Resumen
El paisaje es el género que en España favorecerá el paso de una estética romántica a otra moderna dentro del siglo XIX, bajo el estímulo de la creación pictórica de los focos regionales situados mayormente en la periferia del estado, pero también debido al importante magisterio de Carlos de Haes en la madrileña Escuela de San Fernando desde 1857. Ayudará el modelo de la Escuela pre-impresionista francesa de Barbizón, que va a difundir la pintura al aire libre como método de trabajo de colonias de pintores seducidos por la belleza de parajes incontaminados surcados por ríos donde el gozo de pintar se verá estimulado por la autoridad de un maestro que actuará de atractivo.
La escuela paisajística que se describe a continuación surge entre 1895 y 1919 en torno al río Bidasoa cuyo curso aviva las tierras navarras, donde nace bajo el nombre de río Baztán, y guipuzcoanas próximas a la frontera francesa, y permanece cohesionada en torno a su principal aglutinador Gaspar Montes Iturrioz hasta fines del siglo XX. A lo largo de su desenvolvimiento registrará la presencia escalonada de pintores como Darío de Regoyos, Daniel Vázquez Díaz, Ricardo Baroja y otros cuyas diferentes promociones se consideran a lo largo del curso del río. El centro de la escuela será la ciudad de Irún al amparo de su infraestructura educativa, su cultura, la influencia francesa y el liberalismo de sus habitantes, aunque el atractivo del paraje hidrográfico permanece vivo hasta el presente.
Abstract
Landscape painting was the art genre which in Spain led from a romantic to a modern aesthetics in the 19th century, due to both the encouragement for pictorial creation from regional clusters located in the outskirts of the Spanish state, and also to Charles Haes’ relevant artistic training at the Madrid-based San Fernando Academy of Fine Arts from 1857 on. The model settled by pre-impressionist French Barbizon School would help by promoting en plein air painting as the work method used by colonies of painters seduced by the beauty of unpolluted sceneries crossed by rivers. The joy of painting will be stimulated in those locations by the authority of a master who would act as an engaging appeal.
The landscape school described in this article emerged between 1895 and 1919 from the Bidasoa river environment. The source of this watercourse is located in Navarre, where it is known as Baztan River, and it runs and empowers Navarrese and Gipuzkoan territories, close to the French border. The landscape school remained united around Gaspar Montes Iturrioz, its main cohesive character until the late 20th century. During its unfoldment there would be a gradual presence of painters such as Darío de Regoyos, Daniel Vázquez Díaz, Ricardo Baroja and others whose various promotions would be considered the river along. The school focal point is to be the city of Irun, due to its hosting educative infrastructures, its culture, its French influence and its inhabitants.
Los ríos, que para la geografía son meros cursos de agua con sus afluentes y cuenca hidrográfica, se convierten a nivel estético en un cauce poético del que fluyen sin cesar motivos de inspiración a lo largo de las distintas estaciones, los diferentes estados de luz sobre sus aguas en movimiento, el cromatismo del follaje espontáneo que puebla sus orillas y las lenguas de tierra que lo invaden, creándose un escenario que genera en torno a sí todo un ambiente metamórfico, sutil y estimulante para el pintor donde las sensaciones individuales son consecuencia de su proyección anímica.
Las escuelas paisajísticas
La historia contemporánea nos trae el recuerdo de alguno de ellos que dejó tras de sí escuela pictórica. El paradigmático por excelencia fue el Sena, en torno al cual surgió en Barbizón, en el actual departamento francés de Seine-et-Marne, un grupo de pintores encabezados por Jean-Baptiste Corot y Théodore Rousseau, que hicieron del bosque de Fontainebleau su objeto estético en aquel periodo que va de 1835 a 1850, en lo que hoy se considera los inicios del impresionismo. A ejemplo suyo surgieron otras agrupaciones de pintores, como la de los simbolistas en Pont-Aven (Bretaña), o las de los impresionistas en Tervueren (Bélgica) y Olot (Girona), al resguardo de otros bosques tan inspiradores como los respectivos del Amour, lamido por el curso del Aven, del de Soignes regado por el Voer, y del hayedo de la Fageda d’en Jordà, en la Garrotxa atravesada por el río Fluviá.
Un caso similar se había dado al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, entre las montañas Adirondack junto al río Hudson y su desembocadura en la ciudad de Nueva York, a consecuencia de la expansión colonizadora que había despertado una profunda admiración por la belleza virginal del continente americano, cuya espectacular grandeza trasladaron al lienzo los pinceles del romántico Thomas Cole.
Las escuelas de paisaje han pervivido durante dos centurias y su influencia aún puede advertirse. Así ha sucedido con las de Muros de Nalón (en Asturias), encabezada por Casto Plasencia; la de Alcalá de Guadaira (en Sevilla), capitaneada por Emilio Sánchez Perrier, y la ya mencionada de Olot (en Girona), conducida por Joaquím Vayreda. Bien entrado el siglo XX todavía veremos surgir la de Vallecas, en Madrid, otra escuela asimilada al círculo de Benjamín Palencia, que mantendrá a sus miembros unidos durante al menos quince años, hasta 1942, en contacto con la desnuda verdad de la seca tierra hendida por el Manzanares.
