Una nueva sensibilidad ante el paisaje
A pesar de que el tema del paisaje ya se había afirmado como género pictórico independiente en el siglo XVII, son una prueba de ello las «Vistas de la Villa Médicis» de Velázquez, y de que durante el siglo siguiente alcanza un gran desarrollo en Italia, Francia e Inglaterra con la Escuela de Norvich, no será hasta el Romanticismo cuando el género paisajístico adquiera verdadero valor.
Con el Romanticismo se abandona la estética mimetista en favor de la expresivista. La única ley son los sentimientos, a través de los cuales se canalizan la sensibilidad y la libertad del creador plástico, orientados tanto a explorar el mundo propio (la imaginación, la fantasía o el inconsciente) como el mundo exterior : el hombre se proyecta y comunica con la naturaleza. La consecuencia es una visión emocionada del paisaje, donde la representación antepone el valor expresivo del color, y por tanto de la luz, a la lineal definición neoclásica.
La experiencia directa de la naturaleza acerca los románticos a los realistas e impresionistas, los cuales, sin embargo, se desinteresan de las grandes inmensidades y tragedias naturales, para sustituirlas por los temas intranscendentes de cada día. Dan así protagonismo absoluto a la naturaleza en su discurrir temporal.
Se populariza la obra de arte con una temática sencilla, muy del gusto de todos, y al mismo tiempo, a través de la pintura de paisaje, se «salvan» para siempre fragmentos de tierras manchados por la industrialización. Surge así una nueva lectura del paisaje : la naturaleza pura frente a la corrupción civilizadora.
Impulsado por el Romanticismo, coincidente con la sublevación europea frente a los ejércitos de Napoleón, el paisajismo se transforma pronto en una manera de distinguir, y defender, la identidad de los pueblos, frente a la pretendida uniformidad política.
El «Fin de Siglo» (1880-1918), que empalma las reacciones postimpresionistas con el expresionismo pictórico, y de nuevo con la vuelta a la subjetividad, coincide en España con un período histórico que asiste al final de un imperio colonial, que cuestiona la identidad nacional y ve la necesidad de poderla expresar en imágenes. Las grandes corrientes de pensamiento (Regeneracionismo, Noventayochismo) y la emergencia regionalista y nacionalista, buscaron , aunque con diferente matiz, la renovación ético-social a través de la recuperación del hecho diferencial.
Este hecho diferencial trató, en el terreno pictórico, de superar los límites del historicismo y del costumbrismo románticos, circunscritos en exceso a lo anecdótico, para salir al encuentro de una pintura de paisaje moderno, dentro de un realismo renovador, en cuyo seno se generó una iconografía propia, identificada con los escenarios naturales de la historia [1].
Ello no evitó la continuidad de ciertas concepciones pictóricas que, como la de Gustavo de Maeztu, siguieron representando la España eterna, según un concepto épico de la historia, que aceptaba unos patrones románticos (horizontes quebrados por ruinas de viejos castillos o iglesias, arquetípicos animales-símbolo de la energía vital de la patria), como valores absolutos que defender en ese reencuentro consigo mismo de los naturales del país.
En la revalorización del paisaje, a escala nacional, un factor importante fue la Generación del Noventa y Ocho, cuyos miembros trataron de detectar la esencia de España -la «intrahistoria de Unamuno, la «microhistoria» de Azorín- a través del conocimiento de la historia silenciosa, en el contacto directo de la tierra, de los pueblos y de las gentes de clase llana. Los Noventayochistas nos hablarán de descubrir el «alma» de este paisaje más allá de su apariencia física. El «alma» es la secreta voz interior de los objetos y de los ambientes [2].
La entrada de influencias estilísticas exteriores -desde París a Bilbao o Barcelona- puso en discusión también la defensa de lo «castizo» frente a lo «exótico», de lo que derivaron ciertas polémicas entre imágenes tradicionales y modernas. El hecho también afectó a Navarra, ya que Andrés Larraga, Inocencio García Asarta y Javier Ciga habían acudido a formarse en París. Destacados miembros de la Comisión Provincial de Monumentos, como Iturralde y Suit y Campión o personas de prestigio cultural como Zubiri, condenaron con energía la modernidad pictórica [3].
Castiza o no, la pintura navarra permanecerá muy tradicional, en el sentido de desconocer casi por completo los lenguajes propuestos por las Vanguardias, hasta fines de la década 1960-1970, momento en que testimoniará la realidad del crecimiento urbano de Pamplona, el choque de las barriadas nacientes con la Pamplona imperturbable del pasado, en una suerte de realismo crítico social, de actualidad internacional, que revalorizará nuevamente el paisaje.
En los últimos años, junto a un paisajismo naturalista de firme implantación, otro sector de artistas, que se interesan en la introspección, evadiéndose de la realidad física, vislumbran nuevas realidades soñadas a modo de paisajes espirituales, en los que parecen aflorar de modo inconsciente las sensaciones percibidas en su entorno.
Es muy posible, también, que en la nueva sensibilidad hacia el paisaje que hoy sentimos, hayan tenido que ver las guerras del siglo XX. Ya se ha observado que tras los conflictos armados se genera una actitud contemplativa en los seres humanos, un afán de reposo favorable al disfrute del paisajismo, como sucedió en España tras las luchas dinásticas y la guerra con Marruecos. El hecho de que pueda entenderse el paisaje como evasión de los problemas, que no de la realidad, no lo invalida en su propia categoría artística. Es cuestión de dirección. El hombre, ante una situación adversa, puede huir hacia el interior de sí mismo, como dijo Alfred Wols «para ver hay que cerrar los ojos», o puede volver sus ojos abiertos hacia la naturaleza en todo su protagonismo y esplendor.
Como acabamos de leer, algo de todo esto se puede observar en Navarra.
¿Cuáles son los lugares representados?. ¿Hay diversas formas de ver la naturaleza?. ¿Cómo son estas miradas?.
Vamos a escribir sobre ello.
Ciertos ámbitos para la contemplación
Para considerar adecuadamente el paisajismo navarro de los dos últimos siglos, es preciso delimitar los ámbitos escogidos por los pintores para llevar a cabo su ejercicio creativo.
En primer lugar, el campo abierto.
Se ha dicho que Navarra es una síntesis geográfica de España y crisol de culturas. Desde un ángulo estético esto tiene su importancia, ya que, gracias a lo primero, se producen alteraciones climáticas estacionales que generan variaciones de luz y de color, que se constituyen en argumentos para llevar a la tela. Desde el Pirineo a las Bardenas, la naturaleza presenta infinitos aspectos. Los emplazamientos de los pueblos permiten adoptar puntos de vista que desvelan su carácter a menudo pintoresco, lleno de cualidades plásticas, modelado por lentos años de historia, a lo largo de los cuales el cierzo ha dado color a las piedras y la actividad humana los ha hecho habitables con sus arquitecturas y monumentos.
Los ríos definen cursos que son verdaderos itinerarios estéticos para los pintores. El Baztán-Bidasoa, el Arga, el Ega y el Ebro, en su discurrir, ofrecen a la mirada sensitiva de los creadores recodos de belleza desapercibida, escarpes poblados de vegetación o dulces remansos de agua reflectante.
Para descubrir en un paisaje sus más íntimos secretos hay que amarlo, lo que exige un previo conocimiento. Hay pintores que han sucumbido al hechizo de su llamada y de este encuentro sentimental han surgido representaciones cuya intensidad les ha dado una categoría fuera del tiempo, de un alcance universal, que invitan a conocer y a amar Navarra a través, ya no sólo de la naturaleza misma, sino del «imaginario» que de ella nos aportan los creadores plásticos. Porque el paisaje pictórico es capaz de tener vida propia. De superar la bidimensionalidad del marco para erigirse en un espacio salvado para el arte.
Hasta hace unos años, al decir de Uranga, se consideraban bellos únicamente aquellos paisajes donde el verde dominaba -como Baztán, Roncal, Aralar…- sedantes ante todo, y se rehuía la tierra seca, pelada, áspera, «donde el sol quema y la luz mortifica», de la Bardena [4]. Para pintar estos paisajes es preciso amarlos con intensidad y así desvelar sus matices.
El Valle de Baztán y la Regata del Bidasoa constituyen ámbitos de especial preferencia para los pintores. Su peculiar estética se debe a la apacibilidad del medio, a su luz delicada, al carácter de sus casas y bordas en compenetración con el paisaje, a la humedad que dificulta la percepción del color y de la línea, a su vegetación, a la aún estimable virginidad de su paisaje, en suma a su belleza humilde hecha de matices y sensaciones.
La naturaleza, aquí, ha sido una amiga desafiante. El medio que ha amparado el riesgo y la aventura del contrabando, que ha protegido la vida «oculta» de sus gentes, pero, a cambio, ha exigido someter con el trabajo su relieve montuoso, desde un hábitat disperso y la autonomía del caserío. Esta atadura a la naturaleza ha hecho del natural un amante de los árboles y del aire libre, donde desarrolla sus danzas y deportes. «Nuestra escuela es la naturaleza -ha contestado el pintor veratarra Larramendi- una naturaleza grandiosa» [5].
Y de aquí al Pirineo montañoso, dominio de las perspectivas y de las ilusiones ópticas. Ambiente sobrecogedor que es preciso armonizar con detalles menores -una ermita, unas ovejas…- para huir del vacío de las cumbres y dar la impresión de espacios incontaminados, de incómodos verdes y lejanías gris azuladas.
La ciudad de Estella es otro de los escenarios paisajísticos, definido por Juaristi como romance en piedra vieja y aguafuerte de bulto, con sus decoraciones de ruinas, claustros severos o elegantes, calles tortuosas y un fondo de montañas peladas [6].
Pamplona y su Cuenca, rodeada de pequeños pueblos (Gazólaz, Cizur, Arazuri…), lamida por los meandros del río Arga, con sus viejos molinos y choperas, el rincón de la Catedral, el Portal de Francia, el Palacio de Capitanía, sus callejuelas (la Campana…), jardines y vericuetos. La ciudad de provincias amurallada, pequeño escenario para ejercicios pictóricos emocionados.
Sobrepasando la Zona Media se halla la Ribera, el último de los ámbitos paisajísticos de nuestros pintores. La feraz y soleada ribera del Ebro, campos de tierras amarillentas, de horizontes ilimitados y de poderosa fuerza. Calles intrincadas de Tudela con sabor a moro y judío.
Otro ámbito naturalístico es aquél que sitúa el paisaje como entorno de las actividades humanas, queridas por nuestros pintores, tanto para referirse al medio propio de las costumbres tradicionales (el trabajo, las fiestas de carnaval, el galanteo de los jóvenes, el mercado, la llegada del Viático…), vistas de un modo reposado y aún idílico, como para destacar la agresión de la profunda civilización moderna sobre la ciudad y los pueblos, que sufren la emigración de los últimos Sesenta y quedan abandonados a su suerte.
