La exposición escultórica del artista polaco Igor Mitoraj en el Museo de Navarra viene a significar un puente de unión entre el pasado y el presente de los objetos que este museo alberga. El clasicismo evidente de estas esculturas está visto con los ojos de un artista moderno, que pretende expresarse con una riqueza de puntos de vista, superior por su eclecticismo, al lenguaje de la antigüedad.
Igor Mitoraj -lo expresa muy bien Russel-Taylor- es más que un clásico y un posmoderno a la vez. La primera apariencia de sus esculturas es la del clasicismo, pero enseguida apreciamos que se trata de una visión del mismo “no arqueológica”, sino mágica, sub-real, fantástica y aún traumática. Consigue darnos esa multiplicidad de puntos de vista a través de su cuidadoso, exquisito diríamos, tratamiento de la materia escultórica: entre sus cualidades habituales se encuentra la sensualidad de las formas o la atormentada rugosidad de sus metamórficas superficie, el cuidado por la pátina (que esto sí es preocupación por el paso del tiempo), y por la luz. Una luz que se pretende sea intensificada, con una trascendencia propia.
Sin embargo la perfección formal de que hace ostentación Mitoraj basada sin duda en un naturalismo admirable, tiene un tinte inquietante, ya no sólo por el uso del fragmento a lo Miguel Ángel o Rodin, que lleva a presidir su obra, sino porque detalles del mismo (los labios tan bien recortados, los ojos vacíos), interrogan al espectador en su mutismo amordazado.
Mitoraj da otra vida a sus seres, la del sub-realismo. Una vida incongruente en que se alternan las heridas con la tersura en a anatomía, las hendiduras y el vacío de oquedades encefálicas o de cabezas soportadas extrañamente por una estructura de líneas metálicas.
Su meditación no queda lejos de Delvaux, de Magritte, de Dalí, aquellos visionarios del hombre presente, pero ausente, que en sus manos aparece representado -como en Mitoraj- con un verismo sometido a descomposición formal. Esos seres vendados de Miroraj, ¿acaso no son parientes de los hombres amorfos o sin rostro de Segal, que en la hora punta del día se dirigen, impasibles, del metro a sus hogares?. Los cuerpos atados que parecen atormentados, de Mitoraj, están próximos a los hombres acoisados de Canogar, aunque vistos en dimensión metafísica.
En efecto, Mitoraj, es un artista de nuestro tiempo. Tiene amplia cultura artística, de ahí su eclecticismo, que se imputa a los postmodernos. Pero no parece su obra un mero “pastiche”. A través de lecciones bien aprendidas, el escultor muestra una lucha sostenida entre razón (equilibrio y armonía clásicos) y sin razón (irracionalidad de nuestros tiempos), que traslada al bulto redondo con maestría.
Esas inquietantes máscaras o cabezas mutiladas, esos torsos absurdamente recorridos por grietas o por prismas, nos trasladan a un mundo metafísico, donde Mitoraj nos invita a meditar sobre la trascendencia de la apariencia física de sus seres. ¿Acaso no se esconde tras ese oficio renacentista la soledad de nuestra época? ¿No alarma esa belleza concentrada en fragmentos de anatomía humana?. La contemplación de estas figuras, sin embargo, nos hará admirar la belleza y extraordinarios recursos de Mitoraj para expresarse sin barroquismo alguno. En su obra lo físico lleva a lo espiritual. ¿Puede pedirse más?.
Vivimos en una época del realismo (fotografía, cine, televisión, vídeo) y a menudo, con todo, nuestro conocimiento del mismo es de una asepsia total, por el bombardeo continuo de imágenes que recibimos, que al final nos lleva a insensibilizarnos, nos embota el cerebro y paradójicamente estos medios no sirven sino para evadirnos de la realidad. Hace falta que artistas como Igor Mitoraj nos interpelen con su obra para que hagamos una pausa en nuestro devenir alienante. ¿Qué es el hombre? ¿Qué se esconde tras su cerebro o tras su pecho? ¿Por qué el hombre es hermoso y sin embargo vive atenazado?
Esta exposición puede allanar los caminos para su comprensión.
Portada: Detalle de la cubierta del catálogo de la exposición de Igor Mitoraj en el Museo de Navarra (1994). Foto: Aurelio Amendola