Con la excepción de esta última, rodeada del páramo castellano, que ha estimulado en sus integrantes la introspección, todas las demás han reflejado una misma situación caracterizada por el retiro de unos artistas en el marco incontaminado de una zona avivada por el curso de un río o la costa cercana, en donde para los pintores es posible encontrarse con la naturaleza virginal para representarla con actitud sincera, huyendo del espectáculo del pintoresquismo.
La comarca Baztán-Bidasoa
Existen pocos lugares tan sugestivos como la comarca Baztán-Bidasoa, atravesada por el río que le da su nombre, en las tierras fronterizas de Navarra y Guipúzcoa con Francia. En ella el paisaje es especialmente suave y dulce, su luminosidad peculiar y la humedad satura el ambiente, difumina las formas y agrisa los colores. El follaje lo envuelve todo, invitando al abandono contemplativo.
Esto explica que entre las riberas de su río se afincaran desde fines del siglo XIX una serie de pintores, incluso también de escritores, que se sintieron conmovidos por tan sugerente medio. Todos compartieron un mismo sentimiento geórgico. Han sido, y lo son ahora sus hijos espirituales, profundos observadores de los más pequeños detalles de una naturaleza, que ejerce como maestra común.
Así describía Pierre Loti el curso del río con su penetrante mirada en su libro “Figuras y cosas que pasaron”: El Bidasoa… refleja e invierte todas las áridas montañas con sus más pequeños repliegues y sus menores sombras, hasta con sus más diminutas casitas, esparcidas acá y allá, blancas por la cal sobre los grandes fondos rojos. Arriba, en el aire, o bien, abajo del todo, en el fondo del espejo engañador, las más lontanas cimas tienen igual pureza, y Pío Baroja en su guía sentimental de “El País Vasco” añadía: En invierno… muge como un toro y se lanza en olas furiosas llenas de espuma; en el verano tiene remansos tranquilos, verdes y entre las rocas avanza reptando como una serpiente plateada. Al anochecer su superficie se torna azulada y duermen de noche, en su fondo, millares de estrellas.
Hay razones psicológicas que explican esta atracción del paisaje en los naturales del país del Bidasoa. El bidasotarra, como el vasco en general, lleva en su interior la conciencia de su pertenencia en origen al caserío, a un medio aislado donde se ha cultivado su espíritu de libertad. Relacionado con él está su sentimiento de la naturaleza, que, según Arturo Campión en el “El genio de Nabarra”, forma parte de su vida y entra en la trama de sus sensaciones. Probablemente esa experiencia de vivir en una tierra asociada a la lluvia y a la bruma, bajo una luz tenue, explique el fondo melancólico del alma vasca, una de cuyas potencias –la “edertasuna” o concepto de la belleza- se integra de modo preferente en el sentimiento estético del tipo vasco.
El río Baztán-Bidasoa apenas recorre 90 km. desde su nacimiento en los montes fronterizos del Pirineo a su desembocadura entre Fuenterrabía y Hendaya, tras alimentarse de regatos y caudalosas torrenteras, pero en su cuenca de 705 km² (de los que 680 corresponden a Navarra y el resto los comparte Guipúzcoa con los pueblecitos de Biriatou y Behovia del lado francés) alternan un paisaje frondoso, húmedo y de suaves laderas de singular belleza salpicado por núcleos de población, de los que Elizondo, Bera, Irún y Fuenterrabía –en su grafía actual Hondarribia- destacan como los focos articuladores de la expresión artística.
De todos ellos, Irún se ha consolidado como el centro de actividades al amparo de sus servicios culturales, prosperidad económica y ambiente liberal de la frontera, que han favorecido unas relaciones entre los artistas de mayor intensidad que en el resto de la cuenca del río, amparado por entidades como la Academia Municipal de Dibujo dirigida en otra época por el escultor Julio Echeandía, el semanario “El Bidasoa”, impulsado por el humanista Victoriano Juaristi, y las casas familiares de los Salís, “Beraun”, y la no muy distante de los Baroja en Bera, “Itzea”, que han ejercido en la zona a modo de focos de intercambio cultural. Tres pintores que por diversas circunstancias llegaron a este pequeño territorio estimularon el ambiente: Darío de Regoyos y Valdés entre 1877 y 1890, y de 1900 a 1907; Daniel Vázquez Díaz, que pasó los veranos de 1906 a 1935 en Fuenterrabía; y Ricardo Baroja Nessi que habitó en Bera de 1912 a 1953. A ellos se unieron los pintores iruneses José Salís y Vicente Berrueta, que fue su protegido. La producción literaria de corte naturalista de Pierre Loti y de Ricardo Baroja, teñida de un estilo impresionista sensorialmente francés, contribuyó a cohesionar el espíritu compartido.
