Hay libros que nos ayudan a recrearnos en la naturaleza, como el de Rafael Manzano sobre el paisajista Elías Garralda, cuando en un espacio tan poco romántico como el de la ciudad, escuchando el rumor del tráfico a lo lejos, contemplamos las reproducciones a color en el cuarto de estar de nuestro piso, dejando pasar el tiempo sin prisa.
Manzano logra conmovernos a través de la evocación de una personalidad casi legendaria -la de un niño que emigra a Francia y llega a Olot con deseos de convertirse en artista, teniendo como trasfondo siempre a la naturaleza. Las páginas de este libro nos van descubriendo las imágenes de sus paisajes rientes, que rezuman humedad, y ante el quebrado horizonte de las montañas lejanas ofrecen un primer término escarpado o -aún más sorprendente- la llanura en torno a una masía catalana rodeada de amapolas, que son ¡expresivas notas de color!.
El biógrafo parece justificar la vocación paisajística de Garralda en el universo mágico montaraz de su infancia, en Lesaka, donde nace en 1926. Crece de niño en medio de una naturaleza encantada, sana, de un paisaje eglógico, con cresterías montañosas a cuyo pie discurre manso el río Onín, perdiéndose en la amplitud de sus horizontes.
Entre los primeros recuerdos infantiles del muchacho, recoge Manzano, el más grato es el de la naturaleza. Ya establecida su familia en Biarritz, contando Elías catorce años, acompaña a su padre en sus desplazamientos como profesor de educación física, hasta Bayona, desde donde, a lo lejos, podía divisar «la enorme pupila negra del lago de Chiberta».’
Ya en Biarritz, su profesor René Barnalin le educó en la observación detenida de la realidad para luego obligarle a reconstruirla de memoria. Poco antes había estado un tiempo en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona, padeciendo el método anticuado de copiar figuras de yeso, reprimiéndose esa desbordante curiosidad por la naturaleza que ya anidaba en su interior y que sólo supo advertir en él Basiano. Pero, pese a todo, perfeccionó entonces el dibujo.
A sus dieciséis años llega a Olot, entonces, y ahora todavía, capital del impresionismo afrancesado, traído por Joaquín Vayreda y Josep Berga. Durante muchos años se educa a los alumnos de la Escuela Superior de Paisaje de aquella industriosa ciudad en la admiración a la naturaleza, sentimiento aún predominante en la posterior Escuela de Artes y Oficios, que es la que conoce Garralda y en la que se matricula.
Las horas libres se destinan a explorar la comarca de La Garrotxa, que, regada por el río Fluviá, ofrece un campo húmedo y boscoso lleno de contrastes cromáticos. En esta peculiar geografía aprende Elías a hacerse explorador. Del Fluviá pasa a interesarse por el río Ter, salta hasta el Ruesca en la seca Extremadura. Luego pinta albuferas y la amena espesura de Aranjuez. Vuelve al norte, hasta Potes, atraído por las bravías montañas de Cantabria. Se detiene en Luarca, en la Mariña Occidental de Asturias. No le pasan desapercibidos los caseríos del Duranguesado y regresa a su tierra de adopción porque no logra olvidarse de esas caserías en medio de verdes campos, ni tampoco de sus arboledas silenciosas y, menos aún, del majestuoso Pirineo.
Decidido a no perder sus raíces, durante los veranos o en exploraciones bien programadas, Garralda regresa a su tierra originaria para pintar los paisajes de la Cuenca del Baztán-Bidasoa: desde el monte Autza al Larún, desde Zugarramurdi a Bera, atravesando Bertizarana, llegando a Lesaka y Doneztebe-Santesteban. Saltando hacia Burguete y Roncesvalles. Yendo al encuentro de los valles montuosos de Aezkoa, Salazar y Roncal.
Orografía y red fluvial son, pues, dos constantes en sus cuadros, que ofrecen una imagen peculiar: un espacio circundado por montañas de muros pétreos, con valles en su parte inferior y, sobre la crestería de los montes, las nubes en su majestuosa dispersión. Manzano nos recuerda que Garralda ama la naturaleza en su plenitud, con una envoltura de luz que evita el vacío de las formas, en las que se siente esa atmósfera que hace creíbles sus paisajes. Porque en ellos, la falta de figura humana -que no de la huella del hombre- podría hacerles derivar a lo escenográfico. Es el modo como el pintor exhibe su capacidad para establecer perspectivas.
La tercera constante en su obra pictórica es el espeso arbolado, en contraluz, de cuyo entorno emana una vaporosa niebla. El silencio domina todos los ámbitos. Esta es la cualidad que contribuye a dar permanencia a este paisaje, sin embargo fresco. Y la forma como se trasluce eso que Vila Cinca, el pintor y pedagogo sabadellense, llama el temblor del alma: un soplo espiritual que anima misteriosamente los paisajes de Garralda, bajo su aparente lustre exterior.
Se puede decir que Garralda es un pintor botánico. Desde los sauces del Fluviá a los hayedos de La Garrotxa, de los robledales navarros a los abetos pirinaicos, las copas de la fronda son atravesadas por los rayos solares. Bajo su protección, el pintor «planta» su caballete y empieza y concluye sus cuadros en plena naturaleza. «Tengo el taller -ha dicho- sólo para quitarles a las telas los mosquitos». Su técnica lo facilita, ya que usa una pincelada pastosa que logra fundir la espontánea impresión del momento con la reflexiva acción del pintar.
Cuando volvemos las tapas del libro, nos queda una sensación de paz terapéutica. Nos decimos: «éste es el mundo que pasa sin apenas poderlo percibir». Comprendemos que la belleza, aún siendo perenne, no es unitaria: «hay muchas bellezas, pero hay que saberlas ver en derredor». Hasta tal punto es estimulante este libro y, por supuesto, el paisaje trasladado a lienzo con la intensidad y amor con que lo pinta Elías Garralda.
Estamos ante un pintor que ha sabido reflejar con sencillez y elocuencia ese mundo al que Rafael Manzano se refiere con los calificativos de «incontaminado y rural».