Desde esta consideración cabe añadir a las anteriores una tercera vía caracterizada por la huida de la realidad hacia un paisaje soñado, imaginado o recordado, es decir, como refugio o evasión hacia un mundo mejor. Se trata, en este caso, de representar un paisaje anímico, de dimensión diferente a los anteriores, que proclama de forma enigmática la necesidad de radicarse en la tierra para recuperar una humanidad perdida.
Hay, pues, diversas maneras de enfocar la naturaleza. Unos pintores la observan con intención de representar sus más íntimos secretos, descubriendo poesía allá donde, incluso a veces, no hay mas que aparente monotonía. Otros la someten a su subjetividad con ánimo de expresar ideas preexistentes en sus conciencias y hasta se convierte, para según quienes, en materia de especulación.
Nos detendremos, ahora, en analizar el sentido de algunas de estas miradas.
Los paisajistas de campo abierto
El paisajismo pictórico empieza a configurarse en Navarra con Iturralde y Suit, García Asarta y Zubiri, representantes de una visión romántica llena de claroscuros, de dibujo consistente, pincelada fina y suave melancolía. Paisajistas bastante inmunes a la orientación impresionista, pese a haber ampliado estudios en París. Su campo de observación fue, como antes se decía, «el paisaje vasconavarro». Huyeron de dar una imagen «exótica», es decir afrancesada, para ofrecer una visión casticista de nuestra tierra.
Juan Iturralde y Suit (Pamplona 1840-Barcelona 1909) buscó comunicar la impresión de realidad «corregida» en favor de la verdad, que, según Campión, estaba en él muy lejos del naturalismo, el cual «falseaba líneas, colores y formas» [7]. Entre sus acuarelas y dibujos hubo una voluntad de documentar la historia, apuntando monumentos de las estaciones dolménicas navarras.
Inocencio García Asarta (Gastiain 1861-Bilbao 1921) se sintió atraído por el paisaje montuoso pirenaico, analizado en perspectiva, bien compuesto, con suave gradiente de luz hacia la lejanía y claroscuro en primer término, de acuerdo a su formación escolástica española, aunque con una ambivalencia entre clásica y moderna que no le abandonaría tras su viaje a París en 1890. Su visión de Bertizarana («Paisaje de Reparacea») goza de su peculiar punto de vista, más bucólico que airelibrista, si lo hemos de comparar con el modelo de los posteriores pintores de la zona.
Enrique Zubiri y Gortari (Valcarlos 1868-Pamplona 1943) nos da una visión amable del norte navarro (Valcarlos, Baztán-Bidasoa, Aralar, Basaburúa, Ulzama, Erro…), donde la composición intenta sorprender con naturalidad el campo montaraz, de una manera realista, no exenta de un sentimiento poético. Representa los pueblos acostados en el monte y los rincones de la vieja Pamplona (el patio de la Cámara de Comptos…) envueltos en una suave luz, sin la presencia del hombre, en toda su serena humildad [8].
Francisco Sánchez Moreno, Nicolás Esparza, Millán Mendía y Enrique Zudaire prolongan en el tiempo esta manera de ver las afueras de nuestras poblaciones, el encanto de lo ordinario penetrado de sentimiento.
Pero, sin duda, el pintor que con mayor intensidad ha mirado el paisaje de nuestra tierra ha sido Basiano.
Jesús Basiano
Jesús Basiano Martínez (Murchante 1889-Pamplona 1966) tuvo de niño una premonición de su posterior entrega al paisaje. Contando siete años, en su pueblo natal, fue enviado al monte para pasear un borriquillo. Mientras aquél pasteaba subió a una altura donde quedó absorto contemplando el panorama de campos. Caía la tarde y el sol, oculto en el horizonte infinito, teñía el cielo de un rojo de fuego, mientras en la llanura los buitres dibujaban en su vuelo círculos perfectos. Incapaz de soportar la intensidad de aquella expresión de la naturaleza, huyó hasta su casa, donde recibió la regañina consiguiente por haber abandonado el animal a su suerte [9]. Fue tal su unión con la naturaleza que en la Sierra de Loarre, cuentan sus biógrafos, contemplando la embocadura del valle en toda su inmensidad, tuvo una sensación de éxtasis, «algo extraño que penetró en su sensibilidad y en su arte, que no olvidó nunca» [10].
Sin antecedentes artísticos familiares, sus antepasados fueron arrieros y agricultores, poseía un temperamento ambivalente capaz de brusquedades, muy sincero, a lo ribero, y de una sensible finura, educada tanto por su maestro levantino Pla como por Regoyos, a través de quien hereda el sentimiento naturalista de la Pintura Vasca. Antes de establecerse en Pamplona, en que su pintura se vuelve más recia, su sensibilidad paisajística se había desarrollado en Durango y Bilbao, donde maduran sus dotes especiales para la observación del natural, siempre contemplado al aire libre. Así que su norma sería la de reflejar fielmente la realidad en toda su variedad y extensión. Y, trasladado a Pamplona en 1925, el paisaje navarro centrará su actitud vocacional hacia la pintura.
No fue tanto un paisajista de la Ribera como de la Montaña y de la Zona Media, en particular de Pamplona. Desde la atalaya de su estudio de la Catedral, pinta el Paseo de Ronda y el Redín, las murallas con todos sus vericuetos y hasta con nieve, el perfil de las torres de la iglesia de San Cernin, y todo el conjunto visto en lontananza desde la ripa de Beloso, tomando, como lo hacían sus amigos fotógrafos, los chopos de la Magdalena orillando el Arga, San Cristóbal y, al fondo, los montes de la Barranca.
Las orillas del Arga le cautivan y a ellas volverá una y otra vez como un Monet apasionado por el agua remansada. Representa vistas del Molino de Ciganda, de las casas de Curtidores, de la Magdalena otra vez, de la Rochapea con el Puente de San Pedro, plasmando series de frondosas arboledas inclinadas sobre el lecho del río, amparando islotes, dejando entrever el perfil lejano de la ciudad entre la bruma de los húmedos sotos. Ambientes de primavera, de otoño, de invierno. Verdes, ocres o agrisados. A una hora determinada. Con una luz fugitiva, imprecisa, difícil siempre de apresar.
Su ansiedad constante fue la luz. Muruzábal distingue en su pintura tantas luces como colores. Cargadas luces invernales, luces radiantes de verano, luces tamizadas de primavera, reflejos sobre el agua. Cielos diáfanos o con cúmulos de nubes.
Todos los experimentos cromáticos cupieron también en sus lienzos. Unas veces supo ver los colores ardientes del sur de Navarra, otras, con azules o grises, tomó el tono a brumas y nieves. Amarillos, rojos y verdes son usados por él para construir volúmenes de fuerte expresión. Su técnica de pincelada minuciosa capta fugacidades asombrosas. Porque, nuevamente con esa ambivalencia de carácter, Basiano sabe adaptar el modelo, la técnica y su subjetividad al fin propuesto.
Junto a los temas pamploneses, la subyugante variedad de Navarra llamó su atención, sumando a su repertorio paisajístico, ya en parte descrito, la ciudad de Estella y sus alrededores (las ruinas de Santo Domingo, las iglesias de San Pedro y San Miguel, el Puente del Azucarero, la Plaza de los Fueros…); Yesa y su contorno; Burguete; la Peña Ezcaurre, sobre Isaba, y los puentes de Sorauren, de Barañain y de tantos paisajes solitarios, tan bien recortados como profundos.
Basiano fue pintor de tierras, pero también, y en cualificado porcentaje, de aguas. «Los ríos que aparecen en sus cuadros…, suelen ser el pretexto ideal para captar el paisaje del entorno», ha dejado escrito su biógrafo [11]. No deja de ser cierta esta observación en lo que se refiere a los paisajes de profundo horizonte, pero en otros el agua encalmada protagoniza absolutamente el espacio pictórico. «Catedral sobre el agua» (1940-1945), «Curtidores» (1935-1940) o «Rochapea» (1926) son algunos ejemplos para estimar en alto grado que en el espejo del agua se dan un reverberar luminoso y un juego de espacios virtuales de monetiana seducción .
Los ambientes paisajísticos donde Basiano ensaya sus anotaciones impresionistas sobre el agua son el Arga, a su paso por la Rochapea, y el Ega, junto a la desaparecida fábrica de curtidores, en Estella. En estos, y en otros casos, siempre se trata de naturalezas en lenta evolución temporal, aunque el pintor sabe transmitir otras sensaciones de vida agitada (la salida de las Peñas por la calle Espoz y Mina de Pamplona, el mercado de los jueves en la Plaza de los Fueros de Estella) o de clima invernal frío y ventoso («Arboles por Cizur Mayor», 1954). Sin embargo, la imagen de sus paisajes es dulcemente apacible, sus cielos desconocen las tormentas, sus pueblos viven de espaldas a la agitación moderna. Son tan armoniosos y sus casas con sabor tan antiguo, que ello dio pié a Salaberri para advertir un abandono del pintor a la idea de que las cosas fueron antes mejores [12]. Pero Basiano no fue contrario al progreso. En sus cuadros representa los tendidos telefónicos y los automóviles de la ciudad, pinta naves industriales, fraguas y chimeneas humeantes o canteras en explotación, mas advierte siempre en estos temas motivos positivamente estéticos. Es una imagen de la Navarra urbana y rural en transición, pero con caracteres de permanencia.
Para Muruzábal, Basiano educó el sentimiento de los navarros hacia el paisaje de su propia tierra. Colaboró a difundir entre todos nosotros una cierta imagen de nuestro paisaje tradicional. Esa imagen que define, según Manterola, un estilo «basianista» de fuerte implantación en la Navarra posterior, cuyas características son naturalismo, decorativismo, realismo y apego a lo tradicional. Pintura comprensible, alimento para los sentidos y de gozosa contemplación [13]. Por ello, y con razón, a Basiano se le ha llamado «el pintor de Navarra». Uranga concluye que a través de su sinceridad se refleja la personalidad, el alma y la esencia del sentir y modo de ser del navarro [14].
Los paisajistas del 1900
Agrupamos bajo este nombre a una serie de pintores nacidos en la primera década del siglo XX que, con mayor o menor dedicación al paisajismo, tuvieron en común el ir a fijarse en lugares desapercibidos de nuestros pueblos o de la capital provinciana de Pamplona, antes del desarrollo urbano de las últimas décadas. Su actitud es de humildad y amor al terruño, por ello su visión es serena y está teñida de una suave melancolía, producto quizás de la transformación de usos y costumbres que ya se anuncia.
