un lecho a modo de cuna-pesebre con las piernas entrelazadas, o el que la criatura aparezca aparentemente dormida, pero hay profundas divergencias iconográficas. Por ejemplo, los Niños Jesús de los conventos de religiosas son separables de sus cunas y, aunque desnudos, están pensados para ser vestidos; si bien en ocasiones puedan aparecer privados de los atributos de la Pasión, lo ordinario es que se les represente abrazados a la cruz o reposando su cabeza sobre una calavera, prefigurando su futuro martirio para la redención del género humano; el modelo corriente es el del Niño recostado sobre su espalda, sonriente y con los brazos abiertos en actitud de entrega; las cunas sobre las que se recuestan son de madera pintada, dorada o calada, a veces son más humildes (por ejemplo de esparto), pero siempre van acompañadas de un ajuar bordado con primor.

Son raras, aunque existen, las asociaciones del Niño Jesús con la concha, referidas al arte del Barroco. Así, las religiosas del Convento de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, las Gaitanas, de Toledo, guardan una representación que la conocen como el “Niño tumbado de la Concha” [41]. En el arte colonial hispanoamericano existe algún caso también, como el Niño Jesús conservado en el Museo de Arte Religioso de la Arquidiócesis de Popayán (Colombia), que duerme dentro de una concha. Son asociaciones alegóricas que tratan de transmitir la idea del nacimiento de Cristo. Esa misma explicación es aplicable a aquellos sarcófagos paleocristianos donde la efigie del difunto aparece dentro de una concha, significando que esa persona está destinada a “renacer” en virtud de su inserción en Cristo. Por ello en la administración del sacramento del bautismo cristiano, que busca el renacimiento para la vida eterna liberando al alma del pecado original, se derrama el agua purificadora sobre la cabeza del neófito empleando una concha. Son numerosas las pinturas en que el uso de la concha se retrotrae al mismo bautismo de Jesús, empleada por San Juan Bautista con este fin. Del mismo modo, la concha del peregrino simboliza su resurrección a una nueva vida tras la purificación por las penalidades sufridas en el camino. A nivel profano, la asociación de la diosa del amor con conchas marinas fue muy recurrente en la Antigüedad Clásica. La leyenda según la cual Venus nace de la espuma del mar y acomodada sobre una concha es conducida a Chipre, fue retomada por el renacentista Sandro Botticelli en su célebre pintura, en la cual, de modo parabólico, el nacimiento de esta diosa representa el renacimiento a la vida por el Bautismo del cristiano. Pero, la impresión que da “El niño de la concha” del Museo de Navarra no es de vida sino de muerte. Su “sueño” es perturbador [42]. Nada más lejos del aspecto del Niño Jesús, según la iconografía cristiana, que mueve a devoción con la ternura que despierta un recién nacido.

Tampoco es identificable “El niño de la concha” con personajes paganos de la Antigüedad clásica como los dioses niños (el heracliscos o Hércules o el dios del sueño Hypnos-Somnus), los erotes helenísticos alados –pese a estar recostados y plácidamente adormecidos [43]– u otras figurillas de “putti”, querubes o angelotes desnudos y regordetes, rientes y traviesos, juguetones, danzantes o músicos acompañantes, tan del gusto de renacentistas y barrocos, por lo general de carácter decorativo, algunos de los cuales interesaron a Carpeaux y Benlliure en su escultura ornamental, al no corresponderse con exactitud sus iconografías al modelo propuesto.

Por el contrario, sí tiene que ver “El niño de la concha” con uno de los temas más queridos del Romanticismo, la representación de la muerte, en este caso en la persona de un recién nacido, un tema doloroso que en el sigo XIX se trató con cierta delectación, a veces llegando a lo macabro y truculento, sin duda expresión enfermiza del espíritu romántico en una época en que la muerte estaba muy presente en la vida cotidiana. Sin ir más lejos, el vaciado de Aurelio de la Iglesia se realiza pocos meses después de que la epidemia del cólera se extendiera por España. Pero esto que nos parece tan atroz no era considerado en el siglo XIX una perversión. Se intentaba mantener vivo el recuerdo del ser querido mediante diversos procedimientos de representación, la fotografía en particular, rodeando la imagen de diversos simbolismos (por ejemplo se hacían colocar en escena relojes que indicaban la hora del óbito) y, por supuesto, vistiendo y maquillando los cadáveres para que pareciesen participar con toda naturalidad en una reunión familiar. En ninguna otra manifestación se alcanzó con tanta intensidad como en la fotografía esa “estética de la melancolía”, pues en los retratos de difuntos se llegaba a mostrar al fallecido como representación viviente de un ser ya muerto, algo contradictorio y espeluznante [44].

