Pedro de Zubiaur es un personaje novelesco del que prácticamente apenas se recuerdan sus hechos, fuera de algunos especialistas que han glosado su figura de manera incompleta.
Intrépido marino, valiente soldado, digno de la confianza de los reyes Felipe II y III de España, que le encomendaron la protección de las comunicaciones marítimas con la Europa del norte, inclusive del Nuevo Mundo con España, le cupo el papel fundamental de abastecer con suministros y refuerzos militares a los tercios españoles destacados en los frentes de guerra. Combatió el corso extranjero con sus mismos procedimientos, rescató cautivos españoles en poder de los ingleses a costa de su fortuna, actuó como agente secreto de la Corona española y protagonizó el posiblemente primer caso de espionaje industrial de la Historia de España.
Fueron reconocidos sus méritos por Felipe II con el nombramiento de Capitán General de una Escuadra de Navíos de la Armada Real del Mar Océano, que tan singulares servicios prestó a España en el Siglo XVI. Pero el tiempo se ha encargado de borrar su nombre, como también lo hizo con el de otros esforzados marinos a los que aludiremos en el presente artículo.
Explicaba el Conde de Polentinos en la publicación de la correspondencia de Pedro de Zubiaur con Felipe II, aparecida en 1946, que fueron “tantos y tan relevantes sus servicios, que pudieran ser asunto de una particular monografía”. Sin ser tan ambicioso como debiera, este sencillo artículo trata de enhebrar los hilos sueltos de los numerosos textos que hablan de su trayectoria.
In honore omnium hominum et mulierum quibus tam praeclarum nomen est
Nacimiento y familia
Pedro de Cenarruzabeitia e Ibargüen (Ibargoen, Ibarguren, Ibayguren) [1] nace en 1540, en la casa solar de Zubiaur de la Puebla de Santo Tomás de Bolívar, en la Ante Iglesia de Santa María de Zenarruza, hoy barrio exento de Markina-Xemein.
Sus padres fueron Teresa de Ibarguren y Martín de Cenarruzabeitia, señor de la casa-solar “infanzona de toda calidad y nobleza de las antiguas del Señorío de Vizcaya” [2], con huerta y manzanal pegada al camino y entrada del puente que conduce a Bolívar, en el mencionado Señorío, a cinco leguas y media de Bilbao (Conde de Polentinos 1912, 631). Familia de mercaderes y maestres de naos dedicada al flete de navíos mercantes. Tuvo un hermano, Juan, que se mantuvo al frente de la casa solar por ser el primogénito en virtud de la costumbre del mayorazgo y casó con Agustina de Aperribay, de Bilbao, de quien tuvo a Juan de Zubiaur, que más tarde habría de acompañar a su tío en su navegación y campañas; a Pedro de Zubiaur, que fue alcalde de Bilbao allá por 1612; y a Agustina de Zubiaur, que casó con Martín de Arana, Caballero del Hábito de Calatrava. A Pedro, el hijo segundo de aquel matrimonio, siguiendo la costumbre en la época, se le conocerá en lo sucesivo por el lugar proveniente de su casa solar de Zubiaur, es decir, como Pedro de Zubiaur, aunque la difícil pronunciación de este topónimo, al formar sus letras vocales un triptongo, hace que se le mencione en la documentación de su tiempo tal como se le llamaría, de diversas maneras: Pedro de Cibiaur, Cubiaur, Çibiaur, Çuuiaur o también de Zubiaur, Çubiaurre o Zubiaurre (que viene a significar lo mismo: delante del puente), aunque él prefería firmar como Pedro de Çubiaur (la c con cedilla equivale a la z vasca de pronunciación silbante).
Se cree que a la edad de 54 años se casó con María Ruiz de Zurco, hija del escribano León de Zurco y de María de Aramburu, de familia con casa solar en Rentería, en Gipuzkoa, y al casamiento llevó varios bienes consistentes en casas y huertas en esta población de tradición marinera renombrada por sus astilleros [3]. Labayru explica que era señora de las casas de Sancho Ierovi, Sanchorena, Escorza-Fernández (hoy Zubiaur) y Mendiola en la universidad de Irún y otras en Rentería (Labayru 1930, 5, 2, 387). Tuvieron tres hijas: Ana, casada con Juan de Astigar, Señor de Astigar; María Ana (Marianina), que murió soltera; y María, que fue esposa de su primo carnal León de Zurco e Irízar, capitán de navío, maestre de campo [4] y gobernador del castillo de Santa Isabel en la villa guipuzcoana de Pasajes, donde se desempeñaba como armador en este puerto “que era el de más consideración del Cantábrico” y próximo a Rentería (Gamón 1930, 363). Pedro de Zubiaur tuvo además dos hijos naturales: Catalina de Zubiaur, que vivió con su tío Juan de Zubiaur; y Pedro, que se crió bajo el amparo de su mujer María Ruiz de Zurco, y que parece había tenido cuando era capitán (Conde de Polentinos 1946, 23). Este hijo natural fue capitán de mar y guerra, casó en Pasajes con Ana de Yarra, natural de Rentería (Gamón 1930, 318) [5]. El que se casara a una edad avanzada para su tiempo era normal en muchos marinos. Era creencia general que los deberes y atenciones familiares estaban en abierta contradicción con las duras exigencias de una agitada vida militar, con abundantes y prolongados períodos de servicio en el mar, por lo que muchos preferían postergar tal decisión de casar hasta un momento en su vida en que consideraban se habían asentado en la profesión (Rodríguez González 2018, 218).
En lo físico era de estatura aventajada por lo que podemos deducir que sus acciones derivaban de un fuerte temperamento (Lacunza 2004, 89) en consonancia con su valor y grandes fuerzas físicas; su talla esbelta es corroborada por el retrato que de él hizo el pintor Aurelio Arteta Errasti en 1928, seguramente después de haberse documentado sobre el personaje, para la Galería de Vizcaínos Ilustres de la Casa de Juntas de Gernika, hoy propiedad de la Diputación Foral de Bizkaia, que sirve de portada a esta publicación, en que lo representa barbado, con su fortaleza física y pose altiva, coraza refulgente, capa y espada a la cintura, y en pie sobre la cubierta de uno de sus barcos ante un fondo de velas henchidas por el viento, encima de las cuales ondea el pabellón del Imperio español [6].
El contexto político de su tiempo
Los años que abarcan la vida de nuestro personaje -1540 / 1605- y en especial desde 1568 cuando inicia su carrera militar en la Armada española, coinciden casi en su totalidad con el reinado de Felipe II, el Rey Prudente, que finaliza en 1598 después de tres décadas de conflicto armado casi permanente debido en gran medida a la vulnerabilidad misma de un tan vasto Imperio como era el español (a pesar de su ejército de 125.000 hombres hacia 1600) [7], y coexiste con el de su hijo Felipe III apenas siete años, ya que él llega al trono en 1599, cuando se inicia la pax hispánica (en la realidad una paz armada o vigilante ante sus oponentes históricos) de una España hegemónica sin guerras que Pedro de Zubiaur no llegó a conocer.
Como explican los historiadores Carnicer y Marcos (Carnicer y Marcos 2005, 16-37) la época de Felipe II fue una etapa particularmente turbulenta en la historia de Europa. Desde una perspectiva religiosa, tanto católica como protestante, es la época de la reacción de la Contrarreforma contra la Reforma luterana; de las guerras religiosas y el cambio de dinastía en Francia, donde los Borbones suceden a los Valois; de la guerra de independencia de los holandeses contra el rey de España; de la consolidación del protestantismo y el despegue de Inglaterra como gran nación bajo el reinado de Isabel I Tudor [8]; del punto álgido del poderío turco sobre la Europa sudoriental y el Mediterráneo y, a la vez, el comienzo de su ocaso. Para España, se trata del período en que su monarquía multinacional acrecienta su dependencia respecto de la base castellana y lleva su poder militar y su expansión territorial a su cenit, pero su política exterior crea también tales condicionantes y cargas que terminarán por agotarla, tras un siglo de esfuerzo épico en conflictos continuos que además termina por la difusión en Castilla del virus de la peste bubónica, que diezma su población base del poderío de un reino (Stradling 1983, 54)
Dentro de este contexto, los frentes de la actividad militar de Pedro de Zubiaur como marino al servicio de la Corona Española serán Francia, Inglaterra y Países Bajos, sin olvidar el reino de Portugal y su área de influencia, con un escenario omnipresente, que será el Océano Atlántico.
Francia atravesaba una de las mayores crisis de su historia. Las guerras de religión entre católicos y calvinistas (hugonotes) habían dividido espiritualmente al país y paralizaron en gran parte su proyección exterior, pero sobre todo en su última fase —al producirse el cambio de dinastía de los Valois-Angulema a los Borbón con el ascenso al trono del hugonote Enrique IV (III de Navarra)— el poder real se derrumbó casi por completo en un país próximo a la anarquía. Incluso antes de la muerte de Enrique III (1589), la hostilidad de España, combinada desde el interior del país con la fuerza de la Liga católica del duque de Guisa, suponían una amenaza bastante concreta contra el rey. Para el propio Felipe II y sus consejeros, Francia fue, sin duda, el principal enemigo. Ni siquiera el conflicto con Inglaterra de forma abierta desde 1585, les hizo olvidar el peligro permanente que representaba Francia, máxime cuando dificultaba las comunicaciones con Flandes por la intimidación constante de los hugonotes. La política de Felipe II hacia el vecino galo puede definirse como de una vigilancia continua.
Inglaterra estaba amenazada a la vez por la clásica rivalidad con Francia y por la nueva con España. La cabeza del Estado, Isabel I Tudor, no tenía descendencia directa, y había sido excomulgada por el Papa por ser la cabeza visible del anglicanismo renegado; la presumible heredera, su media hermana María Estuardo, era una reina depuesta y mantenida en prisión, que polarizaba la adhesión de los católicos del interior y del exilio, pero será ejecutada en 1587. No arredrado por el fracaso de la Gran Armada (a la que los ingleses sarcásticamente calificaron de Invencible) en 1588, Felipe II organizó otra gran operación naval contra Inglaterra en 1596-1597, una y otra muy costosas por el despliegue de unidades navales a larga distancia. La guerra con Inglaterra era muy extensa y dispersa en cuanto a los escenarios del enfrentamiento (Irlanda, Países Bajos, Francia y el inmenso teatro Atlántico), además de intermitente y encubierta en el océano mediante la guerra de corso y la piratería, lo que va a obligar a España a reforzar su Armada. La difusión de propaganda subversiva, las intrigas, conspiraciones, planes de regicidio, rebelión e invasión, espionaje y contraespionaje sobre las redes de informadores fueron constantes. El trasfondo era el de un país que, en treinta años, había pasado de la obediencia al Papa al cisma desatado por Enrique VIII y continuado por su efímero sucesor Eduardo VI, a una restauración católica durante el reinado de María Tudor y una vuelta al protestantismo bajo el de su hermana ilegítima Isabel. Uno de los puntos álgidos de la tensión con España se producirá a partir de 1568 cuando se concatenan una serie de decisiones políticas que atirantarán las relaciones mutuas, en una guerra no declarada a causa del secuestro por el gobierno de Isabel Tudor del tesoro transportado en naves españolas con destino a los Países Bajos, que es respondido por un embargo del comercio inglés en Flandes, y un contra embargo del comercio español en Inglaterra que el general Pedro de Zubiaur sufrirá en su propia persona. Otra forma de desgaste del Imperio español será la intervención de Inglaterra en la guerra de Flandes a favor de los rebeldes seguidores de Guillermo de Orange (1585), aprovechándose de su posición geoestratégica favorable, al tiempo que dos embajadores españoles (Guerau de Espés y Bernardino de Mendoza) serán expulsados de Inglaterra.
Tras el advenimiento de Felipe III, se tratará con escaso éxito contrarrestar el poder de Inglaterra en las aguas del Mar del Norte con una armada de 50 barcos con la misión de atacar las costas de la Inglaterra protestante, pero la destruyó una tempestad, y en 1601 con una nueva expedición militar para ayudar a los católicos de Irlanda a independizarse de Inglaterra, que terminó con la capitulación española tras la batalla de Kinsale. Con la llegada al trono de Jacobo I de Inglaterra, en 1603, España se ganó un importante aliado. En agosto de 1604 se firmó la Paz de Londres, mediante la cual las relaciones comerciales y diplomáticas entre ambos países mejorarían.
En los Países Bajos, la igualdad de fuerzas entre las provincias rebeldes del norte -protestantes calvinistas- y los territorios meridionales -católicos aliados de España-, el agotamiento tras la guerra y los buenos oficios de los nuevos gobernantes condujeron a la firma en 1609 de la Tregua de los Doce Años con las llamadas Provincias Unidas del norte (Frisia, Groninga, Güeldres, Holanda, Overijssel, Utrecht y Zelanda). Ésta supuso la independencia de facto para los holandeses y permitió el inicio de su expansión por las Indias Orientales y el Caribe. Sin embargo, durante el periodo que consideramos, la presencia conminatoria de los tercios españoles que habían sido enviados en 1567 por Felipe II con Fernando Álvarez de Toledo, tercer Duque de Alba, para restituir la soberanía real y la unidad religiosa, se vio reforzada por la llegada en 1572 de una armada formada por buques de altura dirigida por Juan de la Cerda, Duque de Medinaceli, conscientes ahora de la situación estratégica de los Países Bajos como esencialmente marítima (Stradling 1992, 27). Perdido Calais que se hallaba en poder de Inglaterra en 1558 como puerto seguro desde el que avituallarse para combatir a los rebeldes holandeses, cuando todavía no existía guerra abierta de España contra Inglaterra, y proteger los convoyes de barcos mercantes a lo largo del río Escalda, se impuso la necesidad de nuevos asentamientos navales, como el de Dunquerque (reconquistado por Alejandro Farnesio, Duque de Parma, nuevo lugarteniente de los Países Bajos, en 1583) y Ostende (recuperado en 1604), puntos desde los que controlar el flujo de los mercantes y pescadores de arenque holandeses para abastecer al puerto de Amberes, bajo la protección de la Armada de Flandes organizada por el nuevo lugarteniente de aquella demarcación Federico Spínola.
La crisis sucesoria de 1580, tras la muerte de sus reyes Sebastián I y el cardenal Enrique de Portugal, se resolvió en este reino con la llamada “unión ibérica” entre Portugal y España, después de haber derrotado el Duque de Alba al pretendiente Antonio, prior de Crato, en la batalla de Alcántara (1580), a partir de la cual los dos reinos tuvieron coronas separadas pero gobernadas por el mismo rey: Felipe II de España (I de Portugal). La incorporación del reino de Portugal a España, con su imperio colonial en América, África y Asia, convirtió a Felipe II y sus sucesores en los primeros soberanos del mundo hasta la separación de los reinos en 1640. La colaboración de ambos Estados en materia de seguridad permitió cubrir permanentemente el mar del Norte y el Atlántico con todo un aparato naval ahora reforzado, que hacia 1585 alcanzaba las 300.000 toneladas (frente a las 232.000 de Holanda, las 80.000 de Francia y las 67.000 de Inglaterra) (Cerezo 1988, 110), una vez superada la amenaza de expansionismo del imperio otomano en el Mediterráneo tras la victoria de la Liga Santa en la batalla de Lepanto (1571). Con los galeones de la Corona de Portugal y sucesivas incorporaciones de naos y pataches cantábricos se constituyó a partir de 1580 la formidable armada permanente, con base en Lisboa, un puerto de calado oceánico para servir de base logística y militar en la fachada Atlántica que no sólo permitió la conquista de las Azores por Álvaro de Bazán marqués Marqués de Santa Cruz -siendo una posición estratégica para el control del comercio oceánico- sino que garantizó la llegada de las flotas de ambas Indias durante la década de los ochenta [9] y defenderse de Inglaterra en caso de agresión (Hernández-Cordero 2015, 47-51); dicha flota recibió el nombre de Armada del Océano, uno de cuyos capitanes generales será Pedro de Zubiaur (Casado 1989, 59).
En torno a 1600, España, además de ser la mayor potencia marítima europea, era la política, con posesiones en el continente europeo y un extenso imperio mundial. Con respecto a su flota mercante, Tomé Cano aporta el dato de que, alrededor de 1583, España contaba con más de mil buques transoceánicos, con una tara de unas 250.000 toneladas [10]. Hasta el siglo XVII no empezamos a ver la decadencia de su poderío marítimo, consecuencia de una prolongada crisis demográfica y de producción en la Península y del enorme aumento de los gastos que le imponían, por un lado, el mantenimiento de su posición en Europa y, por otro, la defensa del Imperio contra sus rivales (Rahn 1991, 25-26).