Los precursores
La residencia de Regoyos en el Irún de 1890 se llamaba “Buenavista”, una casita asomada al Bidasoa que, como su nombre indica, le ofreció la contemplación directa del río. Darío, que había recorrido parte de Europa, se convenció entonces de que no era necesario viajar para buscar temas que pintar, sino que simplemente los cambios de luz motivados por una meteorología cambiante sobre el cercano estuario serían suficientes para sugerir una obra nueva y diferente a la de su libro “España negra”, que había ilustrado con escenas tremendistas para su amigo belga Verhaeren en una etapa anterior calificada de “neurasténica” por su biógrafo Rodrigo Soriano.
Transcurridos unos años, llegó el verano de 1906. El pintor andaluz Daniel Vázquez Díaz, decidido a instalarse en París para conocer de cerca el arte moderno, se dirigía en tren hacia Hendaya, sin haber imaginado el impacto emocional que le ocasionaría la sinfonía de grises de las encalmadas aguas de la desembocadura del Bidasoa. Conmocionado por aquella experiencia estética, decidió volver a aquel lugar durante numerosos veranos.
Los que van de 1919 a 1927 fueron muy fecundos para su pintura, pues en los alrededores de Fuenterrabía realizará una serie de cuadritos que denominará «Instantes vascos». El primero de estos instantes -«Azul desde el Castillo de San Servando»- lo protagonizó el mar. Un mar en calma con rebrillos de plata y luz amarilla que nos trae el recuerdo de aquella sensible observación de José de Arteche en su “Discusión en Bidartea”: Dudo mucho que haya otro sitio en el mundo donde el día tenga más bello morir que en la desembocadura del Bidasoa. En ningún otro paisaje adquiere la luz poniente matices tan delicadamente deliciosos. Es una clase de luz que no se da en ninguna otra parte, una luz que acaricia y que envuelve con soñolienta suavidad los contornos de las cosas. Vázquez Díaz descubrió en la desembocadura un paisaje inédito, al que estaba desacostumbrado por el ambiente árido de su tierra onubense de origen. La naturaleza le pareció lavada, el color mojado, la luz limpia. Hay un azul pequeño que lo envuelve todo en poesía, confesará al periodista.
Color y luz se enseñorean de estas visiones que pintó a distintas horas, como los maestros impresionistas, anotando la referencia al tiempo, a la hora del día o a la estación. Los «instantes» son resoluciones de luz, palabra clave que le sirve para titular gran número de apuntes: así «Luz plateada», «Luz clara», «Lunario», «Nocturno». Son también expresiones de color, que definen otros tantos títulos: como «Charquita azul» o «Sensación de paisaje vasco en día gris». El pintor se sirve del color como materia y como luz, para modelar con sentido constructivo este singular panorama de afinado cubismo al que Juan Antonio Gaya Nuño calificó de «humanizado», porque su abstracción lo mantenía reconocible.
El caso de Ricardo Baroja fue muy particular. Como es habitual entre hermanos se parecía poco a Pío, quien en su mocedad había querido ser pintor impresionista, aspecto éste que terminará por reflejarse en sus descripciones novelísticas. Pero el polifacetismo de Ricardo, que le llevó a ser archivero, también escritor, taxidermista e inventor, terminó de cuajar en sus grabados y pinturas donde condensaba su poderosa imaginación romántica. Así que sobre todo sus pinturas serán remembranzas de escenas de las que pudo ser testigo, o quizás fueran inventadas tras la lectura de periódicos o soñadas después de visitar los puertos de mar cercanos, pues su creatividad se apoyaba por igual tanto en una memoria visual extraordinaria como en una forma de ser fantasiosa. Con todo, nos legó pinturas con los exteriores de Bera y un interior bellísimo del comedor de “Itzea” con delicadas luces y cromatismos apagados.
Este grupo de pintores se cohesionará entre 1919 y 1932 con el aprendizaje de Bernardino Bienabe Artía, aconsejado por Ricardo Baroja, y de Gaspar Montes Iturrioz, bajo la protección de Salís. Y se consolidará en la generación posterior bajo el magisterio que Gaspar Montes Iturrioz desarrollará, tanto a nivel particular como en la Academia Municipal de Dibujo de Irún, dirigido a jóvenes pintores entre los que descollarán Menchu Gal, Enrique Albizu, Amaya Hernandorena, José Gracenea, Javier Sagarzazu y Jesús Montes Iribarren.
