La muerte de los grandes personajes, como lo es Julio Caro Baroja, trae el recuerdo de sus grandes obras, de su pensamiento, de su intervención en la cosa pública. Pero, con frecuencia, pasan desapercibidos aspectos, aparentemente secundarios, que, sin embargo, definen el rigor de la propia metodología en el trabajo de cada día o muestran los resortes que estimularon la personalidad individual.
Quisiera referirme, en homenaje a su figura, a uno de estos aspectos, todavía poco conocido en el famoso antropólogo: su práctica del dibujo y de la pintura, para los que estaba tan condicionado por su pasado familiar.
Caro Baroja educó sus gusto artístico con la intervención de sus padres, principalmente su madre Carmen Baroja Nessi, curiosa escritora a la par que esmaltadora y repujadora. Sus tíos, el novelista Pío y Ricardo Baroja Nessi, escritor, grabador y pintor, con los que convivió estrechamente en su vida, sin duda contribuyeron a formar la dimensión plástica y visual de su obra posterior.
Colaboraron a madurar su sensibilidad artística, en Madrid, los profesores de arte del Instituto Libre de Enseñanza Francisco Barnés y Enrique Lafuente Ferrari, así como el ambiente vivido en su casa familiar, en el ateneo y en las tertulias madrileñas, donde conoce a los pintores Chicharro, Gutiérrez Solana y Mir, amigos de su tío Ricardo, a quien debe considerarse como su verdadero maestro. Del amor físico a Vera, la villa próxima al curso del río Bidasoa, donde desde niño pasa largas temporadas, surgirá en él la tendencia al paisaje ideal de valles, montañas, bosques, ríos y mar característico en su futura vocación artística.
En el Museo del Prado, siendo aún mozo, descubre la pintura de El Bosco y los grabados de Brueghel el Viejo, que resonarán más tarde en sus pinturas y dibujos costumbristas. Cursará después estudios superiores de Historia Antigua en la Universidad de Madrid, doctorándose en 1942. Pero la influencia de los antropólogos Telesforo de Aranzadi y José Miguel de Barandiarán, con quienes realiza prospecciones en las Encartaciones de Vizcaya en 1931, le hará orientarse hacia la etnología y esta especialidad va a exigirle documentar objetos del pasado mediante el dibujo. Un dibujo muy conveniente para su actividad profesional, que le llevará a ser director del Museo del Pueblo Español, en Madrid, durante los años de 1945 al 1956, profesor de diversas universidades nacionales y extranjeras e investigador de campo durante años, además de escritor prolífico en el ámbito de la historia.
Su obra gráfica y pictórica ha tenido dos claras orientaciones: por un lado sus “dibujos documentales”, por otro lo que él ha llamado sus “fantasías y devaneos”.
Los primeros se recogen en sus “cuadernos de campo” o diarios de viaje de sus campañas etnográficas al servicio de una tarea de documentar viejos aperos de labranza, utensilios y casas de los pueblos españoles (principalmente vasco-navarros) y norteafricanos o como un apoyo gráfico de sus estudios posteriores De etnografía andaluza, 1948, resultado de sus investigaciones con el antropólogo norteamericano Foster; Estudios saharianos, 1953, encargo del Gobierno Español; Etnografía histórica de Navarra, 1972, y La casa en Navarra, 1982, producto de su estrecha vinculación con las instituciones culturales navarras; Apuntes murcianos, 1984, y Tecnología popular española, 1988.
Los dibujos trazados para esos trabajos constituyen una forma de pensar ante la realidad exterior, de reminiscencias noventayochistas, donde a la selección de los motivos significativos se une el gusto estético y una versátil técnica gráfica, sin menoscabo del estudio espacial y del paisaje visto en perspectiva. Al decir de su hermano Pío, “las tierras de España fueron su campo de trabajo y las aró de arriba abajo con su pluma y su cuaderno”. Destaca su estilo minucioso en los detalles, repetitivo, y variado en los modos de representación, al estilo del escritor, como si estuviera influido por Azorín.
De aquellos dibujos pasará a otros de orientación fantástica, como medio liberador en parte de su tarea científica, que va a denominar “de fantasías y devaneos”, fruto de impresiones momentáneas y que expondrá de forma individual a partir de 1970. Por cierto, que con tal éxito de ventas que le llevó a exclamar que como pintor había obtenido mayor ganancia económica que como escritor. Dibuja o pinta escenas populares, cargadas de fuerte humorismo, al representar la vida cotidiana de las plazas de pueblos fabulosos, con resabios italianos o vasco-navarros en sus arquitecturas, donde conviven las clases sociales en armonía, como en una divertida Babelia, y en las que algunos han visto la impronta de los dibujos imaginarios de su tío Ricardo y el gusto educado en su niñez en la contemplación de las láminas de la Ilustración Española y Americana o del Blanco y Negro.
Sus “Fantasías y devaneos” constituyen una obra imaginativa, donde el artista evoca recuerdos de forma libre, pero que siente con una mezcla de jovialidad y optimismo, patente en el colorido vivo y en la expresión ingenua de formas y movimiento, “como si se tratase de caricaturas ambientales”, al decir de su hermano Pío. Así, recoge escenas de brujería, de magia, de fiestas, en que la danza, la música o la gastronomía definen, de forma inconsciente, las costumbres de su pueblo de origen.
Esta es una de las facetas más insuficientemente conocidas del escritor Julio Caro Baroja, producto de su sentido humanista de la ciencia histórica. Faceta que nos habla de su rigor intelectual, sin duda, pero también de su evasión íntima hacia el mundo ensoñador de los sentimientos, donde Don Julio se manifiesta como era, quizás un niño crecido pero con el candor de las almas sencillas.
Descanse en paz bajo la campiña verde del Bidasoa, acompañado del piar de los mirlos y de la nostalgia de los suyos, el científico y el artista admirado, conocedor ya de la Belleza Suprema.