En el espíritu del romanticismo fue tema predominante el problema del hombre contra el destino, la fugacidad del tiempo y la muerte. En sus manifestaciones artísticas esta preocupación aflora en la delectación por temas como las ruinas, el paisaje desolado, el navío bajo la tormenta, el cementerio, el entierro del campesino y en un detalle que permite contraponer vida y muerte con eficacia tremendista: la frágil figura del niño ante sus primeras semanas de existencia, cuando el hilo de separación entre la vida y la muerte, en aquél siglo precario en recursos médicos, se mostraba tan débil [45].

Mas el deseo de conservar una imagen del familiar muerto llegó también a la escultura. Es muy probable que Aurelio de la Iglesia conociese en Madrid la estatua de José Piquer dedicada a la “Infantita muerta” (hoy en el Museo Nacional del Romanticismo [46]), María Cristina de Borbón, hija de la reina Isabel II, fallecida a los tres días de nacer en 1854. El valenciano José Piquer y Duart (1806-1871)  [47] era por aquél entonces persona renombrada como profesor de composición y modelado del natural de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y Escultor de Cámara de la Reina, lo que explica se le encargase el retrato de cuerpo entero de la difunta infanta en 1855, con el propósito de conservar la imagen del ser querido ya desaparecido. Y esto se puede sospechar por las afinidades iconográficas entre esta pieza y “El niño de la concha”, que hacen pensar la tomase Aurelio De la Iglesia como modelo para la suya, si bien existen entre ambas diferencias reseñables.

En el caso de la “Infantita” de Piquer, su figura se representa semidesnuda y tumbada sobre lujoso colchón y almohada flordelisados, con las piernas medio flexionadas, su brazo derecho extendido y la mano izquierda apoyada sobre el pecho, casi en la misma disposición de las extremidades superiores del niño del Museo de Navarra, con la salvedad de que en él una banda sustituye al paño de pureza de aquella, la mano derecha vuelve hacia abajo y el pie derecho se introduce bajo la pierna contraria, y, lo más destacado, la valva de la concha hace de cuna y la cabeza del niño se recuesta sobre un manojo de posidonias, y ésta aparece varada sobre un montículo de arena del mar, del que sobresalen varios moluscos. La expresión que Piquer da a la niña, como si descansase con un sueño profundo, se opone a la de la criatura de De la Iglesia, que resulta inquietante por su ambigüedad (¿vive o está muerta?) (Lám. V). En ambos casos, sin embargo, se trata de evocar en el espectador afligido la “ilusión de la presencia” del ser querido [48].

Podría pensarse que el escultor hubiese tomado la venera como elemento explícito de su representación tras fijarse en la Virgen de la Concha (también llamada Nuestra Señora de San Antolín, donde se encontró la primitiva imagen románica donada a Zamora por los palentinos en el transcurso de la Reconquista), bajo cuyo patronazgo se halla la ciudad de Zamora y de su diócesis desde 1100, puesto que el artista y su obra se relacionan directamente con esta ciudad castellana [49], de donde le pudo venir al artista el encargo de la escultura. La versión del siglo XVIII de esta Virgen la presenta “encadenada” a su Hijo niño, con ostentación en la cintura de ambos de una venera de plata, un atributo que relaciona a María con su Hijo porque le llevó en su seno como “perla preciosa” [50]. No obstante, existen otras interpretaciones. Una primera podría hacer referencia al carácter romero de la imagen, como variante tipológica de la Virgen Peregrina [51], incluso como herencia del antiguo titular de la cofradía que la sustenta, Santiago Apóstol. Manuel Boizas, cofrade de San Antolín y autor del texto de la novena a Ella dedicada, defiende la vinculación de la concha a la pureza inmaculada de la Virgen María porque, aun en el fondo del mar, no se mancha, sino que se conserva limpísima [52]. Aún siendo admisibles estas interpretaciones y, como hemos mencionado, ser símbolo de la fecundidad del agua, la concha también simboliza en el cristianismo la sepultura de la que renacerá el ser humano en el día del Juicio final [53]. Incluso podría asociarse a la idea de tránsito, si la analizamos desde el universo profano, lo que mutatis mutandis serviría para ejemplificar el viaje desde este mundo al más allá, como si la concha fuese una especie de barca de Caronte helénica rumbo al Hades por la laguna Estigia. La idea de travesía de la concha usada como nave se refleja de nuevo en la mitología griega, pues la diosa Afrodita fue llevada sobre una concha hasta la isla de Chipre y Poseidón, dios del mar, se desplazaba por el piélago sobre una concha que a modo de nave-carro era tirada por caballos fantásticos capaces de cabalgar sobre las aguas [54].

La primera evocación de la venera es el mar y este, en la iconografía artística, es muy ambivalente. Puede simbolizar la muerte en tanto que simboliza la vida. Para los antiguos el mar era un símbolo de nacimiento, como las plantas acuáticas, y, para la mitología, del agua venía toda vida, pero volver al mar era sinónimo de regresar a la madre, es decir, morir [55], o introducirse en el infinito, que puede simbolizar la absorción del yo individual en la divinidad [56]. Estas significaciones quedan redobladas por la presencia de caracolas, pues “encierran” en su interior el mar, su morir y renacer perpetuos [57]. Por su parte, la arena, en relación a la multiplicidad de sus granos, es símbolo de infinito [58].