Los núcleos navarros de Bera y Elizondo pueden considerarse más pegados a la tierra, menos cosmopolitas y más íntimos, sobre todo en su primera generación de creadores, la de Francisco Echenique, Javier Ciga e Ignacio Echandi en Elizondo, y la siguiente de Juan Larramendi en Bera, José María Apecechea en Erratzu y Ana María Marín e Ismael Fidalgo en Elizondo, cuyo encuentro con los dos últimos se produjo en 1949. Al pintor Fidalgo, oriundo de la tierra minero-metalúrgica de las Encartaciones vizcaínas, que actúa de imán para acercar a la villa baztanesa a otros pintores como Agustín Ibarrola y Norberto Ariño de Garay, se debe el aporte del geometrismo constructivo a lo Cézanne que desde ahora se conjugará, en menor o mayor medida, con la dulzura característica del valle en los soportes pintados por Kepa Arizmendi, la propia Ana Mari, Tomás Sobrino, el labortano Xabier Soubelet, el guipuzcoano José Mari Rezola, y en otros vizcaínos atraídos por Fidalgo como Alberto Gómez Gonzalo “Echarte”, Ángel Aja y Marcelino Bañales.
Hay en todos ellos unos elementos comunes. Se trata de una visión directa atenta a las transformaciones naturales, que desde el punto de vista formal evoluciona desde el naturalismo al impresionismo, fovismo y postimpresionismo, toca el cubismo, e incluso bordea la abstracción aunque sin perder su referencia en la tierra y, particularmente, en el río, dentro de un proceso de depuración, expresión y significación. Es una visión nada grandilocuente, más bien sencilla, candorosa, que desvela lo más profundo del artista delante del paisaje amado por ser el propio y por su extraordinaria belleza que mueve el sentimiento y despierta potencias ocultas del alma sensible. Se concentra en un paisaje sin tacha, donde la vida ha transcurrido en un marco tradicional, estrechamente unido a los ciclos de la naturaleza, en la que el ser humano ha vivido con hondura y autenticidad su destino sobre la tierra.
El paisajismo, sin embargo, si hacemos una prospección en la historia, es un fenómeno reciente en esta zona. No va más allá del siglo XIX, cuando el lesakarra Ramón Latasa y Lazcano, formado bajo el magisterio del naturalista hispano-belga Carlos de Haes, llegó a pintar la Isla de los Faisanes cercana al estuario; atrajo a Martín Rico y a Joaquín Sorolla, es posible que también se interesara por ella su discípulo Prudencio Arrieta, natural de Leitza, además de haber sido escenario de idas y venidas de numerosos pintores guipuzcoanos como Ignacio Ugarte, Rogelio Gordón, Antonino de Aramburu, Eloy Erenchun, José María Rezola, y de otros vizcaínos ya nombrados.
El caso de Joaquín Sorolla y Bastida es digno de destacar. Visitó Guipúzcoa de forma regular de 1906 a 1921. Entre las razones que le movieron a hacerlo se citan el atractivo de la corte de verano que era San Sebastián, que arrastraba tras de sí a burgueses y a turistas, al fin y al cabo buenos compradores de sus obras, y también el interés que pudiera tener para él un paisaje tan diferente al suyo. Pero no olvidemos, y esta puede ser otra de las razones de su curiosidad por Guipúzcoa, que Sorolla había sido profesor de Vicente Berrueta, y que era amigo personal de los donostiarras Rogelio Gordón e Ignacio Ugarte, así como del irunés José Salís, desde los años de su formación en Roma.
Sorolla dejó tras el paso por Guipúzcoa varios centenares de óleos y de notas de color pintadas con la sensualidad de su paleta, predispuesta a captar la intensidad de la luz en toda su dimensión, pero su interés se dividió entre San Sebastián, Getaria, Zarautz y Biarritz y solo en alguna ocasión dedicó algún apunte a Fuenterrabía. Y es que su estima por el paisaje lumínico del Levante le impedía reconocer los valores cromáticos del Norte dominados por el que él llamaba “verde reúma”. Y así se lo hizo saber a Salís, a quien dedicará un retrato en 1901 y en cuya casa de “Beraun” pasaba temporadas dedicado al retrato pero sin salir a pintar el exterior más próximo.
Por su parte, Regoyos coincidía con Pío Baroja en el menosprecio del potente sol del mediodía por considerarlo impintable y al que calificaba como brutal. Si el primero, cuando vivió en la lejana Castilla o en Cataluña, llegó a sentir nostalgia por la luz amortiguada del Norte, el escritor anotaba en su libro “Familia, infancia y juventud”: Me gusta el País Vasco, su ambiente húmedo, sus cielos grises y sus nieblas. La quintaesencia de su estética era para él esa niebla que da poesía con sus cendales azules a la noche serena, y se tiende amorosamente sobre las aguas del río, y al llegar las caricias del sol va deshaciéndose en el aire luminoso de la mañana.