Antonio Cabasés Muñoz (Pamplona 1900-1984), recibe seguramente su inclinación al paisajismo de su profesor Millán Mendía, quien a su vez lo heredara de Inocencio García Asarta. Cabasés ve Navarra, y principalmente los rincones de su ciudad natal (el río Arga, las huertas de la Rochapea, las murallas, la Catedral…), con aguda mirada de naturalista y aliento poético. Sus vistas de Pamplona, pintadas al aire libre, bien compuestas y de amplia perspectiva, presentan cielos cambiantes y luces pasajeras, con una paleta blanda, de equilibrados valores.
Julio Briñol Maíz (Buenos Aires 1902-Madrid 1944), como alumno de Ciga que fue, mantuvo siempre una admiración por el realismo de la pintura barroca española, en la versión asimilada por Ignacio Zuloaga. Su serena actitud, unida a su visión del natural tan matizada, le recondujeron a la pintura de paisaje sin encasillarse en el género, tan cultivado por él, del retrato, al que le ligaba el clasicismo. Gracias a ello, Briñol se decidió a pintar el Baztán con una técnica más libre y descubriendo en este valle una luz más franca que era de su predilección, por haberla apreciado en la Sierra de Guadarrama.
El pintor aibarés Crispín Martínez Pérez (Aibar 1903-Tafalla 1957), retratista, y de calidad, como Briñol, se sintió atraído hacia la pintura de paisaje por el amor al propio terruño. Sus paisajes se circunscriben al entorno Aibar-Sangüesa y son de una ruralidad genuina, como «La Plaza de la Virgen» (1932) de su pueblo natal . Ha escrito Ruiz Oyaga que supo arrancar la entraña secreta de las piedras de nuestras foces y el misterio callado de nuestros pueblos. Los tojos de Lumbier y las calles de Aibar cobran en sus cuadros la expresión de un super realismo, que se apoya en composiciones arriesgadas y juegos de luz valientes [15].
Pedro Lozano de Sotés (Pamplona 1907-1985) representó el paisaje rural de Navarra visto como un escenario de composición efectista, a la que propendía por su experiencia de muralista y diseñador de telones teatrales. Los tipos genuinos se asocian con frecuencia a los ambientes que recrea y que están documentados en el sitio, con la conciencia clara de su durabilidad amenazada.
El estilo de Sotés es realista, clásico, pero fuerte y atrevido, de ajustado cromatismo, como lo ponen de manifiesto sus paisajes de la Montaña y de la Ribera navarras, de pueblos, callejuelas o campos, donde queda el detalle histórico de la mula o el carro como exponentes de la vida tradicional que desaparece. Sus paisajes esenciales, de luz contrastada, sirven de fondo a tradiciones populares rescatadas por medio de gráficas imágenes : el carnaval de Lanz, el zampantzar de Ituren o la romería a San Miguel de Aralar representan la fusión del carácter sobrio de la tierra y sus moradores.
Emilio Sánchez Cayuela Gutxi (Pamplona 1907-1993) es el último eslabón en esta cadena de paisajistas de principios de siglo. «Gutxi», equivalente en vasco a algo frágil y ligero, se atrevió, pese a su pequeñez física, con la pintura mural. Había sido alumno del escultor Arcaya y, más tarde, del pintor Daniel Vázquez Díaz, de quienes toma el valor del volumen, el necesario equilibrio de masas y la importancia de la composición, llevados tanto al gran formato como a la pintura de caballete, de la que una parte importante son paisajes.
En el paisajismo de Gutxi está presente la sensibilidad cromática de su maestro Vázquez Díaz. A los grises del vasco-andaluz añade el dulce sentimiento, la ingenuidad y el lirismo propios, en una versión geometrizada de la naturaleza no sometida a la dureza de la línea. La luz inunda sus imágenes tan apacibles como espirituales, que se ven envueltas en una atmósfera intemporal, de la que a veces participan las figuras que las recorren. La Pamplona amurallada, las riberas del Arga, la Ulzama o los pueblos de la Montaña constituyen las referencias geográficas de la idílica tierra que él siente.
Dos pintores de la Regata del Bidasoa. Larramendi y Garralda
La naturaleza en toda su jocundidad reaparece en la pintura de dos creadores que apenas nacen separados por unos kilómetros de distancia : Juan Larramendi y Elías Garralda.
Juan Larramendi Arburúa (Vera de Bidasoa, 1917), llega a la pintura por consejo de Ricardo Baroja y, por circunstancias de la vida, tiene que marchar a Venezuela, donde le conmociona la luz del trópico. La nostalgia del terruño le impulsa a volver en 1969, y él, que había heredado de su padre, el poeta Ignacio de Larramendi, el sentimiento por el paisaje, al reencontrar la luminosidad de su niñez, fugitiva entre la envoltura del aire húmedo, la lluvia cadenciosa y sutil, y el humilde verdor de los campos regados por el Bidasoa, se interesa definitivamente por el paisaje como género pictórico absoluto.
Esto explica por qué su pintura se centra en el ambiente de Vera, Lesaca y el río Bidasoa. Aunque, enamorado del campo bravío, también se ha inclinado por la montaña majestuosa, el Pirineo navarro en torno a los pueblos de Isaba y Roncal. Y su sencillo espíritu se ha sublimado ante las florecillas de los parterres de los Jardines de Pamplona. O entre las arboledas de las Murallas. Su paisaje, ha escrito Marrodán, es sosegado e intemporal[ 16].
Los temas que inspiran a este pintor contemplativo son el monte pleno de vegetación que circunda el Bidasoa, placentero o con breves cascadas, espejeante y misterioso. Es la masa rocosa que muestra en su desnudez grietas y cárcavas, que forma desfiladero sobre el riachuelo o domina pueblos pirenaicos apretujados contra la iglesia. Campos ondulados surcados por senderos que recorren mujeres y niños tomados de la mano o viandantes con bastón y paraguas. Extensiones que salpican árboles espontáneos, otras veces alineados formando choperas y bosques de robles bajo diferentes estados de luz, árboles frutales modestos, que el pintor observa en diferentes estaciones.
Pinta los pueblos en el conjunto paisajístico, mostrando la peculiaridad de sus asentamientos, su silueta airosa que desafía las más prepotentes de las montañas. No desdeña, sin embargo, las callejuelas encharcadas, entristecidas por un invierno que parece interminable. Y de los pueblos va a fijarse en las ermitas, en los cementerios, en las iglesias, en los puentes que salvan el río, en los paseos bajo el arbolado y, en general, en los lugares desapercibidos de un medio agrícola nada grandilocuente, sino al revés, íntimo, sensorial, lírico.
Su pintura es un canto a la vida que induce a una cierta ensoñación, entre triste y romántica, de algo que se nos va.
Rafael Manzano parece justificar la vocación paisajística de Elías Garralda Alzugaray (Lesaca, 1926), en el universo mágico de su infancia, junto al río Onín y bajo las Peñas de Aya, en medio de una naturaleza encantada y sana, de un paisaje eglógico, con cresterías montañosas, libre, de amplios horizontes [17].
Entre sus primeros recuerdos infantiles está de nuevo la naturaleza. Establecida su familia en Biarritz, contando catorce años, solía acompañar a su padre, profesor de educación física, desde Biarritz a Bayona, atravesando paisajes bellísimos y pictóricos, donde se columbraba a lo lejos la enorme pupila serena del lago de Chiberta.
A sus dieciséis años se matricula en la Escuela de Artes y Oficios de Olot, capital del impresionismo afrancesado llevado por Vayreda y Berga, y esto será decisivo para practicar en el futuro una pintura al aire libre en la comarca gerundense de la Garrotxa, atravesada por el río Fluviá, paisaje húmedo y boscoso como el de su Bidasoa natal.
Decidido a no perder sus raíces, durante los veranos o en exploraciones bien programadas, Garralda regresa a su tierra originaria para pintar los paisajes de la Cuenca del Baztán-Bidasoa : desde el monte Autza al Larún, desde Zugarramurdi a Vera, atravesando Bértizarana, llegando a Lesaca y Santesteban. Saltando hacia Burguete y Roncesvalles. Yendo al encuentro de los valles montuosos de Aézcoa, Salazar y Roncal.
Con el «temblor de su alma», como escribe Vila Cinca [18], y una pincelada pastosa, bien fundida, Garralda define una imagen pictórica característica : un espacio circundado por muros pétreos, con los valles en la parte inferior del cuadro y, sobre la crestería de los montes, las nubes en toda su majestuosidad. Se trata de un paisaje húmedo, animado por las aguas vivas de los ríos, con un incomparable fondo pirenaico.
Orografía y red fluvial son dos constantes dominantes. La tercera es el espeso arbolado, silente y en contraluz, de cuyo entorno emana una vaporosa niebla. El pintor ama la naturaleza en su plenitud y soledad. Sus paisajes reflejan un mundo incontaminado y rural. Como Constable confesaba a Manet : «yo persigo la luz, el rocío, la fronda, la frescura». Como los «barbizonianos» que pintaban a las orillas del Sena. Como Daubigny, que navegaba el Oise. Garralda confesó en cierta ocasión que le hubiera gustado ser como un caracol, tan grande es su predilección por la verde naturaleza.
La Ribera del Ebro. Muñoz Sola
Opuesto al ambiente húmedo que hemos descrito, la Ribera de Navarra ha constituido una escuela espontánea de paisajistas, que han inspirado sus cuadros a la vera del anchuroso cauce del Ebro, bajo el sol implacable de la Bardena, en la agrícola Mejana o entre las callejas tudelanas.
El primero de los paisajistas ribereños es Miguel Pérez Torres (Tudela 1894-Pamplona 1951), que muda su paleta con asombrosa adaptabilidad, ya que de los austeros, lineales y densos paisajes tudelanos salta a los de la ciudad de Pamplona, que son instantáneos y aún efectistas, lo que no es de extrañar porque «por prescripción facultativa» fue enviado por su médico a serenar el ánimo al Valle de Baztán, y allí, ante la belleza de aquella naturaleza, terminó haciéndose pintor [19].
Pérez Torres no hizo sino abrir una senda frecuentadísima desde entonces por los pintores. José María Monguilot (Tudela, 1915) gusta de adentrarse por las callejuelas urbanas de Tudela, como escribió Larrambebere, en busca de las fachadas pintadas por el tiempo y por un sol rotundo [20]. A estos rincones añade su predilección por la esteparia Bardena y por los árboles, en fin, por el paisaje salpicado de ermitas, unas veces abrupto, otras espacioso y extrañamente íntimo.
Antonio Loperena Eseverri (Arguedas, 1922) es un artista integral modelado por la misma naturaleza. Inicialmente pastor, luego escultor y ahora pintor, su ámbito representativo es Tudela y la Bardena, casi siempre animadas por figuras humanas y animales ocupadas en tareas agrícolas.
