El cine cómico en tiempos de Keaton

El presente artículo fue concebido por su autor para la presentación del film de Buster Keaton “El Cameraman”, en el Cine Club Lux, de Pamplona, en mayo de 1972.

El cómico francés Max Linder

La primera aportación al cine cómico: Max Linder

Como nos recuerda Román Gubern [1], las salpicaduras de “El jardinero regado” -primer chiste visual de la historia del cine- iban a hacer germinar muchas semillas en el cine cómico francés. Al humor anónimo de las inocentes cintas de Lumière, sucedieron los cómicos fuertemente individualizados y caracterizados, verdaderos payasos de la pantalla.

El modelo se copiaría. Luego, el género aspiraría más hondo y se lanzaría a las carreras pedestres, a los sustos que piden agua de azahar y, sobre todo, a los destrozos de loza barata. Las escenas buscan cualquier pretexto para derivar en una batalla campestre de golpes.

Esta comicidad basada en la mamarrachada, falta de ingenio y de fantasía, está de acuerdo con el escaso nivel del momento. Habremos de esperar a Max Linder, para hallar un actor de originalidad. Con él, el cine francés adquiere por primera vez una dirección nacional. Nos encontramos ante un verdadero cómico que traduce en buenos gestos, en finas observaciones, la gracia de ciertas escenas. Con levita, chistera, botines y bastoncillo; con bigote; con esa apariencia de señorito de buena casa (a quien su padre niega unos miles de francos para pagar las deudas), incorpora a su tipo un aire mundano de actor, de gestos distinguidos y reflejos vivaces.

Max Linder pasea estos años su desenvoltura de bon vivant. Subraya cada escena con una mueca particular que apenas se insinúa en la comisura de sus labios, o en sus ojos que abre desmesuradamente. Es quien primero matiza brevemente cada pasaje y permite saturar una escena de significado, sin que el espectador se fatigue por la exageración y siga con interés lo que el actor le promete decir.

La novedad del personaje la dio, sin duda, la aportación original de su estilo cómico. Max Linder no basó su comicidad en las cabriolas, caídas, persecuciones, peleas y acrobacias; su comicidad nacía, simplemente, de la creación de situaciones comprometidas en la que, no obstante, nunca perdía su compostura.

Mack Sennet y la comicidad americana

Pero la comicidad de Max Linder comenzaba a ser eclipsada por las brillantes creaciones de la escuela norteamericana. Se abusa aún de las payasadas, del descarrilamiento de trenes, de las caídas, de las tartas de crema a lo Mack Sennet. Esta comicidad, aún siendo todavía superficial, recoge -sin embargo- elementos de otras partes, como son: el circo, el music-hall y el teatro. Incorpora al cine lo que se ha dado en llamar gag o chiste visual, que provoca la hilaridad a costa de poner en la picota del ridículo las cosas más respetables. Este cine es, pura y simplemente, americano.

Y la figura más representativa de la comicidad americana en los primeros años es Mack Sennet.

Sennet pone las bases en las que descansara todo el edificio cómico del mañana. Un cine por ahora de pasteles de crema dirigidos contra la cara del contrincante; de viejos Ford que se despeñan por imposibles precipicios o que pasan raudos por los pasos de nivel, lamiendo las locomotoras; de polizontes; de bomberos infatigables; y, por supuesto, de inefables bañistas. Porque Sennet es quien pone en circulación a esas muchachas modernas de sonrisas insinuantes. El mundo dislocado de Sennet, con sus persecuciones, su orgía destructora y bombas de dinamita, es el producto espontáneo de una civilización joven, no condicionada por una abigarrada tradición cultural.

Los tres grandes: Chaplin, Keaton y Lloyd

La escuela norteamericana y sus representantes: Charles Chaplin

Pero no olvidemos la existencia de otro gran actor y director de sí mismo, que es Charles Chaplin. Como discípulo directo de Sennet, Chaplin hereda de su maestro ese sentido satírico de las “instituciones respetables”, pero añade además una apremiante llamada al amor y a la fraternidad humana. Por eso sus películas son siempre acusadoras. Todo un catálogo de los males y las miserias del mundo aflora a lo largo de la filmografía de Chaplin, que utiliza el humor como arma corrosiva, al tiempo que en su complejidad psicológica, expone la insaciable ansia de amor, justicia y paz que brota continuamente a través de sus actos.

El sentido crítico del humor de Chaplin, nacido de la profunda observación, queda patente en sus propias palabras.

Escribe [2]:

“El hecho sobre el que me apoyo, sobre todos los otros, consiste en poner al público frente a alguien que se encuentra en una situación ridícula o embarazosa. El que a un individuo se le lleve el viento el sombrero no es, por si mismo, ridículo; pero lo es que su propietario corra ras él, con los cabellos al aire y flotantes los faldones del chaqué. Colocado en una situación ridícula o embarazosa, el ser humano se convierte en un motivo de risa para los congéneres. En esto se basa toda la situación cómica. Los films cómicos han tenido un éxito inmediato porque la mayor parte representaban agentes de policía sometidos a toda clase de burlas. Las desventuras de esta gente, representante de la dignidad del poder, hacen reír mucho más al público que si se tratase de simples ciudadanos.