En esta época, a nivel estratégico, las fronteras españolas eran fundamentalmente marítimas, el escenario para la confrontación bélica era mayormente el mar, el peso de la economía mundial recaía en los transportes marítimos, el dinero y el crédito viajaban casi tan lejos como las especias, y se estaba asistiendo a una inmensa revolución cultural, filosófica, política y artística en lo que llamamos Renacimiento. Del mismo modo, bajo Felipe II, había avanzado la cartografía de las costas, de los pasos naturales, de las desembocaduras de los ríos y del flujo de corrientes marinas y vientos por medio de la elaboración de cartas náuticas, así como de la observación de los eclipses de luna, que orientaban la navegación de las expediciones con rumbos más seguros, especialmente en las que se dirigían al Nuevo Mundo (Cerezo 1994, cap. XIX).
Como nos recordará Agustín Rodríguez (Rodríguez González 2018, 53), también en esta época se estaba asistiendo a toda una revolución técnica, especialmente en la navegación y en los buques, pues de no haber sido así no se hubieran realizado los descubrimientos ni se habría intensificado el tráfico trasatlántico como se hizo. La competencia entre los Estados europeos por conseguir los territorios de ultramar, establecer de la forma más segura y eficaz ese tráfico en beneficio propio y estrangular el de los competidores, estaba llevando a una carrera de estudios y experimentos para lograr los mejores medios con tan constantes como decisivos adelantos. Así, a las tradicionales cocas medievales sucedieron pronto las naos y carracas, combinando por primera vez velas cuadras y latinas, sacando el máximo provecho de los nuevos timones de codaste y otros mil elementos, por no hablar del constante progreso en instrumentos de navegación y en cartografía. Alonso de Bazán y Guzmán, de linaje navarro, diseñó la galizabra, embarcación mixta entre la zabra, que era un pesquero de altura ocasionalmente artillado utilizado como buque de exploración y mensajero en las escuadras, y la galera, ligera y maniobrera gracias a sus remos y a su independencia del viento. La galizabra desplazaba unas 200 toneladas, armaba 20 remos por banda y portaba 20 piezas de artillería, pero tras la experiencia de las primeras construidas en Lisboa en 1584, su requerimiento de 100 marineros para dotarla en razón a su peso le llevó a transformarla en otro tipo de nave, el galeoncete, pequeño galeón muy rápido y ágil, una especie de gran fragata. No obstante, Fernández Duro asigna a Cristóbal Barros el papel de gran impulsor de la construcción naval en la España de este tiempo. Barros organizó la artillería, fomentó el arbolado y dirigió personalmente la construcción de galeones, que, a su juicio, debían ser fuertes, veleros y capaces de mucha artillería (González-Arnao 1995, 131). Igualmente se fortificaron puertos y ciudades tanto de España como de América, y se tomó la sabia decisión de convertir El Ferrol en plaza naval de apoyo estratégico a las armadas que operaban contra Inglaterra.
Lo mismo sucedía con las armas, tanto cañones como armas de fuego individuales, mosquetes y arcabuces en particular, que emplearon los soldados españoles de guarnición en los barcos con verdadera eficacia, y era su principal fuente de superioridad ante la proximidad de las naves enemigas. Esto junto a las tácticas de combate naval, donde sobresalía el modo de enfrentarse “a la española”, arriesgándose a acercar el barco lo más posible al principal del enemigo y, ya a muy corta distancia, realizar una descarga cerrada de cañones y fusileros al unísono. También se produjeron cambios radicales en la manera de reclutar soldados y de organizar ejércitos y armadas.
Los frentes de lucha, como hemos visto, eran muchos, aunque nosotros vamos a centrarnos en uno de ellos, el estratégico sector del océano Atlántico desde el estrecho de Gibraltar hasta Fuenterrabía y aún más allá desde las islas Azores hasta el Canal de la Mancha y el Mar del Norte, escenario de las singladuras de Pedro de Zubiaur, sin entrar a considerar el Océano Pacífico ni el Mar Mediterráneo, que tuvieron sus propias problemáticas. El dominio del Atlántico adquiere en esta época un valor extraordinario para la recepción y expedición de recursos, productos, aprovisionamientos y la aplicación del esfuerzo militar (Cerezo 1975, 135).
Primera misión de Zubiaur en 1568 : llevar recursos a los tercios españoles en Flandes
Nos explica el Conde de Polentinos, en el Epistolario del general Zubiaur [11], que “viviendo este señor en una época en que Bilbao y toda Vizcaya tenían la fiebre del comercio y la navegación, debió de sentir el deseo, como les sucedía a todos los segundones de casas nobles, de servir al rey y a su patria con las armas como marino, y seguramente conseguiría de su padre no sólo el consentimiento para hacerlo, sino también el dinero suficiente para armar dos zabras con las que se ofreció al rey don Felipe II, inaugurando de este modo sus servicios marineros” [12] (Conde de Polentinos 1946, 12). En otro artículo, el Conde de Polentinos (Conde de Polentinos 1912, 632) indica que se decidió a servir a la marina “indudablemente por alguna travesura”. Los marineros vizcaínos eran los primeros entre los españoles en cuanto a habilidad en la navegación costera y en la defensa de sus naves contra los enemigos -no olvidemos la inmensidad de las distancias, el riesgo de la furia de sus tempestades y el acecho pirático como problemas específicos de la navegación por el océano- lo que era una buena carta de presentación ante el Rey [13], en una época en que España dedicaba una atención creciente al frente atlántico. En ese año de 1568 tenía Pedro de Zubiaur 28 años (Gaínza, 28, 7). Entonces la Real Armada se apostaba en el puerto de El Ferrol y su Capitán General era Alonso de Bazán y Guzmán. Su sueldo con cargo a la Armada empezó por ser de 80 escudos al mes.
A primeros de diciembre de ese año de 1568, la primera misión que le encargó el rey fue, como Jefe de Infantes y Marinos, que llevase al Duque de Alba (Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel), en los Países Bajos, 450.000 ducados -85.000 libras-, repartidos en 155 cofres con un peso de 13.800 kilos, con orden de arribar a Inglaterra si en el Canal de la Mancha si sobreviniese mal tiempo o se viese en peligro de encontrar navíos franceses por estar en guerra con aquel país. A la expedición encargada de ello se sumaron cuatro embarcaciones de Lope de la Sierra (la Santa Lucía, la San Martín, la San Nicolás y la San Juan). El dinero, en monedas de plata, fue cargado en las naves en los puertos de Santander y Castro Urdiales. Parte de esta cantidad pertenecía a mercaderes genoveses, parte a comerciantes españoles y parte también a la Corona española, que enviaba el dinero para el pago de las soldadas de los tercios acantonados en Flandes. Se transportaba además un cargamento menor de perlas, oro en barras y dinero en varias acuñaciones, así como mercaderías diversas, entre ellas algunas balas de lana. La mayor parte de la tripulación estaba formada por “vizcaínos”, nombre que también se daba a los guipuzcoanos, que eran mayoría.
Piensa Manuel Gracia que si la primera misión encomendada fue el transporte de caudales a Flandes, es que ello demuestra que tenía la experiencia necesaria y había hecho con anterioridad aquella derrota, pues hubiera sido inconcebible entregar los fondos, que con tanta premura necesitaba el Duque de Alba, a una persona con escasa preparación en las cosas de la mar, en momentos en los que existía la posibilidad de ser interceptado por naves de Francia (Gracia Rivas 2006, 158).
Y es que Zubiaur había comenzado su carrera como armador y tenía varias naos mercantes con las que comerciaba con Sevilla, Inglaterra y Flandes, luego aquellas singladuras no le eran desconocidas y, más tarde, según las crispaciones bélicas iban acentuándose, le fueron encomendados por la Corona servicios de tipo militar. Veremos cómo su actividad comercial no disminuirá con el tiempo, pues en 1580 seguía ejerciendo como armador, tenía una nao en Bilbao de 860 toneladas y otra que viniendo de las Indias le apresaron los ingleses (Guevara 2006, 264-265). Posiblemente colaborase en los negocios de su hermano Juan, del que tenemos dos datos que así lo hacen suponer: el 17 de octubre de 1586 envía a Francia un flete con 120 sacos de lana, que sería de Castilla, y hacia 1600 le encarga a Pedro que haga las gestiones necesarias para recuperar la elevada suma de 1.154,5 ducados que había prestado a unos armadores franceses. Los vizcaínos, como ha demostrado el historiador francés Priotti con sus estudios, no sólo eran audaces marinos sino también hábiles comerciantes al nivel de los de Castilla (Priotti 1996, 129; 2004, 219 y anexo 2).
Y, como era de temer, al convoy le cortaron el paso cuarenta naves enemigas que pasaban con el Cardenal Xatelon provenientes del puerto de La Rochela (La Rochelle), punto equidistante entre el actual País Vasco francés y la punta de Bretaña. Zubiaur evitó, según lo ordenado, un enfrentamiento “escapándose de ellas sin pérdida alguna” hacia Cornualles, en la costa sur de Inglaterra, para arribar por separado a los puertos de Plymouth, Falmouth y Fowey, mientras que el barco donde iba Lope de la Sierra se dirigió más al este, al puerto de Southampton, donde su contenido fue descubierto por las autoridades, ordenando la reina de Inglaterra su embargo al considerarlo dinero particular y no de Felipe II como trató de demostrar el Embajador de España en Londres, Guerau de Espés. El motivo era satisfacer de esta manera a los mercaderes ingleses de cuyas haciendas se había apoderado en Flandes el Duque de Alba, pero no se contentó la reina con esta única medida sino que autorizó a su vicealmirante, y corsario, Francis Drake, atacar Vigo, y Santo Domingo y Cartagena en las Indias españolas.
En tanto los cofres con el dinero fueron depositados en la Torre de Londres y de allí pasaron a la Casa de la Moneda para recibir una nueva acuñación, todos los tripulantes de las naves españolas, incluido Pedro de Zubiaur, en número de 300 (150 de ellos vizcaínos), fueron conducidos a Londres y “alojados” en la prisión-hospital de Bridewell, un caserón junto al río Fleet que servía de cárcel, asilo de pobres y correccional de vagabundos, prostitutas y gentes sin oficio ni beneficio producto de redadas ocasionales. Allí les visitaba con regularidad Antonio del Corro, un fraile jerónimo acusado de herejía por la Inquisición y huido de Sevilla, casado y con varios hijos, que con sus pláticas y un prontuario por él escrito trataba de acercarles al protestantismo para corromperlos. Los ingleses les habían arrebatado todo cuanto tenían en los navíos, les mantenían sin comida días enteros, en fin, en palabras de Guerau de Espés a Felipe II les trataban “peor que si fueran turcos”, además de quererles sonsacar cualquier información acerca de la próxima flota que regresaría de América. Al cabo de una año fue liberado Zubiaur, que logró lo que ni el mismo embajador de España pudo conseguir con un plan que al final se torció: liberar a sus compañeros gracias a su favor, dinero y amigos, a pesar de las pérdidas que había tenido y de los 6.000 ducados que le quitaron los ingleses de su propio peculio. Pudo, por fin, llegar a Flandes para ponerse a las órdenes del Duque de Alba, quien le confió varios despachos para el rey, regresando a España vía Inglaterra (Ruiz de Villoldo 1627, 235; Labayru 1930, 5, 2, 387; Conde de Polentinos 1946, 13; Santoyo 1973, 213-218; Cerezo 1988, 237 y 240; Guevara 2006, 264; University of Sheffield 2018).
Durante estos acontecimientos, el Canal de la Mancha quedó cerrado por dieciocho meses para los españoles y arreciaron los ataques de corsarios ingleses y holandeses contra los buques españoles. La comunicación marítima con Flandes resultó completamente desarticulada (Casado 1988, 39). Esta decisión de la reina rompió la común amistad que existía entre ambos reinos -Inglaterra y España- e inclinó a Felipe II a decidir el apoyo a los irlandeses que, en esta oportunidad, acercaron sus clanes para echar de su territorio a los ingleses interesados en apropiarse de la isla. Inglaterra decidió pactar con Francia un tratado de ayuda mutua en caso de agresión española, temerosos como estaban del gran poderío de la Armada española.
Estancia en Inglaterra comisionado por el Rey para reclamar el expolio de Drake. Primeras actividades como espía y conspirador. Su cautiverio
En 1572 se había instalado en Londres como comerciante dedicado a sus actividades mercantiles con América, por lo que para el Rey era la persona apropiada para gestionar a favor de la Casa de Contratación de Sevilla -creada para ejercer el control del comercio y la ordenación y defensa de la navegación de los barcos españoles desde su fundación en 1503- la devolución del dinero que Francis Drake, marino inglés con licencia de corso concedida por la corona inglesa, se había apropiado en el río Chagres de lo que venía de Panamá desde Perú con plata para España, cuyo valor estimado era de 2.000.000 de ducados. Tras arduas negociaciones en que se apoyó en el embajador de España Bernardino de Mendoza, no consiguió el propósito encomendado, entre otras razones porque Drake se había ganado el favor de la reina Isabel y de algunos de sus más influyentes nobles y funcionarios reales con regalos procedentes de aquella apropiación, por lo que decidió regresar a España dos años más tarde tras gastar en estos viajes y su estancia en Inglaterra más de 4.000 ducados. A esto hay que añadir que Zubiaur sufrió en estos años pérdidas causadas por el corso inglés y que se hacía solidario de otros comerciantes españoles también expoliados.
Ya en España seguiría ejerciendo de persona de confianza del rey para trasladar caudales. El 23 de setiembre de 1574 recibe la orden de trasladarse a Santander para proveerse de bastimentos para un viaje a Bretaña con la misión de llevar 50.000 ducados para las tropas españolas “por ser cosa muy del real servicio” y de urgente realización (Fernández Asís 1943, 351-352).
Durante los años 1581 y 1582, por encargo del comercio de Sevilla, que le dio plenos poderes para ello, prosiguió sus gestiones en la dirección de recuperar lo expoliado, pero tan solo se le ofreció la devolución de 400.000 ducados, que no fueron aceptados por él al ser una exigua parte de lo robado, que en su mayor parte se había entregado a la reina de Inglaterra (Ruiz de Villoldo 1627, 236; Conde de Polentinos 1946, 13).
A propósito de la apropiación indebida de Drake, nos recuerdan Ribot y Zeller [14], que lo que enfrentaba a Inglaterra con España no sólo era el móvil religioso, sino también el interés económico y mercantil que explican el apoyo progresivo y entusiasta de muchos ingleses a las empresas de corso, sin excluir el contrabando contra el monopolio hispano, sobre todo cuando estalle la guerra entre ambas naciones en 1585. Los escenarios predilectos para practicarlos en el ámbito que nosotros estudiamos, así como la piratería, serán el entorno de las islas Azores, al ser escala de los convoyes españoles llegados de América, y el Canal de La Mancha, vía marítima obligada para llevar suministros a los tercios españoles acantonados en Flandes [15].
Labayru escribe que a insinuación del nuevo embajador de España, Bernardino de Mendoza, sabedor de “cuán práctico estaba el General Don Pedro de Zubiaur en las cosas de aquel Reino de Inglaterra, su grande ingenio, industrias y capacidad, le ordenó que con pretexto de que asistía a la cobranza de los dos millones, fuese avisando a Su Majestad de lo que le pareciese que era necesario informarle, ofreciéndole de parte de Su Majestad muchas mercedes, a más de que se le señalaría muy grande sueldo, por ser tan particular este servicio y tan grande el riesgo en que ponía su vida si llegaba a saberse”. Zubiaur, al aceptar esta misión, se convirtió por un tiempo en agente secreto al servicio de España aún a sabiendas del compromiso que asumía (Ruiz de Villoldo 1627, 236). Lo facilitaba su dominio de la lengua inglesa, en la que estaba versado gracias a sus negocios.
Establecido en Londres, comenzó su actividad como confidente. Eran unos años de gran tensión hispano-inglesa, y de preparación de la Gran Armada, era, pues, indispensable enviar información a Madrid sobre la preparación o salida de flotas inglesas, pero por haber “cantado un correo” le detuvieron y estuvo en los lóbregos calabozos de la Torre. A partir de este incidente, tenía grandes dificultades para recibir noticias del otro lado del Canal. Entretanto procuraba informarse de lo que el embajador francés en la capital inglesa escribía a su rey, y de lo que se sabía en casa del embajador de Inglaterra, donde tenía gente que le informaba. También le llegaban noticias circunstanciales a través de los numerosos refugiados católicos ingleses en Francia. Diversas personas, algunos de ellos comerciantes españoles establecidos en las costas de Bretaña o Normandía, le enviaban avisos de piratas, formación de flotas, paso de escuadras inglesas por el Canal y cualquier movimiento de este tipo (Vázquez de Prada 2004, 91).