A estas simbologías cabe añadir otra para completar el sentido global que Aurelio de la Iglesia pudo dar a su escultura: el que el protagonista sea un niño y aparezca desnudo. Aunque su escultura pueda ser el retrato de encargo de un niño fallecido, lo cierto es que su figura, tal como se ha representado, también es susceptible de tener lecturas libres merced al principio de transposición utilizado por los simbolistas [59], según el cual la imagen no expresa estrictamente lo que representa sino que nos conduce a nuevas y misteriosas significaciones, en este caso es capaz de entrañar otro sentido más allá de la presencia de la muerte, como la evocación del alma en tránsito hacia una nueva dimensión espiritual, libre de las pompas del mundo [60].

En la escultura que comentamos, la concha aparece varada en la arena sin que se haga “presente” el agua sino de manera intelectiva por medio de su ausencia. No hay agua, pero quedan los restos de los seres vivos que alimentó: posidonias y moluscos. El agua, en el simbolismo cristiano del bautismo, encarna al mismo tiempo la muerte y la resurrección; la inmersión sepulta al hombre viejo y de ella surge el hombre nuevo del que nos habla San Pablo. Ella nos conduce hacia la verdadera Vida más allá de nuestra contingencia tras un proceso temporal de peregrinaje por este mundo. El niño de la concha, tal como viene representado, podría equivaler a una alegoría de la vida y de la muerte inseparablemente relacionadas. Estamos ante un ejemplo de arte funerario, que personifica e induce a una reflexión trascendental.

Encuadre cultural

Se comprende que Aurelio De la Iglesia, consecuente con el espíritu romántico que había despertado el culto al yo con la sobrevaloración de la libertad humana y la rebeldía ante lo establecido, mostrase en su escultura la suficiente independencia como para escoger sin cortapisas temas y símbolos. Recordemos que esta pieza la realiza en 1886, todavía siendo joven, suponemos que estando cercanas en el tiempo sus estancias en Roma y en Madrid, por lo tanto libre de los condicionantes como futuro imaginero en Zamora. Y, aunque pudiera estar influido por la obra realista de Piquer, De la Iglesia dio a su “Niño de la concha” una particular intención.

En primer lugar su asociación con elementos “mediterráneos” -venera, caracolas y posidonias- nos lo presenta como un simbolista que busca trascender el motivo para plantear un mensaje; desde el punto de vista de su resolución formal es un realista, no cabe duda, como se ve en la definición del rostro o de las hojas de las posidonias con sus nervaduras y roseta basal, pero a la vez se nota en la figura del niño un leve idealismo favorecido por la suavidad de sus formas que tiende a espiritualizarlas; es también un impresionista, si consideramos la expresión inacabada del fondo del mar, evocadora de sensaciones, a la manera de Medardo Rosso, Mariano Benlliure o Agustín Querol; es romántico y simbolista a un tiempo dado su interés por lo que está más allá de lo sensible (que en concreto se manifiesta en la sugerencia de un estado intermedio entre la vida y la muerte por medio del sueño misterioso a lo Edward Burne-Jones) [61]; e igualmente se anticipa al modernismo en el ritmo ondulante de la figura, su difusa sensualidad, la inspiración orgánica, el empleo de elementos naturales insólitos, una cierta evocación fantástica y la inclinación al arte decorativo, que, además, algo que sorprende, enlaza con elementos característicos de los gabinetes de “curiosidades” del siglo XVIII, tales fueron las conchas marinas que tanto atrajeron a los coleccionistas de historia natural.

El estilo de Aurelio de la Iglesia responde al eclecticismo de su tiempo a consecuencia de la mezcla de lo barroco y lo académico, como se percibe en la tensión entre realismo e idealismo, composición escenográfica frente al uso de alegorías, imagen religiosa contra desnudo, uso de técnicas tradicionales frente a otras de reproducción… “El niño de la concha”, aunque no es ajeno a esta circunstancia, nos descubre en el artista una sorprendente faceta de modernidad en tanto que simbolista y proto-modernista en la atmósfera que precede al “fin de siglo” [62].

Post scriptum

Una reciente intervención dirigida a consolidar la mesa soporte de esta escultura ha permitido observar más detalladamente la pieza y así descubrir que el niño representado presenta alas. Si bien están plegadas bajo su cuerpo, asoman sus extremos: truncado el del lado derecho de la figura. Sus dimensiones (largura x anchura x grosor en cm.) son de 14,50 x 7,50 x 1,5 (su ala derecha) y 21 x 6 x 1 (aprox., su izquierda).

