El nombre de Mariano Díez Tobar, un sacerdote paúl de nacionalidad española sumido en el más absoluto olvido, ha empezado a trascender a raíz de la celebración en mayo de 2018 del 150 aniversario de su nacimiento, ocasión que va propiciando la recuperación de su memoria. ¿Y por qué ha sido así? Por sus originales inventos y, de modo especial, por un aparato llamado “cinematógrafo” ideado por él en 1892, tres años antes del conocido grabador-proyector de imágenes en movimiento de los hermanos Lumière, a quienes se atribuye el invento del cine en disputa con el kinetógrafo del estadounidense Thomas Alva Edison.
En realidad, la llegada de la imagen animada y proyectada a 16 imágenes por segundo fue el resultado de un hecho complejo como es el aporte de muchos científicos que se dedicaron durante siglos a este fin y no por la genialidad de uno de ellos, de modo que, como explica James Card, el primerísimo origen del cine tal vez no sea descubierto nunca [1]. Pero a nivel popular parece haber consenso en cuanto a que Edison fue el creador de la cámara y de la película, y los Lumière quienes establecieron la plataforma comercial e industrial que favoreció el desarrollo del cine, de ahí que con cierta largueza se haya atribuido a los célebres hermanos de Lyon (Francia) la autoría del séptimo arte.
Uno de estos aportes, decisivo para la comercialización del cinematógrafo, vino de la mano del ignoto padre Díez Tobar. ¿Pero, quién era?
Mariano Díez Tobar nació en Tardajos, en la española comarca burgalesa de Alfoz, en el seno de una familia sencilla de labradores el 21 de mayo de 1868 y desde niño mostró una aguda inteligencia y capacidad de análisis excepcional. Ingresó en la orden religiosa de los P.P. Paúles, donde hizo sus votos en 1886, tras su noviciado en los seminarios de Sigüenza y Madrid, para incorporarse como profesor, una vez ordenado sacerdote en 1892, a los colegios de Murguía (Álava), donde ideó su prototipo de “cinematógrafo”, y Villafranca del Bierzo (León), donde permaneció entre 1900 y 1921 (con la excepción de dos estancias breves en el Seminario de Oviedo). En Villafranca desarrolló la mayor parte de sus inventos, creó un gabinete de Historia Natural con cerca de 4.000 objetos y un laboratorio de física. Además editó la revista quincenal La Juventud Berciana, en la que dio a conocer sus ideas filosóficas, y formó una biblioteca de más de 500 ejemplares que le granjearon alguna incomprensión de sus superiores, inquietos por la inconveniencia de algunos de sus títulos que ponían en riesgo el difícil equilibrio entre ciencia y religión. Llevados de la envidia algunos quisieron ensombrecer su figura tras su fallecimiento en Madrid el 25 de julio de 1926, a sus 58 años, con la dispersión y quemado de sus documentos de trabajo.
Sin una formación específica para la ingeniería y la óptica, ya que sus estudios reglados fueron los propios de un aspirante al sacerdocio, mantuvo sin embargo a lo largo de su vida una profunda inquietud por desarrollar de manera autodidacta su inclinación hacia las ciencias físicas y las matemáticas, motivado por una curiosidad insaciable que le llevó a diseñar numerosos ingenios, entre ellos el citado “cinematógrafo”: una máquina que posibilitaba proyectar imágenes fotográficas y crear con su sucesión una sensación de movimiento similar a la que años después patentarían los hermanos Lumière en París.
Pero no se conformó con ese único invento, sino que también ideó un “logautógrafo”, máquina definida por él como “la nueva pluma autofonográfica”, pensada para recoger la voz humana y convertirla en escritura, por la que se interesaría la empresa Olivetti con el fin de aplicarla a sus máquinas de escribir, anticipándose a lo que hoy se llama “dictado de voz” común en dispositivos móviles y ordenadores; también un “iconoscopio” o “iconotelescopio”, aparato capaz de transmitir las imágenes a larga distancia, una especie de televisión arcaica; asimismo un reloj accionado con la sola aportación de la voz, de forma que se mantuviera en funcionamiento; y hasta discurrió una nueva lengua, una especie de esperanto para el uso científico. Se citan también otros inventos suyos menores como una especie de trabuco que se descargaba a las doce en punto del mediodía por efecto del sol, una máquina capaz de sacar de los sonidos armonías y hasta un ingenio para conservar el vino de su comunidad religiosa de Villafranca del Bierzo.