Álvaro Ocáriz considera que la “tapadera” de la que servía Zubiaur para ocultar su actividad como espía de Felipe II era la de comerciante. Coincide con Vázquez de Prada en que su labor consistió en determinar la posición y el valor estratégico de las defensas inglesas, con el fin de allanar el camino para la invasión de la Gran Armada (Álvaro Ocáriz 2016, 40). En una carta del embajador español en Londres, Bernardino de Mendoza, a S. M. el Rey, de 21 de mayo de 1580, se presenta a Zubiaur como “mercader que reside en Sevilla”, sin duda era este el subterfugio de que nos habla Ocáriz. En dicha carta explica Mendoza que Zubiaur le ha informado de la llegada a dos puertos de las inmediaciones de Plemua (Plymouth) de sendas naves inglesas, la una que había descargado trigo en Cartagena (de Indias) y la otra que venía de Argel, a donde había llevado municiones robadas a una nave de Martín Visante que había partido de Sanlúcar para Horna [16], cuyo valor estimaban en más de 40.000 escudos (Marqués de la Fuensanta-Sancho Rayón-Zabalburu 1888, 481-483).
La poca disposición del gobierno isabelino a dar satisfacción a sus reclamaciones hizo que Zubiaur comenzara a implicarse más en proyectos de espionaje como el de la toma de Flexelinga (o Flesinga), e incluso en el asesinato de Drake y de la reina Isabel I Tudor, en los que es fácil imaginar como móvil la venganza. Según Carnicer y Marcos, Zubiaur no era un espía corriente sino que le consideran un agente de la red de inteligencia filipina, más bien un comisionado del Rey para obtener la devolución de lo robado por Drake en perjuicio de la Casa de Contratación de Sevilla, que es decir de los intereses españoles, al que se le van encomendando tareas paralelas de información secreta. Era la persona ideal para desarrollar esta labor, pues disponía de movilidad en el desempeño de su comisión; era persona de calidad, ya que gozaba de una posición social relevante como hidalgo y marino militar de prestigio al servicio de S. M.; y disponía de autonomía para organizar una red de espías que le avisaran de los preparativos navales de los privateers o corsarios ingleses Francis Drake y Walter Raleigh (Carnicer-Marcos 2005, 297)
Era Flesinga (actual Vlissingen) un importante puerto de los País Bajos, situado en la isla zelandesa de Walcheren, en la desembocadura del río Escalda, por tanto una estratégica posición en el tráfico comercial de Amberes con el Mar del Norte, al mismo tiempo refugio de los depredadores piratas llamados mendigos del mar o gueux, a los que el caudillo rebelde neerlandés Guillermo de Orange había concedido licencias de corso. Felipe II ordenó a Alejandro Farnesio, Duque de Parma, gobernador de aquellos dominios españoles, que le facilitara trescientos hombres para con ellos, y dos navíos [17] que había comprado el propio Zubiaur, emprender la conquista de aquella plaza. Dilaciones del gobernador en facilitar los medios para una conquista bien trazada, hicieron que los planes de Zubiaur llegasen a oídos de la reina de Inglaterra, que decidió suspender las paces, embargar los buques y prender al capitán Zubiaur por segunda vez, encerrándole en la Torre de Londres, donde “le dieron cruelísimos tormentos que le dejaron estropiado” [18], acusado, además, en esta ocasión, de complicidad en el atentado contra Guillermo de Orange en 1582. Estuvo preso dos años, sin ceder a las invitaciones de la reina por atraerle a su bando. Trasladado a Holanda, continuó preso durante un año más hasta ser liberado en 1588. Gastó en estos tres años de cautiverio, en su rescate y en la compra de los dos navíos quitados 10.000 ducados de su hacienda particular (Ruiz de Villoldo 1627, 236; Labayru 1930, 5, 3, 465; Conde de Polentinos 1946,14).
Con el abandono de la idea de recuperación de Flesinga, opina Cerezo, se comete uno de los mayores errores estratégicos de la guerra de los Países Bajos; quizá si el Duque de Alba hubiera sido un hombre de mar -lo era de tierra- se habría dado cuenta de la prioridad que significaba la conquista de esa plaza (Cerezo 1988, 243).
Zubiaur enredado en el laberinto del espionaje filipino
Mientras Zubiaur estaba preso, en 1582, fue arrestado también un espía llamado Patrick Mason, quien, bajo tortura, confesó que él, Zubiaur y John Doughty habían conspirado para asesinar a Francis Drake. Este Doughty era hermano de Thomas Doughty, uno de los capitanes que viajó con Drake en la expedición al Pacífico que terminó con la vuelta al mundo del corsario inglés en su Golden Hind (1577-1580). Thomas Doughty fue ejecutado por orden de Drake acusado de intentar amotinarse, por lo que cabe pensar que en el ánimo de John también anidaba la idea de la venganza [19] (Carnicer-Marcos 2005, 298).
Nos explican Carnicer y Marcos, en su estudio sobre los servicios secretos bajo el Imperio español, que el espionaje, lejos de ser un recurso marginal o poco utilizado en la política exterior de Felipe II, era una actividad reglada, organizada y perfectamente imbricada en la administración filipina. La dirección de los servicios de inteligencia españoles estaba formada por el propio Rey y el Consejo de Estado, órgano cuya máxima responsabilidad era la política exterior, siendo el enlace entre ambos el Secretario de Estado, en ese año Antonio Pérez, que resultó ser un traidor a la patria al revelar a los ingleses la vulnerabilidad del puerto de Cádiz que arrasaron en 1596, y a continuación Martín de Idiáquez, reorganizador de los servicios secretos. Generalmente, los aspirantes a espía se ofrecían a algún embajador, gobernador o virrey y éstos escribían a la Corte contando sus propuestas y condiciones económicas exigidas.
No era éste el caso de Zubiaur, que actuaba movido por la venganza y no por dinero, aunque de sus actividades secretas se derivase un bien para su país, y siempre de acuerdo a lo convenido con el embajador español en Londres, Bernardino de Mendoza, a través del cual llegaban sus informes al Rey, bien desde Londres o desde París, cuando el embajador fue expulsado de Inglaterra acusado de complicidad en la conjura para liberar de la prisión a la reina María Estuardo. Y, además, Zubiaur era un agente relacionado con otros de su misma condición, como era el caso del dominico y filósofo italiano, súbdito de Felipe II, Giordano Bruno, quien, bajo el pseudónimo de Henri Fagot, protagonizó uno de los episodios de espionaje más apasionantes y oscuros de finales del siglo XVI, el efectuado contra el embajador francés y anfitrión de Bruno, Michel de Castelnau, del que el dominico enviaba información al Secretario de Estado inglés, Francis Walsinham (Carnicer-Marcos 2005, 351).
El historiador británico Bossy [20] refiere una historia rocambolesca en torno a la relación de Bruno y Zubiaur, que más bien parece inverosímil. Explica que, tras la expulsión del embajador Mendoza, sus asuntos quedaron a cargo del “comerciante” Zubiaur, que habitaba en Londres. Que éste el Domingo de Ramos le pidió insistentemente confesión con la intención de comulgar por Pascua, tras cinco meses sin acudir al sacramento de la penitencia, y en ella, tras un repaso de las posibles faltas cometidas en cada uno de los mandamientos de la Ley de Dios, le refirió que debía cumplir con el mandato que le dio Mendoza (junto a un tal Philip Courtois y a otros tres que estaban con el Duque de Parma y vendrían de los Países Bajos) de asesinar a la reina Isabel por el medio que pudiesen, y citaba el envenenamiento de su ropa interior y de su frasco de sales aromáticas. El seudo nombrado Fagot, llegados a ese punto, trató de disuadirle del propósito, a lo que Zubiaur respondió que no deseaba desistir de él porque actuaba a favor de la verdadera religión católica y de la salvación de un número infinito de almas, sin mostrar por ello remordimiento alguno y lo dijo “rechinando los dientes de rabia” , y ello le metió miedo a su interlocutor, por lo que, a juicio de Bossy, pudiera ser que Zubiaur hubiera descubierto el doble juego de Bruno. De todo lo cual dio cuenta Fagot por carta a la reina Isabel, utilizando para ello el conducto de su secretario personal, sir Francis Walsingham, delatándole a Zubiaur, aunque puntualizando que no faltaba al secreto de confesión puesto que no le había dado la absolución final al haber quedado para informarle con detalle más adelante de sus planes. Bossy desconfía de la veracidad de la historia, ya que no es aceptable la idea de que un grupo de conspiradores españoles hubiese comentado sus intenciones con un sacerdote de dudosa confianza, pues aunque fraile dominico era conocida su actitud antipapal, y en la embajada francesa, nada menos, aunque fuese bajo secreto de confesión. Walsingham no parece que transmitiese el mensaje a la reina ni a Pedro de Zubiaur se le investigó por ello, aunque sí se le detuvo y encarceló más tarde en la Torre de Londres. Pollen cree que fue detenido hacia junio de 1584 y que en su confesión se mostró agresivamente anti inglés, pero no se le acusó de conspirar contra la reina [21]. Lo fue por otros motivos que en este mismo artículo comentamos. Para Bossy Fagot era un hombre de poderosa imaginación que unas veces actuaba como lo que era, un sacerdote, y otras como novelista, o quizás también para beneficiarse del favor de la reina pudo inventar esta historia de fábula. Esto sucedía en 1583-1584.
Aún hay otra misión que comentar de Zubiaur como enviado especial del Rey en Londres y se relaciona con el caso de Antonio Guaras. Antonio Guaras y Cunchillos de Liori había nacido en Tarazona (Reino de Aragón) en 1520. Se dedicó al comercio en Inglaterra, donde se crió desde niño, y ejerció ocasionalmente de diplomático en Londres al servicio de los Austrias, llegando a ostentar durante varios años (1572-1577) la representación diplomática como embajador interino de Felipe II en la corte de Isabel I Tudor. Al implicarse en la gestión de Juan de Austria, que pretendía invadir Inglaterra para poner en el trono a la cautiva María Estuardo, fue arrestado el 10 de octubre 1577 acusado de conspiración contra la Corona inglesa. Pero antes había negociado con varios capitanes ingleses la toma de varias plazas fuertes inglesas, entre ellas las de Flushing y Caunfer, el asesinato del Príncipe de Orange y otros planes. El hispanista Hume (Hume 1908, 366), que ha tratado este tema, nos dice que estos avances fueron recibidos con duda y cautela por Felipe II y el Duque de Alba, quienes probablemente dudaron de su discreción, pues cuando hubo que negociar finalmente con un grupo de capitanes ingleses para la captura de Flushing, “un enviado especial, un marino mercante llamado Zubiaur, fue enviado a Inglaterra con la estricta orden de que Guaras no supiera nada de ello”; e, incluso, mientras Guaras actuaba como encargado de negocios de España, un espía portugués llamado Fogaza, a sueldo de España, informó de todos sus movimientos a las autoridades españolas [22].
En 1575 advertía Zubiaur desde Londres sobre las naves del corsario inglés Walter Raleigh, pues estaba comisionado para averiguar los robos que habían cometido los corsarios en la Armada de las Indias, y rescatar la parte que le correspondía al Rey. Este Raleigh era un corsario sanguinario que actuaba bajo la protección de la reina de Inglaterra, Isabel I Tudor, y en el futuro disputará el dominio español sobre la Guayana y, llevado por su codicia, realizará la primera exploración conocida en busca del Dorado, y, además, contribuirá a la derrota de la Gran Armada española en 1588.
Durante las dos décadas siguientes Pedro de Zubiaur participó en secreto en misiones marinas, primero en Flandes, donde ayudó a rescatar a prisioneros españoles, y a partir de entonces, en las costas de Bayona, Bretaña, Lisboa y Gibraltar, combatiendo contra franceses, ingleses, holandeses y corsarios, protegiendo además la llegada de los navíos de las Indias con plata, siendo herido en varias ocasiones (Álvaro Ocáriz 2016, 40).
Las naos de Zubiaur implicadas en la política internacional de Felipe II
Estando en Inglaterra, ya liberado de la prisión, recibió Zubiaur la noticia de que una nao [23] suya, que venía de Santo Domingo con mercaderías, al arribar a la isla Terceira (Tercera), de las Azores, por ser punto de parada de los navíos procedentes de las Américas, y hacerlo en malas condiciones por haber en ella vías de agua, y por engaño del piloto que hizo ver a la tripulación que la isla pertenecía a España, tanto la nao como sus pertenencias fueron apresadas por el gobernador de la isla proclive a los intereses del pretendiente luso Antonio de Portugal, al que apoyaban en su deseo de arrebatar el trono a Felipe II tanto Inglaterra como Francia. El cargamento ascendía 8.000 ducados y las mercaderías a 25.000.
Hay que tener en cuenta que las Azores eran uno de los tres puntos (junto a las islas Canarias y las del Caribe) donde se concentraban los corsarios alternando su actividad pirática con el contrabando de productos europeos y la venta de esclavos (Cerezo 1988, 175). Su posición era idónea para servir de base a las flotas que trataban de interferir o proteger las vías marítimas de unión de Europa con la región del Caribe y las que discurrían hacia el sur del Atlántico (Cerezo 1975, 139). Por ello su dominio era indispensable para dominar este océano.
Y cuando Pedro de Zubiaur estaba haciendo gestiones para lograr la devolución de lo robado, en agosto de 1581, el Rey de España le tomó un galeón de 860 toneladas que tenía cargado en Bilbao para Sevilla (que curiosamente llevaba su nombre Pedro de Çubiaurre y era conducido por el maestre Ortuño de Bilbao) (Gracia Rivas 2006, 159), lo mandó descargar para utilizarlo en la guerra de anexión de Portugal, y, aunque después se lo devolvió, fue de nuevo embargado en Sevilla por orden del presidente de la Casa de Contratación Francisco Duarte o Ugarte por valor estimado en 7.000 ducados (el coste de 50.000 fanegas de trigo y otras mercancías) a donde se había dirigido con víveres para el proyecto de Pedro Sarmiento de Gamboa, que había sido nombrado Gobernador General por Felipe II para poblar y fortificar el estrecho de Magallanes, en el cono sur americano, estratégico paso del océano Atlántico al Pacífico que facilitaría el expansionismo hacia el Oriente (Islas Filipinas), con el fin también de evitar que los enemigos ingleses y franceses utilizaran tal vía para atacar las posesiones españolas en aquellas tierras (Cerezo 1994, 226-229). El buque sufrió daños cuantiosos en tales circunstancias, que él atribuyó al abandono al que estuvo sometido (Gracia Rivas 2006,159). “Esto le ocasionó una pérdida de 8.000 ducados, pues se había gastado en aprestarlo todo el sueldo que le habían pagado, quedándole a deber de sueldo aún 4.550 ducados” (Conde de Polentinos 1946, 15; Tellechea Idígoras 1988, 773; Rodríguez González 2017, 76-77) [24].
En 1583 Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, conquistará para la unión hispano-portuguesa la isla Tercera y las demás que configuran el archipiélago de las Azores (San Jorge, San Miguel, Santa María, Pico, Fayal, Cuervo, Flores, Graciosa y la mencionada Terceira que en su tiempo dio nombre genérico a las islas). En las operaciones de conquista destacaron las naves vizcaínas y guipuzcoanas mandadas por Cristóbal de Eraso, Martín de Bertendona, Martínez de Recalde y Miguel de Oquendo, además de otros bravos vascongados.
Su papel en las operaciones de la Gran Armada y subsiguiente rescate de cautivos
En 1586 Felipe II proyectó invadir Inglaterra no con la idea de anexionar el reino al Imperio español sino para expulsar del trono inglés a Isabel I Tudor, como represalia por la ejecución de la heredera con más títulos, y católica, María Estuardo [25], y para combatir la política antiespañola de piratería consentida por la Corona inglesa y cortar la connivencia de Inglaterra con Flandes. Para ello se armó una gran flota en puertos españoles que la Historia conocerá como Grande y Felicísima Armada, por la cuantía de sus navíos y fuerzas embarcadas. Se confió el mando combinado de ella al Duque de Medina Sidonia, Alonso Pérez de Guzmán, y a Alejandro Farnesio, Duque de Parma y Gobernador de los Países Bajos. El ataque de la Armada proveniente de los puertos del litoral atlántico español se articularía con los tercios españoles acantonados en Flandes, que se encontrarían en el Canal de la Mancha y Mar del Norte con el objetivo de desembarcar en Inglaterra. Pero la Armada, desbaratada por el temporal marítimo y las batallas navales tenidas con los ingleses en la isla de Wight y Pechelingas (Gravelinas), en el Mar del Norte, impidieron conseguir los objetivos propuestos en agosto de 1588. El papel de Pedro de Zubiaur en tal ocasión fue el de ponerse a disposición de Alejandro Farnesio, Duque de Parma, al objeto de colaborar con el paso de las fuerzas que debían atravesar el Canal de la Mancha desde Flandes bajo la protección de la Gran Armada. Se añadía la dificultad de que el espacio marítimo, además, estaba infestado de corsarios, pues a los preparativos de la Armada de Felipe II, los ingleses habían respondido con la promoción de más de cien barcos armados en corso, que hacían imposible cualquier comercio entre España, Francia y Flandes (Thompson 1981, 38).