Creo que la presentación del niño como personaje alado no entorpece mi anterior interpretación de su figura como Niño Jesús, ya que tales apéndices no se perciben sino después de una atenta observación con luz adecuada. De suyo sabemos que fue empleada para el culto religioso y, ciertamente, sus paralelos iconográficos con tal representación, como se ha explicado, son verosímiles, y pudieron ser tenidos en cuenta por el artífice. Es válido asimismo el simbolismo de la venera como renacimiento espiritual y tránsito hacia una nueva vida (tras la muerte) de la persona, tanto si se analiza desde el contexto cristiano o profano, como desde el mismo contexto zamorano donde la efigie de Nuestra Señora de Antolín y de su Hijo están ligados a la concha como atributo de su naturaleza. No menoscaba este hallazgo la interpretación simbolista que he dado a la obra ni, por supuesto, su categoría artística, por demás interesante a la luz del eclecticismo de su época avanzando resoluciones formales del “fin de siglo”. Mantengo mi suposición razonable de que Aurelio de la Iglesia pudo haber conocido la escultura funeraria de José Piquer, y que en ella se inspirase, así como en el propósito que la dirigía: mantener “despierto” el recuerdo de un ser fallecido paradójicamente “dormido”, o sea, una fusión de dos espacios, aquí y allá, sugerida en tiempo presente. Algo muy del gusto romántico.

El interés de la figura se redobla ahora por sus alas, al poder relacionarla con un tipo iconográfico proveniente de la antigua cultura helenística y romana, mantenido hasta el barroco incluso, que es el amor dormido, del que en nuestro país se conservan varios ejemplares de los siglos II y III, en relación con sus mitologías. Uno interesantísimo es el conservado por el Museo Nacional del Prado (núm. cat. E00640) que tiene en común con las distintas variantes de erotes, putti o heracliscos su configuración como criatura alada, desnuda y de aspecto mórbido, tendida sobre un lecho y adormilada. Pero la muestra difiere de éstas en numerosos aspectos: carece de cabello (en los eros la atención al peinado es importante), no duerme plácidamente ni es retozón sino al contrario, está privado de los atributos del dios Hércules (piel del león de Nemea como lecho, clava, arco…) y de Baco (piel de cabra sobre la que descansa en suelo rocoso), y no tiene como la mayoría de aquellos función ornamental ligada a ambientes acuáticos en uillae y domus. Aunque no lleva en la mano los tallos de las flores de la adormidera (atributo de Hypnos-Somnus o dios del sueño) sí se ve transportado nuestro niño como quienes las portan al mundo de los sueños (entiéndase la muerte) en un contexto también natural, en este caso el mar símbolo del infinito.

La figura de “El niño de la concha” denota amplios conocimientos iconográficos en su autor y, al mismo tiempo, una libertad personal para utilizarlos. Confirma la atracción que por el mundo clásico debió sentir, pero también le configura como hombre de su tiempo.

Notas

[1] ABADÍA. Tratamiento de revalorización. “Amorcillo dormido”. Informe presentado al Museo de Navarra el 20 de diciembre de 2002.

[2] Informe citado y mensaje electrónico enviado al autor el 21 de julio de 2014.

[3] Alfredo Zubiaur Beguiristain.

[4] Contestación de Nahia Mendoza Úcar a la cuestión planteada por el autor el 31 de julio de 2014 mediante mensaje electrónico.

[5] No hay que descartar que la pieza fuera resultado de las prácticas del escultor becado por organismos públicos y presentada a ellos como prueba de su aprovechamiento en los estudios.

[6] Desde el punto de vista tradicional la diferencia entre yeso y escayola es su pureza en aljez (sulfato de calcio hidratado) y diferente granulometría (la escayola es más fina). Mientras que el yeso tiene pureza mayor del 70%, la escayola ha de tener pureza mayor del 90%. El informe de la restauradora (cit.) aporta algunos datos interesantes: “Una vez limpia la pieza pudimos comprobar que la pintura blanca que lo recubría era un repinte que ocultaba detalles importantes (pliegues de la piel, detalles de las uñas, remate del fajín junto a los flecos, detalles de la firma…) por lo que se decidió su eliminación. Bajo el repinte blanco aparecían dos tipos de “arreglos” dedicados a igualar superficies o disimular roturas. Encontramos pasta amarillenta a base de aceites secativos y yeso, en lo que constituye el grupo de correcciones más antiguo, dedicado a rellenar roturas en dedos, golpes que dejaban burbujas de la pasta original al aire, roturas en las conchas y manojo de posidonias… El segundo material encontrado para rellenar burbujas es cera roja, utilizada de forma muy burda”. Algunos detalles de la consistencia de la pieza me fueron aclarados por ella en mensaje electrónico recibido el 22 de julio de 2014.

[7] Que no dejó huella documental alguna, ni siquiera en las memorias anuales al no ser considerada “pieza del Museo” sino hasta tiempos recientes.

[8] ARBETETA, L. «La Navidad oculta», en Navidad oculta. Los Niños Jesús de las Clausuras Toledanas, […], Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 1999, p. 28.

[9] Consultada sobre esta posibilidad, el 16 de julio de 2014, la Visitadora Provincial de la congregación Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, Sor María Soledad García, de la que orgánicamente depende Navarra, me explicó que desconocían por completo esta noticia y que carecían de datos al respecto.