Los pintores de Irún en la desembocadura del río
José Salís Camino se afincó en la desembocadura del río. Fue el más independiente respecto al medio natural próximo. Si bien pintó en el estuario del río, entre Irún-Behovia-Hendaya-San Juan de Luz con mayor interés hacia la Bahía de Txingudi y la Isla de los Faisanes, si bien se remontó hasta el curso medio del Bidasoa, Salís fue principalmente un pintor de la costa cantábrica: de Hondarribia, Zarautz y Getaria. Su tema prioritario ha sido el agua, sobre todo la marina. En toda su versatilidad, con olas, corrientes, infinito horizonte, barcos lejanos, arrecifes, playas y cielos. No otros temas del mar como pescadores, muelles o dársenas. Fue el mar con sus oscilaciones de luz y su movimiento continuo. En la producción de Salís, el marinismo predomina sobre otros asuntos como el jardín, el árbol y el mismo río, motivos de singular relevancia que también le vincularon al entorno irunés y en los que llevaba a feliz resolución sus anotaciones impresionistas. Su paisajismo es puro, en él apenas tuvo cabida la figura humana y la visión del pintor evolucionó desde el naturalismo al impresionismo.
La campiña irunesa y su entorno boscoso fueron, en la reducida obra de Vicente Berrueta Iturralde, escenarios preponderantes. La desembocadura del Bidasoa al mar y la costa comprendida entre Hondarribia y San Juan de Luz atrajeron gran parte de su atención. El paisaje tuvo para él un valor condicionante de las acciones humanas: parece que daba intimidad a la vida familiar, que enmarcaba los trabajos cíclicos del regreso del pescador, de la venta de productos, del trajín del caserío. Se asociará, pues, a una pintura costumbrista, muy ligada al hombre y al carácter de su existencia, y, como tal, la importancia del realismo será notoria en su obra, a medias con un naturalismo que raya en el impresionismo, porque Berrueta quiso sentir la vida sin paliativos. Una vida intimista, emotiva, humilde, espiritualizada y dramatizada a lo Regoyos, si cabe más sincera.
A Bernardino Bienabe Artía puede considerársele el pintor de Fuenterrabía. Tanto le atrajo la silueta del casco antiguo de la villa fortificada vista en lontananza desde Hendaya, que casi se olvidó de su Irún natal, con sus regatos y parajes conmovedores. Toda la expresión de Hondarribia está en sus telas: las calles, el barrio de pescadores, la alameda, la vieja ciudad. Y el campo de sus alrededores que tanto amó Vázquez Díaz: el canal de Santa Engracia, Jaizkibel, los caminos que llevan y traen de Irún, el puerto y la desembocadura, el gran arco de la Bahía de Txingudi. Del río que se adentra en Navarra escogerá no el cauce anchuroso y profundo, sino el desapercibido subafluente, el rumoroso regato que llevaba motricidad a las centrales pueblerinas. Y es entre pueblos navarros donde discurrió el quehacer medio clandestino de este pintor: Arantza, Bera, Etxalar, en paisajes de niebla y vegetación lavada, con rayos fugaces de sol. Y tal devoción al paisaje no pudo desligarle del hombre. La naturaleza de Bienabe, aunque pasada por su particular expresión y bajo la óptica impresionista, estaba unida indisolublemente al ser humano, fuera gente de mar, aldeano, deportista, festejador o cualquier otro personaje de su variado retablo humano. Era su pintura costumbrista, y nos presentaba la vida tradicional del tipo vasco: los ciclos de vida y muerte, las cosechas, los modos de vida, el ocio y las diversiones. Las raíces de Bienabe se manifestaban con mayor claridad, no obstante, en sus cuadros de mar, esos óleos y acuarelas en que, bajo un cielo tormentoso y la fugacidad de un sol “mojado”, los pescadores envueltos en siras recorrían parsimoniosos, remo al hombro y cesto en la mano, los muelles de los puertos.
En cambio, Gaspar Montes Iturrioz destacaba por ser el cantor de Irún y el paisajista de las tierras del interior de la cuenca del Bidasoa. Aunque también fuera pintor de bajamares en la desembocadura que solo ha igualado su maestro Salís: arenas encharcadas –ocres, azuladas y malvas-, con lanchas y barquitos varados, medio encallados. Amaba los paisajes sin desvirtuar de los barrios iruneses de otros tiempos, tan humildes como los de Regoyos, con caminos y regatas serpenteantes entre caseríos que se dejaban ocultar entre la maleza y el arbolado, junto a almiares y puentecillos. Pero a Gaspar le gustaba la vida activa de la pequeña urbe, esa que transcurre entre calles, plazas y alamedas, donde los tipos se dejan sorprender por los pinceles del pintor sin oponer resistencia. Figuras tomadas del natural, pero no “sacadas” de él, con un fondo o al menos un esbozo paisajístico. Porque todo acontecer humano de cierta importancia tiene, en el País Vasco, como escenario necesario, el campo abierto: así los carnavales, los bailes de las romerías, los juegos, los sanmarciales que tan espontáneamente pintó. Montes Iturrioz tenía también un afán investigador que le llevó a profundizar en otros paisajes diferentes e, incluso, opuestos al suyo. Embargado por el romanticismo de las Cinco Villas navarras y de Baztán, nos ha ofrecido visiones intensas y contrastadas de la naturaleza: pueblos junto al río, vistos tras el puente, con un fondo de montes azulados, bosques y senderos, casas y molinos solitarios; campos como silenciosos, y quietos.