Su pretensión era didáctica, no buscaba enriquecerse y, por eso, en sus conferencias —tal y como refleja una nota publicada en El Mundo Científico a finales de 1880 [2]— “autorizaba con absoluto desinterés a cualquiera de los asistentes para que llevaran a la práctica las ideas o conceptos por él vertidos”.
Lo que sabemos de sus logros, que él exponía mediante conferencias y su participación en la publicación La Juventud Berciana, se debe al diario de su compañero paúl, el padre Alonso [3], ya que la documentación de sus inventos, muy detallada de los pasos a seguir en la construcción de sus ingenios, como hemos dicho, se perdió en gran parte.
En una de las veladas científico-literarias que se organizaban en el Colegio de Murguía, donde residía, en 1892, expuso los avances en el campo de su investigación con una disertación que llevó el prolijo título de “El Cinematógrafo. Descripción del aparato por el que las imágenes de las personas, lo mismo que las demás cosas, sea que en el acto existan, sea que ya no existan, aparezcan al vivo y como si fueran la realidad, con sus colores, movimientos […] ante nuestra vista”. En ese mismo año o en el siguiente se encontró en Bilbao con el ingeniero francés A. Flamereau, representante de los Lumière y encargado de explotar en España el negocio de la fotografía a la que aquellos se dedicaban. Nos explica su biógrafo Mitxel Olabuenaga [4] que “con él habló el P. Díez de lo que entonces constituía el problema industrial de la fotografía, de las fabulosas ganancias que había de acrecentar la fortuna de los explotadores una vez dada la ansiada solución a la “cronofotografía”. Hablaron de la sucesión de las fotografías, no con movimiento continuo, sino con intermitencias o intervalos de reposo, para que, aprovechando la inercia de la retina, quedase tiempo para sucederse unas a otras y producir así la ilusión de movimiento”. El padre Díez, con la humildad que le caracterizaba, entregó al francés los apuntes y esquemas necesarios para construir el aparato cinematográfico, que Flamereau inmediatamente mandó fabricar en París y presentarían públicamente -bajo el mismo nombre pero traducido al francés- los hermanos Lumière con sus primeras filmaciones en el Salon Indien del Boulevard des Capucines el 28 de diciembre de 1895. En agradecimiento, invitarían al padre Díez, por mediación de su camarógrafo Jean Alexandre Louis Promio, a la presentación en Madrid de su “cinématographe”, que se ofreció a los asistentes en el Hotel Rusia, de la Carrera de San Jerónimo, el 13 de mayo de 1896.
Todavía en Murguía continuaría el padre Díez sus estudios y no satisfecho del todo con las limitaciones de su cinematógrafo, desarrolló un “icocinéfono”, artilugio que hacía posible la aplicación del fonógrafo (voz grabada) al cinematógrafo (imagen impresionada) al objeto de conseguir una proyección de imágenes sonoras, que el cine no conseguiría obtener de forma eficiente hasta 1927. “Pero nos hemos quedado sin conocer las ideas sobre el icocinéfono por haberlas él destruido o entregado a algún aprovechado”, señala su biógrafo Olabuenaga [5].