[10] Relación de objetos, propiedad de la Comisión de Monumentos de Navarra, que se hallan depositados en el Museo de Navarra, según acta sin fecha firmada por la Directora del mencionado museo, María Ángeles Mezquíriz, y el Secretario de la Institución Príncipe de Viana y miembro de la Comisión de Monumentos de Navarra, José Esteban Uranga (Expedientes de la Institución Príncipe de Viana anteriores a la formación del Museo, Archivador 1949-1964, Museo de Navarra). Tampoco existe referencia alguna a este bien en la documentación custodiada en la Sección de Patrimonio Arquitectónico del Departamento de Cultura, Turismo y Relaciones Institucionales del Gobierno de Navarra, referida a la historia de la Comisión y de la Institución Príncipe de Viana, según me confirma su responsable Milagros Nuin Aldaz, el 1 de julio de 2014.

[11] SOLANA, G. Lágrimas de Eros. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 2009, p. 54.

[12] OCEJO DURAND, N. “Estudio del grupo escultórico de Viriato de Eduardo Barrón González en Zamora”, Studia Zamorensia, 6, 2002, pp. 238-239.

[13] Federico Cantero Seirullo, ingeniero industrial de origen valenciano, director de la línea ferroviaria Medina del Campo-Zamora, encargó en 1877 al padre de Mariano Benlliure y amigo personal –Juan Antonio- la decoración de su casa de Zamora, en la que colaboraron todos sus hijos, pintando en ella un fresco representativo de las cuatro estaciones. “Marianet”, el más pequeño, de apenas 14 años de edad, aprovechó para realizar los bustos de toda la familia Cantero, así como una serie de pequeñas figuritas en barro cocido de tipos populares (MONTOLIÚ, V. Mariano Benlliure 1862-1947, Valencia, Generalitat Valenciana, 1996, pp. 27 y 29; SUÁREZ CABALLERO, F. Federico Cantero Villamil. Crónica de una voluntad. El hombre, el inventor. Madrid, Art & Press, 2006, pp. 32-33).

[14] GÓMEZ-MORENO, M. E. Pintura y escultura españolas del siglo XIX, Madrid, Espasa-Calpe, 1993, col. Summa Artis, Historia General del Arte, vol. XXXV*, p. 21.

[15] Disponible en: http://semanasantadezamora.com/aurelio-dela-iglesia. Consultado el 01/07/2014.

[16] RAMOS DE CASTRO, G. “Ramón Álvarez y su escuela”, El arte del siglo XIX: II Congreso Español de Historia del Arte. Valladolid, 11-14 de diciembre de 1978, Vol. 1, [Comité Español de Historia del Arte], 2007. Sección de “Escultura”, p. 132; NIETO GONZÁLEZ, J. R., “Escultura”, en PLAZA SANTIAGO, F. J.-MARCHÁN FIZ, S. (dirs.). Historia del arte de Castilla y León. Valladolid, Ámbito, 1994, VII, pp. 365-366.

[17] Parece que el artista quiso traducir los espasmos respiratorios de Cristo agonizante en la cruz tomando del cadáver que le sirvió de modelo los rasgos externos de un ahogado por inmersión en agua que restan de su esfuerzo desesperado por respirar y, en concreto, la elevación del pecho hacia los hombros y la depresión del diafragma.

[18] La imagen puede contemplarse en el Museo de Semana Santa, de Zamora, pues ha sido sustituido por el Yacente de Luis Álvarez Duarte en la procesión del Santo Entierro desde al año 2.002, el cual también recibe el nombre popular de “La Urna”. Véase (DOMÍNGUEZ, R. “La urna en el siglo XX”, Zamora apasionante [blog creado y administrado por el autor] Disponible en: http://santacruzzamora.blogspot.com.es/2009/11/la-urna-en-el-siglo-xx.html. Consultado el 01/07/2014.

[19] El primer compromiso adquirido por Aurelio de la Iglesia (entregar el grupo al año siguiente) no se cumplió. En octubre de 1.899 comenzó a trabajarlo con ayuda de Leandro Esteban “El Gallo” en un local alquilado en el barrio de la Horta. Entregaron el grupo a primeros de abril del año 1.900 para la procesión del Viernes Santo del 13 de abril, pero con el Cristo Crucificado del antiguo paso de la Crucifixión, realizado por el escultor de La Bañeza, Manuel de Borja en 1.669. Finalmente el imaginero acabó por tallar el Crucificado para instalarlo en el grupo y así desfilar en la Semana Santa del año 1.901.

[20] La cruz disponía de una bisagra que permitía abatirla para poder guardar el paso en la panera que la Cofradía de Jesús Nazareno poseía junto a la Iglesia de San Juan, hasta 1964 en que se trasladó al Museo Semana Santa de Zamora. La mesa original estaba ejecutada en madera de nogal, puesto que en 1956 fue sustituida por la realizada por Alfonso Pastor Cadierno.