Monet recordaba de su maestro Boudin: «no ha de ser un detalle lo que impresione de un cuadro, sino todo el conjunto» . Cuando el tema provoca emoción, se logra transformar la realidad objetiva en realidad aparente por medio de una consciente deformación. Se logra así transcender la presencia real de las cosas y entonces se recurre al color para expresar esa difícil armonía entre lo subjetivo y lo objetivo.
Esta vivencia del color se da entre los pintores Rafael Del Real (Tudela, 1932), Carlos García Charela (Tudela, 1952), Pilar García Escribano (Murchante, 1942) y la cirbonera Beatriz Chivite «Arbeiz». Incluso afecta a pintores visitantes de estos parajes como Isidro López Murias.
Todos ellos parten de una apasionada entrega a la naturaleza, que les permite descubrir en ella su belleza soterrada. Su mirada es esencial, quiere decir esto que renuncia a lo anecdótico que pueda presentar este paisaje, para ir a fijarse en el color y la luz característicos de la zona. Su expresión se apoya en un cromatismo intenso de azules, amarillos, naranjas y ocres. El luminismo es franco y cálido. La resolución plástica entre realista y expresionista, incluso de acento temperamental. Los puntos de vista son los adecuados, por ello la composición de las formas cobra importancia.
Los temas vuelven a repetirse : el amplio escenario bardenero, el anchuroso y reflectante Ebro, los cielos luminosos en contacto con las cepas, los rincones tudelanos tocados de un espíritu rural.
El pintor de los contrastes de la Ribera es César Muñoz Sola (Tudela, 1921). Observador agudo -cualidad que llamó la atención de Bruno Morini-, dotado de una depurada técnica, Muñoz Sola es un pintor campestre profundamente navarro, que, como pocos, ha sabido captar el color y la luz de nuestra tierra. «Sus cuadros son profundos…, sedantes y reconfortantes, tienen además el valor de lo autóctono», ha sentenciado Ollarrra [21].
Su horizonte pictórico está formado por la ciudad vieja de Tudela y su puente sobre el Ebro, la Mejana fértil, los sotos del río, los Montes de Cierzo y la Bardena. Es el entorno ciudadano y paisajístico que conoció desde la niñez.
Después de haber pintado gran parte de los ríos de Navarra (el Arga, el Cidacos, el Irati o el Aragón), el pintor vuelve en su madurez vital al río Ebro, quizás por el contraste con el secarral violento de la Bardena. Ha descubierto entre sus recodos y aguas remansadas finezas atmosféricas inéditas hasta entonces. Ha pintado con emoción su versatilidad . Sabe que en las primaveras se encuentra un río distinto, con entrantes, balsas, recodos y aguas que se estancan entre la maleza seca que arrastra las riadas y el verde nuevo de las orillas. Sorprende al Ebro entre los sotos del Ramalete, de los Tetones, de Vergara o en la Mejanica de la Mosquera [22].
El pintor explica así su atracción por el paisaje bardenero : «En la Bardena hay una gran variedad de contrastes de luz y color ; lo difícil está en saberlos ver… Hay muchos tonos y matices que van cambiando en el transcurso del día… Para saber ver los paisajes de un lugar… ayuda el frecuentarlos o el estar encariñado con ellos» [23].
Muñoz Sola nos da una visión completa e intensa de la Bardena. Desde la Umbría de la Negra define el escenario de este paisaje subdesértico de la Navarra sureña, con la sucesión en lejanía de cabezos y laderas descarnadas ; caminos serpenteantes entre chozas y corrales ; balsas y cauces secos de torrenteras ; farallones de tierra erosionados por el viento y, en fuerte contraste solar, el ruinoso castillo de Peñaflor en lo alto. Mas, junto a la aparente desolación del lugar, pueden verse en sus pinturas escenas cotidianas de repetición secular, como el regreso de las ovejas al aprisco, vigiladas por el pastor montañés, la torada pastando o los buitres posados en el observatorio del Balcón de Pilatos. Los trigales salpicados de amapolas son mecidos por el viento. Mientras, en el cielo, los densos cúmulos anuncian una tormenta.
El paisajismo sustancial de Ascunce, Retana y Lasterra
En las décadas de 1940 y 1950, coincidiendo con el impulso que recibe el género paisajístico en Castilla, inician su carrera los pintores José María Ascunce Elía (Beasain 1923-Pamplona 1991), Florentino Fernández de Retana Martínez de Zabarte (Vitoria, 1924) y Jesús Lasterra González de Orduña (Madrid 1931-Pamplona 1994). Con el paso del tiempo, su pintura vendrá a sumarse al deseo, latente desde el Noventa y Ocho, de redescubrir la realidad española. El paisaje entendido no sólo como un medio para describir pura y simplemente la realidad física sino la sustancia interna de las cosas, partiendo de un respeto profundo a la intimidad oculta de nuestras tierras. El punto de vista que venían practicando los pintores mesetarios -Ortega Muñoz, Palencia, Díaz Caneja- que trataban de encontrar la esencia del país entre los olivares y laderas castellanas.
El paisaje de los tres pintores navarros tiene unas características semejantes. Representan ambientes rurales o agrestes, incluso rincones urbanos, que no han sufrido ninguna alteración por el paso de los años. Sienten por ellos una suerte de nostalgia romántica que les une a ese medio de forma espiritual [24]. En ellos se palpa la soledad, aunque no están deshumanizados, pues las casas se imaginan habitadas. Se les ha querido dar el carácter, la esencia y hasta el sabor de la tierra. De suyo estos paisajes son «terrosos» por la abundante pasta de color que en ellos se emplea. Las formas -edificios o montes- están construidas con un dibujo vigoroso, son de composición armoniosa y de luces contrastadas, con el fin de dar una expresión severa de la realidad, temperamental y sincera.
Ascunce ha sabido encontrar el latido de los pueblos con historia, evitando dar una imagen tecnificada de la ciudad [25]. Tanto en los núcleos arquitectónicos como en las tierras desnudas que pinta, campea la grandiosidad de la naturaleza con todo su misterio. «Para mí -ha escrito el paisajista- pintar es un acto ritual, casi religioso. Aprehender el color y el sabor del paisaje, esto es, su intimidad» [26].
Los paisajes sintetizados de Fernández de Retana se centran principalmente en Estella y sus alrededores, el Ega, los montes cercanos, las iglesias, Pamplona y otros parajes rurales, donde puede dar libertad a un instinto creador que dirige la espátula para definir netas estructuras, sin embargo capaces de apresar reflejos o efectos de la naturaleza fugaces.
Colorista de fuertes contrastes lumínicos, sin duda que por haber sido un consumado aguafortista, Lasterra ha sabido adaptarse a todos los ambientes navarros posibles, siempre dotados de grandeza, como demostró en su serie dedicada a representar el Camino de Santiago, que fue comentada de esta forma por Larrambebere : «Supo verter a la tela una Navarra plena de contrastes, densa y sombría unas veces, trepidante de luz otras, bañada en ocasiones por el sereno cromatismo del crepúsculo, henchida de vegetación aquí, cubierta allá por el frígido y albo manto del invierno, y siempre con el contrapunto de entrañables y añejas reliquias arquitectónicas» [27].
Como sus compañeros de generación, Lasterra se sintió atraído por la ciudad de Pamplona, que exploraba caballete al hombro, para sorprender con sus pinceles las huertas de la Magdalena, Errotazar, los molinos abandonados del Arga y tantos lugares inadvertidos, para -como dejó escrito Iriberri- dejar testimonio de sus profundos cambios urbanísticos [28].
El paisajismo baztanés. Sus precursores Ciga y Echenique
El paisajismo baztanés es, quizás, el modelo más constante, desde que diera sus primeros pasos con Ciga y Echenique hasta hoy, en que el grupo de pintores vive un momento de esplendor compenetrado en torno a las figuras de José María Apecechea y Ana Marín. Las causas de este fenómeno son complejas, pero se pueden señalar la extrema sensibilidad naturalista de los moradores de este valle, su serena belleza incontaminada, el liberalismo de sus gentes, que les lleva a aceptarse con respeto, y, además, en el terreno de la pintura, la influencia de estilos afrancesados (desde el impresionismo al «fauvismo» pasando por las corrientes llamadas postimpresionistas), condicionados por una visión directa del natural, que los pintores han sabido compartir desde los orígenes de esta práctica paisajística en el valle [29].
Javier Ciga Echandi (Pamplona,1877-1960) estuvo unido al valle de Baztán por lazos familiares y afectivos. En 1912, recibiendo clases de su maestro Garnelo, le trajo a Navarra para enseñarle las montañas de su tierra. Ya en París, durante su ampliación de estudios, la Guerra del 14 le obligaría a volver a su tierra, pero no le importó, porque compensaba «laborar por nuestra Basconia» [30].
Su amor a lo propio se refleja en la pintura de tipos y costumbres representados con la naturaleza como fondo, y, en grado máximo, a través de sus paisajes de la Navarra rural y de la ciudad de Pamplona, donde va a vivir largos años dedicado a la enseñanza artística. Estos sentimientos se explican en el ambiente post-romántico de su época, que inclinaba hacia el realismo pictórico, fundamentado en una impecable técnica compositiva, dominio de la perspectiva, luz , y color definidores de la forma y del espacio, como evidencian sus paisajes.
En los rurales, el escenario preferido es el Baztán, aunque no rehúsa pintar en Roncesvalles, Arce y Roncal. Representa las montañas, la verde vegetación, los riachuelos, los bosques, los blancos caseríos y cuidados pueblos, en un ambiente atmosférico y luminoso definido con realismo minucioso unas veces, otras con recursos puntuales al impresionismo o a la pintura constructiva de Cézanne, pero siempre con un sentido profundo de la observación.
Ciga combina las masas del cielo con la tierra y el agua para traducir una sensación visual única, que transmita la serenidad que conviene a sus apacibles escenas costumbristas (la llegada del Viático a la aldea, el pastor embozado que apacienta el rebaño…), de una vida arcádica.
La visión de Francisco Echenique Anchorena (Elizondo, 1880-1948) se dirige al entorno más próximo de Elizondo, los pueblos de Garzaín, Lecároz y Elvetea. Respeta su carácter con verdadero escrúpulo. Es el suyo un paisaje montaraz, de pueblos campesinos, caseríos dispersos y caminos. Suave unas veces y otras bravío. Rocas y árboles se suceden a lo largo del río vivificador, cobijando en sus umbrías al jovenzuelo torrente alegre y saltarín, rizado, efervescente, destelleante de luces. Con humildad inocente, que el propio campo reclama, pinta silenciosos paisajes, carentes de figura humana, pero en el mosaico de pueblecillos y bordas no existe la soledad.
