Se ofrece a continuación el discurso del Director General de la Institución Príncipe de Viana, Francisco Javier Zubiaur Carreño, en la sesión de apertura del la XX Semana de Estudios Medievales de Estella, Navarra, ante los historiadores reunidos para analizar «El Camino de Santiago y la articulación del espacio hispánico» con la figura del medievalista D. Claudio Sánchez-Albornoz en el recuerdo, al conmemorar en 1993 el centenario de su nacimiento.
Se me ha pedido que, con ocasión de esta XX Semana de Estudios Medievales de Estella, dedicada al Camino de Santiago como eje articulador del espacio hispánico, glose un recuerdo del insigne medievalista español Claudio Sánchez-Albornoz, cuya figura rememoramos con especial intensidad tras celebrarse el centenario de su nacimiento, el pasado siete de abril.
No voy a ser yo, historiador del arte empeñado en la gestión cultural, quien relate y aun valore sus méritos como historiador, como analista y pensador de la realidad española, cuyo destino se empieza a forjar con la Reconquista de las tierras ocupadas por los moros y las tareas de repoblación resistentes al invasor. No, ustedes conocen sobradamente el aporte científico de D. Claudio como hispanista, puesto que sus conocimientos habían madurado al contraste de sus tesis históricas o al socaire de sus abiertas polémicas con otros colegas que, como Menéndez Pidal o Américo Castro, son referencia obligada de la historiografía medieval contemporánea.
Yo deseo, más bien, que la remembranza de tan esforzado historiador, que dedicó a su profesión cerca de sesenta años, en circunstancias difíciles de la política y desde la lejana Argentina, donde vivió exilado cuatro décadas, se oriente a reavivar conceptos que para todo investigador del comportamiento humano en su proyección histórica han de resultar estimulantes.
De todos son conocidas obras tan esenciales de D. Claudio como En torno a los orígenes del feudalismo, Orígenes de la nación española: el Reino de Asturias, Despoblación y repoblación del valle del Duero o España, un enigma histórico. Pero es probable que pase más desapercibido un pequeño libro, publicado en la cumbre de su vejez, al que voy a referirme y que lleva por título Confidencias.
Es una miscelánea de recuerdos, donde pueden encontrarse referencias a las viejas amistades, a sus tesis históricas que defiende con redoblada convicción y, también, evocaciones de las tierras de España -en particular de Castilla- y, principalmente, confesiones. Confesiones sinceras, con profundo amor a España, sentida desde ultramar, viendo ya la muerte cercana tras una dilatada e intensa vida.
No hay falsedad en estas confidencias, sino todo lo contrario. Y, entre sus páginas, me ha parecido encontrar alguna que otra reflexión que redescubre el talante del hombre y del historiador Sánchez-Albornoz.
En este momento en que recordamos su trayectoria vital, pienso yo, no estará mal traer aquí alguno de esos sentimientos íntimos suyos, los cuales, en conjunto, casi diría que configuran una ética propia del historiador.
Para D. Claudio la historia es, ante todo, una reflexión sobre la realidad española, planteada no tanto en función de los acontecimientos sino de las actitudes humanas que éstos condicionaron. Así, al tratar de los orígenes de la nación española y reparar en el enorme esfuerzo que supuso la Reconquista, comprende que sin esta depuración del temperamento español, labrado en el sacrificio de siglos de lucha contra el Islam, no hubiera sido factible la conquista de América, su colonización y su incorporación a la cultura occidental.
La invasión musulmana, para Albornoz, precipitó la unidad española, constituyendo uno de los virajes decisivos de su destino universal. “Sin el Islam -ha escrito el autor- España hubiera seguido los mismos derroteros que Francia, Alemania o Inglaterra… Pero no ocurrió así: el Islam torció los destinos de Hispania y le señaló un papel diferente en la tragicomedia de la historia”.
El teatro de operaciones de este drama aglutinador de las Españas fue el valle de del Duero, en un continuo despoblar y repoblar entre los siglos VIII y IX, al que el maestro dedica una atención especial para destacar el papel integrador de Castilla. Aunque él prefiere hablar de las tres Castillas: la Vieja, la Nueva y la Novísima (en referencia a la extremeña y andaluza).