[21] Se dio a conocer como poeta en 1807 con su oda A la defensa de Buenos Aires y un año después con su oda patriótica Al dos de mayo. El resto de su obra oscila entre el neoclasicismo y las primeras influencias románticas, como A la muerte de la reina de España, doña Isabel de Braganza (1819). Fue diputado a cortes en Cádiz (1810) y encarcelado posteriormente por Fernando VII. Véase GIL NOVALES, […]. “Gallego, Juan Nicasio (1777-1853)”. Disponible en: www.mcnbiografias.com. Consultado el 01/07/2014.

[22] Para María Elena Gómez-Moreno hay razones que explican esa desaparición, entre las que cita: la disolución de los gremios y, con ella, de los talleres artísticos; la ola de anticlericalismo difundido por los liberales extremistas; el influjo neoclásico, que abominaba de la madera y del color; la supresión de conventos y cofradías que tradicionalmente daban trabajo a los imagineros, y si en algunas zonas, como en Andalucía, Castilla, Levante y Cataluña, se mantuvo la tradición imaginera, fue debido a la devoción popular que pedía imágenes de culto, lo que “dio lugar a que, en vez de los antiguos talleres, surgieran verdaderas fábricas de imágenes” (GÓMEZ-MORENO, M. E. Cit., p. 119).

[23] Ya mencionados en su relación con Mariano Benlliure y su actividad escultórica en Zamora (Además de la obra de MONTOLIU, V. Cit., véase la de SUÁREZ CABALLERO, F. Cit.).

[24] NIETO GONZÁLEZ, J. R. “Escultura”, en PLAZA SANTIAGO, F. J.-MARCHÁN FIZ, S. (dirs.), cit., VIII, pp. 278 y 282; véase también MATEOS RODRÍGUEZ, M. Á. «La Zamora de Barrón (1858-1911), el encanto de una burguesía provinciana”, en el catálogo Eduardo Barrón escultor, 1858-1911, Zamora, Casa de Cultura de Zamora-Instituto de Estudios Zamoranos «Florián de Ocampo»-Museo Provincial de Zamora, 1985.

[25] El artista no adoptaría como segundo apellido el de su madre –María Francisca Prieto- sino el de su abuela paterna –Moretón.

[26] De este primer matrimonio tendrá siete hijos, de los que morirían cinco. Contrajo segundas nupcias con Ramona María Feltrero en 1888.

[27] RODRÍGUEZ DÍAZ, C. “El escultor zamorano Don Ramón Álvarez”, El Correo de Zamora, 31 de octubre de 1945.

[28] CASQUERO FERNÁNDEZ, J. A. “Ramón Álvarez, imaginero”, Heraldo de Zamora, 1989, p. 27.

[29] Para el conocimiento de la trayectoria y personalidad del escultor véanse los estudios de CASQUERO FERNÁNDEZ, J. A. “Ramón Álvarez imaginero, ensayo biográfico”, en Ramón Álvarez 1825 – 1889, Biografía de un imaginero en la Zamora del S. XIX. Zamora, Comisión del Centenario de Ramón Álvarez Moretón, 1989; RAMOS DE CASTRO, G. Cit., pp. 129-133; y RODRÍGUEZ DÍAZ, C. “El escultor zamorano D. Ramón Álvarez”, El Correo de Zamora de 31 de octubre y 2, 3, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 12, 13, 14, 17, 21, 22, 27 y 28 de noviembre de 1945.

[30] RAMOS DE CASTRO, G. Cit., pp. 129-133.

[31] GAGO RUIZ, D. “Aquella dama. Reflexiones en torno a la Virgen de la Soledad”, Barandales, Zamora, Junta Pro-Semana Santa, 2014. P. 81.

[32] FLECHA BARRIO, R. “El taller de Ramón Álvarez”, Barandales, 2014. Pp. 84-91.

[33] Para el escultor zamorano Ricardo Flecha, los modos de trabajar de un escultor y de un imaginero son diametralmente distintos a la hora de plantearse una composición. Un imaginero no crea, no necesita nuevos planteamientos artísticos ni teológicos. Su trabajo viene marcado por la tradición y los deseos de quien le realiza el encargo. Por esa razón no necesita dibujos ni maquetas sino adaptarse al gusto de su cliente, que posiblemente escogiera modelos preexistentes en grabados o láminas devocionales, al estilo de los desarrollados por Luis Salvador Carmona un siglo antes (FLECHA BARRIO, R. Cit., pp. 87-88).

[34] FLECHA BARRIO, R. Cit., p. 89.

[35] CASASECA GARCÍA, F. J. “Los maniquíes de las imágenes vestideras en la obra de Ramón Álvarez”, Barandales, 2014, pp. 92-94.