Pero lo que divierte más al público es que la persona ridiculizada no se de cuenta de su situación y trate de conservar su dignidad. Así, en cualquier postura que me encuentre, por ridícula y desairada que sea, mi gran preocupación es recoger mi bastón, encajarme mi sombrero duro y reajustar mi corbata, aunque acaben de darme un golpe que me haya hecho caer de cabeza. Tan seguro estoy de esto, que no solo trato de crearme situaciones embarazosas, sino que busco siempre colocar a los demás en tales ocasiones”.

Chaplin es un buen conocedor de los resortes psicológicos de la risa. Pero la risa no es incompatible con la ternura. Chaplin perseguirá tenazmente a través de sus obras la esperanza de una vida mejor, legando a la historia del cine unas creaciones de una calidad humana imperecedera.

De 1918 a 1929 es la época dorada del cine mudo. Y con ello el índice de la máxima vitalidad artística del cine mudo americano está en su brillante Escuela Cómica, nacida de las pantomimas de Mack Sennet.

Ésta la integran tres grandes cómicos rivales: Harold Lloyd, Harry Langdon y Buster Keaton.

Harold Lloyd

Harold Lloyd es el joven tímido, prudente, de manos de cazo que estropea cuanto toca, pero que, en un momento decisivo, salta por encima de todas las conveniencias hasta convertirse en un héroe de ocasión. Adopta el sombrero de paja, las gafas redondas de carey, creando un personaje obstinado y tenaz, caricatura del americano medio. Basó su principal comicidad en recursos mecanicistas, cuyos límites alcanzó en el inestimable equilibrio de su cuerpo suspendido en el vacío agarrado a la aguja del reloj de un rascacielos en “El hombre de la mosca”, de Fred Newmeyer (1923). Usa del resorte cómico llamado “la bola de nieve” y que consiste en que un hecho cualquiera irá creciendo, creciendo, hasta arrasarlo todo. Si Harold le pega a un personaje, éste le pegará a otro, el otro a aquél de más allá y así en una escala ascendente hasta que la situación alcanza límites insospechados.

Harry Langdon

Harry Langdon

Harry Langdon es muy diverso. Román Gubern es quien mejor le ha caracterizado [3]. Con su aire de bebé somnoliento, Langdon jugó al equívoco de la inocencia hasta sus límites patológicos, tan temeroso y huidizo ante las mujeres que, en una película asesinaba a su esposa en la noche de bodas para no tener que afrontar sus obligaciones conyugales. Su comicidad masoquista abre las válvulas psicológicas del público, que se regocija cruelmente con las desventuras de la hipertimidez morbosa, aunque su mecanismo cómico -que va de la ingenuidad hasta el sadismo- hizo de él un personaje que injustamente fue poco apreciado por el gran público, siendo mucho mejor comprendido por las minorías intelectuales.

Buster Keaton

Buster Keaton les supera por cuanto logra dibujar un tipo con rasgos acertados, incidiendo en el matiz psicológico al destacar la impasibilidad y rigidez del hombre-que-jamás-ríe, provocadora, por contraste con el mundo, de la carcajada.

Procedente, como tantos otros, del music-hall, añade Gubern, Keaton llegó al cine de la mano de “Fatty”. Su rostro impasible le valió ser calificado como “el actor de la cara de palo”, “el hombre que nunca ríe” y “pamplinas” en España. Pero si es cierto que Keaton permanece impertérrito, aunque el mundo se derrumbe a su alrededor, la profundidad de sus ojos enormes desborda en expresividad y en capacidad de comunicación poética. Una cláusula de su contrato le prohibía reír en público y a esta constante violencia psíquica se atribuye el ataque de locura que en 1937 le llevó a ser internado en una clínica. Es difícil saber lo que haya de cierto en esto, pero la verdad es que en Keaton, actor y mito aparecen fundidos en un personaje insólito, adquiriendo a veces una dimensión extraterrestre, meticuloso en preparar los cuidadosos gags que salpican sus obras maestras.

Se ha dicho, remarca Gubern, que Keaton es un cerebral y Chaplin un sentimental, opinión inexacta para Keaton, pues Keaton es, además de excelente creador de gags, un extraordinario y sensible poeta de la imagen.

En el fondo, ambas comicidades están fundadas en personalidades distintas.

Keaton, con la inalterabilidad de su expresión, aparece frecuentemente como inhumano. En “El cameraman”, el único sentimiento que despunta es su amor por Sally, y no precisamente por su expresión, sino por la acción. A Charlot, además de enamorado, podemos verle en su película “El circo” alegre, malhumorado, celoso, compasivo, envidioso, digno. En realidad, Keaton, en sus films, comparte su condición de protagonista con una máquina, y así llega a maquinizarse y resulta un autómata. Unas veces es una cámara, otras un barco, una máquina de vapor, una moto, etc.

De estas situaciones conflictivas y de las relaciones de este ser hombre-máquina, que parece tener dos principios vitales opuestos, surge la atractiva comicidad de Keaton, verdadera fantasía mecánica, llena de incidentes deliciosos para el espectador.

Fotografía de la portada: Maximilien Gabriel Leuvielle conocido como Max Linder, a quien Charles Chaplin reconoció como su maestro

Notas

[1] GUBERN, Román. Historia del Cine. Barcelona, Lumen, 1971, 2 vols.

[2] LEPROHON, Pierre. Charles Chaplin. Madrid, Rialp, 1961, pp. 84-85.

[3] GUBERN, R. Obra citada.