En París, el 13 de febrero de 1895, aunque oficialmente el autor de la “invención” fue Louis, los dos hermanos -Louis y Auguste- registraron la patente de un aparato que permitía obtener y ver “imágenes cronofotográficas”, configurado como mecanismo que facilitaba el pasaje regular de la película de celuloide ante un objetivo provisto de obturador, merced a la existencia de unas grifas que permitían el transporte de la película al entrar en las perforaciones de la cinta y arrastrarla delante del objetivo y luego retirarse dejando la película inmóvil hasta la entrada de la imagen siguiente: un dispositivo simple y genial del cual Louis reconocía haberse inspirado observando el dispositivo análogo de las máquinas de coser. ¿Lo había observado él o el padre Díez Tobar? ¿La percepción de imágenes como algo natural mediante la cadencia de unas y otras gracias a la memoria visual de la retina era algo reconocido por él o fue producto de la agudeza con que el padre Díez Tobar había observado el comportamiento del ojo humano? Quizás no lleguemos a saberlo -a reserva de una investigación futura sobre el legado del meritorio sacerdote paúl- pero no cabe duda que el invento funcionó, a pesar de que el “molino de las imágenes”, como en principio así le llamaron, les pareció a los Lumière que no generaría negocio en el futuro. ¡Pero sí que lo produjo! Inmediatamente después de las primeras proyecciones públicas los hermanos Lumière organizaron una red capilar de delegaciones en diversos países a los que enviaban sus operadores y proyeccionistas, sin confiar a terceras personas sus aparatos por miedo a su falsificación, para ofrecer a un público atónito las filmaciones del nuevo medio que pronto se convertiría en un espectáculo y medio de expresión artística. Una parte importante (nada más que el 60%) de los ingresos que rendía el “cinématographe” volvía a la Sociedad de los Lumière.
El caso pone de manifiesto la honradez y filantropía del padre Mariano Díez Tobar al ofrecer generosamente a los demás sus aportaciones científicas, inseparables de la gratuidad con que ejerció sus misiones sacerdotal y docente, pero señala con crudeza el desdén existente hacia el creador científico a quien no se reconoce su valía ni la propiedad intelectual de su obra, mucho menos la cesión de sus derechos económicos, aquellos que hubieran sido rechazados por nuestro personaje. A él sólo le quedó la ilusión de su trabajo hecho por Dios y para los hombres, acompañada de una cierta incomprensión de sus superiores, aunque es bien cierto que en su tiempo también despertó admiraciones.
Hoy su nombre no aparece en la historiografía cinematográfica. Los grandes historiadores del séptimo arte -Sadoul, Paolella, Brunetta, Fernández Cuenca, Méndez-Leite, Gubern…- lo desconocen, y es este último autor quien en Los primeros tiempos del cinematógrafo en España explica que “antes de 1905 el cine español no existió a efectos prácticos”, aunque tiene razón al añadir que este ingrato periodo histórico está “poblado por silencios, frustraciones y omisiones” [6].
Documentación complementaria
ABAD VALERA, Manuel. “El museo de los P.P. Paúles de Villafranca del Bierzo (León) y su monetario”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, 1996, tomo 9, pp. 321-331.
CORTÉS, Rodrigo. “La invención del padre Díez: la historia desconocida del genio que hizo posible el cine”, ABC, 14 de mayo de 2019.
CUATRO TV. “El cura que inventó el cine”, Cuarto Milenio (dir. por Iker Jiménez), emisión del 21 de junio de 2021.
HERRERA NOGAL, Alfredo. Cien años de un Seminario. PP. Paúles. Tardajos, Madrid, La Milagrosa, 1992, págs. 43-50.
MARQUINA, Timoteo. “¿El P. Mariano Díez, inventor del cine?”, en Anales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, 1995, págs. 361-364.
ORCAJO ORCAJO, Antonio. “Mariano Díez Tobar”, Real Academia de la Historia. Enlace: http://dbe.rah.es/biografias/40842/mariano-diez-tobar Consulta: 26.01.2019.
PÉREZ BARREDO, Rodrigo. “¿Y si el cine lo inventó un burgalés?”, Diario de Burgos, 12 de abril de 2015; IDEM. “El legado del Da Vinci burgalés”, Diario de Burgos, 21 de agosto de 2016.
Imagen de la portada: Mariano Díez Tobar detrás de alguno de sus inventos (Fuente original: Diario de León y Museo de Ciencias Naturales y Etnográfico de los P.P. Paúles de Villafranca del Bierzo)