El 1 de junio de 1991 se inauguró en Bilbao la Sala Rekalde, sostenida por la Diputación Foral de Bizkaia, y lo hizo con la exposición comisariada por Javier González de Durana Euskal Pintoreak Formato Handiaren Aurrean / Pintores Vascos Ante el Gran Formato, que cubría el periodo 1886-1991. Dentro de la selección de obras expuestas figuró la que ahora se menciona, cuya presentación me fue encomendada:
Irún destruido, 1937 (También ha recibido los títulos de Irún en ruinas y la Plaza de San Juan en 1937)
Óleo sobre lienzo, 225 x 200 cm.
Pintado en Irún (Guipúzcoa)
En el ángulo inferior derecho: “G. Montes Iturrioz / 1938”
Propiedad del Ayuntamiento de Irún (Guipúzcoa)
Por tamaño, este cuadro de Gaspar Montes Iturrioz es el segundo madro un aliento de espiritualidad, en la creencia de un mundo mejor. modelar con el color. Una luz suave y de primavera da al cuás grande pintado por él, si excluimos Puerto vasco de la Diputación Foral de Guipúzcoa y sus pinturas murales. Su amplia superficie es una verdadera excepción en su pintura, orientada mayormente hacia el paisaje intimista. Ello se justifica por el encargo del Ayuntamiento de Irún, deseoso de guardar un testimonio del bombardeo y posterior incendio que sufriera la villa en os primeros días de septiembre de 1936, durante las operaciones de la última confrontación civil.
El tema representado es la Plaza de San Juan Arri, en que se halla el consistorio irunés, pero fijando la atención en los edificios destruidos de un sector de la misma. La columna que sostiene la imagen del santo se encuentra milagrosamente erguida. Bordea las ruinas una fila de casas, que termina en arboleda justo al variar su dirección. En este punto se inicia otra calle al límite ya de la ciudad. La mitad superior del cuadro está ocupada por el Monte San Marcial, parcelado con praderas y campos de cultivo, algún caserío desperdigado en su vertiente y en lo alto la ermita del santo patrono.
Los celajes huidizos tienen su contrapunto desde lo alto con el ritmo despreocupado de los transeúntes, que van y vienen dando vida al conjunto urbano. Son tipos populares con que el pintor quiere evitar dar la impresión de soledad. Verdes y amarillos alegran con su viveza el medio natural, restando dramatismo a la representación. El suave fluir temporal que se imagina acompaña a la armoniosa convivencia ciudadana.
Se orienta la distribución de las masas al equilibrio dentro de la variedad, a partir de un supuesto eje óptico trazado entre la columna de San Juan y la ermita del fondo, con una perspectiva central que converge en San Marcial, perfectamente modulada. No hay asomo de espectacularidad en el tratamiento del espacio, porque la mirada de Montes es la de un tímido como en el caso de Regoyos.
En la resolución formal, su autor mantiene el recuerdo de las pinturas de Cézanne y de Gauguin, que ha perdurado en la obra de su amigo Ramiro Arrúe. Al ingenuismo de la visión añade su deseo de reflejar con pequeños matices de color las sensaciones ante el mural –herencia evidente del Impresionismo-, para relacionarlas con el sometimiento a una estructura bien construida –de resonancias cubistas-, que pese a la envoltura cromática tan matizada patente por el dibujo y el afacetado resultante de modelar con el color. Una luz suave y de primavera da al cuadro un aliento de espiritualidad, en la creencia de un mundo mejor.