Yo sé que por tu nombre me acercaré a tu alma / y que cada palabra será una profecía / que anunciará mi gozo / más allá de la muerte
De El alma de la tierra
(Alfredo Díaz de Cerio)
Hay paisajistas navarros de campo abierto, que lo toman en toda su grandiosidad o sencillez, en virtud de las diferentes caras que muestra la multiforme Navarra. Su paradigma, Basiano, convive en la pintura de nuestro siglo declinante con otros espacios naturalísticos que sirven de cobijo a las costumbres ancestrales de la tierra, llevadas a la tela por pintores como Ciga.
Los hay que, con hondura sustanciosa de color, pintan los viejos cascos urbanos, con lienzos de pared envejecidos por el paso del tiempo y como testigos de una historia pasada. Ascunce, Lasterra… Hay también miradas que penetran en la tupida floresta para perderse por vericuetos silenciosos transidos de niebla. Garralda, Julio Pablo….
Mas otros aman el paisaje con dolor, acercándose a él con una triste melancolía. Echauri y Morrás. O parten del mismo para expresar su queja ante el crecimiento interesado de la vieja Pamplona, convertida por la industrialización en foco de emigrantes. Azqueta, Garrido, Royo…
Pero aún hay otro grupo : el de aquellos que desean ver la naturaleza, para sentirla, a través de su subjetividad. Hay muchos matices en este acercamiento subjetivo al paisaje, tantos como variados son los artistas, aunque quizás coincidan en evadirse de la realidad para adentrarse en el insondable terreno de la metafísica. A éstos pertenece nuestro pintor.
Formado en Alemania, condicionado desde joven por el expresionismo y el surrealismo -las dos corrientes más introvertidas del arte-, Díaz de Cerio vierte las emociones de su sentimiento controladas por la inteligencia, en un admirable diálogo tan directo con la obra que ésta termina por devenir trasunto de una intimidad desvelada.
El paisaje, en este pintor, no es mera corteza terrestre. Está tan lleno de vida, y de muerte, como la poesía que escribe, en la que la dimensión natural tiene una extremada importancia. Nuestro pintor-poeta se sirve para hablar con ella de los versos, pero ahora ha escogido los pinceles. El detalle de la emisión emocional se torna nota puntual de color sobre la madera que le sirve de soporte. La metáfora poética, en cambio, se trueca en observación tan intensa del campo de visión, que hasta parece exagerado -porque sin ellos no se alteraría el paisaje- hacer figurar a la fuerza en él unos automóviles aparcados junto a un barrizal y un charco de agua que destella un brillo reflectante a su lado. Pero Díaz de Cerio se propone salvar la dificultad porque se prueba a sí mismo con dureza. Antes de proponerse pintar estos paisajes, en 1994, se exigía como pintor matérico y táctil, proyectando su fuerza en relieves de surco atormentado y su imaginación en formas tridimensionales orgánicas. Soltaba las formas cuando le convenía a su expresión y, por supuesto, siempre escribiendo poemas, cuyo texto es el complemento acorde a sus inquietudes plásticas.
El polifacetismo de Díaz de Cerio se somete ahora a mandamiento. En sus paseos para despejar la cabeza obtiene fotos panorámicas, u otras veces con ángulos de visión poco frecuentes, que sirven de documento posterior para en el recoleto estudio-habitación de su piso, con el fondo parlante de la radio, traducir la imagen a punta de pincel y óleo, trastocando aquí y allá las formas para verter esa subjetividad libre del creador, en un paciente y concienzudo trabajo, donde la composición de las formas queda ordenada.
Su paisaje es el que le rodea, Pamplona y sus alrededores mayormente. Es solitario pero habitable, estable y con cielo sereno, dotado de una suave luminosidad, obtenida con tintas casi planas que dan el tono metafísico al conjunto. La paleta es ajustada al colorido sobrio del modelo. La visión tan humilde como la de Regoyos, capacitada en ambos para descubrir belleza en las lechugas de una huerta. Pero Díaz de Cerio prefiere dejar constancia del progreso no en el paso de un tren humeante, como hacía el pintor vasco-asturiano, sino en la presencia de las fábricas, en las carreteras, en las barriadas de trabajadores, en las afueras de la ciudad o en sus desapercibidos jardines, como Antonio López en sus realidades intensas. ¿Por qué ocultar una piscina si ella misma es manifestación de las actividades humanas?.
Bajo la precisión matemática de los puntos de color, sin embargo, hay algo más que exhibicionismo técnico. Hay memoria momentánea de la ciudad humanizada y queda también la constancia documental del proceso interior del artista. Como en su creación poética, el autor sale al encuentro del paisaje y dialoga con el tiempo «que tarda en resolverse». El momento temporal se ralentiza, como la ejecución misma del paisaje, que se concluye meses después.
El paisaje alienta bajo los impulsos intelectuales del pintor y sobrevive como espacio salvado para la contemplación perenne, con ese misterio que sólo la mirada profunda del creador sabe descubrir donde hay sólo apariencia. Así, la naturaleza viviente se muestra con toda su comunicabilidad, como advierte Seamus Heaney en sus versos.
El hombre pasará, pero la naturaleza, tozuda, perdurará a nuestros días. Los cuadros de Díaz de Cerio servirán de guarda-memoria de una época y de un determinado sentimiento basado en el respeto a ambos sujetos que se compenetran y necesitan.
Fotos: Javier Senosiain (Flash Quick)