[36] PRIETO, J. “La obra de Ramón Álvarez en el 125 aniversario de su fallecimiento: dos piezas poco conocidas del imaginero zamorano”, en El patrimonio cultural de las cofradías. Blog de Investigación [de Javier Prieto Prieto]. Disponible en: http://patrimoniocofrade.blogspot.com.es Consultado el 19/05/2014. María Elena Gómez Moreno desacredita, quizás de manera injusta, este tipo de talleres de escultura “convertidos en meras fábricas industriales que confeccionaban en serie piezas decorativas e insulsa y adocenada imaginería religiosa” (Ver GÓMEZ MORENO, M. E. Cit., p. 19).

[37] SUÁREZ CABALLERO, F. Cit. Este testimonio ofrece toda garantía al haber consultado el autor el archivo de la familia Cantero para biografiar a Federico Cantero jr. Añade, en referencia al paso de Mariano Benlliure por Zamora: “El joven escultor es presentado por su anfitrión a las familias más representativas de la sociedad zamorana quienes, rendidas ante la destreza del artista, le hacen numerosos encargos” (p. 34).

[38] GÓMEZ-MORENO, M. E. Cit., pp. 102-103.

[39] URREA, J. «El escultor Eduardo Barrón», en el catálogo Eduardo Barrón escultor, 1858-1911, Zamora, Casa de Cultura de Zamora-Instituto de Estudios Zamoranos «Florián de Ocampo»-Museo Provincial de Zamora, 1985. S.p.

[40] PEDRERO YÉBOLES, A. “Pintura y escultura en la segunda mitad del siglo XIX y XX”, en el catálogo Arte em Zamora. Pintura e escultura dos séculos XIX e XX. Fundos artísticos da Exma. “Diputación de Zamora” (Espanha), Zamora, Diputación de Zamora,1994, p.67. El pintor J. Acedo Torres es artista supuestamente formado en la escuela de Ramón Álvarez, así como José Gutiérrez “Filuco”, pintor, fotógrafo y dibujante. Este autor incluye también en su Escuela al imaginero Justo Fernández, autor del paso “Jesús camino del Calvario” (1893). Fuera del círculo de Álvarez se sitúan José María Garrós Nogué y Ángel Marcé, aunque comparten múltiples aspectos estéticos con sus seguidores, de los que fueron contemporáneos.

[41] ARBETETA, L. Cit., lám. de la p. 177. Foto Antonio Pareja.

[42] Recuerda al sueño de los niños de Jean-Joseph Carriès (1855-1894), por ejemplo su “Niño de la gorguera” (MOREL, G., “Le mystère Carriès”, Connaissance des arts, 653, oct, 2007, s.p.

[43] LOZA AZUAGA, M. L.-BOTELLA ORTEGA, D. “Escultura romana de eros dormido de Lucena (Córdoba)”, Mainake, 32, 2, 2010 (Ejemplar dedicado a: Los Púnicos de Iberia: proyectos, revisiones, síntesis), pp. 991-1006; ORIA SEGURA, M. “Jugando a ser dioses. Heracliscos y otros dioses niños en la estatuaria hispana”, Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, 63, 1997, pp. 115-137; HERNÁNDEZ MORÁN, R. Los niños griegos. Zamora, Ayuntamiento de Zamora-Centro de la UNED de Zamora, 2003.

[44] LÓPEZ MONDÉJAR, P. Las fuentes de la memoria. Fotografía y sociedad en la España del siglo XIX. Barcelona-Madrid, Lunwerg Editores, S.A., 1989, p. 68.

[45] En 1885, el Dr. Jaime Ferrán descubre la vacuna contra el cólera pero tras su experimentación en Alcira (Valencia) es prohibida por el gobierno ante la oposición de la comunidad científica, y la difusión de la penicilina comenzará en 1930, llegando a España con dificultades al menos quince años después. Eran numerosas las enfermedades que amenazaban la vulnerable salud del niño (tisis, escarlatina, poliomelitis, sarampión, difteria, tifus…) añadidas a la falta de higiene generalizada en las clases populares y una deficiente alimentación.

[46] Donde figura con el título de “Infante muerto” (1855). Mármol esculpido de 23 x 37 x 62 cm. Firma (en la cabecera del colchón): “José Piquer 1855”. Inv. 0835. Patrimonio Nacional también conserva en el Palacio Real de Aranjuez otro infante muerto, en escayola, aunque con el confuso título de “Infanta recién nacida” que podría corresponder al retrato mortuorio de D. Luis (o D. Fernando), Príncipe de Asturias, tras finar el día en que nació, el 12 de julio de 1849, aunque por el año en que lo ejecutó -1856- posiblemente hubiera partido Piquer de una mascarilla como modelo. Y, aún más, el Museo del Traje de Madrid guarda otro retrato fúnebre muy parecido al anterior, aunque sin firma ni data, éste en bronce, que a juicio de Isabel Ortega, bien pudo fundirse a partir de un molde realizado por Piquer y que presentan entre sí algunas diferencias en la postura de brazos y piernas y en la mantita que en parte cubre a este último (ORTEGA FERNÁNDEZ, I. “Infante muerto. José Piquer y Duart, 1855”, Museo Nacional del Romanticismo, Madrid. Pieza del mes, octubre 2012. Disponible en: http://museoromanticismo.mcu.es/web/archivos/documentos/piezames_octubre_2012.pdf) Consultado el 01/07/2014.