De su identificación con la naturaleza dan idea sus «Apuntes vascos del Baztán», aguatintas que sirven de documento a una forma de construir y embellecer exteriormente la casa de aquél valle. Echenique pone especial cuidado en situarla en su medio físico, sea en soledad, en su misterio, en las inmediaciones de la iglesia, o en el pueblo agrícola, como centro de la vida material del hombre -con sus huertas, ropas tendidas, carros y árboles frutales- tomándolas desde ángulos que permitan relacionarlas con los campos, bajo un cielo cambiante. Queda definido, así, el valor que tradicionalmente tiene la casa en la mentalidad del navarro montañés.
Los continuadores de este paisajismo en la posguerra y hasta nuestros días participan del mismo espíritu -«la pintura es una transmisión de sentimientos», ha declarado Ana Marín [31]-, aunque su manifestación plástica busque la expresividad en el marco de las tendencias postimpresionistas (valor constructivo del plano de color, densidad y temperatura del color).
En Juan María Apecechea Fagoaga (Errazu, 1920), la emoción ante el paisaje está más controlada. De suyo emplea un geometrismo definidor de los planos (apreciable también en la pintura de Kepa Arizmendi), pero en su obra reciente los límites de estos planos han sido desbordados por el color, convertido en el transmisor de las sensaciones ante un natural que se siente de manera cada vez más conmovedora..
Los temas, sin embargo, en unos y otros son comunes. Los molinos en el recodo del río o los pueblecitos en perspectiva son característicos de Apecechea. En la pintura de Ana Mari Marín Gutiérrez (Elizondo, 1933), predominan los grandes planos de montes, con las aldeas acostadas en sus laderas, o bien las casas semitapadas por los árboles, la vegetación, en fin todo lo que confiere ternura al carácter virginal de este valle. La visión de Ana Marín idealiza el paisaje para protegerlo del peligro de la civilización actual, por eso se aproxima a él en actitud amorosa y de la realidad queda la emoción aislada ante un detalle observado, que es lo que finalmente se erige en el tema del cuadro. Sin embargo, no hay falsedad, hay una selección optimista de los motivos. Por eso su pintura tiene siempre un tono de viveza, transmitido por pinceladas envolventes de color amarillo- violeta.
Imbuluzqueta llama a Jesús Montes Iribarren (Irún, 1940), «el pintor de la gente campesina, de los animales y de la vida del campo» [32]. De todos los pintores baztaneses -Montes se afinca en Ciga antes de 1970-, es quizá el que ha sentido una atracción más dispersa por el paisaje. Ha pintado en Ibiza, Andalucía y, ya en Navarra, en Urroz de Santesteban, en Baztán y en San Martín de Unx. Tierras interesantes sobre las que elaborar paisajes de denso y apasionado cromatismo.
Son características sus ventanas abiertas al campo luminoso, que descubren el aroma de la naturaleza en perspectiva, donde a veces se cuela la luz crepuscular de sus nocturnos. Lejos del Baztán, la Navarra media se encrespa en sus tierras de cabezos encadenados, difícil realidad a poetizar si la comparamos con los verdes prados del norte.
Ana María Urmeneta, Kepa Arizmendi, Tomás Sobrino, Xabier Soubelet…mantienen hoy la vigencia de esta manera de sentir el paisaje baztanés.
Otras miradas
En los últimos lustros es cuantiosa la producción pictórica orientada a representar la pura vegetación, los rincones de la ciudad de Pamplona -que se revelan como inagotable fuente de inspiración-, los pueblos diseminados por nuestros valles y otras versiones más densas de color, que muestran desde todos los ángulos posibles la visión de la naturaleza.
Ya que nos hemos referido al verde paisaje baztanés, aludiremos a varios pintores que ponen toda su atención en las arboledas.
Inés Zudaire Morrás las prefiere en su mudanza otoñal dentro de la Navarra media y María Jesús Arbizu Senosiain (1941) dirige sus ojos a la masa forestal que deja entrever en la espesura casas misteriosas. El paisaje de Marisa Mauleón Orzaiz (1949) lo envuelve una atmósfera de sosiego. Unas veces opta por representarlo sin figuras humanas y con espirituales horizontes profundos que dan la impresión de infinitud. Más frecuente, sin embargo, es que dirija su atención a los hayedos del norte. Como Constable o Corot se da en ella una especie de arrebatamiento ante los árboles, que los compone con estudiada profundidad, tratando las cortezas de sus troncos como paisajes de expresiva textura.
Los discípulos de Larramendi, Juan Carlos Olaechea y Amador Lanz, tienen una emocional visión del color y de la luz, dirigida hacia los atardeceres de la cuenca del río Bidasoa. Caserías y árboles proyectan sus cuerpos en el espejo remansado y el curso del río se pierde, en sus lienzos, entre encendidas masas de vegetación.
Miguel Javier Urmeneta (1915-1988), Javier Viscarret (1929), Rafael Ubani (1932), son representativos también del paisajismo de estas zonas boscosas de Navarra.
Algunos pintores prefieren la densidad cromática para expresar la fuerza de los paisajes elegidos.
Jaime y Javier Basiano Martínez (nacidos en Pamplona en 1943 y 1946), comparten con su padre, el renombrado paisajista, el gusto por el aire libre y la fidelidad visual, además del generoso empaste de color. Salaberri ha escrito acertadas observaciones acerca de su mundo característico [33]. La luz de los cuadros de Jaime tiene como una veladura húmeda, están siempre llenos de vegetación, son lugares donde el agua no falta, cercanos a la montaña o las montañas mismas. Las casas que aparecen suelen ser antiguas, cargadas de historia, en algunos casos abandonadas ya y con la huella del tiempo en sus piedras descubiertas. Pueblos del Pirineo encontrados en la curiosidad de lo recóndito y sin ninguna presencia de la civilización actual, a los que le gustaría ir a vivir una vez recuperados.
La pintura de Javier Basiano, continúa, nace de una impresión emocional. Es una pintura de intimidades desinteresada por la moderna ciudad, lejos de su tensión. Le gusta la huella del tiempo que humaniza, que pone historia y nombre a las cosas, que llena todo de resonancias entrañables y se renueva en cada evocación, como la factura fresca y ligera de sus cuadros.
La luminosa impresión atmosférica es la nota vibratoria dominante en los paisajes riberos de Gloria María Ferrer (1936), que se materializan con sustanciosas capas de color, de manera semejante a como sienten las tierras, casas y callejas Carlos Ciganda y Ángel Sanz García.
También persiste, como hemos dicho, la mirada al paisaje tradicional, entre campestre y urbano de Pamplona. Sus representantes más caracterizados son Narciso Rota (1926), los hermanos Cía Iribarren (Ignacio, 1933; y Santiago, 1948), Arturo Gracia, José María González Salvatierra y Pedro Martín Balda (1920), pintor de vistas luminosas de la ciudad, con espacios sutilmente compuestos, limpio color y voluntad documentalista de fotógrafo. En ellos la definición del volumen va acompañada de matices sensitivos de color según la óptica impresionista. De todos los rincones urbanos, los preferidos son los meandros del Arga, que se prestan como ningún otro lugar a la fusión del color, con la luz y el aire.
Podrían ser numerosas las referencias a paisajistas atraídos por el candor de los pueblos navarros, pero condensamos todos ellos en la persona de José María Arce, ya que su pintura determina un mundo particular. El paisaje de Arce se caracteriza por un dibujo seguro al servicio del equilibrio entre las masas, su perspectiva espacial y el uso de una luz diáfana que enfría suavemente el colorido. Sus paisajes de Villava o de Estella, de este modo, puestos en contacto con el agua dormida de los ríos, serenan el espíritu del contemplador.
¿Y qué aportan al paisajismo de campo abierto los pintores que, no habiendo nacido en Navarra, se establecen en nuestra tierra?. Pues el aragonés Julio Pablo (Julio Pablo Pérez García, 1948), el romanticismo de sus bosques solitarios, que parecen no adscribirse a ninguna geografía en particular, pintados en el crepúsculo del día. Los castellanos, con sus ojos acostumbrados a una naturaleza espaciosa y de contrastada luz, la pulcritud exacta del acabado técnico en Gregorio Paton Fernández (1928) y la alegría del color desbordante de Josefina Alvarez Soriano. Si la visión del primero es tan humilde como los rincones escondidos que pinta, los espacios resecos de Josefina, transcendidos por un vitalista colorido, recuerdan cierta veta pictórica ribera más expresionista que intimista [34].
El paisaje como entorno de las actividades humanas
Hasta ahora hemos descrito algunas miradas de pintores referidas a la naturaleza como objeto estético y hemos comprobado su asombro ante ella. La naturaleza sentida como un espacio virginal, lenitivo del espíritu, como algo que se ama porque se presiente el peligro de incontrolada transformación que acecha y a la que se idealiza incluso a causa de este amor, que le resta defectos conscientemente.
Pero otra faceta de la naturaleza, en la pintura navarra, es la de servir de cobijo a las actividades humanas. El paisaje no sólo aparece como entorno que rodea las apacibles costumbres de la Montaña (caso de las pinturas Ciga o de Sánchez Cayuela) o las diversiones cíclicas de nuestras gentes (el carnaval, por ejemplo, tan bien descrito en los dibujos de Lozano de Sotés o de Lasterra y, más modernamente, en las pinturas de Francisca Zuriguel).
El paisaje, además, puede llegar a plantear -y de hecho lo hace- la cuestión de la habitabilidad de ese mismo entorno. ¿Está nuestro medio ambiente en condiciones de asegurar una vida realmente satisfactoria para el hombre?.
Contemplando los apuntes de las cuadernos de campo de Julio Caro Baroja (Madrid, 1914-Vera de Bidasoa, 1995) se intuye que no. Porque en la misma raíz de la intencionalidad de estos dibujos hay una conciencia de cambio del propio entorno. Los dibujos de Caro Baroja van dirigidos a «documentar» una realidad que desaparece, o se va a ver seriamente alterada, en Navarra. Las casas de nuestros pueblos, las fachadas añosas de nuestras ciudades, los antiguos palacios, todas aquellas estructuras que fueron habitadas durante siglos y que se edificaron sobre sólidos conceptos arquitectónicos, que fueron honra de los hidalgos, todo este mundo está en peligro, por lo que es preciso anotar sus características por medio de atentos dibujos sobre el terreno.