En febrero de 1590 se le requiere como negociador diplomático y se le envía con tres navíos de guerra desde Dunquerque para traer a España los prisioneros españoles que habían quedado en la urca-hospital San Pedro el Mayor, la también urca San Salvador y en la galeaza San Lorenzo, en total 220 hombres, naufragadas durante el combate, y otros 330 del galeón del almirante Pedro Valdés Nuestra Señora del Rosario, que había sido capturado por el Revenge de Francis Drake en el Canal de la Mancha al haberse quedado inmovilizado por una desgraciada colisión con la nao Santa Catalina en el transcurso de las operaciones de la Gran Armada. Fue una lamentable captura, puesto que se trataba de la nao capitana de la Escuadra de Andalucía, uno de los mejores galeones de 1.050 toneladas con más de 300 infantes mandados por los capitanes Vasco de Mendoza y Alonso de Zayas y por llevar en su interior parte de los recursos destinados a la expedición -50.000 ducados- de los que algo más de la mitad se quedó Drake.
Se atribuye a Pedro Valdés haber confesado a Drake, una vez hecho prisionero, que el propósito inicial de las tropas españolas era establecer contacto en la costa de Flandes con los tercios de Farnesio y no el desembarco directo en Inglaterra, circunstancia que el almirante Howard aprovechó para impedir esa unión con varios brulotes en el Paso de Calais, hecho que constituyó la clave de la victoria inglesa [26] (González-Arnao 1995, 318). La curiosa historia del controvertido Pedro de Valdés, que se hizo amigo de Drake y contó con el favor de la reina inglesa, trató de evadirse, fue encerrado en la Torre de Londres, de la que salió por influencia de Drake, viajó a Bruselas y, una vez en España, Felipe III le nombró Capitán General de Cuba y se dedicó a perseguir corsarios la narra González-Arnao en su libro Derrota y muerte de Sir Francis Drake. Distinta fue la situación de los demás prisioneros de Nuestra Señora del Rosario, pues cinco españoles fueron enviados a la prisión de Exon, 226 a la cárcel de Bridewell (Exeter) y 100 se quedaron en el barco capturado y anclado en el puerto de Dormouth transformado en prisión, alimentándose de las vituallas que todavía quedaban en él.
Mas volvamos a nuestro personaje. Para rescatar a los prisioneros, Pedro de Zubiaur se sirvió de tres filibotes y una urca [27] con el fin de traerlos a España desde el puerto de Dormuth, condado de Kent. Eran éstos 410, sumados los hechos prisioneros en las naves citadas pero deducidos los 45 “hombres de calidad” (médicos, cirujanos, boticarios etc.) de la urca-hospital San Pedro, que quedaron en Londres y negociaron su rescate de forma individual entre 1589 y 1593, más los 40 extranjeros que fueron puestos en libertad, los 37 fallecidos a lo largo del cautiverio y otros 18 del San Pedro Mayor que fueron retenidos. Naturalmente los ingleses se habían apoderado de los 42 excelentes cañones de bronce de Nuestra Señora del Rosario y de los más de 600 kilos de pólvora para usarlos contra los españoles. Enterado Pedro de Zubiaur, cuya base de operación era el puerto bretón de Blavet, de la penosa situación de aquellos compatriotas que dependían del poderoso William Courtenay, le ofreció el canje de los cautivos por prisioneros ingleses capturados por sus barcos en el Canal de la Mancha (González-Arnao 1995, Apéndice).
Pero Zubiaur encontró resistencia en los ingleses a dejarle sacar, junto a los prisioneros canjeados, las veinticinco piezas de artillería de bronce de la galeaza San Lorenzo que se había perdido en Calais, pues consideraban que les pertenecía como cosa adquirida en la guerra. Entonces Zubiaur se dirigió a la reina pidiendo su amparo en este asunto, y sin esperar respuesta, tomó la decisión de embarcar artillería y prisioneros, pero al salir del puerto le cerraron el paso cinco galeones ingleses, a los que embistió sin arredrarse y logró evitar, llegando con los 480 prisioneros liberados (los anteriores más otros capturados de los galeones de Indias y seis fundidores que escondió en sus navíos) y artillería recuperada a La Coruña el 10 de febrero de 1590. Ruiz de Villoldo califica esta acción en la hoja de servicios de Pedro de Zubiaur como “resolución tan bizarra que solo pudiera prometerse de quien, sin otro fin que el del servicio y nombre de un Rey, supo en tantas ocasiones aventurar su vida y su hacienda” (Ruiz de Villoldo 1627, 237). El Rey le premió por esta hazaña con el nombramiento de Cabo de Escuadra de los Filibotes [28] de toda la Armada con 80 escudos de sueldo al mes (Conde de Polentinos 1946, 16). Con estos pequeños navíos pudo realizar una encomiable actividad de corso, intendencia y escolta en el mar Cantábrico y el golfo de Vizcaya.
Nos explica el contraalmirante de la Armada española Carlos Martínez-Valverde que el corso era un modo muy eficaz de hacer la guerra en el mar en tiempo de Felipe II. Eran un conjunto de operaciones secundarias tal vez, pero que todas juntas componían una principal de enorme importancia. El corso era un modo barato para el Rey, pues pagaba el armador (que podía no ser el capitán corsario) poniendo el barco. En el corso se formaban buenos capitanes, buenos marineros y buenos artilleros de mar. Con el corso se mantenía un “espíritu de ofensiva” muy necesario en la guerra, una especie de ofensiva a la ofensiva de los corsarios enemigos que eran el azote de nuestras costas. Equipara el corso a la guerrilla en tierra, que gusta mucho a los españoles por su carácter independiente (Martínez-Valverde 1998, 350-351). Y, en tal sentido, cuando fue autorizado para ello, Pedro de Zubiaur se convirtió en un eficaz corsario.
Misiones contra el corso y otras de abastecimiento
Los años que van de 1589 a 1596 son los culminantes de la ofensiva pirática anglo-holandesa, para quienes el negocio preferido seguía siendo el del contrabando, el corso y la piratería. Al desastre de la Gran Armada en 1588 se unió al año siguiente el desembarco en La Coruña de una formidable expedición inglesa de 150 buques con 20.000 hombres comandados por Francis Drake, con los escuadrones de John y Edward Norris, Thomas Fenner y Roger Williams (la llamada “Contra Armada”), pero encontró tenaz resistencia de la población (también por parte de las mujeres) y de los soldados del Gobernador de la plaza Juan Pacheco y Osorio, Marqués de Cerralbo [29], circunstancia que determinó a Felipe II a formar una armada para proteger las aguas nacionales en el futuro, que llegó a producir unos 70 galeones nuevos al final de su reinado. Con ello se abandonaba la práctica usual del uso, incluso embargo, de embarcaciones particulares para afrontar situaciones de guerra, sobre todo cuando éstas se producían continuamente. El programa irá acompañado de la fortificación de algunas plazas de la costa norte de España y de la transformación de El Ferrol y Lisboa en plazas navales de apoyo estratégico para las armadas que debían operar contra las flotas inglesas. La escuadra de filibotes de Zubiaur constará en julio de 1590 de seis navíos que movían un total de 1.110 toneladas, artilladas con 103 piezas (Stradling 1992, 32; Cerezo, 1988, 389).
Hacia 1590, Pedro de Zubiaur reunió una escuadra de filibotes nórdicos (del tipo de los que el Duque de Parma había adquirido para la Armada de Flandes poco antes) y galeoncetes [30] españoles que iba a constituir el embrión de una “Armada del Mar Océano” permanente, con base en Lisboa y Cádiz. El 6 de mayo de 1592, los almirantes Raleigh, Hawkins (John), Frobisher y Clifford se dieron a la vela desde el puerto de Falmouth con sus respectivas escuadras en busca de fortuna, con el fin de “molestar a la flota española”, entiéndase hacer “presas” y adueñarse del botín, y el fin último de agredir los intereses del Rey de España, sus súbditos y aliados (Wilson-Callo, 2005). Un temporal dispersó en Finisterre la de Raleigh, circunstancia de la que se valió Pedro de Zubiaur para capturar seis de sus buques con sus banderas, de las que Pedro de Zubiaur se enorgullecía. Frobisher, de regreso a Inglaterra en su navío Golden Lion, topó con los galeones de Pedro de Zubiaur que se apoderó de dos de sus barcos. Sin embargo, Clifford consiguió apresar a la nao portuguesa de más de 1.500 toneladas Madre de Dios, procedente de las Indias Orientales, que le supuso a los ingleses un provecho de 500.000 libras, lo que da una idea de lo que se libraba en esas incursiones de piratería (Cerezo 1988, 384; González-Arnao 1995, 178; Gorrochategui 2020, 281).
Alonso de Bazán, que era su superior como General de la Armada del Mar Océano, le envió a principios de 1590 desde El Ferrol a las Islas de Bayona (Islas Cíes en jurisdicción actual de Pontevedra, Galicia) con tres filibotes para dar escolta a varios navíos que venían con bastimento, y en este viaje encuentra catorce buques holandeses con los que combate, toma siete de ellos y rinde cinco con su sola capitana, con los que regresa a El Ferrol. Vuelve a ordenarle don Alonso de Bazán regresar a Bayona con siete filibotes, llevando por cabo de la Infantería al capitán Francisco de Almonacid, para traer artillería, pólvora, cuerdas, armas y otras municiones, y al volver a España, y a unas cuarenta millas de Bujía (actual Muxía en la costa coruñesa), se encontró con nueve galeones y un patache [31] de la reina de Inglaterra, con los que entabló una batalla que duró nueve horas (desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde), y en esta acción perdió mucha gente, llegando a pelear él solo con un solo filibote, al estar desaparejados los demás e irse al fondo. Duró el combate hasta que el filibote, desparejado del todo y casi destruido de Zubiaur fue socorrido por Alonso de Bazán, por cuyo hecho de armas fue recomendado al Rey para una merced, dados su valor y conducta ejemplar, aunque parece que la merced del Rey se limitó a elogiar lo bien servido que se hallaba don Álvaro de Bazán por Pedro de Zubiaur (Ruiz de Villoldo 1627, 237; Labayru 1930, 5, 7, 551; Conde de Polentinos 1946, 16).
La campaña de Bretaña
Ese mismo año, en el transcurso del auxilio que el rey Felipe II prestó a los católicos franceses de Bretaña cercados por los hugonotes, en defensa de la Liga Católica contra Enrique IV, fue enviado en marzo a Blavet (actual Port Louis, Morbihan), en Bretaña, desde El Ferrol, con 17 filibotes en los que llevó al maestre de campo de los tercios, Juan del Águila, que estaba operando en apoyo de la Liga, y al ingeniero Cristóbal de Rojas con 2.000 infantes, víveres, dinero y municiones, pero a causa de dos fuertes tormentas, sufrieron grandes destrozos, y quedaron estropeados los enseres y víveres que llevaban (Vázquez de Prada 1998, 928). Permaneció allí para enterarse de lo que se hacía y comunicar al Rey los sucesos que ocurriesen.
Volvió a España y se empleó en nuevas conducciones de bastimentos, dinero y municiones (Labayru 1930, 5, 7 551).
Hicieron escala en abril de 1590 en el puerto de Santander donde completaron la flota hasta 23 embarcaciones, habiéndosele agregado una nave de particulares cargada de bizcocho [32], y las zabras de Marcial de Arriaga y Martín de Oleaga, que iban destinadas a establecer posiciones en Inglaterra (Martínez Guitián 1942, 80). El puerto de Santander era a menudo refugio donde Pedro de Zubiaur mandaba reparar y aprovisionar sus naves tras las diferentes singladuras (Martínez Guitián 1942, 81). Pedro de Zubiaur acogió con alegría la idea de transformar Blavet en un firme baluarte de la zona en Bretaña, pues ofrecía también la posibilidad de obtener un control de las comunicaciones con Flandes, sirviendo al mismo tiempo como base para el plan de Felipe II de atacar Inglaterra. La posición de Blavet se fortificaba siguiendo el plan del ingeniero militar Cristóbal de Rojas que consistió en fabricar dos fuertes a la entrada del puerto con fosos abiertos en la peña y toda especie de defensas por tierra, sin olvidar prevenir los ataques mediante contraminas, y todo ello sin perjuicio de la ciudadela o fortaleza principal cuya ejecución ya se había emprendido (Fernández Duro 1897, 3, 73). De esta manera Blavet se transformó en un puerto seguro y base principal no sólo de la Armada, sino también de zabras y galeras que, con frecuencia, merodeaban por aguas inglesas y holandesas.
El espacio marítimo desde Bretaña al cabo de Finisterre, litoral noroccidental de Bretaña en la embocadura del Canal de La Mancha, estaba protegido por varios capitanes: Marcial de Arriaga, Juan y Miguel Escalante, Martín de Oleaga, Juanes (Joanot) de Villaviciosa y, el más destacado, Pedro de Zubiaur, que aseguraba el socorro desde España de las fuerzas españolas acantonadas en Francia con sus pataches y zabras. Todos ellos utilizaban la situación intermedia de Blavet tanto para los buques mayores de guerra como los de cabotaje (Fernández Duro 1897, 3, 74; González-Arnao, 1995, 165), así como para conducir a este fondeadero bretón las naves apresadas al enemigo.
El 12 de abril de 1592, Pedro de Zubiaur, manifestará al Rey el interés de la campaña de Bretaña para, entre otras cosas, “traer a la obediencia a los rebeldes de Flandes y reducir a Inglaterra, Escocia y Alemania a nuestra Santa Fe Católica, si fuere posible, aunque cueste millones” y un año después, el 5 de mayo de 1593, volverá a recabar la atención del monarca para que proveyera de todo lo necesario a las fuerzas allí destacadas, “pues importa tanto ser señor de esta ribera para ser señor de Francia, Flandes, Escocia, Inglaterra y Alemania” (Gracia Rivas 2016, 48).
El 20 de mayo de 1592, Juan del Águila y el duque de Mercoeur conquistaron la ciudad de Craon, en el país del Loira al E de Bretaña, aunque la zona permanecía vigilada por los ingleses desde la posición estratégica de la isla de Belleile (actual Belle-Île-en-Mer), a 14 km de la costa bretona, ofreciéndose Zubiaur a efectuar un transporte de dinero para las tropas españolas acantonadas en Bretaña con un patache y dos zabras de remos que saldrían de Laredo, para lo que intentaría entrar de noche en el puerto de Blavet con pleamar, acercándose a la muralla del castillo no sin antes burlar la vigilancia de los ingleses (Martínez Guitián 1942, 82-83) ), que desde la isla controlaban la accidentada costa bretona refugio de sus corsarios y piratas, que allí se sentían seguros frente a barcos más voluminosos pero de escasa capacidad de maniobra (Azpiazu 2005, 22).
En este y otros viajes hizo bastantes “presas” de navíos enemigos, que rindió, y entre ellos a una armada de cuarenta navíos que venían de Burdeos, a los que combatió y tomó siete navíos ingleses. Este tipo de presas venía regulada desde 1541 por una orden del Capitán General Álvaro de Bazán, de aquellas que se hicieren desde las naves de Su Majestad y por los marinos a sueldo de la Corona, en la manera que sigue (Labayru 1900, 5, 2, 223-224) :
“Que S. M. lleva y le pertenece una quinta parte de las dichas presas como Rey e señor. Otra quinta parte para como señor del navío e jarcia.
Otra quinta parte por la palatica que es el mantenimiento que se da á la dicha gente.
Otra quinta parte por el sueldo que paga a la gente y si no los da sueldo es de la gente el quinto sin que sea menester sacar merced del.
El capitan general lleva la otra quinta parte e ansi mesmo puede escoger para si una joya de toda la presa la qual a de ser onbre y no otra joya y es toda la artillería suya.
El capitan particular de una galera quando enbiste con algún nabio y le toma puede escoger para si otro onbre del tal nabio por joya y no otra joya y de los soldados que van en la galera que entro el tal nabio es suya la ropa que es traída y a servido.