Los discípulos y seguidores de Montes Iturrioz –Menchu Gal, Gloria Rodríguez Salís, Enrique Albizu, María Victoria Aramendía, Jesús Montes Iribarren, José Gracenea, Amaya Hernandorena, Javier Sagarzazu, Jaime Sorondo, Antonio Moreno Bergareche, Íñigo Arzac, Carlos Iribarren, José Noain, Juan María Navascués, José Mensuro, María Jesús Zabalegui, María Inés Emparán, José Antonio Ferrán, y otros- abordan de forma preferente el tema marino, pesquero y fluvial, mayormente concentrado en el arco de la desembocadura, aunque por encima de todo son pintores que sienten también el poderoso encanto de otros paisajes.
Menchu Gal Orendain ha practicado –en expresión de Manuel Llano Gorostiza- una especie de fauvismo eusqueldún. Aportó al grupo los grises y verdes de la paleta bidasotarra, muy sensibilizados. Se fundamenta su pintura en el sentimiento espontáneo del color, que plasma en el soporte con pincelada suelta, envolvente y hasta enérgica, asociada, sin embargo, a notas de gran ternura que exceden del marco paisajístico para fijarse en el retrato, incluso en el bodegón.
El paisaje de Enrique Albizu Perurena se caracteriza –en observación de Juan María Álvarez Emparanza- por un cromatismo de colores calientes en armonía de variadas gamas que se complementan, logrando envolver la atmósfera del tema en sensación de serenidad. La luz local queda así delicadamente representada, gracias a una técnica de minuciosos toques de pincel que vitalizan estructuras firmemente construidas.
La obra de José Gracenea Aguirregomezcorta no está tan alejada de la depurada pintura constructiva de Vázquez Díaz. Su visión del entorno físico es tanto expresión espiritual como intelectual. Mis obras –corrobora el pintor- ofrecen una construcción con poesía en la que están, más que las cosas, el alma de ellas. En este punto engarza su obra con la de su maestro Gaspar Montes Iturrioz, aunque la de Gracenea ha evolucionado hacia la abstracción cromática de azules y verdes agrisados sobre las playas y arenas de Fuenterrabía, pero con un mismo trasfondo silente, de luz melancólica.
El mar Cantábrico y la actividad marinera –como en el caso de Albizu- son los temas de José Mensuro, “Mensu”. A los ámbitos ya citados de la desembocadura y de la bahía de Txingudi, Mensu añade su particular visión del puerto de Fuenterrabía. Con dominio gráfico y compositivo, con anotación fina de luces y efectos espaciales, con sugerencia del rutilante sol y ligeros movimientos de las aguas, nos despierta un sentimiento nostálgico del tiempo pasado que quizás no fuera tan idílico como se representa, pero que merece la pena revivir en el recuerdo, pues conduce a recuperar la paz del hombre con su medio.
Dejando a un lado la temática surrealista, también atractiva para él en ciertos momentos, la visión del pintor Javier Sagarzazu Garaicoechea es la de una naturaleza organizada, próxima a la de Gracenea, construida por planos y volúmenes envueltos por el color y una luz atmosférica que evita la sensación de dureza en los cuerpos y les confiere un halo de poesía amable. Así se explica que Lázaro Uriarte dijera de su visión que está hecha de gamas vaporosas y de tonales pálpitos, de fundidos de color y evanescencias cromáticas que amortiguan los contrastes, y de los que emergen sus temas como investidos de una mágica presencia.
El curso medio del Bidasoa. El entorno de Bera
Junto a estos pintores del tramo final del río, el asiento de Bera –en su curso medio- ha sido testigo de la permanencia regular de Juan Larramendi Arburúa y en el momento presente de sus seguidores, aunque este núcleo no haya sido solamente de radicación sino de tránsito de pintores de un extremo a otro del río. Por Bera y más en concreto por las Cinco Villas –comarca en la que se emplaza- han pasado unos y otros artistas con intención de buscar los paisajes más inspiradores para sus pinturas. A ese trasegar contribuyeron no poco los Baroja, con su atractiva personalidad.
Juan Larramendi halló los temas de su inspiración en el monte lleno de vegetación de los aledaños del río, placentero o con breves cascadas, refulgente y misterioso; en la masa rocosa, que muestra en su desnudez grietas y cárcavas, forma hoces sobre el riachuelo o domina pueblos pirenaicos apretujados contra la iglesia; o también en los campos ondulados surcados por senderos que recorren figurillas humanas, salpicados por árboles espontáneos que el pintor supo sorprender en diferentes estaciones.
