El 3 de julio de 2000 se inauguró en el Museo de Navarra la exposición “Picasso: Cerámicas”, gracias a la cesión de una selección de piezas cerámicas del polifacético artista español propiedad de la Fundación de Arte Serra. El texto que se presenta a continuación es parte de mi discurso en el acto inaugural.
La presente exposición de Cerámicas de Picasso supone un encuentro con el genial artista malagueño, a través de una modalidad de trabajo no tan conocida, pero donde se nos revela de nuevo su curiosidad, su inquietud ante las nuevas formas de expresión y, sobre todo, su acentuada personalidad, además de su cultura profunda.
Recordemos, en síntesis, la trayectoria de Pablo Picasso antes de visitar Vallauris en 1946, ese pueblo provenzano donde se va a interesar por el modelado del barro y su decoración.
José Ruiz, pintor y profesor de dibujo, fue quien se encargó de estimular el talento precoz de su hijo Pablo. Para cuando Picasso realizó su primer viaje a París en 1900, ya había asimilado toda suerte de influencias, entre ellas las de los grandes maestros que vio en el Prado. Vivió a caballo entre Barcelona y París hasta 1904, realizando cuadros de gente socialmente marginada, a quienes representa con una melancolía y tonalidades azuladas. En 1904 se instaló en París y comenzó a concentrarse en acróbatas y actores reflejando así su permanente interés por el teatro, como hicieran los impresionistas y, en particular, Toulouse-Lautrrec, pero haciendo predominar esta vez en la representación el color rosa. Estéticamente inquieto, Picasso fue un innovador constante. Nos lo demuestra en su cuadro de 1907 Las Señoritas de Avignon (del Museo de Arte Moderno de Nueva York), cuyas formas fragmentadas se apartaban radicalmente de la convención. Junto a Georges Braque desarrolló las distintas permutaciones del Cubismo que, en última instancia, pusieron fin a la tradición de la perspectiva unifocal renacentista y a la pintura vista como un momento único en el tiempo. Si el colorido se torna entonces austero no sucede lo mismo con la brillante ejecución del cuadro, donde Picasso hace gala de su voluntad experimental: añade al soporte pintado materiales extrapictóricos, muchas veces encontrados, recortados y pegados, desde tela de hule a papel de periódico, arena y objetos cotidianos. Se puede hablar entonces de una auténtica escultopintura, que demuestra su versatilidad creativa irrefrenable.
Durante los años 20 de este siglo que termina, en su obra caló un clasicismo expresado en forma de figuras monumentales y de modelado naturalista, quizá como resultado de un viaje a Italia, que aporta mayor luminosidad a su pintura. Lo alternó con un expresionismo deformante y distorsionador de la figura humana, unas veces cómico y a menudo violento. Se podría afirmar que la fuerza expresiva de Picasso está concentrada en el Guernica, su más dura condena de la guerra. Su inventiva le lleva a la escultura, que confecciona con casi todo lo que estaba a su alcance: desde chatarra a sillines de bicicleta. Entre sus temas recurrentes encontramos retratos, el minotauro o toro, el artista en el estudio y versiones de los grandes maestros.
Una polivalencia semejante no podía ignorar otras formas de expresión, que va a abordar con la misma intensidad. Para él será lo mismo un pequeño grabado que un gran cuadro, un bronce que una cerámica, las pequeñas cosas también son para él grandes. Inconformista y gran trabajador, realizó series de dibujos y grabados, y como se ha demostrado incluso, fotografías, que le ayudaron a explorar el mundo de las apariencias en su propia obra y en la de los grandes maestros. Con la cámara fotográfica como herramienta documentó el progreso de sus pinturas, perfeccionó la composición y, así, podemos identificar también los cambios que el artista hizo una vez tomadas las fotos. Y aún le quedó tiempo a Picasso para llenarlo de amigos, esposas, hijos y amantes, inspirándose para crear su arte en un entorno doméstico cambiante y en el conocimiento que tenía de sí mismo como artista.
Ya en 1921, en París, Llorens Artigas le habla de sus obras en cerámica. Picasso se muestra receptor a sus explicaciones, pues no en vano la cerámica era un arte familiar para un andaluz como él, pero a diferencia de su amigo, interesado por las formas orientales y los esmaltes, lo que a Picasso le gusta es esa cerámica griega de tan versátil decoración que ha podido ver en el Louvre. Sin duda, es la bohemia lo que le aleja a Picasso momentáneamente del arte cerámico, hasta que, como nos explican Joan Gardy Artigas y Lola Durán en el catálogo de la exposición, llega el año 1946, y la visita esporádica a una feria local le pone en contacto con el pueblo de Vallauris y el matrimonio de ceramistas lioneses Suzanne y Georges Ramié, que detentaban un taller -Madoura-, que se había proyectado sobre la región en esos años de la posguerra en que el aluminio del menaje doméstico, tan necesario para la aviación, había devuelto su protagonismo a los cacharros de barro.
Se familiariza con la pasta y los engobes, y Mr. Cox, director de una factoría química próxima, le introduce en las complejas reacciones de colores y esmaltes ante la prueba térmica del fuego, que si no se logra dominar pone al descubierto todos los defectos de la impericia. A los primeros platos siguen las escudillas; luego jarras y orzas de tres dimensiones, en donde se atreve a quitar o poner asas, o estrechar la boca, con rica imaginación, para aprovechar sus formas al representar un búho, el rostro de una mujer, o un toro. El tema taurino que, como es sabido, ocupa un lugar destacado en su producción, “porque -como decía Picasso- es el único deporte en el que los adversarios no pueden ponerse de acuerdo”, está presente en esta muestra configurando La Tauromaquia, una serie de ocho piezas que recoge todas las suertes de la fiesta.
Se puede decir que las ediciones cerámicas de Picasso realzaron el nombre de esta localidad de la Provenza francesa –Vallauris equivale a “valle de oro”- conocida desde época antigua romana por la plasticidad de sus barros rojizos y, después, bajo la influencia árabe, por los reflejos cobrizos de sus esmaltes. Picasso, junto con los Ramié, dieron nueva vida a este pequeño pueblo empleando las técnicas tradicionales mediterráneas (dibujo a la griega, esmalte al plomo árabe) y otras aprendidas (como los engalbes de tierras de distintos colores sobrepuestas, los esgrafiados según la técnica del grabador que hacen salir los colores tapados por el engalbe), aplicando colores opacos, brillantes o mates de gran vistosidad a barros moldeados, torneados o esculpidos por él mismo.
Todo un conjunto de influencias vistas a través de la potente personalidad de Picasso se dan cita en esta selección de sesenta piezas cerámicas de la Colección Serra, cuya presencia en el Museo de Navarra realza el interés de su visita en días tan dados a la fiesta, donde el toro, o en expresión mítica tan picassiana “el minotauro”, inicia muy cerca de aquí su frenética y última carrera.
Imagen de la portada: Picasso fotografiado tras su «Gran vaso de las mujeres veladas» (1950), una edición de 25 ejemplares.