El progreso material de Navarra en los años sesenta y setenta de nuestro siglo, volvió a plantear -con mayor crudeza aún- el tema del desarrollo especulador de las ciudades. Los movimientos «Escuela de Pamplona» y «Pamplona Ciudad» surgieron en este momento para testimoniar esa progresiva pérdida de la identidad física tradicional de nuestro entorno urbano, con claro ánimo de denuncia. Las grúas, las máquinas de asfaltar, los nuevos edificios en serie -de cemento y perfil geométrico- se anteponen, en los cuadros de este momento, a perennes arquitecturas que ahora se ven degradadas por ese burdo contraste. El deseo de verdad que mueve a estos pintores les lleva a objetivar la representación y a empobrecer el colorido, que se dispone por medio de grandes planos estáticos.
El choque entre lo nuevo naciente y lo tradicional en proceso de destrucción está presente en el paisaje urbano de Pello Azqueta, de Mariano Royo, de Pedro Salaberri o en los paisajes rurales de Xabier Morrás (porque el hombre emigra a la ciudad desarraigándose de los hogares de sus pueblos).
Recuerda Ignacio Aranaz cómo este grupo de pintores se iba a las afueras de Pamplona a pintar casas semiderruidas, postes de la luz y mucha ropa tendida entre el humo de las fábricas, las vías del tren y un campo en el que no se cultivaban más que ortigas [35].
La ciudad es algo que «amenaza» a los personajes de José Antonio Eslava Urra (Pamplona, 1936), que subraya su soledad trágica, como ha escrito Salaberri, pese al equilibrio clásico que el pintor trata de infundirles [36]. En su «Desnudo en la ciudad» (1995), una muchacha que simboliza la Belleza se halla acurrucada en el suelo, cohibida ante la cristalera de un comercio urbano, sugerido por manchas densas de color.
Por esa conciencia de que la ciudad, en su peor faceta de hondonada gris donde vence el griterío de los que la hacen insufrible, puede llevar al hombre a la más completa infelicidad, Eslava prefiere representar porciones de la naturaleza armoniosas. Concibe muchos de sus paisajes (de la Magdalena de Pamplona, de unas rastrojeras o simples trigales) como espacios inundados por la luz, decididamente optimistas, poéticos y hasta ingenuamente deliciosos en algunos de sus detalles, que invitan al sosiego del alma.
La preocupación por el entorno urbano también aparece en la pintura de Emilio Matute (1951), pero con un planteamiento más conceptual. Partiendo de los edificios terminados o en fase de construcción (Pamplona, Barañain), plantea un discurso interno de «entender la ciudad», porque «una ciudad es nuestro mundo» [37]. A esta temática añade un montaje conceptual, un montón de arena, que es el elemento cimentador de la ciudad a la vez que su forma evoca la naturaleza.
Los jóvenes pintores navarros sienten la inquietud de la gran ciudad, quizá por ello su lenguaje figurativo va tornándose abstracto. Asunción Goikoetxea (1962) huye al espacio natural ante el doble sentimiento de fascinación/espanto por el hábitat humano moderno. Emilio Zurita (1956) centra su análisis en los «desastres» del siglo XX, que simboliza -imitando a Goya- en el desguace de automóviles, fase terminal de la superproducción industrial de nuestra época.
Las visiones de Echauri y Morrás
Las miradas de Miguel Ángel Echauri (1927) y de Xabier Morrás (1943) se dirigen a la tierra, desviándose del cemento urbano, aunque su recuerdo aflora en el inconsciente. De la pintura de ambos se desprende un silencio que es presentimiento de muerte. El hombre está colocado frente a su destino, aunque la figura humana pudiera incluso no representarse.
Los pueblos ruinosos de Echauri tienen, quizás, un carácter más intemporal, pese a estar seguramente inspirados en los desolados navarros del siglo XX. Son pueblos abandonados, desmoronándose, solitarios, vistos en perspectiva o contemplados desde el interior de las habitaciones de sus casas, filtrándose por el hueco de una puerta la luz del atardecer, la hora en que el día muere. Las escasas figuras femeninas que aparecen son ancianas. El paso del tiempo concentra aquí su desgaste inevitable. Nada puede hacer la civilización por impedirlo [38].
Los paisajes de los pueblos de Morrás están perfectamente localizados en la geografía rural. Aparentemente carecen de la intencionalidad cósmica de los de Echauri, pero pueden transcender de su casuística determinada para plantear una meditación sobre el destino humano.
Morrás, que pasó su niñez en Tierra Estella, ve con sentido trágico la evolución hacia la destrucción de los pueblos, la pérdida de identidad, la emigración a las ciudades, la invasión de las modas exteriores, el avance del materialismo, ante el olvido e insensibilidad de la mayoría. Esto le llevó a cultivar un realismo crítico en pintura y , en su vida privada, a hundir sus raíces en los pueblos, reacondicionando viejos caseríos. «Todo un mundo de forma y de color, y de materiales, y de espacios, todo un símbolo de la riqueza creativa de nuestro pueblo desaparece…Me gustaría que mi obra fuese simplemente la aportación honrada de otra imagen de nuestra sociedad…ante el cruce de culturas que es la sociedad actual», ha confesado [39].
Para demostrarlo, Morrás envuelve en un intenso claroscuro los iconos de su visión particular : las casas solitarias, los tejados derrumbados, los postes de luz caídos, los rostros y las manos de viejos labradores de Ujué, Lácar o Zabaldica, sus pobres mulas y bueyes, las chapas del Nitrato de Chile y otros tantos objetos herrumbrosos testimonio de un pasado cuya muerte oprime el ánimo. Los colores ocres y el recurso a la serigrafía, acentuado su efecto por montaje de objetos reales, dan patetismo a unas escenas que son la cruz de otros paisajes consoladores, a los que ya nos hemos referido.
El paisaje como evasión de la realidad
Partiendo de lo explicado es comprensible que, para ciertos pintores, el paisajismo se convierta en una manera de evadirse de la realidad. Una realidad que no gusta en sus términos materiales o bien una realidad que se desea ver a través de un fino tamiz, el de la propia subjetividad. Así que podemos identificar otro género de paisaje -un paisaje soñado, imaginado o recordado- que no se puede considerar en términos artísticos como «real», sino que está fantaseado, aunque se inspire en el entorno natural donde se desenvuelve la vida del pintor. Todas estas representaciones coinciden en valorar el paisaje como un refugio protector, ante unas circunstancias que no son del todo complacientes.
Una muestra de este tipo de reacción lo constituye la pintura de Isabel Peralta Rubí «Isa» (1921). Sirviéndose de unas referencias estéticas precisas -los montes de la Ulzama, las vertientes de Valdizarbe y los alrededores de Pamplona- configura unas imágenes entrañables por su candoroso optimismo. Alumbra naturalezas -ha escrito Martín-Cruz- esplendorosas de luz y de color, con niños, con animales y plantas gozosos por su simple existencia [40].
Otras manifestaciones añaden a la visión de la naturaleza un matiz de serenidad. En estos paisajes, sin presencia humana, hay soledad, más una envoltura luminosa que los sitúa en apariencia lejos de la dimensión temporal de la Tierra. Así sucede en las pinturas de Isabel Ibáñez Izquierdo (1946) y de Patxi Idoate Osácar (1944), que se caracterizan por sintetizar, por medio de grandes planos, sus emociones íntimas ante la contemplación del paisaje. Alfredo Díaz de Cerio Martínez de Espronceda (Mendavia, 1941), al pintar paisajes de la Rochapea pamplonesa, les dota de un halo metafísico que los cristaliza en el tiempo [41].
Pero, sin duda, las orientaciones más representativas de esta manera de ver, y sentir, la naturaleza, corresponden a Pedro Salaberri Zunzarren (Pamplona, 1947) y Juan José Aquerreta Maestu (Pamplona, 1946).
El sentimiento en Salaberri
Tras abandonar la experiencia de grupo en la «Escuela de Pamplona” [42], Pedro Salaberri orienta sus pasos más decididamente hacia el paisaje.
Su temática se centra en los campos y la ciudad. En los paisajes campestres representa las aguas cristalinas de la Montaña o las piezas cultivadas, con uniforme geometría, cielos nubosos y extensos, de la Ribera (series «De la Orilla Clara» y «De la Tierra Llana»). Los paisajes urbanos se contraponen a los anteriores, pues la ciudad crece con intenciones y genera un espectáculo de arquitecturas, movimiento y luz que él llama la «ciudad megalítica». Le interesan los barrios nuevos, abigarrados por bloques de viviendas y con ventanales repetitivos, antepuestos a un cinturón de montañas oscuras. Pero en esta ciudad, reconoce Salaberri, es donde está la vida, donde los seres queridos le permiten a uno reencontrarse consigo mismo [43].
Se trata de espacios adaptados a la necesidad de vivir tranquilo. «No me inhibo de la realidad, quiero dar poesía y belleza a la vida…, quiero que mis cuadros tengan magia para notar la vida más intensamente y comunicárselo a la gente», declaró en cierta ocasión a la periodista [44]. Son espacios soñados, pintados con una sensibilidad oriental, con fino colorido y reposados. Su paisaje es abierto, oxigenado, libre de impurezas, bello e inmaterial. Pero, evidentemente, responde a un ideal de la naturaleza.
La espiritualidad en Aquerreta
Los paisajes de Juan José Aquerreta, como los de Salaberri, parten de la contemplación del medio en directo y su intención última es idealizar ese paisaje situándolo fuera del tiempo, al fundir objetos y aire por medio de una pincelada atomizada, que distribuye armoniosamente el colorido.
Zugaza la denomina «fusión a lo divino», porque su causa no es la mera emoción sino el enamoramiento espiritual que busca la comunicación con lo sublime [45]. Es un contemplativo. Su mirada inocente evoca el misticismo de Fra Angelico, ya que busca en la naturaleza su estado más puro, la verdad, en un difícil equilibrio entre lo naturalista y lo racionalista. Este objetivo no se puede alcanzar sino es con una pintura de pequeño formato, que recoja fragmentos incontaminados de ella a distintas horas y momentos. Y, así, va a fijarse en el paisaje más humilde de su ciudad (el camino de la Estación, las traseras del Tenis…), que a fuerza de insistencia pictórica le obliga a depurar la mirada frente al mundo. Y de esta forma se aproxima con mayor lucidez a la belleza.
El paisaje mental, hecho de recuerdos
Cuando en la década de 1910 Wassily Kandinsky rompió con la naturaleza, a la que había mirado como «fauvista», se puede decir que franqueó el mundo de la mente para pintar, a partir de entonces, paisajes espirituales que denominó «no objetivos». Las convulsiones políticas de la época, seguidas de la Primera Guerra Mundial, habían logrado enemistar al hombre con su medio natural, al convertirlo en escenario de los odios. La Segunda Guerra Mundial acentuó este proceso. Al hombre ya no le estuvo permitido reconciliarse con la naturaleza, que ofrecía una faz hostil.