[47] Azcue Brea, L. La escultura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Catálogo y estudio, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1994; V.V.A.A. El siglo XIX en el Prado, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2007; Pardo Canalís, E. “Contribución al estudio biográfico de José Piquer y Duart”, Archivo Español de Arte, vol. XX, Madrid, 1947; IDEM. Escultores del siglo XIX, Madrid, Instituto Diego Velázquez, CSIC, 1951, pp. 30-31, lám. 39.

[48] ORTEGA FERNÁNDEZ, I. Cit.; VARELA, J. La muerte del rey. El ceremonial funerario de la Monarquía española (1500-1885), Madrid, Turner, 1990, p. 165. En el catálogo Arte Subastas Bilbao, correspondiente a los días 5 y 6 de junio de 2013, p. 81, se publicita un “Niño durmiendo” (bronce de 20 x 49 x 27 cm.), de “escuela francesa”, que se data en el siglo XIX, cuya estética e intención parecen ser las mismas. En esta pieza el ¿niño? (más bien parece una niña) está desnudo y recostado sobre un colchón con su cabeza reclinada en un almohadón con borlas, su cuerpo ligeramente ladeado a su derecha y los brazos recogidos; el soporte es una mesita de cuatro patas dorada.

[49] Sobre el origen de la imagen y su devoción véase la web de la Cofradía de Nuestra Señora de San Antolín o de la Concha. Disponible en: http://cofradiadelaconcha.blogspot.com.es/p/blog-page.html

Consultado el 01/07/2014.

[50] BECKER, U. Enciclopedia de los símbolos. Barcelona, Robin Book, 1996, p. 85.

[51] En Pontevedra, cerca de Santiago de Compostela, hay una curiosa iglesia de estilo barroco y con forma de concha, que está puesta bajo la advocación de la Virgen Peregrina (REAU, L. Iconografía del arte cristiano, iconografía de la Biblia, Nuevo Testamento. Barcelona. Ediciones del Serbal, 1996, tomo 1, vol, 2, p. 134).

[52] “Virgen de La Concha”. Disponible en: http://es.wikipedia.org/wiki/Virgen_de_La_Concha; “La concha de plata de la Virgen”, Concha Parroquial, Boletín informativo, 19, diciembre de 2013. Disponible en: www.cofradiadelaconcha.com Consultado el 01/07/2014.

[53] BECKER, U. Cit., p. 85.

[54] Tal como lo representa “El regreso de Neptuno” (John Singleton Copley, 1754). Metropolitan Museum of Art, New York.

[55] GALLINI, B. “Mar”, en BARRAL I ALTET, X. (dir). Dictionnaire critique d’iconographie occidentale. Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2003, pp. 557-559; y CIRLOT, J. E. Diccionario de símbolos. Barcelona, Siruela, 1997, pp. 305 y 373..

[56] BECKER, U. Cit., p. 202.

[57] REVILLA, F. Diccionario de iconografía y simbología. Madrid, Cátedra, 2007, p. 151.

[58] MORALES Y MARÍN, J. L. Diccionario de iconología y simbología. Madrid, Taurus, 1984, p. 52.

[59] RUSSOLI, F. «Images et langages du Symbolisme», en Le Symbolisme en Europe, Rotterdam-París, Museo Boymans-van Beuningen / Réunion des Musées Nationaux, 1976, p. 17.

[60] HALL, J. Diccionario de temas y símbolos artísticos. Madrid, Alianza, 2003, I, p. 167.

[61] Para Lucie-Smith el movimiento simbolista emergió del romanticismo, compartiendo con él los valores de la imaginación, el capricho como una transposición de la realidad, la fantasía a menudo terrorífica (Goya), el uso de los símbolos como obsesión de la mente (Henry Fuseli y Goya) y la experiencia subjetiva (los paisajes metafóricos de Caspar David Friedrich). LUCIE-SMITH, E. El arte simbolista. Barcelona, Destino, 1991, pp. 23-24.

[62] El autor agradece su colaboración a las siguientes personas e instituciones: Alicia Ancho Villanueva, María Teresa Barrio Fernández, María Amor Beguiristáin Gúrpide, Biblioteca General de Navarra, Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl (Hnas. Luisa Echeverría y María Soledad García), Institución Príncipe de Viana, Junta Pro Semana Santa de Zamora, Mercedes Jover Hernando, Nahia Mendoza Úcar, María Ángeles Mezquíriz Irujo, Museo de Navarra, Milagros Nuin Aldaz, Félix Otano Zaratiegui, Iñaki Pradini Olazábal, Ana Elena Redín Armañanzas, Universidad de Navarra y Alfredo Zubiaur Beguiristáin.