En la frescura del Valle de Baztán, la cita obligada del mes de agosto es Karakoechea. La casa que en el pueblecito de Ciga posee el pintor Jesús Montes Iribarren. Entre los bancos y cacharros de barro popular de su planta baja se hallan, amablemente ambientados, los cuadros.
Este año nos traen de nuevo otra bocanada de aire sano, acostumbrados como nos tiene el artista a una pintura en directo, realizada en la naturaleza, para transmitir esa vida palpitante que nos rodea, aún más acentuada por la fantasía de un pintor que sabe recrearla hasta el límite de lo poético.
En los últimos tiempos hemos visto evolucionar al pintor desde la sobriedad de concepto a la expresividad vitalista, casi barroca de nuestros días. Un colorido más luminoso y empastado, una pincelada más vibratoria, un arabesco más estilizado, borran el agraz de antaño, con sus cardenillos que se recordarán, tornando su pintura de fuerte en delicada, de patética en alegre.
No por ello el artista descontextualiza su obra. El marco estilístico de Montes es tremendamente interesante, porque aúna la buena escuela clásica española (es algo que se intuye tras sus bodegones), con la modernidad en el marco postimpresionista y fauve: la simplificación formal de Cézanne, el sintetismo de Gauguin junto al suave simbolismo de la expresión en sus figuras, el movimiento quebrado de Van Gogh, el arabesco y sensual colorido de los llamados fieras, el suave orientalismo de su lineatura, la fantasía de los naifs y el expresionismo en el latido de la materia, son estimaciones que un espectador crítico sabe apreciar pronto en sus cuadros. Pero, a la vez, estas afinidades crean un estilo personal, que provoca en la concurrencia una sensación de agrado, por la inocencia y alegría de las ejecuciones. Los cuadros de Montes están pintados para gozar, para adornar (y esto no es un demérito), para hacer más fácil la vida angustiada de nuestro tiempo.
A nivel temático esta exposición muestra que Montes sigue fiel a sí mismo. Sus estudios de figuras de nómadas, con la atención puesta en la exquisita composición de tipos ibéricos en grupos, con objetos o animales, revelan la inagotable versatilidad de un artista con conocimiento de dibujo y colorido, que advierte lo esencial de un ademán, de un tiempo dado o de un estado anímico. Sus mujeres, por ejemplo, tienen un atractivo extraño, mezcla de algo salvaje y melancólico.
Fuera de unos pocos paisajes andaluces, dedicados a retener las sensaciones de color de los algodones jienenses durante la recolección, el resto de los espacios paisajísticos son tierras navarras de San Martín de Unx, en primavera.
Bien pronto se advertirán las diferencias entre ambos: los andaluces se estructuran como ámbitos abiertos, en tanto que los navarros se entrevén tras un primer término de mieses o florecillas silvestres entre piedras. El horizonte de los primeros queda cerrado por follajes; en los segundos son montes alomados o cabezos con cielo crepuscular, alto, y a veces con movimiento apreciable. Aquellos son azules y vibrantes, los sanmartinejos ocres, verdes, no abstractos, sino bien dibujados y construidos. Son más “rústicos”, que diría Benjamín Palencia.
Estos paisajes de San Martín de Unx huelen a romero y a tomillo. Son terrosos pero fecundos a un tiempo: no sólo producen vino sino hondo placer estético a un contemplador humilde, que sepa maravillarse ante unas piedras compuestas aquí y allá a modo de bodegón sorprendente.
El buen gusto se demuestra convirtiendo cestos de mimbre, como hace Montes, en deliciosos ramilletes de florecillas campestres, antepuestos a vastos parajes sanmartinejos como Turbil o Barbachete. En algún cuadro el cesto se coloca sobre el antepecho de una ventana, en el que se ha derramado una cadena de pétalos, y por el hueco del ventanuco, en equilibrada y variada composición, se divisan los bancales amortiguados por la luz del atardecer. Y aún reaparecen las “bocas de dragón”, adornando el sencillo cesto, ante dos simples planos de color, que interpretamos como el interior de una estancia.
Así es como Jesús Montes retorna a Ciga, con temas llanos y corazón desbordado por las emociones. Es cierto que cualquiera las puede sentir, pero sólo los artistas ya maduros saben elevar la anécdota de categoría para conmover, como él lo hace.
Imagen de la portada: Viñedos de San Martín de Unx (Navarra), 1989, óleo de Jesús Montes Iribarren.