Durante décadas, el arte moderno vivió desconcertado por este abandono. Fue necesario el paso del informalismo, de la abstracción post-pictórica y del conceptualismo, para que el artista sintiese de nuevo hambre de naturaleza, aunque en las formas siguiese dependiendo de la herencia estilística recibida.
No se puede decir que Navarra quedara aislada de este proceso. Entre nosotros, un grupo de pintores de la última generación se convenció de que en la naturaleza se hallaba una referencia estable para dar sentido o credibilidad a la creación plástica.
Mayormente expresionistas, con un grado de abstracción formal variable, estos pintores emplean el color de una manera emocional y hasta instintiva. En unos, el paisaje vivido se deja ver en la nebulosa de sus indagaciones pictóricas, mientras que en otros, aún no habiendo referencias físicas al mismo, resuenan sus cualidades -la serenidad, la armonía, el claroscuro…- entre las veladuras de color, de tal modo que se presiente una especie de paisaje allá en el interior del espíritu. Así es como algunos pintores buscan apaciguar su ánimo.
Fernando Iriarte, en su pintura, trata de definir estructuras ordenadoras del caos de los colores que fluyen de su paleta al lienzo, de manera impremeditada. Del magma cromático parece deducirse, finalmente, una intención -evocar el valle de la Ulzama-, «ese paisaje silencioso donde está todo lo que ha estado siempre». Es lo que permite decir a Víctor Prieto que sus óleos llevan la emoción de la vieja naturaleza que nos confiere identidad propia [46].
Tal suerte de paisajismo, recreado en la mente a partir de vivencias, se detecta en los cromatismos de Carlos Ciriza y de Santiago García Sánchez, así como en las «interiorizaciones» de sensaciones ante el natural de Mariasun Garde, María José Eceolaza y José Manuel Vicente.
Esto en lo que se refiere a las sugerencias paisajísticas a través del color y de la luz. Pero también hay evocaciones del paisaje de procedencia del pintor en otras resoluciones de carácter figurativo reconocible. En la pintura de María José Recalde, las escenas cotidianas se entremezclan con recuerdos de su pueblo Dicastillo. Lo mismo sucede con Sagrario San Martín y Enériz, en tanto que Asunción Goikoetxea mira hacia los bosques de la Barranca -ella es de Bacaicoa- pintados fotográficamente bajo una lámina de plástico retractilado, que le sirve de elemento distanciador para jugar con la dimensión espacio-temporal, el recuerdo y la memoria, sin por ello ignorar las raíces naturales propias.
La visión épica del paisaje: Maeztu
Y llegamos así al punto final de nuestro estudio : el paisaje considerado como un símbolo, compuesto arbitrariamente para exaltar unas ideas, que, en el caso de Gustavo de Maeztu y Whitney (Vitoria 1887-Estella 1947), el representante más cualificado de la pintura navarra en este aspecto, se han tomado de la historia gloriosa de España. Pero la mirada de Maeztu no se detiene en las grandes gestas, sino en el paisaje, con sus vestigios arqueológicos del pasado, sus tipos populares y hasta sus animales u objetos de trabajo, en cuya capacidad para rehacer el prestigio perdido de la patria cree.
Semejante temática le exigió ser un inventor, convertirse en un escenógrafo muralista, en un exuberante narrador, en un claroscurista lleno de efecto y en un hábil colorista que esculpía con los pinceles y exageraba el dibujo para ser original. Y era también un sabio compositor de escenas, donde se fundían en el paisaje sus arquetipos humanos con pueblos de antigua prosapia, amurallados o con la iglesia en lo alto, con el afán de mostrar en síntesis la esencia de su tierra, eso que su hermano Ramiro llamaba «regenerar el aliento del orgullo nacional» [47]. En suma, Gustavo buscó adaptar su iconografía a una visión épica de España, y también de Navarra.
Maeztu desdeñaba la realidad, nos dice José María Iribarren [48]. Era un idealista que pintaba con el cerebro a partir de dibujos del natural, pero en el retiro del estudio era donde cobraban vida sus machos y toros casi totémicos, sus majas enigmáticas o sus paisajes de cielo verde-anaranjado o cárdeno que daban una imagen dramatizada -«espléndida, áspera y patética» escribe Iribarren- del país.
Tras instalarse en Estella, corría el año 1936, y quedar prendado por esta ciudad tan llena de color y de aire romántico, el interés de Maeztu se dirigió a descubrir las señas de identidad de Navarra, cuya simbiosis entre Montaña y Ribera ya había representado en las paredes del salón de sesiones de la Diputación Foral.
Entonces recorrió en bicicleta los pueblos de Bearin, Murieta, Viana…, las Améscoas, el valle de Lana, donde ejerció de arqueólogo ocasional para concluir, con el Príncipe de Viana, de que entre aquellos valles nació la monarquía navarra. Imaginó al requeté valeroso recortando su figura ante la cruz de piedra y los escarpes de Montejurra. Se inspiró en Estella, su río, sus iglesias, sus llanos, sus crepúsculos y alrededores.
Desde su particular visión de la Navarra histórica y tradicional, que pareció concebir como la reserva de los valores eternos, compuso paisajes grandiosos de contrastada luz en el cielo, bajo cuya bóveda discurría la vida apacible de los labradores y sus caballerías de recia estampa, con el anchuroso río en el medio y al fondo la torre, testigo mudo de un pasado determinante.
Conclusión
La importancia del paisajismo es, pues, algo demostrado, como también su incidencia en la formación de unas imágenes -en este caso pictóricas- que trasladan la impronta de Navarra a los hogares y allende sus fronteras.
Esta importancia en el número de practicantes y en la variedad de las visiones detectadas, se debe al amor por la tierra. Es un sentimiento por lo que Navarra es : una porción de la naturaleza llena de contrastes, sin excesiva contaminación ambiental, con una peculiar historia que ha dejado huella en el poblamiento, con un carácter. Un amor a Navarra a través de sus pueblos, de sus valles, de sus montes, sus ríos, sus bosques, sus cielos, sus colores, su verdor y su aridez.
A lo largo y ancho de este paisaje ha discurrido la historia silenciosa de Navarra y tanto su envoltura como el secreto de su alma es lo que los paisajistas han tratado de captar con la mirada, de tal modo que sus pinturas se han convertido en imágenes potenciadoras de ese sentimiento generalizado hacia la tierra.
El paisajismo pictórico ha fomentado la identidad propia. Ha aportado tranquilidad, ensoñación y humanidad a nuestras vidas. Y cuando contuvo la crítica propuso reflexiones eficaces a los espectadores, ya que el paisaje tiene la virtud de su proximidad. En suma, ha educado el sentimiento a la naturaleza dando a Navarra una identidad plástica que refuerza la personalidad colectiva.
No se puede sostener, por tanto, que los paisajistas sean pintores sin compromiso social, cultivadores de un mero ejercicio de entretenimiento. Muchas de las miradas descritas implican una intencionalidad moral, incluso elevan hacia categorías absolutas, adquiriendo tintes difícilmente superables.
Las imágenes plásticas del paisaje navarro llevan en sí mismas la preocupación por la transformación cultural que Navarra experimenta en las décadas 1950-1970, y que la pintura manifiesta abiertamente -ya lo hemos comprobado- de varias maneras : al obstinarse en mantener una imagen reposada de nuestros campos o ciudades, como si se quisieran salvaguardar las señas tradicionales de identidad colectiva ante la amenaza de futuros cambios imprevisibles (dentro de lo que hemos llamado «paisajismo a campo abierto»); o al desear dejar constancia de dichos cambios en esta transición cultural crítica, como si se tratase de un documentalismo bienintencionado (recordemos a los pintores de la «Escuela de Pamplona»); y, también, al entregarse a ensoñaciones personales que tienen el cariz de la huida o del apremiante enraizamiento en un mundo mejor.
Un aspecto interesante revelado por el análisis de la pintura navarra contemporánea es el de la asombrosa comunicabilidad de los pintores con la naturaleza, que además de explicarse por razones afectivas, pueda entenderse por una cuestión de pudor. Al navarro le cuesta exteriorizar sus sentimientos y la pintura de paisaje exige una íntima relación con la tierra, si se desea profundizar en su esencia. Esto puede explicar el respeto a la intimidad de la naturaleza que tiene nuestro paisajismo.
Notas
[1] De esto derivará, como ha escrito Carmen Pena, no ya una afirmación de la identidad física y cultural de los diferentes territorios, sino la conformación de una «identidad plástica» (PENA, C. Pintura de paisaje e ideología. La Generación del Noventa y Ocho. Madrid, 1983. Cit. en Centro y periferia en la modernización de la Pintura Española 1880-1918. Ministerio de Cultura, Madrid, 1993. P. 21).
[2] Ver MAINER, J.C. “La invención estética de las periferias”, en Centro y periferia en la modernización de la Pintura Española (op. cit.), p. 32.
[3] En 1914, su Vicepresidente Iturralde escribió duras palabras contra los impresionistas impregnados del «exotismo» francés, y, para Campión, el naturalismo envilecía el arte. Pero, todavía en 1943, el escritor, crítico y pintor Enrique Zubiri y Gortari, por defender el academicismo y la pintura de historia de la segunda mitad del XIX («la época gloriosa de la Pintura Española de todos los tiempos»), condenaba sin paliativos la pintura contemporánea, degradante de los valores pictóricos como el dibujo y la composición (Ver ZUBIAUR CARREÑO, F.J. “Iturralde y Suit y el Museo Provincial de Arte y Antigüedades, orientaciones museográficas y crítica del arte moderno”, Príncipe de Viana«, Pamplona, 1993, anejo 15, pp. 643-645; ITURRALDE Y SUIT J. Obras completas. Imprenta y Librería de J. García, Pamplona, 1912. Tomo I, prólogo de Arturo Campión; ZUBIRI, E. “La pintura contemporánea”, El Pensamiento Navarro, Pamplona, 9 de Mayo de 1943).
[4] URANGA, J.J. -MUÑOZ SOLA, C. Bardenas Reales. Paisajes y relatos. Caja de Ahorros Municipal de Pamplona, Pamplona, 1990. Cap. «Un paisaje desnudo», p. 26.
[5] Ver ORIA RUBIO, B.-TIBERIO, F.J. “Baztán-Bidasoa. Escuela en la naturaleza”, Revista Navarra de Arte, B.O. Ediciones, Pamplona, 1995, núm. 5, p. 19. Sobre el paisaje de Baztán consultar MARIN, A. M.-IMBULUZQUETA, G.-SANTAMARÍA, L. Baztán. Caja de Ahorros Municipal de Pamplona, Pamplona, 1993. Introducción de Salvador Martín Cruz.
[6] JUARISTI, V. Los caminos de Navarra. Gobierno de Navarra, Pamplona, s.a., p. 17.