El dinero e mercadería y ropa nueva y toda otra cossa es del monton” [33]
Estas presas servían para aliviar la situación económica de los militares, ya que se tardaba en cobrar los sueldos hasta varios años al estar el erario público fuertemente endeudado y darse en la administración del Estado una cierta anarquía debida a una falta de planificación hacendística (Thompson 1981, 94 y ss.).
En 1591 mantuvo una escaramuza con un convoy inglés de cuarenta mercantes ingleses a los que quemó la capitana y capturó tres navíos, no siendo mayor el daño causado por la inesperada llegada de seis buques de guerra, de los que pudo zafarse, pese a que con sus disparos desarbolaron su propia capitana. En el parte que luego envió a la superioridad indicaba que para esas misiones serían más efectivos galeones pequeños, de entre 200 y 300 toneladas, más grandes y mejor armados que los suyos (Ruiz de Villoldo 1627, 238; Rodríguez González 2018, 81).
Ya entonces se consideraba que este tipo de hazañas no las hubiera logrado Zubiaur sin la ayuda de Dios. Ruiz de Villoldo escribe en su hoja de servicios:“No son sucesos estos que puedan referirse sino solo a Dios, pues no caen en poder, valor e industria humana, digna ponderación de hazaña como ésta, pues no acaban de admirarla y en Inglaterra no tiene ejemplo ni encarecimiento con otros que salgan del sujeto de ella” (Ruiz de Villoldo 1627, 238).
En otra salida al mar con sus pataches para hacer presas, conquistó seis navíos cargados de vino de Gascuña por valor de 10.000 escudos, y llevó en el mismo año para el ejército 40.000 ducados (Conde de Polentinos 1946, 17).
Durante los ocho años que duró la presencia española en la zona, el destino de Zubiaur estuvo ligado a esta empresa que, a veces, pasaba desapercibida pero en la que hubo importantes hechos de armas y también algunas de esas “miserias” que acompañaron la actuación de nuestros tercios, con frecuencia abandonados a su suerte. Esas circunstancias terminaron por provocar, en 1597, el amotinamiento de los soldados que detuvieron al maestre de campo Juan del Águila, un singular personaje condenado por malversación de caudales públicos durante la campaña, aunque fue rehabilitado más tarde para que se hiciera cargo de las tropas que fueron enviadas, en 1601, al puerto irlandés de Kinsale [34] (Gracia Rivas 2006, 161).
Un intermedio. El socorro de Blaye. Victorias de Pedro de Zubiaur en el río Garona
El 16 de abril de 1593, por mandato del Rey salieron de Pasajes Pedro Zubiaur con su nao capitana Delfín Dorado [35] y once filipotes, acompañado de su segundo el almirante Juanes o Joanot de Villaviciosa y Lizarza con cuatro navíos más de “hombres de tierra” bajo su mando [36], embarcando 2.000 soldados, dinero y munición para llevarlos en socorro del castillo de Blaya (actual Blaye), que tenía por gobernador al católico Jean de Lussan, al estar sitiado por tierra y cercado por mar por una escuadra de 12 bajeles hugonotes y un ejército inglés de 3.000 hombres adictos que habían desembarcado en Brest, pero no se consiguió rendir el sitio por impedirlo el auxilio inglés, que se financiaba con un impuesto especial abonado por los comerciantes ingleses con intereses en la región. Marcos de Guadalajara nos precisa más los motivos por los que el mariscal hugonote de Matignon, “confidente de Enrico”, o sea del rey de Francia, quería apropiarse de la plaza en manos católicas: “porque quitaba el interés anual de 200.000 ducados que los derechos de la contratación de Burdeos daba al Rey de Francia [Enrique IV], y el perjuicio grande que recibían los navíos ingleses de ida y vuelta de dicha ciudad” (Guadalajara 1612, 8, 5, 4ª)
En la noche del 19 de abril anclaron sus filipotes y zabras con su tripulación de vizcaínos y franceses adictos frente a Verdon en la boca del Garona que forma estuario con el Gironde, en el entorno de Burdeos. En la travesía apresaron de paso cinco navíos mercantes ingleses. Tras penetrar en el Garona hicieron levantar el 19 de mayo de 1593 el cerco de la plaza que había establecido el mariscal Matignon, gobernador de la región por Enrique I [37], para lo que navegaron río arriba de noche y desembarcaron las compañías de socorro, provisiones, municiones y un “tesoro” de 34.000 coronas. Seis navíos ingleses, capitaneados por Wilkinson, Johnson, Meriall, Bower, Brailford y Courtney habían huido a la vista de los españoles subiendo el río, más Zubiaur y Villaviciosa les persiguieron y los alcanzaron a la altura de Bec d’Ambès, entablándose entre ellos un mortífero combate. Villaviciosa abordó a uno de los navíos ingleses -la almiranta- y Zubiaur lo hizo con la capitana de Brailford, un galeón propiedad de la reina de Inglaterra tres veces superior en tamaño, que “a la vista de los espectadores franceses que llenaban las márgenes del Garona, quiso probar al mundo que los que no temen la muerte son invencibles y pegando fuego al depósito de pólvora voló formando un momentáneo volcán, cuya ardiente lava destruyó completamente a dos de las naves españolas, cuyos defensores pudieron a duras penas salvarse. Los demás navíos ingleses se retiraron a Burdeos en medio del asombro que había producido aquella gloriosa catástrofe” (Ortiz de la Vega 1854, 6, 1594) que había acabado con todos sus ocupantes incluido el general inglés Huilques o Wilckes. Los soldados de nuestros dos filipotes incendiados –Fortuna y Grifo– pudieron salvarse gracias a la ayuda de Villaviciosa, a excepción de Adrián Brancaccio, valiente capitán italiano que cayó al agua y se ahogó por el peso de las armas. El combate fue tan encarnizado que incluso aquellos que cayeron al agua intentaban matarse entre ellos (Herrera 1612, 1593; Fernández Duro 1897,3, 85).
Al ruido de la artillería bajaron de La Rochela (La Rochelle) catorce navíos de guerra al mando del hugonote francés Lamiraille, con 2.000 mosqueteros, más otros cuarenta navíos [38] con 6.000 tiradores llegados de Broaga o Bruaje (actual Brouague), del Señor de Salut, e intentaron cerrar el paso por donde tenía que salir el general Zubiaur. Sin la menor vacilación arremetió contra ellos pese a las deterioradas condiciones de sus barcos. La batalla duró cuatro o cinco días según varios miembros de la tripulación de su capitana (doce desde el comienzo de los enfrentamientos) [39], hasta que lograron salir del estuario libremente aprovechando la hora de la bajamar, con cuya fuerza y la del viento rompieron la línea enemiga.
El carmelita padre Guadalajara escribe que pelearon “tan rigurosísimamente de ambos lados con artillería y mosquetería, que parecía un retrato del infierno el campo” (Guadalajara 1612, 8, 5, 4ª). Al final, en los dos combates, en circunstancias de inferioridad numérica, se habían enfrentado a ochenta y tres navíos enemigos de Francia e Inglaterra, y habían perdido solamente dos. Villaviciosa y él todavía sumaron a estas victorias, en el viaje de regreso a Pasajes, dos naves mercantes inglesas que apresaron y llevaron a remolque hasta el puerto. Llegados a tierra, hicieron una visita al Santuario del Santo Cristo de Lezo, a quien se habían encomendado, pues al empezar la batalla “el general Zubiaur tomó en su mano un crucifixo y con el andaba animando a la gente que peleasen con buen animo por que aquel día habían de ganar victoria con el favor de Jesucristo” [40], en una actitud que para Bereciartúa era “mitad de misionero y mitad de conquistador” (Bereciartúa 1953, 263), y así lo hicieron para cumplir la ofrenda hecha de una lámpara de plata que pagaron todos los marineros de sus soldadas, y colgaron en el santuario del Santo Cristo unida a una leyenda acerca de este notable hecho sucedido el 23 de abril de 1593, acompañando la misa cantada con salvas de mosquetes y arcabuces, y mucho regocijo, y vinieron muchos de ellos descalzos (Conde de Polentinos 1948, 17). De todo ello quedó constancia en un lienzo pintado con licencia del Obispo de Pamplona Mateo de Burgos, que cautamente no consideró esta hazaña como milagro, aunque pareció serlo, pues testigos de estos hechos reconocieron que por su devoción los libró Dios de tan gran peligro [41]. Martínez de Ysasti, al narrar estos hechos, añade: “Este capitán vizcaino fue terror de los enemigos, y muy nombrado en su tiempo por las victorias y buenos sucesos” (Martínez de Ysasti 1625, 3, 432; Fernández Duro 1897, 3, 85; Bereciartúa 1953, 263-270; Zurutuza 2006, 24, 568).
Más de un cronista francés atribuyó estos triunfos de Zubiaur al valor y habilidad de los españoles y a que sus barcos eran mejores veleros que los bajeles franceses e ingleses (Gonález-Arnao 1995, 215).
La biografía de nuestro personaje publicada por la Sociedad de Amigos del País se refiere a que “De vuelta de ese viage, estando en el Pasage de S. Sebastián, supo que en Bayona de Francia había quarenta baxeles de Ingleses y Flamencos que andaban provocando á los Españoles. Pidió licencia á S. M. para buscarlos por ocho días y habiéndosela concedido, salió con cinco navíos á primeros de Junio. Los encontró y peleó con ellos. Tomó ocho navíos ingleses y en 8 del mismo mes se volvió al puerto” (Ruiz de Villoldo 1627, 239; Labayru 1930, 5, 567)
Nuevas hostilidades en Bretaña. La posición de Blavet. Acciones de hostigamiento de españoles e ingleses. Presas de Zubiaur
Esta brillantísima acción se pudo combinar con otra mandada por Antonio Manrique de Vargas que con trescientos hombres desembarcados, y el acuerdo previo del Señor de Lussan, que verificó una salida de la guarnición de Blavet, lograron acometer las trincheras de los enemigos hugonotes por cinco partes, vencerles, dispersarles y crearles ochocientos muertos.
Con estas brillantísimas acciones se levantó el sitio de Blavet, que duraba ya siete meses, y las fuerzas españolas pudieron dirigirse a Brest, y con la ayuda, de nuevo, de Zubiaur, que, saliendo del puerto de Lisboa, llegó en julio de 1594 con doce navíos conduciendo 1.000 hombres escogidos del tercio de Luis de Rivera, material, municiones, 200 quintales de pólvora y 50.000 ducados de parte del Rey para libranza de los sueldos de los soldados al cargo del maestre de campo Juan del Águila, pudieron fortificar esa plaza para defenderla del enemigo inglés (Fernández Duro 1897, 3, 87-88; Fernández Asís 1945, 352), pese a lo cual no pudo evitarse su caída.
Mas como quedaban algunos focos de resistencia de los soldados españoles y de la Liga en Normandía y Bretaña, Enrique IV seguía solicitando la ayuda de Inglaterra. Juan del Águila, comandante supremo de las tropas españolas en la posición bretona de Blavet, comenzó a escaramucear con las fuerzas del mariscal D’Aumont, con el objetivo de apropiarse de la estratégica plaza de Brest, al extremo de la península de Bretaña, desde donde podía controlarse el acceso al Canal de la Mancha y vigilar el tráfico marítimo hacia Inglaterra y las Provincias Unidas de Holanda.
Pedro de Zubiaur, atendiendo los requerimientos del Rey, acudió en apoyo logístico de las fuerzas españolas destacadas en Bretaña. Fue a la Mar de Cigarza [42] para juntarse con Rodrigo de Orozco, que había salido de Lisboa con 2.000 hombres para formar un cuerpo de armada con sus bajeles y los de Zubiaur para pasar a Blavet, desembarcar la gente y volver a España. En 1595 le llevó a Juan del Águila recursos, con su escuadra y las de Bertendona y Villanueva, más 5.500 hombres y caballería, dejando bien abastecido el puerto de Blavet y su fuerte al que llamarían Castil León (Conde de Polentinos 1946, 19). Su llegada con 12 filibotes conduciendo los materiales necesarios, entre ellos cal de Guipúzcoa, facilitó la edificación de dos medios baluartes de tierra en forma de tenaza con puente levadizo de acceso, lo esencial de la cual se hizo en el escaso corto plazo de tiempo de veintiséis días (Vázquez de Prada 1998, 931). En 1595, de regreso de Bretaña, a donde había acudido con dinero para el maestre de campo Juan del Águila, devolvió a Pasajes a Diego de Brochero. De allí marchó a Lisboa con seis nuevos galeones y otras embarcaciones que entregó en nombre del rey a Bernardino de Avellaneda para que hiciese la ruta de las Indias.
El rey siguió encomendándole otras misiones en 1595. Debió marchar a Rentería para inspeccionar seis galeones [43] y cuatro galizabras [44] que se construían y luego se armaban en Cádiz. Con ellas acompañó al maestre de campo Fernando Girón en su viaje a Bretaña con varias compañías de soldados de su tercio y regresar a Santander, una vez cumplido el encargo, con 2.000 soldados que habían estado al mando del maestre de campo Juan del Águila, para tomar luego rumbo a las Islas de Bayona con el fin de aguardar a Mendo Padilla, Adelantado Mayor de Castilla y General del Mar Océano, al que se había encargado escoltar a la Flota de Indias con su rico cargamento, al objeto de “limpiar” la costa de enemigos, y en estas correrías tomó presa de barcos que mercadeaban trigo y otros bastimentos de los que estaba muy necesitada la Armada Real. En una de estas salidas sorprendió a su escuadra un fuerte temporal que dispersó sus naves, quedando solo con la capitana, un filibote de 200 toneladas, con el que apresó un navío inglés de guerra y recuperó la nao de 700 toneladas que los ingleses habían quitado a Juan de Leroyal cargada de hierro y que ahora defendían ochenta ingleses. Peleó con ella durante tres días sin opción a abordarla porque la mar gruesa lo evitó. Tomó también un navío inglés que la iba protegiendo. Fueron tan duros los combates que en los tres días que duraron no pudieron dormir ni apenas comer a bordo. En estas operaciones le acompañaba su sobrino Juan, hijo mayor de su hermano (Ruiz de Villoldo 1627, 239; Conde de Polentinos 1946, 18-19).
El 9 de diciembre incorporó a la Armada del Rey dos urcas holandesas que estaban embargadas y las llevó a Lisboa. Se dirigió después a Bretaña para traer infantería y en el viaje se le rompió la arboladura del galeón San Agustín, debiendo regresar al puerto de Santander para su reparación. Tras reiniciar el viaje para cumplir las órdenes del Rey con dos navíos suyos de guerra bien artillados -uno recién fabricado de 250 toneladas y otro de 100- y como el Adelantado viera que ambas naves eran buenos bajeles decidió recibirlas a sueldo y dedicarlas a recorrer la costa haciendo el corso, pero con tan mala fortuna que de regreso una fuerte tormenta los hizo naufragar sobre las aguas del Cantábrico, uno frente a Fuenterrabía y el otro en las islas de Bayona, perdiendo por ello los 5.000 ducados del primero y los 2.000 que valían el segundo.
Felipe II, para subsanar esta pérdida, le hizo merced de 17.000 ducados para él y su gente de lo que se había obtenido de las presas de los navíos de Zubiaur y de lo que las galeras de Bretaña habían hecho y de la próximas presas que se hicieren, por lo que fue forzoso que quedara empeñado (Ruiz de Villoldo 1627, 240; Labayru 1930, 5, 592).
Por lo bien que cumplió en todas estas operaciones y otras anteriores, le hizo merced el Rey del título de General con doscientos escudos al mes (Conde de Polentinos 1946, 18).
En la posición de Blavet habían surgido las primeras diferencias entre Zubiaur y su superior Almirante del Mar Océano Diego Brochero, y fue en 1592 estando Zubiaur en Pasajes, cuando una de su naves, el filibote Falcón Blanco, fue capturado por los hugonotes franceses al haberlo dejado sin el apoyo de los demás y echado al mar vivos los miembros de su tripulación [45], por lo que solicitó del Rey medidas contra su superior. Brochero se defendió argumentando que la responsabilidad de lo sucedido había sido del alférez que mandaba la infantería del filibote, el italiano Emilio Luongo, por ser joven inexperto, pero una investigación solicitada por Zubiaur determinó que el alférez se había defendido con absoluta valentía personal y a favor de sus hombres [46] (Gracia Rivas 2006, 163).
