Emoción de la tierra navarra en los paisajes de Bienabe Artía

Un crítico de arte, autor de un Diccionario del Arte Español Contemporáneo, que, en su afán de justicia, se acercó, y bien, a nuestro pintor Bienabe Artía, decía refiriéndose a su pintura: “hay … en este pintor la característica emoción de la tierra que en definitiva caracteriza, esencializa, a toda la pintura vasca…” [1]. Con esta observación, Antonio Manuel Campoy no hacía sino llegar certeramente al fondo que alienta en toda la producción –y más que nada el paisaje- de este veterano pintor guipuzcoano.

Nunca han sido tan oportunas estas palabras de Campoy: “Un pintor que en esencia siente la emoción de la tierra”. Porque Bienabe, a pesar de sus incursiones breves en el terreno técnico de la ilustración y del muralismo, es, por encima de todo, un pintor de la tierra. Pintor o dibujante, es lo mismo. A mí, particularmente, me importa más Bienabe Artía-pintor, porque creo que es con los pinceles en la mano como este artista ha arraigado más y mejor no sólo en la Pintura Vasca, sino en la tierra de la que ha nacido y a la que ha de volver, como todos, irremediablemente, no sin haber cumplido antes con la insigne tarea de multiplicar sus talentos artísticos, dando a la tierra lo que es de la tierra: sus hombres y su paisaje. Hombres y paisaje para él no objetivos, vacíos o descarnados, sino humanizados, espiritualizados, poetizados, llenos de una entrega total por su parte.

Bienabe Artía. Regreso de la pesca (1932) Diputación Foral de Gipuzkoa

Y hasta tal punto ha multiplicado Bienabe sus talentos, que, en la representación de lo humano, nos ha dado lienzos tan sublimes como “Regreso de la pesca”, en el que la resignación de los hombres ante la desgracia amenazante de las familias marineras –el peligro de naufragio- contrasta vivamente con la revoltura del oleaje espeso y la serenidad de los rostros que contraídos esperan un desenlace; u otras manifestaciones artísticas, donde el pintor se ha dedicado a recoger –unas veces con ánimo costumbrista, otras con deseo íntimo- escenas de trabajo, de familia, de descanso, de rezo o de diversión, siempre procurando alcanzar el alma de las cosas. Puede decirse que el hombre, al ser tomado por Bienabe para pasar al lienzo o al papel, siempre se ha dignificado, ha ganado en hondura.

¡Y qué se puede decir del paisaje…! Cuando Bienabe Artía vuelve hacia él sus ojos, todo resplandece. Es su Naturaleza el aire libre lleno de plenitud. No importa el estado atmosférico del momento. Para un artista entero esto no es más que una circunstancia, nunca un accidente. A él se le dio desde lo alto el haber nacido en una tierra de promisión para un artista: una tierra donde no falta vegetación, donde hay montes y vericuetos interesantes por los que la niebla discurre o se estanca, donde hay humedad y color, donde faltando el sol a poco ya sale entre nubes y brilla con luz inusitada, donde hay un río, un precioso curso de agua, que todo lo relaciona en su descender suave desde Baztán a Fuenterrabía.

¡Qué lejos están la placidez del Bidasoa y los paisajes de Bienabe, tan fundibles y armónicos, de las obras expresionistas y abstractas del arte contemporáneo! Aquí, en la Cuenca del Bidasoa, en el pueblecito navarro en que ahora vive nuestro pintor, todavía no se ha dado la deserción de lo humano en la pintura, aún se vive –en cierta forma- de espaldas al acontecer moderno, todavía se cultiva el arte “popular”, el que llega y puede ser sentido por toda persona sin exigirle a cambio “que entienda”. Aquí, si se pide algo, es simplemente una actitud favorable a la contemplación, para poder sentir lo bello con ojos limpios.

Se ha hablado mucho, se ha escrito, tal vez no se ha tocado fondo aún en el tema de la posible Escuela de Pintores del Bidasoa. No es este el momento oportuno para tratar del tema, pero lo que sí puede asegurarse hoy es que, fuera de toda polémica al respecto, Bienabe ha sido uno de sus mayores cultivadores. Algunos de los mejores paisajes de Bienabe Artía, plenos de la celeste luz del Bidasoa, estarán inequívocamente en la relación de bidasotarras ilustres de este momento.

Paisajes de Fuenterrabía, naturalezas de Irún; rincones de Ibarla, vistas del monte Larrún; la histórica Isla de los Faisanes, Endarlaza…., pero ¿y Navarra?