Se asombra el maestro de su tierra castellana, tan austera y seca, pero capaz de difundir por el mundo un verdadero tesoro, el des u lengua. Y se rebela ante lo que él llama “grave injusticia” por atribuirle los males del centralismo político-administrativo. “La Corona de Castilla -escribe- no había conocido, al llegar la edad Moderna, ninguna capital. Portugal, Navarra, Aragón y Cataluña se habían organizado en torno a un centro urbano que había condensado la vida de Estado.
León fue corte hasta el triunfo de Castilla: más después ninguna ciudad pudo arrogarse el honor de llamarse capital. Burgos se titulaba con orgullo “caput Castellae”. Pero ello, más implicaba origen que capitalidad. Los reyes castellano-leoneses fueron monarcas trashumantes, como las ovejas de Castilla”.
En las páginas de este libro sentimos su profunda vocación de historiador, barruntada poco menos que desde niño. Un historiador comprometido incluso ideológicamente con la defensa de la libertad y de la justicia, no podía ver en el transcurso de la historia sino un camino hacia el perfeccionamiento, por su confianza en el hombre, lo que él llama “la prosecución de su navegación multimilenaria hacia la perfección espiritual y fáctica”.
No importa que este camino tenga sus recodos sombríos, lo que conviene es su continuidad, no su rompimiento. Con optimismo reconoce que “bajo las entrañas de la época cesárea del Imperio Romano, se produce uno de los avances más transcendentales que la humanidad ha conocido: el trueque del siervo en colono. De las rudas horas de la Edad Media nace la luz de las libertades municipales. Del cesarismo moderno es hijo legítimo el movimiento ascensional de la burguesía”.
En su impulso efectivo por España llega a desechar el desánimo, alcanzando a defender, ante nuestro asombro, hasta la civilización de consumo, porque, aun con sus posibles secuelas, ha permitido mejorar la vida a veces infrahumana de nuestros padres y abuelos, liberándoles de servidumbres.
La atenta lectura de este librito de confidencias termina por desvelarnos las que D. Claudio Sánchez-Albornoz considera virtudes del buen historiador. Al conocimiento de la realidad, debe seguir la reflexión ante los hechos y los comportamientos humanos, con una visión de conjunto necesaria.
“Pretender explicar la historia de un pueblo -escribe en el prólogo de su España, un enigma histórico– es una empresa ardua que fuerza más que al orgullo a la humildad. No cabe dar cortes en los siglos para arrancar de una fecha precisa y de unos precisos sucesos el origen de la formación del talante de la comunidad nacional estudiada. Y es aún menos lícito aventurar explicaciones unilaterales del ayer de un pueblo, eligiendo una sola de las facies de ese ayer”.
A juicio de D. Claudio, el historiador solo puede desterrar la duda, la inseguridad, con el trabajo, la erudición, la meditación y el afán de verdad, aunque sea ingrato y cueste polémicas. Porque el historiador auténtico no puede caer nunca en la adulación o en la desfiguración, de lo contrario habría de ser considerado indigno de merecer el título de tal.
Considera lógico que si el historiador es un modelador del pasado, “se sienta movido y aun forzado a verter una parte de su actividad en la vida pública” uniendo a la meditación o a la palabra la acción, para mejorar el hoy en el que vivimos.
La sensación que persiste tras leer estas Confidencias es que -dejando a un lado sus aportaciones históricas- la inmensa obra de que fue capaz D. Claudio Sánchez-Albornoz, ha permitido rescatar de las nieblas del pasado un mundo social perdido, no sólo basado en una concatenación de hechos, sino transcendido de espíritu humano.
Como advirtió el profesor Carlos Seco Serrano, al prologar esta obrita, el empeño por conocer al hombre a través de su proyección en el tiempo, le ha llevado a Sánchez-Albornoz a sostener siempre la bandera de una historia humanista, arraigada en tres fuertes basamentos: su fe religiosa, su fe en la libertad y una convicción optimista en el progreso indefinido del hombre.
Al rememorar su figura, en el contexto de esta Semana de Estudios Medievales de Estella, que él alentó en sus principios, no podemos menos que agradecer su visión serena del devenir de los siglos, que pasa por alto el reduccionismo de los hechos aislados, sintiendo el drama del acontecer pero con honda fe en el futuro.
Para nosotros, los historiadores, el talante del Profesor Sánchez-Albornoz constituye un ejemplo verdaderamente aleccionador en nuestro empeño profesional.
Muchas gracias.
Estella, 26 de julio de 1993.