No obstante lo cual, ambos mantenían la seguridad del puerto de Blavet con sus naves estacionadas en él. Tenía el primero cuatro galeras, de poca utilidad en los rigores del invierno, por lo que sufrían los remeros sin abrigo. Zubiaur gobernaba seis filibotes y cuatro zabras con 680 hombres de mar y guerra. Villaviciosa y Bertendona regían escuadrillas ligeras semejantes, atendiendo a la comunicación del ejército con la Península y al crucero [47], en que consiguieron muchas presas, atacando a los convoyes de ingleses y holandeses. Pareciendo poco todo esto a Diego Brochero, lo mismo que los daños que hacían los buques sueltos, propuso la organización de galeras y filibotes combinados para estragar las costas de Inglaterra.
Tras un primer ensayo autorizado de invasión, el capitán Carlos de Amézola, saliendo de Blavet con cuatro galeras reforzadas en julio de 1595, y después de proveerse de víveres y dinero en Normandía a costa de los pueblos de hugonotes, atravesó el Canal de la Mancha abordando la ribera de Cornuailles con 400 arcabuceros, incendiaron el pueblo abandonado por los vecinos y talaron los alrededores. Repitieron la misma obra destructora en las villas mayores de Pensans y Newlin, aunque hicieron demostración de defenderlas unos 1.200 hombres. Se tomó el fuerte que tenían en la marina con una pieza de artillería y tres naves cargadas. Al regreso atacaron las galeras a una armada de 46 naves holandesas, que se defendieron bien, dejando afondar a dos antes que entregarlas y causando a los asaltantes españoles una baja de 20 muertos y algunos heridos, amen de averiar la arboladura de la capitana (Fernández Duro 1897, 3, 91-92).
La respuesta no se hizo esperar y en 1596, Cádiz fue atacada por una armada combinada anglo-holandesa dirigida por el conde de Essex, lo que causó enormes daños en la ciudad, aunque los atacantes no pudieron llevarse el tesoro de la Flota de Indias [48] y el resultado de su incursión les reportó escasas ventajas estratégicas y en cuanto al botín obtenido , que fue algo superior a los 20.000 ducados, en comparación a los gastos generados por el envío de la flota (Silke 1970, 30). Tras el saqueo consiguiente, al perderse de vista las velas de los navíos ingleses entró en la ciudad el duque Alonso de Medina-Sidonia con acompañamiento de muchas compañías que alojar sobre los escombros.
En relación con este desafortunado episodio merece destacarse la actuación de Pedro de Zubiaur y su escuadra, encargado de mantener las comunicaciones marítimas entre Bretaña y la Península, capturando en el Canal de la Mancha a cuatro bajeles ingleses con municiones y aprovisionamientos para la armada de Charles Howard de Effingham, responsable del ataque a Cádiz y a quien los ingleses atribuyen el haber sido arquitecto de la derrota de la Gran Armada en julio de 1588 (Wilson-Callo, 2005), y echando a pique los otros dos que componían la escuadra enemiga (Fernández Duro 1897, 3, 127; Cerezo 1988, 408; Gorrochategui 2011, 370).
En una de estas singladuras, rumbo a Bretaña, divisó una vela francesa, la atacó un patache de su escuadra y la apresó. En ella viajaba un clérigo con tres estudiantes y un comerciante, a quienes se les requisaron todas sus ropas y objetos de valor, que fueron llevados al buque de Zubiaur. El clérigo le mostró un pasaporte firmado por el capitán Fontaniella en la que se explicaba que viajaban para llegar a España y realizar sus estudios en la Universidad de Salamanca. Ante esta evidencia Zubiaur ordenó se les devolviera todo lo requisado y así se cumplió.
Se topó en 1597 en el Atlántico con la nave Ascension que, capitaneada por el corsario George Clifford, conde de Cumberland, venía de Plymouth después de haberse reabastecido tras sufrir una dura tempestad. Zubiaur iba al frente de seis naves. El historiador británico Williamson refiere que su buque fue atacado por las seis a la vez. Con dos de ellas tuvo una lucha desesperada, “pero los españoles se vieron impedidos por la artillería de abordar el barco a pesar de que hicieron grandes esfuerzos para subir a la cubierta”. “Veintidós hombres murieron, pero el barco inglés hizo una lucha tan valiente que los españoles finalmente viraron y entraron en Lisboa sin más permisos» (Williamson, 1920, 171-172). Clifford ha sido llamado “el Quijote de los corsarios”, porque con un valor a toda prueba, arriesgaba su fortuna y su vida, más en busca de gloria que de meros intereses lucrativos. Aunque González-Arnao nos explica que pertenecía al grupo de nobles ingleses que tras dilapidar sus fortunas buscaron en la piratería o el corso la manera de recomponerlas (González-Arnao 1995, 127).
La fama de Zubiaur se acrecentó durante su permanencia en Bretaña por la valentía demostrada en todas las ocasiones en las que hubo de enfrentarse a fuerzas muy superiores.
Sin embargo, algunas actividades de pequeño corso le trajeron problemas con sus paisanos de Gipuzkoa y Bizkaia, por la captura de embarcaciones bayonesas, bretonas y flamencas que transportaban vituallas y granos a aquellas tierras. La Diputación y Juntas Generales de Gipuzkoa llegaron a denunciarle ante el Rey en 1593 y 96 solicitándole un castigo para el militar, ya que consideraban esas acciones de dudosa legalidad, pese a lo cual las quejas no tuvieron el resultado esperado, pues el Rey se cuidaba muy mucho de actuar contra aquellos en los que había depositado la defensa del Atlántico y por extensión del Imperio (Guevara 2006, 265-266).
Pedro de Zubiaur nombrado Capitán General de una Escuadra de Navíos de la Armada Real del Mar Océano
El 3 de junio de 1597 Felipe II, aun siendo poco dado a reconocer los méritos de sus servidores, le nombró Capitán General de una Escuadra de Navíos de la Armada del Mar Océano con puerto en El Ferrol, y unos emolumentos de 200 escudos de a diez reales cada escudo al mes (Conde de Polentinos 146, 22 y 145-146), recibiendo la orden de patrullar entre El Ferrol y Cádiz para tranquilidad del tráfico marítimo.
El nombramiento era muy significativo en cuanto al reconocimiento de Zubiaur por su “mucha práctica y experiencia de las cosas de la mar” (Conde de Polentinos 1946, 145), ya que se le otorgaba en un momento en que el rey Felipe II, tras el fracaso de la Gran Armada, había terminado por comprender la importancia del Atlántico como un teatro de guerra normal y no esporádico como hasta entonces, para lo que se decidió a crear una marina permanente. Aún pasarían diez años hasta el armisticio con Holanda, que supuso la desaparición de un foco conflictivo y con ello la pérdida de fuerza operacional de la Armada del Mar Océano en el Mar del Norte en la que a partir de ahora se encuadraba Zubiaur bajo el mando del Adelantado de Castilla y duque de Santa Gadea Martín de Padilla, cuyo adelantamiento o jurisdicción por orden del Rey era la totalidad del Mar Océano.
La Armada del Mar Océano era considerada la élite de las diversas armadas de galeones y naos por entonces existentes, con atribuciones para preparar las fuerzas navales que le fueran asignadas y conducirlas operativamente con autoridad investida por el Rey. Por eso, desde 1593, la Armada del Mar Océano pasó a llamarse Real del Mar Océano. Estaba constituida por todas o parte de las escuadras, que eran unidades de entidad menor de carácter operativo organizadas en determinadas zonas geográficas para combatir la piratería y en general proteger el tráfico marítimo [49] (Cerezo 1988, 162 y 166), aunque la misión principal de esta Armada era asegurar el viaje anual de las flotas de Indias, saliendo a su encuentro en las islas Azores desde Lisboa o El Ferrol y escoltarlas hasta la costa andaluza, en la última y más peligrosa etapa de su viaje, para ponerlas a salvo del enemigo [50]. En 1597 llegó a tener 84 buques con un porte total de 25.911 toneladas capaces de embarcar hasta 30.000 marineros y soldados, para cuyo armamento se le suministraron 2.000 quintales de pólvora (Thompson 1981, 47, 373).
A partir de su nombramiento, Pedro de Zubiaur sería el segundo en categoría bajo el mando del Capitán General de la Armada, cargo que había asumido Martín Manrique de Lara y Padilla -citado usualmente como Martín de Padilla- elegido por Felipe II un año antes con la principalísima misión de dirigir una acción de castigo contra Inglaterra. Su hoja de servicios era impecable: había intervenido en la pacificación morisca de Granada, en la batalla de Lepanto contra el turco, se había desempeñado como Capitán General de las Galeras de España, había combatido con éxito al corsario inglés Drake y pertenecía a un noble linaje burgalés en el que había destacado su padre por la lealtad a su Rey, Antonio Manrique de Lara, también Adelantado Mayor de Castilla. Por tanto, haber recibido la confianza del monarca para ser adjunto de tan alto dignatario era un gran honor para Pedro de Zubiaur, y así lo justifica el Rey al concederle dicho título “teniendo atención alo mucho y bien queme haueis seruido en las ocasiones que sean ofrescido y cosas que seos han encomendado dequehaueis dado muybuena quenta” (Conde de Polentinos 1946, 145).
Como Capitán General de la Escuadra dependían de él su almirante (el donostiarra Juan Pérez de Mutio fue uno de ellos) y oficiales, los capitanes de navío y la gente de guerra y de mar que con ella fueran. El segundo Jefe de la Escuadra era el Almirante, que, en posición, marchaba a retaguardia de ella recogiendo las naves y sustituía al General en caso de necesidad. Ambos títulos -capitán general y almirante- implicaban funciones de mando y no una graduación, de manera que ser nombrado almirante de una flota más importante significaba un ascenso para alguien que antes hubiese servido como capitán general en una flota inferior (Cerezo 1988, 189-190). Los maestres eran los responsables de la mercancía y tenían carácter técnico, pasaban un examen de pilotaje, aunque el verdadero técnico era el piloto, que es quien con su colaboración fijaba el rumbo y tenía obligación de conocer y utilizar los instrumentos normales de navegación. En la Escuadra iban capellanes, médico y cirujano, contramaestre, guardián, maestre de raciones, armeros, artilleros, calafates, carpinteros, toneleros y escribanos. Los marinos de la Armada no debían ser menores de 20 años ni mayores de 50. Las naos también llevaban soldados que obedecían las órdenes del Gobernador del Tercio de Infantería, y demás capitanes, alféreces y sargentos (Conde Polentinos 1947, 147; Cerezo 1988, cap. VI y en especial 195 y ss.).
El cargo recibido le adjudicaba poderes ejecutivos, judiciales, administrativos e incluso espirituales en la república flotante que gobernaban. Antes de hacerse a la mar, el capitán general debía inspeccionar toda la escuadra, comprobando que buques, pertrechos, tripulaciones, provisiones y munición estaban en condiciones de emprender el viaje y de afrontar cualquier batalla que pudiera presentarse. Debía advertir a los oficiales de cada una de las naves que no permitieran que el concubinato, la blasfemia, el juego excesivo o cualquier otro pecado público quedara sin castigo, y no autorizaran nada que pudiera ofender a Dios y atraer su ira. Además, debía exhortar a todos los hombres de a bordo que confesaran sus pecados y recibieran la comunión antes de embarcar, para que se hallaran en estado de gracia si la muerte les llegaba durante el viaje. Seis horas antes de zarpar con marea favorable, el capitán general debía ordenar que se disparase un cañonazo a fin de alertar a todos aquellos hombres que iban a acompañar a la escuadra, para que embarcaran. Él mismo zarpará a la cabeza de la nave designada capitana, que ostentaba el estandarte real además de su propia bandera. Según las instrucciones generales de la Corona, el capitán general, su almirante y su piloto mayor marcaban el rumbo. Durante el viaje los demás buques de la flota debían seguir durante el día a las banderas de la capitana, y durante la noche, a su gran fanal o farol de popa, castigándose con severas penas a los oficiales de cualquier buque que adelantasen a la capitana o se apartasen de la flota. En alta mar, el capitán general disponía que se pasara revista con regularidad a los marineros y soldados, en colaboración con el veedor (inspector oficial) y el escribano mayor (notario jefe), y que se inspeccionaran periódicamente las provisiones y el armamento. Además, actuaba de juez en cualquier reyerta que surgiera en la escuadra, con derecho a ordenar que el culpable de un delito grave fuera encadenado o retenido, hasta sufrir el castigo que le impusieran las autoridades locales a su llegada. Escalante, en su Itinerario de navegación [51], les exhortaba a permanecer despiertos durante la noche y dormir solo durante el día, cuando había menos peligros de accidentes o emboscadas enemigas.
Los capitanes generales tenían prohibido, por una ley de 1568, comerciar en provecho propio para evitar conflictos de intereses so pena de inhabilitación definitiva para cualquier otro puesto de honor (Rahn 1991, 188-189).
Órdenes de proteger las costas españolas y la flota de Indias
En 1597 ayudó con su armada de filibotes a Juan Gutiérrez de Garibay, que protegía la llegada de la Flota de Indias, y se encontraba cercado en la isla Tercera, en las Azores, por las naves del vicealmirante inglés William Monson, y así pudo arribar felizmente al puerto de Sanlúcar de Barrameda (Rodríguez González 2018, 102-103).
Este es el año en el que Pedro de Zubiaur cayó gravemente enfermo de tabardillo (virus exantemático) y estuvo a las puertas de la muerte, razón por la que no pudo hacerse cargo de la armada de cuarenta bajeles que formó por encargo del Adelantado para acudir a Flandes con 4.000 infantes. Los había aprestado en muy poco tiempo y embarcado a la gente, partió incluso al mar pero debió regresar a puerto por el mal tiempo, ya enfermo. Tuvo que asumir la expedición el general Martín de Bertendona (Ruiz de Villoldo 1627, 240; Gracia Rivas 206, 165).
Ya restablecido y de nuevo en la mar anduvo de corso por las costas. En una de las correrías quedó solo por habérsele separado los demás navíos, topó de noche con toda la armada inglesa que al mando del corsario George Clifford, conde de Cumberland, iba a tomar Puerto Rico, y consiguió huir de ella después de haber contado todos sus navíos (Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana 1966, 70, 1469).
Luego fue a Blavet, en Bretaña, con tres filibotes, a hacer arrasar el fuerte y retirar la gente, artillería, armas y municiones que allí había, por haberse hecho ya las paces con Francia.
En su viaje de las Islas de Bayona a Cádiz, cumpliendo órdenes del rey, tomó en el camino varios navíos enemigos.
Ya en Cádiz, se enteró de la toma de Puerto Rico por los ingleses e inmediatamente acudió a la Casa de Contratación de Sevilla para de acuerdo con ella aprestar una armada con la gente del maestre de campo Rodrigo Orozco y acudir a Puerto Rico en auxilio de aquel territorio español, pero recibida la noticia de la retirada de los ingleses, le ordenó Felipe II entregar la armada a Francisco Coloma para que fuese a traer de las Indias la plata y el oro que había de traerse aquel año.
Aprestada por él una nueva armada de 34 bajeles se dirigió a La Coruña sin mayores dificultades. Se unió a la Armada Real del Adelantado Martín de Padilla que iba a la isla Terceira, en Las Azores, pero una fuerte tormenta desarboló parte de ella, y por querer salvar la Capitana Real con gran trabajo y por estar todo el día mojado contrajo una enfermedad, posiblemente neumonía, de la que estuvo casi desahuciado y medio muerto. Ya recobrado, se hizo cargo de la Armada por tener que volver el Adelantado a la Corte.
Reincorporado éste, le ordenó que con siete navíos de guerra saliese a correr la costa de Berbería (norte de Marruecos) hasta el Cabo de Guer (40 km al N de Agadir) en busca de navíos ingleses. No halló ninguno, por lo que se dirigió a la isla de Madeira donde se encontró con ellos, más estos entraron en la isla y recibieron el apoyo de los naturales porque deseaban comerciar con ellos. Informó de ello a Su Majestad.
Con la armada puesta a su disposición por el Adelantado, reforzada con siete galeones de la Casa de Contratación de Sevilla con el fin de traer la plata, yendo con el general Marcos de Aramburu, topó en el camino hacia Lisboa con dos navíos ingleses que valían más de 50.000 ducados, los rindió, se los envió al Adelantado y tomó la dirección de Gibraltar. En el estrecho se apropió de cinco bajeles holandeses cargados de mercaderías, enviándolos a la Bahía de Cádiz para su incautación por los oficiales de S. M. que allí tenía el Adelantado. Fue tan buena la presa que con su importe se dio a la gente de mar y guerra cinco pagas y media.