[7] Campión en el prólogo a las Obras completas de D. Juan Iturralde y Suit. Vol. I. Cuentos, leyendas y descripciones eúskaras, Op. cit.
[8] Ver GARCÍA ESTEBAN, J. “Enrique Zubiri, pintor nacido hace 116 años en Valcarlos”, Diario de Navarra, Pamplona, 22 de septiembre de 1984 ; SANZ, R.M. Enrique Zubiri, Museo de Navarra, Pamplona, 1987; ZUBIAUR CARREÑO, F.J. “Zubiri y Gortari, Enrique”, GRAN ENCICLOPEDIA NAVARRA, CAN, Pamplona, 1990, XI, 542-543.
[9] Ver LARRAMBEBERE ARBELOA, J. “Artistas navarros. En el estudio de Basiano”, Pregón, Pamplona, 1947, IV, 12.
[10] URANGA, J.J. prólogo a MURUZÁBAL DEL SOLAR, J.M. Basiano, el pintor de Navarra. CAMP, Pamplona, 1989, p. 9; SALABERRI, P. “Jesús Basiano, la claridad de una mirada”, en V.V.A.A. “Basiano”, Panorama, núm. 14. Gobierno de Navarra, Pamplona, 1990. P. 15.
[11] MURUZÁBAL DEL SOLAR, J.M. Basiano, el pintor de Navarra , Op. Cit. p.75.
[12] SALABERRI, P. “Jesús Basiano, la claridad de una mirada”, op.cit., p. 13.
[13] MANTEROLA ARMISEN, P. “El paisaje y la mirada”, en Pintura navarra en torno al río. Mancomunidad de la Comarca de Pamplona, Pamplona, 1987. S.p.
[14] OLLARRA [José Javier Uranga]. “Basiano, nuestro pintor foral”, Diario de Navarra, Pamplona, 24 de marzo de 1966.
[15] Ver RUIZ OYAGA, J. “Crispín Martínez”, Diario de Navarra, Pamplona, 20 de agosto de 1957; PAREDES GIRALDO, M.C. Crispín Martínez, Museo de Navarra, Pamplona, 1988.
[16] MARRODÁN, M.A. Juan Larramendi, el mensajero de la naturaleza. Galerías Echeberría y Castelló, Madrid-San Sebastián, 1993. P.5. Ver también ZUBIAUR CARREÑO, F.J. “El paisajista de Vera Juan Larramendi”. Boletín de Estudios del Bidasoa, Irún, 1991, núm. 9, pp. 203-216; y Edorta KORTADI en Deia, San Sebastián, 20 de Octubre de 1988.
[17] MANZANO, R. E. Garralda. (Ed. del autor), (Barcelona), 1985.
[18] Tomado de MANZANO, R. E. Garralda. Op. cit. p. 52.
[19] Ver IRIBARREN, J.M. “Miguel Pérez Torres, pintor tudelano”, Pregón, Pamplona, 1965; MANTEROLA, P. “Miguel Pérez Torres. La ausencia de espíritu de superación”, Pintores navarros, CAMP, Pamplona, 1981, tomo I, 112-121; PAREDES GIRALDO, M.C. Miguel Pérez Torres (1894-1951), Museo de Navarra, Pamplona, 1988; ZUBIAUR CARREÑO, F.J. “Pérez Torres, Miguel”, GRAN ENCICLOPEDIA NAVARRA, CAN, Pamplona, 1990, tomo IX, p. 115.
[20] LARRAMBEBERE, J.A. Salas de arte. Caja de Ahorros municipal de Pamplona. Ciclo 1966-1967. Pamplona, 1966.
[21] OLLARRA [José Javier Uranga]. César Muñoz Sola. Tomás Muñoz Asensio. CAMP, Pamplona, 1991.
[22] OLLARRA [José Javier Uranga]. César Muñoz Sola. CAMP, Pamplona, 1995.
[23] MUÑOZ SOLA, C. “La atracción de la Bardena”, en URANGA, J.J.-MUÑOZ SOLA, C. Bardenas Reales. Paisajes y relatos. CAMP, Pamplona, 1990. Pp. 9-10.
[24] MANTEROLA, P.-SALABERRI, P. Arte navarro actual (pintura y escultura). Edición de los autores, Pamplona, 1982. P. 17.
[25] LARRAMBEBERE, J.A. Caja de Ahorros Municipal de Pamplona. Galerías de Arte. Ciclo 1964-1965. CAMP, Pamplona, 1965; MANTEROLA, P.-SALABERRI, P. Arte navarro actual… op. cit. P. 8.
[26] Cit. por José Antonio Larrambebere, “Ascunce: sabor, color, originalidad”. En José María Ascunce (1923-1991). Muestra antológica. Museo de Navarra, Pamplona, 1994.
[27] LARRAMBEBERE, J.A. “El paisaje navarro en la pintura de Lasterra”, Cuadernos de Arte núm. 203, Publicaciones Españolas, Pamplona, 1965; IDEM. Exposiciones en Caja de Ahorros Municipal de Pamplona. Ciclo 1965-1966. CAMP, Pamplona, 1966.
[28] IRIBERRI, J.M. “La Pamplona de Lasterra”, Diario de Navarra, Pamplona, 2 de marzo de 1994.
[29] Ciga, durante sus estancias en Baztán, además de tratar a Pérez Torres y Echandi -un pintor guipuzcoano de padres navarros que frecuentaba Elvetea- salía a pintar al campo en compañía de Echenique y su sobrino Apecechea. En la actualidad, estas salidas compartidas se repiten (el grupo está formado por José María Apecechea, Ana Mari Marín, Kepa Arizmendi, Tomás Sobrino, Xabier Soubelet, entre otros, incluyéndose temporalmente el grupo de pintores vizcaíno formado por Fidalgo, Echarte, Aja y Bañales hasta su muerte).
[30] ALEGRÍA GOÑI, C. El pintor J. Ciga. Caja de Ahorros Municipal de Pamplona, Pamplona, 1992. P. 26.
[31] Declaraciones a Cristina Altuna. “Ana María Marín y la pintura decorativa”, Diario de Navarra, Pamplona, 16 de mayo de 1992.
[32] IMBULUZQUETA, G. “Jesús Montes, pintor de la gente campesina, los animales y la vida del campo”, Diario de Navarra, Pamplona, 8 de agosto de 1982.
[33] Pedro Salaberri, en MANTEROLA, P.-SALABERRI, P. Arte navarro actual… op. cit. Pp. 11-12.
[34] Ver estos catálogos y críticas: María Jesús Arbizu Senosiain, Museo de Navarra, Pamplona, 1986; MARTÍN CRUZ, S. “Narciso Rota, el paso desde el mundo artesanal”, en Pintores navarros, CAMP, Pamplona, 1981, tomo II, p. 125 y ss.; Marisa Mauleón. Pinturas, Sala de Cultura del Ayuntamiento de Burlada, Burlada, 1990; RUIZ, F. “Paisajes de Ángel Sanz”, El Pensamiento Navarro, Pamplona, 30 de octubre de 1980; AREOPAGITA, C. Una crónica pintada, Fondo Documental de Artistas Navarros Contemporáneos del Museo de Navarra (texto inédito sobre P. M. Balda); PAREDES GIRALDO, M.C. “Julio Pablo”, Diario de Navarra, Pamplona, 5 de enero de 1995, p. 26; Gregorio Paton, CAMP, Pamplona, 1985; AJA, J.L. Josefina Álvarez Soriano, Iruña Park Hotel, Pamplona, 1990; CRUZ, J.C. Josefina Álvarez: su pintura como paisaje del alma, Hotel Iruña Park, Pamplona, 1990; Exposición de pintura de Josefina Álvarez Soriano, CAMP, Pamplona, 1982 (textos de Luis Borobio).
[35] ARANAZ, I. Mariano Royo, pintor. Ayuntamiento de Pamplona, Pamplona, 1986. P. 14.
[36] Pedro Salaberri en MANTEROLA, P.-SALABERRI, P. Arte navarro actual… op. cit. P. 14.
[37] ANÓNIMO. “La ciudad, una constante en los cuadros de Emilio Matute”, Navarra hoy, Pamplona, 12 de marzo de 1987.
[38] Ver MANTEROLA, P.-SALABERRI, P. Arte navarro actual… op. cit. P. 13; y Rogelio Buendía en VV.AA. Navarra. Fundación Juan March-Noguer, Madrid-Barcelona, 1988. P. 315.
[39] En Xabier Morrás 1968-1987. Lanak. Trabajos. Works. Museo de Bellas Artes de Bilbao, Bilbao, 1987. P. 16.
[40] MARTÍN-CRUZ, S. Pintores navarros. Caja de Ahorros Municipal de Pamplona-Fondo de Estudios y Publicaciones, Pamplona, 1981. Tomo II. P. 67.
[41] «Paisajes recién emergidos del mundo de sus sueños…de tiempos y espacios cristalizados y congelados…». MARTÍN-CRUZ, S. Alfredo Díaz de Cerio, Galería El Punto-Colecciones Iruña, Pamplona, 1994.
[42] Denominación de José María Moreno Galván , que, como toda clasificación escolástica, generó pronto su polémica. Ver MORENO GALVÁN, J.M. “La Escuela de Pamplona”, Triunfo, Madrid, 4 de abril de 1970; CASTAÑO, A. “Arte”. Reseña de literatura, arte y espectáculos, Madrid, 1972 (Diciembre); MARTÍN-CRUZ, S.-MARTÍN LARUMBE, C. Sobre la Escuela de Pamplona. Ayuntamiento de Pamplona, Pamplona, 1995.
[43] Ver MANTEROLA, P.-SALABERRI, P. Arte navarro actual… op. cit. P. 23.
[44] SALDISE, A. “Pedro Salaberri, pintor. Pienso que la pintura y la vida son la misma cosa«, Navarra Hoy, Pamplona, 5 de enero de 1994.
[45] ZUGAZA MIRANDA, M. Juan José Aquerreta. Dibujos. 1961-1994. Bilbao-Bizkaia Kutxa, Bilbao, 1994. Pp. 15-16.
[46] PRIETO, V. De hoy (cinco pintores navarros): Javier Balda, Patxi Ezquieta, Fernando Iriarte, Juliantxo Irujo, Jabier Villarreal. Gobierno de Navarra, Pamplona, 1987
[47] Ver MARTÍN GONZÁLEZ, J.J. “Literatura y pintura en la Generación del Noventa y Ocho”. V Congreso Español de Historia del Arte, Barcelona, noviembre-diciembre de 1984. Pp. 63-67.
[48] IRIBARREN, J.M. “Genio y figura de Gustavo de Maeztu”, en Patio de caballos y otras estampas. Librería General, Pamplona, 1952. Pp. 33-34.