Su hijo, Juan Ignacio Larramendi Díez, “Larra”, opone a la pintura paisajística de su maestro su interés por la figura, aunque en alguna de sus escenas neo-barrocas representadas en espacio abierto asoma esa fresca naturaleza de Bera como fondo de sus temas relacionados con las costumbres de la tierra (el carnaval o la brujería). Dotado de una técnica envidiable para el dibujo y el uso del color –se inició como ilustrador- su encuentro en el Rijksmuseum con la pintura flamenca y holandesa del siglo XVII dio un giro a su titubeante pintura inicial para enfrentarle en lo sucesivo con difíciles composiciones grupales de personas y animales -otras veces de piezas de fruta en bodegones- con desafiantes escorzos dinámicos que rozan lo inestable en la representación de asuntos profanos como el baile, el juego o la fiesta, a los que han sido tan aficionados pintores de género como Jordaens, Teniers o Brueghel el Viejo, llegando en ocasiones al límite de lo grotesco y surreal en opuesto contraste con la alegría que transmiten la mayoría de sus escenas. Es la suya una pintura deslumbrante, de calidades, como puede admirarse en la riqueza del vestuario de sus figuras, que concede gran valor a la visualidad, lo cual se traduce en una fisicidad acentuada por el cruce de miradas y el lenguaje de los gestos.
Desaparecido Juan Larramendi padre, su entrega al paisaje y enseñanzas permanecen vivas en la pintura de tres cultivadores del género: los beratarras Juan Carlos Olaetxea y Amador Lanz, y el lesakarra Juan Carlos Pikabea. Es común a todos el río como temática principal y, de la naturaleza local, la visión aguda de la luz y una aplicación temperamental del color.
Ascendiendo por el curso del río, era habitual hasta hace unos años encontrar por los veranos, en Lesaka y sus alrededores, a Elías Garralda Alzugaray, adscrito por algunos historiadores a la Escuela de Olot al haberse radicado en aquella localidad gerundense siendo muchacho. Sentía en aquella estación la llamada de la tierra originaria, entregándose a una pintura centrada en la temática más de su agrado, que era el hábitat rural surcado por caminos y el río, en compañía de arboledas y rincones incontaminados representados con acusadas perspectivas, envueltos en niebla o revelados en contraluz. Sentía la naturaleza como la percibieron Carlos de Haes y los pintores de Barbizón, como una mezcla poco habitual de grandiosidad y humildad, aunque a él le gustara calificarse de post-impresionista.
En Oronoz-Mugaire se entra, a contracorriente del curso fluvial, en el valle de Baztán. El referente de los pintores actuales ha sido un humilde pintor residente en Elizondo hasta su muerte en 1948, Francisco Echenique Anchorena. Ayudante de la secretaría municipal, en la base de su inclinación a la pintura se encontraban su afición a la fotografía de orientación pictorialista y su habilidad para la caligrafía. Así se explican, en su corta obra, la cuidadosa selección del tema, la planificación de los espacios, la captación de ambientes (con luz y aire sugeridos), la pincelada detallista y el dibujo esmerado.
La cabecera del río ahora llamado Baztán. Elizondo como referente
La visión de Echenique se centraba en Elizondo y en el entorno cercano, al que se desplazaba en bicicleta: Gartzain, Lekaroz, Elbete. Respetaba su carácter con verdadero escrúpulo. Era el suyo un paisaje montaraz, de pueblos campesinos, caseríos dispersos y caminos. Suave unas veces y otras bravío. En sus representaciones, rocas y árboles se suceden a lo largo del río vivificador, cobijando en sus umbrías al jovenzuelo torrente, alegre y saltarín, rizado, efervescente, destellante de luces. Con humildad inocente, que el propio campo reclama, pintaba silenciosos paisajes, carentes de figura humana. En sus aguatintas “Apuntes vascos del Baztán”, Echenique ponía especial cuidado en situar la casa en su medio físico, aislada, con su propio misterio, en las inmediaciones de la iglesia o en el pueblo de labradores, como centro de la vida material del hombre –ostentando huertas, ropas tendidas, carros y árboles frutales- bajo un cielo cambiante, lo que definía con exactitud el valor tradicional de la casa en la mentalidad del navarro montañés.
Javier Ciga Echandi, contemporáneo de Echenique, pero autor de una obra más rica y amplia que supera el marco geográfico del que venimos tratando, estuvo ligado al valle de Baztán por vínculos familiares y afectivos que explican el aprovechamiento de su paisaje para ambientar sus narraciones costumbristas de raigambre rural y sus tipos humanos, pero también utilizado como género independiente, representando la naturaleza mediante una suave geometría que nada tenía que ver con la libertad fovista que se tomaba Ignacio Echandi Azcárate al plasmar sus particulares visiones paisajísticas de la zona. Ciga no desdeñaba la técnica impresionista para captar la luz delicada de esa parte de Navarra, que amortigua la fuerza del colorido y proyecta sombras tan fugaces como el sol mismo de las diferentes horas del día, que analizó en su discurrir temporal sobre la fachada de una simple casa de labranza de la calle estrecha de Elbete –“Karrikatxar”- puntualizando con sensible mirada sus claroscuros.