De regreso a Lisboa, ayudó a Diego Brochero a organizar la armada destinada a Irlanda y partió hacia allí, previa escala en La Coruña, y entró en Castelabón (hoy Castlehaven) llevando diez naves (seis de holandeses, dos francesas de veinte toneladas y dos escocesas pequeñas). Sabiendo el enemigo donde se encontraba Zubiaur, con poca fuerza de navíos y gente, se presentó ante él con siete galeones y otros navíos de la reina de Inglaterra que se le enfrentaron. Le hundieron a Zubiaur dos barcos -uno francés y otro holandés-, haciéndole mil pedazos la nave capitana, pues recibió más de 350 impactos, pero nuestro marino no se arredró, metió la artillería en tierra y peleó con ellos hasta desbaratarlos. Murió en la refriega un sobrino suyo de 22 años, que era capitán de un barco, y se le ahogó otro. Llegó a su encuentro el conde irlandés Hugh O’Donnell, con algunos caballeros, con el fin de dirigirse a España con Pedro de Zubiaur para pedir socorro, y en el viaje sufrieron una fortísima tempestad que les arrebató las velas, debiendo refugiarse por un tiempo en Cork, que era terreno enemigo, pero Zubiaur resolvió que era mejor reparar las velas en alta mar, para, a continuación, llegar al puerto español de Luarca, en Asturias, y de allí terminar el viaje en La Coruña.
Por orden del rey se juntó con Diego Brochero en las Islas de Bayona, poniendo en servicio el galeón San Felipe, de 960 toneladas, y junto a otros diez anduvieron vigilando la costa hasta que en septiembre entraron en Lisboa para organizar una armada de dieciocho navíos para proteger los galeones que venían con plata del Brasil escoltándolos hasta el puerto de Cádiz. Una vez allí, Zubiaur regresó a Lisboa llevando bastimentos del Puerto de Santa María desde Cádiz en cinco filibotes y dos galeones. De regreso a Lisboa, un temporal le obligó a buscar abrigo en el cabo portugués de San Vicente, en donde el 3 de noviembre apresó un patache inglés con cincuenta hombres.
Esta presa le sirvió para enterarse de que en el cabo de Santa María se encontraban apostados cinco galeones ingleses con otras naves esperando a los llamados galeones de plata, de lo que informó al Rey, al duque de Medina Sidonia, virrey de Lisboa y a la Contratación de Sevilla, y habiendo arribado a Lisboa en once días aprestó una armada de dieciocho navíos y salió al encuentro de los galeones españoles en compañía de Diego Brochero, y los escoltaron hasta Cádiz. Brochero regresó a Lisboa y Zubiaur quedó en aguas de Cádiz para conducir en cinco filipotes y dos galeones los bastimentos que debían transportarse desde el puerto de Santa María (Labayru 1930, 6, 621).
No fue aquella la única presa de 1603, pues operando con Diego Brochero en las proximidades de citado cabo habían atacado una escuadra anglo-francesa y apresado ocho de sus naves (Gutiérrez de la Cámara 2013, 615).
Intento fallido de invadir Inglaterra
En 1597 Felipe II se propuso invadir Inglaterra. Desde el mes de enero en El Ferrol se estaban organizando varias escuadras -con bajeles del rey, fletados y embargados-, a las órdenes de Marcos de Aramburu, Antonio de Urquiola, Martín de Bertendona, Joanes de Villaviciosa, Oliste (¿Jorge de?) y el bravo Pedro de Zubiaur, todos bajo el mando del Adelantado Mayor de Castilla, Martín de Padilla, y su almirante general Diego Brochero. Con objeto de impedir este propósito, el 9 de julio zarpó de Plymouth, rumbo al sur, una poderosa armada anglo-holandesa de 120 velas -25 de las rebeldes Provincias Unidas-, al mando de Robert Devereux, conde de Essex, con su buque insignia Repulse al frente, y los vicealmirantes Thomas Howard, conde de Suffolk, al frente del Lion, Walter Raleigh, en su Warspite, y Jacob Duivenvoorde en el Orange a la cabeza de la escuadra holandesa, con el triple objetivo de destruir la flota española del Adelantado de Castilla Martín de Padilla en el puerto de El Ferrol, ocupar las posesiones españolas en las islas Azores, e interceptar la Flota de Indias en su regreso desde América a su paso por las Azores. Pero la ría de El Ferrol, bien defendida, no como lo sucedido dos años atrás en Cádiz, puso en serias dificultades el intento anglo-holandés, a lo que se sumó un temporal que dispersó la armada conjunta enemiga, terminando la llamada Expedición Essex-Raleigh volviendo a Inglaterra con grandes pérdidas y recriminaciones recíprocas entre Essex y Raleigh por los sucesos ocurridos. Como era costumbre ante las pérdidas humanas y materiales de las expediciones inglesas, Isabel I Tudor prohibió severamente que se informara de ellas, y se exageraron las de Padilla como si hubieran sido causadas por la pericia y el valor de los marinos ingleses (Cerezo 1988, 412-413; Wikipedia 2019; Rodríguez González 2018, 96-107).
Paralelamente, el alejamiento de la armada del conde de Essex de sus aguas metropolitanas, era aprovechado por Felipe II para reactivar la preparación del ataque a Inglaterra y el apoyo a los católicos irlandeses. El 19 de octubre se lanzó al mar la Armada dispuesta al asalto de Inglaterra. Salidos de El Ferrol se concentró la flota en La Coruña: 13 bajeles, 8.634 hombres de guerra, 4.000 de mar y 300 jinetes. Otras 20 naos, a las órdenes del general guipuzcoano Marcos de Aramburu, transportando dos tercios de Nápoles y uno de Lombardía, deberían reunírseles para completar el contingente naval para atacar Inglaterra. La Casa de Contratación de Bilbao suministró a Zubiaur, ya repuesto de su dolencia y que operaba a las órdenes del Adelantado, siete galeones que los entregó a Aramburu para que en ellos distribuyese los marineros y se agregase a la Armada, hecho lo cual salió a recorrer el mar con otros siete navíos de guerra en busca de embarcaciones inglesas que combatir y apresar (Labayru 1930, 6, 619).
Pero esta segunda armada, que zarpó el 8 de setiembre, debió guarecerse en Lisboa por el temporal, de donde volvió a salir el 7 de noviembre reforzada con otros 10 navíos más y una urca, pero demasiado tarde para participar en la empresa. El 19 de octubre salió la Armada de Martín de Padilla y Diego Brochero del puerto de La Coruña y embocó el Canal de La Mancha el día 22, pero una vez más la meteorología se alió con la reina Isabel Tudor para salvarla de su rival Felipe II. Una furiosa tempestad obligó a Padilla a dar la orden de regresar a España para evitar una nueva catástrofe naval como la sucedida con la Gran Armada en 1588, cuando no existía ninguna flota inglesa que pudiera oponerse a la Armada española (Cerezo 1988, 414-415).
La Paz de Vervins con Francia y política de Felipe III con los Países Bajos
El rey de Francia, Enrique IV, llevado por intereses políticos más que inspirado por un convencimiento de fe, abjuró de la doctrina protestante en la Abadía de Saint-Denis el 25 de julio de 1593 y el 27 de febrero de 1594 sería consagrado rey en la catedral de Chartres. La Liga Católica se desintegraría antes de 1596 y estos hechos restaban justificación a la intervención de España en Francia pese a que sus tropas se hallaban sólidamente instaladas en Bretaña y Normandía. Estas circunstancias aconsejaron que el 2 de mayo de 1598, el rey Felipe II acordase con Enrique IV de Francia la llamada Paz de Vervins que condujo a la cesión a Francia de algunas plazas tomadas por los españoles en aquel reino, como el estratégico puerto de Calais, Cambray y la inexpugnable posición de Blavet, que hubo de abandonarse, embarcando en la escuadra ligera de Pedro de Zubiaur artillería, municiones, pertrechos y víveres [52], si bien se conservó Dunquerque hasta 1658, lo que permitiría a España asegurar su dominio sobre el Canal de la Mancha, aún a costa de grandes esfuerzos por la discontinuidad de las asignaciones dinerarias para mantener el nivel de operatividad de la Armada española, hostigada continuamente por las escuadras inglesas, holandesas y corsarias (Cerezo Martínez 1988, 167). A pesar de ello, durante el reinado de Felipe II no se suspendió ni un solo año el tránsito de las flotas españolas a través del Atlántico (Cerezo 1988, 174).
Desatendidos con este motivo los cruceros que se habían conservado en aquellas costas, se echaron a la mar muchos corsarios de menudeo, aunque el referido Zubiaur tuvo a las órdenes 40 filipotes o pataches, e hizo escarmiento en los que vinieron a las costas de Galicia (Fernández Duro 1897, 3, 170-171).
La Paz de Vervins con Francia no fue suficiente para contener el marasmo de la hacienda real, en gran parte debida a los estériles esfuerzos de Felipe II por invadir Inglaterra en los últimos años de su reinado. Al lamentable estado de la situación naval, insuficiente en buques y con dotaciones mal pagadas, y por tanto escasas, como para neutralizar el peligro permanente de una sublevación en la Holanda rebelde, se unían prácticas inaceptables de los españoles en aquellas provincias como el contrabando y la corrupción. Pese al control que España pretendía ejercer sobre los holandeses, la marina holandesa se reforzaba en número de barcos y, como consecuencia, el dominio sobre la línea costera desde Ostende a Dunquerque. Además, su economía crecía al compás del activo comercio con los países mediterráneos -incluida España- con África, América y el sudeste de Asia, y estas lucrativas operaciones aportaban el crédito necesario para proseguir la guerra contra España. Descartada la acción naval convencional para reprimir esta situación y obligar a los holandeses, si no a la obediencia, sí al menos a pactar una tregua, España puso en marcha una serie de acciones, la primera fue el ataque por sorpresa de corsarios a los barcos mercantes y de pesca holandeses, acciones incentivadas por la renuncia de la Corona a la quinta parte que le correspondía por el botín, y así obligarles a pagar los rescates en el caso de querer recuperar sus barcos o, de no ser así, utilizarlos de nuevo en corso contra el enemigo. La segunda consistió en suprimir su comercio con los territorios de la Corona española, de modo que se procedió al embargo general de los navíos, marineros y mercancías de las provincias rebeldes en toda la Península, Italia y los Países Bajos meridionales, de esta forma se mandó el 16 de diciembre de 1598 a los justicias para proceder en todos los puertos y a Diego Brochero y Pedro de Zubiaur para que saliesen al mar y capturasen a todos los navíos rebeldes que hallasen, en especial los holandeses, y a sus marineros que se resistiesen los enviasen a galeras. En estas circunstancias explica Iturriza que Pedro de Zubiaur capturó al holandés «tres gruesas naves» el año 1601 (Iturriza y Zabala, 263) Tan drásticas medidas duraron poco tiempo, pues se volvieron en contra del abastecimiento de España y de los intereses de nuestros comerciantes, de manera que en 1603 se adoptó la concesión de licencias, previo canon, para los mercaderes extranjeros (básicamente holandeses) que quisieran introducir sus productos en España, y se otorgó el perdón general a quienes aceptasen la nueva forma de comercio (Gómez-Centurión 1988, cap. V).
Participación de Zubiaur en la guerra de independencia de Irlanda
En el siglo XVI Irlanda pasó a convertirse en una de las bazas en juego de la rivalidad entre España e Inglaterra por el dominio del Atlántico, debido a su posición estratégica. Para Londres dejó de ser un territorio periférico, siendo consciente de que su ocupación por una potencia extranjera haría preocupar la propia integridad de Inglaterra y ver cortadas las rutas transatlánticas. En este siglo la monarquía inglesa inició un proceso de integración de la isla que levantó una fuerte resistencia del pueblo católico irlandés hasta ese momento polarizado en luchas entre familias autóctonas del norte, el Ulster, las de los condes O’Neill y O’Donnell. España tomará partido por Irlanda en defensa de la catolicidad y la expansión de la fe como principios básicos, sin olvidar su tradicional enemistad con Inglaterra, y los intereses geoestratégicos puestos en juego: evitar el apoyo inglés a los rebeldes de Flandes, usar los puertos irlandeses como bases para castigar a la flota pesquera holandesa, amparar la presencia española en el puerto de Dunquerque, frenar los ataques a puertos españoles y la interferencia del comercio con las Indias. Irlanda ofrecía también un excedente demográfico con que “refrescar” al agotado ejército español aportando soldados. El Papado de Roma apoyará la actitud de España con respecto a Irlanda, pues la resistencia a la autoridad inglesa se identificó con la lucha contra la Iglesia protestante de Inglaterra.
Nos entera García Hernán que Pedro de Zubiaur ya había aconsejado a Felipe II en 1589 intervenir en Irlanda sirviéndose de los jesuitas como informadores de la situación que allí se vivía. Había puesto a punto un sistema de información que esperaba diese buenos resultados y, de suyo, en 1594 organizaba un socorro a Irlanda mediante doce navíos con caballería embarcada, en concreto con 124 caballos. También había sugerido al Rey desde Bruselas una operación de rescate de los náufragos y prisioneros de la nave veneciana Trinidad Valencera, que al mando de Alonso de Luzón naufragaron en las costas de Irlanda, junto a la Península de Inishoven. Eran unos 500 hombres, vasallos del resistente conde O’Donell, aunque cerca de 80 se habían ahogado. Consiguieron tomar tierra, pero como no tenían armas ni municiones se entregaron a los ingleses. Cerca de 200 lograron escaparse a Escocia pues eran muy maltratados por los ingleses, donde los católicos también pedían el socorro del Rey español para resistir el incremento de hostilidades de los ingleses protestantes, convencidos de que obtendrían éxito si podían contar con 3.000 hombres, máxime si colaboraban a ello ingleses católicos al mando del coronel William Stanley (García Hernán 1999, 267, 301, 345). El historiador británico Thomas Birch aporta el dato de que Felipe II pensó seriamente en enviar a Escocia a Pedro de Zubiaur junto con Diego Brochero con 15 grandes barcos, que esperaba recibir desde Italia, 3.000 soldados y 600.000 quintales de pólvora, y Hume confirma que el embajador de España en Londres, Mendoza, de acuerdo con los seguidores católicos de María Estuardo había pensado en enviar a Escocia una fuerza española para ayudarles con un levantamiento en el norte de Inglaterra que aprovechase la oportunidad para liberar a la reina depuesta, y esto sucedía en 1582, pero el plan se frustró por la intervención interesada del duque de Guisa que prefería que Felipe II centrase todo su apoyo en la causa católica de Francia (Hume 1903, 158). El plan implicaba reunir toda esta fuerza en San Sebastián antes de partir para Escocia (Birch 1754, 320). No sabemos hasta que punto la idea de Zubiaur para rescatar aquellos náufragos prisioneros de los ingleses dio resultado, pero algunos de ellos se exiliaron a España en 1608 (Recio 2002,34).
Con el ascenso de Felipe III a la Corona española se tomó en 1601 la decisión de desembarcar fuerzas españolas en Quinzar (Kinsale), ciudad a 25 km. al sur de la principal Cork, en la desembocadura del río Bandon, yendo más allá de la actitud de su padre Felipe II, que había preferido las relaciones diplomáticas y la información antes que la invasión después de haberlo intentado sin éxito en 1596 y 1597, por impedirlo las condiciones meteorológicas adversas. En efecto, el medio marítimo era difícil, las costas irlandesas escarpadas y la fragmentación social dificultaba el control de la población, pero los varios levantamientos de los irlandeses contra los ingleses, que intentaron reprimirlos por mediación de Charles Blount, barón de Mountjoy, nombrado al efecto por Isabel I Tudor, comprometieron a España con la causa irlandesa. España planteó su intervención en forma de socorro, no como una empresa de conquista que era el deseo de Felipe II.
Por entonces -1601- Pedro de Zubiaur se sentía cansado, a pesar de lo cual propuso al Rey en carta del 23 de octubre volver a Irlanda con la urca Santa María más nueve navíos llevando a sus compatriotas socorro de soldados, artillería y provisiones [53], “para que no padezcan aquellos pobres soldados y marineros”, y después poder ir a su casa, con su permiso “pues ya soy viejo y con enfermedades y podre gozar poco” (Conde de Polentinos 1946, 88-89), “pues considero es vida mas descansada un pedaço de pan Regalado en mi casa”, “a cavo de 34 años de servicios y trabajos”, de haber servido a S. M. con su persona, navíos y hacienda, peleado y defendido el estandarte real de S. M. muy honradamente y en la ribera de Burdeos haber rendido la capitana inglesa con su sola capitana y también la Almiranta inglesa ganando los estandartes de la reina (Conde de Polentinos 1946, 71-72 y 84).
Tras el nombramiento de Fray Mateo de Oviedo como arzobispo de Dublín y la presencia del delegado militar español Fernando de Barrionuevo ante cuya presencia los nobles irlandeses juraron ser leales al Rey de España, éste autorizó el envío a Irlanda de una fuerza de 4.000 soldados que pudiera controlar los enclaves del sur de Irlanda, especialmente Kinsale, a la espera del apoyo de los señores gaélicos del Ulster, y contando con la lealtad de los caballeros irlandeses del sur de la isla.
