Javier Ciga: El Mercado de Elizondo (Ayuntamiento de Pamplona)
Javier Ciga Echandi. nacido y muerto en Pamplona (1878-1960), es un pintor que se formó con independencia de los círculos artísticos oficiales de Madrid -no obstante haber obtenido la Medalla de Oro de la Academia de Bellas Artes de San Fernando-, acudiendo a París en 1911 para, asombrosamente, no imbuirse de ideas «modernistas», sino afirmarse en un realismo velazqueño, aplicado a la representación de tipos y escenas vascas. Así́ lo demuestra El Mercado de Elizondo, pintado en 1914, que supuso su doctorado de artista al ser admitido por el Jurado del Gran Salón de París para la primera exposición del mundo y más tarde como miembro de número del mismo. Ciga guarda de los últimos románticos un exaltado amor a su tierra, y del realismo la búsqueda del hombre. Su obra se empapa de la vida popular de Pamplona, tomada a lo vivo (Serie de Nueve Carteles para San Fermín) y se convierte en el retratista oficial de la ciudad, incorporando a sus telas personajes ilustres y tipos corrientes como El Panadero de Elizondo, el Tipo Bozatarra o la Serie de Bebedores de Chacolí. Como pintor de historia ha dejado versiones pacificas del pasado -una de ellas titulada Reunión de los doce ancianos bajo la sombra del roble de Jaureguízar– y se ha asomado con gran acierto técnico al paisaje y al bodegón. Pero es en la pintura costumbrista donde Ciga ha dado prueba de su más acendrado navarrismo y vasquismo, en la línea etnográfica usual en su época, representando los valores puros de la vida tradicional. En esa corriente se sitúan sus obras cumbre: El Viático en Navarra (El Baztán), propiedad de la Diputación Foral y El Mercado de Elizondo, del Ayuntamiento pamplonés. Este cuadro muestra a unas “etxekoandres” vendiendo sus productos bajo el atrio de la iglesia, en una composición difícil que el pintor resuelve con variedad y en profundidad, con un efecto de luz lejano muy propio de Velázquez, como asimismo lo es la colocación en primer término de bodegones. En él se aúnan, con justeza, una técnica depurada, realismo extremo y sensibilidad psicológica ante el tipo racial.
Mariano Benlliure: Mausoleo de Gayarre, en Roncal
En el recoleto cementerio de Roncal se hallan los restos del insigne tenor navarro Julián Gayarre, para cuya sepultura su propia familia encargó la erección de un mausoleo al eminente escultor valenciano Mariano Benlliure. Proyectado en 1890, fue imaginado por el artista como una poética creación plástica de los sentimientos provocados por la desaparición del cantor incomparable, para ser ejecutada en bronce y mármol blanco. Sobre una base formada por algunos escalones descansa un zócalo cuadrangular contra el cual se apoya la inconsolable representación de La Música, llena de abatimiento, con su laúd entre las manos. El sarcófago presenta bajorrelieves de geniecillos que cantan las óperas que constituían el repertorio del artista sin rival y ostenta en cada una de las esquinas otras cuatro figuras que representan -en altorrelieve las óperas preferidas del tenor roncalés. Sobre la losa que cierra el arca de mármol La Armonía y La Melodía elevan un riquísimo ataúd de bronce, sobre el que se cierne el genio de La Fama, inclinado en tal postura, que parece escuchar la extinguida voz del llorado artista. El resultado es de tal habilidad técnica, que puede asegurarse, sin riesgo alguno, constituye una de las más depuradas obras de Benlliure, fruto de la rítmica combinación de esculturas en bulto redondo y relieves detallistas, cada uno de los cuales podría ser por separado una obra completa. La anatomía de las figuras revela un conocimiento hondo del arte griego clásico. Los ropajes, el movimiento de los cuerpos y la composición, eminentemente espacial, se toman con tal naturalismo y exuberancia, que más parece pictórica que escultórica, dada la maestría con que Benlliure somete la materia entre sus manos.