Piensa Ana Marín Gutiérrez que la pintura es una transmisión de sentimientos. En el caso de José María Apezetxea Fagoaga esta emoción ante el paisaje trata de condensarla mediante un geometrismo que defina los planos (también apreciable en la pintura de Kepa Arizmendi Bereau), aunque en ciertas obras los límites de las superficies han sido desbordadas por el color, convertido en el transmisor de las sensaciones ante un natural que se siente cada vez de manera más conmovedora. Los molinos en el recodo del río o los pueblecitos en perspectiva son sus temas preferidos.
En la pintura de Ana Marín predominan los grandes planos de montes, con las aldeas acostadas en sus laderas, o bien las casas medio tapadas por la vegetación; en fin, todo lo que transmite el carácter virginal del valle de Baztán. La visión de Ana Marín idealiza el paisaje para protegerlo de la peligrosa civilización actual. No hay en su obra falsedad sino una selección optimista de los motivos que unas veces transmite alegría y otras serenidad. Por eso su pintura tiene siempre un tono de viveza, transmitido normalmente por pinceladas envolventes de color amarillo-violeta, y rojo, el color del otoño baztanés, aunque no rehúsa el azul intenso si lo que persigue es mostrar la atmósfera cargada que precede a la tormenta o emplomar los cielos de sus paisajes nevados.
Gabriel Imbuluzqueta llamó a Jesús Montes Iribarren el pintor de la gente campesina, de los animales y de la vida del campo. De todos estos pintores –Jesús se afinca en el pueblo de Ziga antes de 1970-, es el que ha sentido una atracción más dispersa por el paisaje baztanés, pues ha representado con mayor asiduidad otros horizontes alejados de su tierra de origen, sometiéndose al juicio de densos y apasionados cromatismos. Son características sus ventanas abiertas al campo, que parecen traernos el aroma de la naturaleza en perspectiva, aunque también por ellas se cuele la luz crepuscular de sus nocturnos.
La mirada de Tomás Sobrino Habans, tras escudriñar el paisaje del entorno, va a detenerse en la superficie cristalina del río que actuará en sus lienzos como una maravillosa pantalla, una especie de “piel” donde todo reflejo puede llegar a ser percibido como parte de una abstracción que descubre una insospechada sinfonía de nuevas sensaciones. Fascinado por lo cambiante e inasible del mundo, en palabras de Carlos Muguiro, se acerca al motivo natural como lo hacía Monet embargado por el embrujo de la fugacidad del momento, tratando de sorprender con los pinceles algo tan fluctuante como la superficie del agua del río, de ahí su toque constructivo a lo Cézanne que emplea para hacer perdurar la impresión del instante, que por su propia transitoriedad supone un desafío a desentrañar.
Y, para terminar, el caso de Xabier Soubelet. Es un poeta y músico que llega tarde a la pintura por medio de su contrapariente, el pintor de Erratzu, José Mari Apezetxea. Integrado en el grupo de pintores baztaneses en 1977, su pintura de paisaje se sustancia con técnica impresionista para, conforme se familiariza con el valle de Baztán, irse estructurando a la manera de Cézanne para desembocar finalmente en un expresionismo de colorido intenso, aunque sin dramatismo, que le pondrá a las puertas de la abstracción formal, en un proceso parecido al de Sobrino pero menos intuitivo y más pasional. Esta deriva hacia el geometrismo –muy presente por otra parte en varios de los pintores baztaneses- es consecuencia, a su juicio, de la fuerte oposición entre formas y colores que el mismo campo baztanés ofrece.
El río, con el embrujo de su belleza particular sigue seduciendo a los artistas: Carmen Maura, Susana Zaldívar, Rafael Ubani, Ana María Urmeneta, Esther Fernández-Casas, Fernando Gorostidi, Begoña Durruty, Marta Loredo, Diana Iniesta, Txon Pomés…, son unos pocos nombres del casi centenar de pintores que se acercan a esta comarca privilegiada de la naturaleza llevados por la búsqueda de nuevas sensaciones.
Los cursos fluviales gozaron siempre de una estética cambiante y efímera, como la sustancia misma de la belleza. Es el nuestro un río pequeño pero con gracia, escribió Pío Baroja en “El País Vasco”. Y añadió a continuación: Tiene un poco de la severidad de Navarra, de la dulzura de Guipúzcoa, y un poco también de la cortesía de Francia. Estas pueden ser las claves de su poderoso atractivo para unos pintores que han humanizado la Pintura Moderna.