Bienabe Artía. El Bidasoa a su paso por Sumbilla (1975)

Bienabe, cuando por razones familiares hubo de afincarse en Navarra, dio algunas de las más bellas y sosegadas impresiones de la naturaleza. Entrenado en el amor al paisaje sereno, fue a fijarse en los pueblecitos de Baztán y, como dejándose llevar por el río adorado –el Bidasoa-, fue bajando y bajando hasta Sumbilla, hasta Aranaz, Yanci, Echalar, Vera. En este recorrido geográfico y estético, Bienabe Artía captó para sus lienzos momentos emotivos: la mayoría de las veces rincones de aldea apretada entre montes, mirados en diferentes estaciones, a distintas horas, con niebla o sol. Entre éstos, el pueblecito de Aranaz es de los privilegiados, porque fue quien más tiempo retuvo al artista, precisamente a su vuelta de Chile, cuando imaginamos en él un gran afán por la tierra, alimentado en los años de ausencia. En las diversas vistas, la iglesia de Aranaz se yergue como un símbolo, destacándose en el aire, el monte detrás y el cielo en lo alto. Este cielo nuboso que desdibuja las formas, que da lejanía y misterio a las cumbres, es la atmósfera ideal para un artista que confiesa gustar del paisaje gris, neblinoso, que se pinta «a masas suaves de color … que se funden y no se recortan». Ahora, el entorno ya no es marinero, sino agrícola. La conducta del hombre la marcan las cosechas y los rituales tradicionales: la llegada de San Miguel al pueblo, la bendición de los campos. Serenidad en las vidas y calma en el aire, sometimiento a los ciclos del tiempo.

Bienabe Artía. Pueblo dormido. Aranaz (1950)

El pintor nos sorprende con su técnica. Tan pronto se sirve del leve toque de pincel, diluyendo la pasta de color, ritmando tonos aquí y allá, con una suavidad casi afrancesada, como confunde por el apasionamiento que a veces pone en la aplicación del color, empastando a modo, a grandes trazos, con una paleta rica, para sugerirnos impresiones fugaces. Es fuerte y delicado a la vez, y se siente libre: no importa deshacer la forma, llegar incluso a la abstracción, si de lo que se trata es de descomponer la luz al contacto de las masas, para dar una sensación de algo vivo. Síntesis de estas dos maneras de pintar puede ser un cuadrito, expuesto en una de sus muestras de Pamplona, titulado “El Bidasoa a su paso por Sumbilla”. En él es tal la vitalidad del río, que sus aguas son de embrujo: refleja la vegetación con tal fuerza que las aguas del primer término más parecen un magma llameante, que a su vez devuelve los efectos al cielo, mientras que el horizonte es de colinas suavemente alomadas.

Lleva la delicadeza, en ocasiones, a grado sumo. Suele ser cuando, abriéndose el espacio, nos acercamos a Guipúzcoa: Vera. La atmósfera de Vera, el punto navarro más cercano a la desembocadura del Bidasoa, anuncia la dulzura del final. El río es un remanso que transcurre perezoso, y a pesar de su silencio todo lo afecta. Tenemos a la vista uno de sus lienzos de Vera, con un segalari y una hilandera a los lados, como sirviendo de marco a la escena importante del cuadro: el río, unas casas en su orilla, el monte y el cielo. El aire neblinoso de esta obra recuerda al que gustaba representar aquel otro artistas vasco, Guiard, de quien decían que veía las cosas al través de un vaso de chacolí.

La luz juega en Vera un papel esencial. Del estado del cielo en ese momento dependen más que de ningún otro factor los colores que se van a escoger, el efecto último que en la retina del espectador va a producir esa obra. De forma que la extremada luz de un mediodía de verano obliga a Bienabe a utilizar el amarillo rebajado en el blanco para la representación de los muros, que parecen reverberar, y sumando a las pinceladas largas toques de puntillismo. En otras ocasiones, si el pintor tiende al recogimiento de un recodo del Bidasoa, su pincel puede llegar a perder la violencia y adaptarse al claroscuro que la vegetación impone al abalanzarse sobre las aguas.

Es Bienabe un hombre dócil a los imperativos del medio, a cuyo servicio pone incondicional sus ojos. Ojos puros, diferentes a los de la generalidad de los hombres. Ojos experimentados en ver aquello que de virginal y originario tiene la naturaleza. Por eso, a quien no sepa mirar, algunos de sus cuadros pueden parecerle irreales. Tal es el caso de una vista del interior de Yanci, con la iglesia como motivo central. El aire del espacio libre es azulado, el árbol que se representa es un haz de pinceladas ¿Cabe esto en la naturaleza? Toda la obra pictórica de Bienabe Artía nos dice que sí, que sí si se sabe mirar, sí si estamos en la Cuenca del Bidasoa. Este hombre, optimista de por sí, no acostumbrado a doblegarse ante nada, nos está gritando a voces que la vida es maravillosa y que la maravilla no está lejos, sino a nuestro lado. Sólo que nosotros no somos lo suficientemente sencillos como para advertirla.

Foto de la portada: Bienabe Artía. Protegiéndose de la lluvia. Plaza de Echalar (h. 1980)

Notas

[1] Unamuno llamaría a estos paisajes visiones de la “patria sensitiva” [A. M. Campoy. Diccionario crítico del arte español contemporáneo. Madrid, Ibérico Europea de Ediciones, 1973, pp. 38-39]