Gustavo de Maeztu: Viana
La Torre de San Pedro de Viana, protegida por el Cerco de la ciudad, punto de observación y resistencia ante Castilla, tal como la vio Gustavo de Maeztu. Entre los paisajes más amados de este pintor, deben contarse los de Tierra Estella. En este dibujo al carbón, nos ofrece su peculiar visión del tema, que recrea con imaginación decorativa. Se trata de un paisaje de amplio espacio, donde la torre se erige con espectacularidad sobre las casas de la derecha y los campos cerealistas de primer término, característicos de esta parte de Navarra. Maeztu interpreta las masas con la misma fuerza y poder con que concibe sus tipos humanos miguelangelescos, llevado de su temperamento impetuoso de pintor, que alimenta en una visión épica de la Historia. Contrasta los trazos cortos de lápiz con la línea constructiva de las edificaciones, en una expresión inacabada en apariencia, pero de gran fuerza sugestiva, que atestigua la preparación técnica de este artista, que desea, ante todo, la impresión de conjunto. En él, la torre -ya desolada- se muestra como un residuo del pasado glorioso de nuestro Viejo Reino.
Jesús Basiano. Vista de la Rochapea y Pamplona (Colección particular)
Profundo paisaje escénico éste que nos ofrecen los pinceles de Basiano, con la ciudad de Pamplona asomándose al río Arga desde los escarpes de la vieja acrópolis romana, oculta bajo los cimientos de la Catedral y calles aledañas. La ciudad vista ante sus defensas naturales, en medio de la Cuenca que la abraza y conserva con cariño. El Monte de San Cristóbal y los que inician la Barranca a lo lejos son testigos de una historia ya vieja, narrada por cronistas y escritores, que el pintor murchantino Jesús Basiano glosa en esta imagen con el colorismo y grandiosidad de sus mejores obras. Es la ciudad apacible y aldeana de mediados del siglo XX, lindante a huertas con casas de labranza y caminos que orillan las choperas. La ciudad de la preindustrialización. Un lugar ameno para un pintor impresionista como Basiano, que pone toda su alma en esos azules y malvas, ritmados con los ocres amarillo-verdosos de la vegetación. Su capacidad para tratar el espacio plástico alcanza en este paisaje de Pamplona su medida exacta: la elección del punto de vista para dar la composición natural del medio físico; la perfecta modulación de los términos; la atmósfera que se percibe en la distancia; y, por encima de todo, la sabiduría en el representar los efectos de luz y color sobre la masa aérea, intangible y huidiza del cielo, ponen de manifiesto de manera rotunda la gran calidad pictórica que se escondía tras un hombre de apariencia ruda, que muchos malinterpretaron.
Miguel Pérez Torres. Pareja de Riberos (Ayuntamiento de Tudela)
Esta pareja de riberos ancianos, retratados con respeto a la jerarquía que ha sido tradicional en Navarra, con un bodegón de hortalizas en primer término, es una de las pinturas características de Miguel Pérez Torres, pintor tudelano nacido en 1894 y muerto en Pamplona en 1951. No obstante haber sido discípulo de José Monguell en Barcelona y de Francisco Alcántara en Madrid, recibió su verdadera formación en el Museo del Prado, estudiando las obras de los grandes pintores españoles y de Goya en particular. Su dedicación a la enseñanza en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona y una enfermedad crónica, que nunca le abandonaría, le impidieron desarrollar al máximo su pintura de tipos y escenas populares tudelanas. Caracterizó con ascetismo realista tanto a viejos hortelanos, como a ciertos arquetipos –El Cristero, La Vendedora de Ver duras– y una serie de frailes capuchinos, entre lo mejor de su producción. Dio con hondura el modelo navarro meridional, de rostro curtido y cuerpo enjuto, que ve con delicadeza, sensibilidad y cierto humor.
El contenido del libro del que se han extraído estos textos es accesible en red en la dirección:
http://www.fundacioncajanavarra.es/sites/default/files/navarra_tierras_y _gentes_can000160000000000000000000000410_2.pdf
Foto de la portada: arte abstracto en los campos de Mendavia (Navarra)