La Armada española partió de Lisboa para Irlanda el 18 de setiembre de 1601 con treinta y tres navíos bajo el mando de Diego Brochero de Anaya, que acababa de reemplazar al Almirante de Castilla al frente de la Armada del Mar Océano, llevando como segundo a Pedro de Zubiaur, y la infantería con su maestre de campo Juan del Águila.
Según manifestaciones del propio Zubiaur, cuando se encontraban frente a las costas irlandesas, en la noche del 27 de septiembre, saltó un temporal que lo separó de la capitana con otros nueve buques, por lo que, ante la resistencia de los pilotos “que nunca habían estado en Irlanda y no se resolvían a tentar más la fortuna” y la imposibilidad de contactar con Diego Brochero, debido a los vientos contrarios, decidió retornar a España llevando consigo al veedor general y contador general de la armada Sebastián de Oleaga en el galeón San Felipe y con las urcas Santa María y Juan el Viejo, llegando a El Ferrol el 22 de octubre con la intención de pedir refuerzos (Recio 2002, 63; Gracia Rivas 2006, 166). En esa derrota el galeón navegó con enormes dificultades anegado de agua, y encomendándose a San Miguel la tripulación logró evitar estrellarse entre el cabo de Clara y la isla de Dorsey, y esto sucedió estando el general Zubiaur muy quebrantado por una caída “que quedó sin vigor, echando sangre por la boca y oídos, que no ha podido tenerse en pie” [54].
El resto de los buques pudieron alcanzar el puerto irlandés de Kinsale donde se procedió al desembarco de la infantería. La situación era comprometida, ya que en las naves de Pedro de Zubiaur iban embarcados más de 1.000 soldados, con el veedor y contador del ejército Pedro López de Soto y el maestre de campo Antonio Centeno, por lo que Juan del Águila se quedó solo con una fuerza reducida a unos 3.500 hombres, cifra muy alejada de los 6.000 que habían sido ofrecidos a los irlandeses y con gran escasez de algunos pertrechos imprescindibles, como el plomo.
Por otra parte, sus problemas se agravaron cuando Diego Brochero tomó la decisión de regresar, sin dejarle una fuerza naval capaz de impedir el bloqueo del puerto que llevaron a cabo los ingleses tan pronto como fue abandonado por los buques españoles. De esa forma, Kinsale se convirtió en una trampa para nuestras tropas expedicionarias, ya que Juan del Águila fue incapaz de alcanzar un adecuado entendimiento con los caudillos irlandeses y organizar una actuación combinada que posibilitara el avance desde la cabeza de playa, limitándose a mantener una defensa estática de sus posiciones (Gracia Rivas 2006, 166). En su defensa, del Águila acusó a Brochero de arrojar los bastimentos, artillería y encabalgamientos en la misma playa de Kinsale, para marcharse rápidamente a España, y con ello la pérdida de control del puerto de Kinsale, permitiendo su posterior bloqueo. Aquél argumentó que el papel de su marinería no era ese habiendo tropa de tierra dependiente del Águila (Recio 2002, 73)
La noticia del precipitado retorno de Zubiaur supuso una gran contrariedad en la Corte, y si en su primera comunicación Felipe III dejó deslizar una sombra de sospecha al afirmar que “presupuesta la buena opinión que de vuestra persona y cuidado se tiene, queda entendido que habéis hecho todo lo posible por seguir a la capitana y que el haberos apartado de ella y no tomar tierra ni volveros a juntar con ella ha sido por cuenta de los temporales”, en una nueva comunicación de 5 de noviembre fue mucho más explícito al señalar que “si de vuestro celo no se hubiera tanta satisfacción y experiencia, diera mucho que pensar no haber tomado tierra cuando los demás” (Gracia Rivas 2006, 167).
Había llegado de Irlanda el capitán Blackadel, enviado por el conde O’Neill para pedir socorro y tras entrevistarse con el duque de Lerma, valido de Felipe III, le solicitó la presencia del general Zubiaur y la fuerza que con él sería necesaria para combatir a los ingleses: al menos tres filibotes de 300 toneladas, 700 infantes, tres capitanes y, de artillería, 6 culebrinas, 6 medias culebrinas, pólvora y balas abundantes, 4 artilleros, 2 ingenieros y mercadurías para disimular el viaje. Explicó que se podría contar con 1.000 soldados y 100 jinetes irlandeses, y le propuso pedir ayuda al nuncio de Irlanda, que estaba en Lisboa, pues con él los nobles que obedecían a la reina de Inglaterra la abandonarían (García Hernán 1999, 199).
Tras valorar las circunstancias se le ordenó regresar inmediatamente a Irlanda en socorro de los españoles que bajo el mando del maestre del campo Juan del Águila se hallaban en Kinsale. La expedición salió de La Coruña el 6 de diciembre de 1601, en época muy adversa por el frío y los temporales de invierno, e iba en su compañía el veedor del rey Pedro López de Soto [55]. Constaba de 10 naves, 71 tripulantes, entre 800 y 1.100 hombres y abundantes provisiones bajo el mando del maestre de campo Esteban de Legorreta (Según Silke los marineros eran 271). Le acompañaban los capitanes Alonso de Ocampo, Hernando de Barragán, Sebastián Granero, Vasco de Saavedra, Andrés de Arbe, Roque Pereira (de portugueses), Juan Bautista Castellanos, Francisco Ruiz de Velasco, y el alférez Conor McMorris, que iba en la nave de Zubiaur. La flota se vio afectada en su travesía por un temporal que le hizo perder 4 naves que regresaron a España, en tanto llegaron a su destino la urca Santa María (pilotada por el maestre Pedro Fernández de Coria), la Bendición de Dios (por Gregorio García), la Perriña (por Esteban Miguel), la Buena Fortuna (por Bartolomé Fernández), el Cisne Camello (por Pedro de Acosta) y la María Francesa (por piloto desconocido), mientras que el Unicornio fue apresado en Kinsale sin poder reunir al resto y perdido el rumbo llegó al puerto de Castlehaven, en la península de Dunboy, a siete leguas de Kinsale, donde fueron recibidos el día 11 con gran contento por Dermicio O’Driscoll, señor del castillo y del lugar, así como por Donal O’Sullivan del de Berehaven y Cornelio O’Driscoll del de Baltimore, a los que Pedro de Zubiaur en nombre del Rey tomó juramento de lealtad a su persona, armó a unos trescientos de ellos con arcabuces y le informaron de la situación apurada de Juan del Águila en Kinsale frente a un ejército de 10.000 hombres ingleses e irlandeses afectos que tomaron los dos castillos de entrada al puerto, pese a lo cual les había matado 1500 soldados. Escribió a S. M. que por su dominio del inglés hace con ellos de “soldado marinero y embaxador”… “y encamino las cosas como combienen al servicio de Vuestra Magestad, y están tan contentos con mi proceder que apenas quieren salga dentre ellos” [56]. Decidió entonces artillar el castillo de Castlehaven con las piezas que sacó de sus barcos para batir con ellas la entrada del puerto desde varias posiciones y con el refuerzo de sus naves, “pues también soy yngeniero” (Conde de Polentinos 1946, 85; Silke 1970, 132; García Hernán 2010, 71-72; Crespo-Francés SF, 20).
El domingo 16 de diciembre se batió con sus soldados españoles y los fieles irlandeses usando su artillería instalada en tierra y las naves a disposición contra los galeones ingleses Warspite (648 toneladas), Defiance (550), Switfsure (400), el buque real o capitana Marline, un mercante armado y una pinaza al mando del almirante Richard Levenson que se atrevieron a entrar en la bocana del puerto. El combate duró tres días terminando con la huida de la armada inglesa, aunque los buques de nuestra armada quedaron muy maltrechos, especialmente El Cisne Cabello, y la nao María Francesa se fue a pique con gente, vituallas y municiones, pero la capitana inglesa Marline “dio al traues a la entrada de quinçal” (Kinzal) y el galeón Avanguarde se fue a pique con todo lo que llevaba y la muerte del almirante inglés la testificaron poco después. Las bajas entre la gente del general Zubiaur ascendieron al 40% de los 800 efectivos sanos que le quedaron, unos 649 hombres (García Hernán 2010, 76), lo cual no impidió que los soldados de Zubiaur desembarcaran las vituallas y municiones que estaban guardadas en los barcos sin dejar por ello de enfrentarse a los ingleses. Hasta él mismo manejó un cañón, como así también hizo el veedor López de Soto “dejando los papeles” por un tiempo. Durante la batalla murió el capitán Tomás de Arispe, sobrino de Zubiaur. También murió su secretario, de ahí que tuviera que enviar sus cartas escritas de su puño, en un castellano poco común y una letra casi ilegible. Esta victoria y otros hechos puntuales del general Zubiaur, como un segundo enfrentamiento artillero el 21 de diciembre contra dos naves enemigas hasta expulsarlas de las inmediaciones del castillo de Baltimore, motivaron que el veedor de S. M. Pedro López de Soto se dirigiese al Rey Felipe III el 20 de diciembre de 1601 en estos términos: “El general Zubiaur merece que V. M. se sirva de honrarle y no hay otro como él del adelantado abajo en la mar de alto bordo” [57]. Y tres días más tarde remarca al Rey sus cualidades: “El general Zubiaur es gran persona para trances tan repentinos e importantes en que es menester resolución y pecho. Servicio de V. M. será honrarle antes hoy que mañana” [58].
Zubiaur expresó a S. M. su deseo de fortificar las plazas de Valentimur (actual Baltimore) y Bieraven (Bearhaven) “para que las naos de la Reyna no tengan Puerto, para que los socorros de Vuestra Magestad entren donde quiera libremente, y para que todos los irlandeses pues toman armas se defiendan para diuertir a los Enemigos” (Conde de Polentinos 1946, 78). Pide al Rey refuerzos, en forma de hombres, armas y provisiones esenciales para resistir y adueñarse de toda la isla y “si Vuestra Magestad se dá priessa seremos señores de toda Yrlanda”. Entre tanto, el 3 de enero de 1602, el ejército inglés, muy superior en número, plantó cara a las fuerzas de Juan del Águila en Kinsale prendiendo a los capitanes Alonso del Campo y Roque Pereira, y al sargento mayor y al alférez Saya, dejando al maestre del campo sitiado y la muralla batida por tres partes. Además tenía 900 heridos y enfermos, y tan solo contaba con 1800 hombres útiles y vituallas para tres meses. En una salida a la desesperada don Juan y su gente degollaron al enemigo 400 hombres y les ganaron siete banderas y tres piezas de artillería.
En poco tiempo la armada inglesa ya tenía el control de entrada marítima a Kinsale con treinta galeones y navíos en la boca del puerto al mando de Richard Levison, en tanto que por tierra el barón de Mountjoy, con un ejército de 7.000 hombres cercó el enclave, de modo que Zubiaur ni por mar ni por tierra podía unirse a sus fuerzas (Silke 1970, 124; Recio 2002, 63; García Hernán 2010, 77), o bien por su estupidez o cobardía, según las duras, quizás injustas, palabras del historiador inglés Martin Hume (Hume 1903, 254). El enfrentamiento se produjo en terreno llano, donde la caballería inglesa fue superior. La inevitable derrota llegó en enero de 1602. Hugh O’Neill se replegó a sus territorios del norte donde continuaría luchando hasta 1603; el conde Hugh O’Donnell huyó a Castlehaven con el deseo de embarcarse para España a fin de ponerse al resguardo y el general Zubiaur se encargó de llevarle con unos setenta irlandeses haciendo puerto en Luarca (Asturias) el 13 de enero de 1603; Juan del Águila consiguió un acuerdo el 2 de enero de 1602 por el que rendir las plazas tomadas y poder repatriar a los supervivientes, entre ellos los principales señores gaélicos, que llegaron a La Coruña en condiciones lamentables. Donal O’Sullivan, señor de Berehaven, no le perdonó haber entregado su puerto y castillo a sus “enemigos, crueles malditos y que no guardan la fe” ingleses, tal como explica a Felipe III en una carta del 20 de febrero de 1602, en la que también le dice que por lealtad a él los puso anteriormente a disposición de su “gobernador Pedro de Zubiaurri y Pedro López de Soto” (Recio Morales 2003, 238-240).
García Hernán, tras estudiar la novedosa documentación que aporta su libro sobre la batalla de Kinsale, llega a una conclusión sorprendente: que la monarquía española entregó una gran cantidad de suministros militares y apoyó tanto a la fuerza expedicionaria como a los aliados irlandeses con disposiciones que, en otras circunstancias, bien podrían haber sido utilizadas para llevar a cabo una campaña con éxito. La enorme inversión en la «empresa», y el consiguiente éxito logístico, no puede desvincularse del hecho de que en el invierno de 1601 y 1602 se logró muy poco en Kinsale y Castlehaven, aunque cree que esto debe ser mitigado por dos consideraciones: en primer lugar, que los irlandeses simplemente no estaban preparados y eran incapaces de emplear las armas y el equipo que se les proporcionó; en segundo lugar, que un liderazgo más resuelto y unido bien podría haber conducido a una conclusión más satisfactoria de la campaña. Sobre todo fue el fracaso colectivo a la hora de diseñar un plan o una estrategia con visión de futuro en Irlanda lo que condujo a la confusión de la batalla y a la subsiguiente rendición en Kinsale y Castlehaven (García Hernán 2010, 93; 2013, 40; Pi Corrales 2019, 48).
Se le forma consejo de guerra
El fracaso militar aparejó un consejo de guerra que investigó los sucesos para aclarar las culpas y el general Pedro de Zubiaur se vio envuelto en las responsabilidades de lo que se llamó “la jornada de Irlanda”. El Consejo se encargó de coordinar las informaciones remitidas por el virrey de Portugal y marqués de Castel-Rodrigo, Cristóbal de Moura; del conde de Caracena en Galicia; y de una tercera persona perteneciente al propio consejo; Diego de Ibarra fue finalmente el consejero designado por Felipe III para dirigir las indagaciones en la Corte. Se le acusaba de haber vuelto a España derrotado con su capitana y navíos que se separaron de los de Diego Brochero, que había quedado en Irlanda, y ello sin la orden expresa de Juan del Águila. De no haber enviado a Kinsale los soldados necesarios para su defensa dejando hasta 150 de ellos en uno de los castillos que se ganaron. Por ello, en noviembre de 1602 se le ordenó, en tanto no concluyese la investigación, “que guarde una casa por cárcel y que allí se le hagan sus cargos” [59]. Esta detención duró dos años y medio hasta que, el 12 de mayo de 1605, el tribunal le declaró absuelto atendiendo a “la larga prisión que ha tenido en esta Corte” y “en consideración de sus muchos y buenos seruicios”, aunque se le reprendió por su descuido. Las condiciones de su detención no debieron ser muy rigurosas puesto que en 1603, como veremos, se encontraba en Valladolid, donde residía la Corte, entregado a un singular proyecto: la construcción de un ingenio para elevar las aguas del Pisuerga.
No son del mismo parecer ni García Hernán ni Recio, para quienes las conclusiones del juicio fueron muy duras: el maestre de campo Centeno fue suspendido de empleo y sueldo, y el veedor López de Soto quedó también suspendido, aunque por cuatro años, y obligado a dos años de destierro (y eso que había sido secretario de Juan de Austria, de Marco Antonio Colonna y del duque de Medinaceli), aunque a Zubiaur le salvó la buena consideración que de él había en la Corte, con el expreso perdón del Rey, pese a lo cual sufrió un “descomunal disgusto” a las puertas de su muerte, lo que para Silke supuso “nublar una carrera notable al final de sus días” (Silke. 1970, 174). A del Águila, aunque se le acusó de no haber reconocido bien el puerto de Kinsale antes de desembarcar las tropas ni haberlo fortificado convenientemente y de haber entregado a los ingleses los castillos que los nobles irlandeses le confiaron, fue exculpado y encomiado su proceder (García Hernán 1999, 400; Recio 2002, 75-78). En cambio a Diego Brochero se le exoneró por completo, incluso se le nombró miembro del Consejo de Guerra por influencia del duque de Lerma (Williams 2000, 12).
García Hernán considera la figura de Zubiaur “compleja y ambigua”, pues por un lado fue uno de los principales comandantes del Rey de España en su misión en Irlanda, pero también fue un contrabandista que aprovechó el paso de buques de guerra reales como el San Pedro y el San Felipe para enriquecerse. Afirma que utilizaba los barcos para el contrabando, en concreto la nao La Santa María estaba cargada de mercancías, y por esto fue denunciado por un capitán, y embargado totalmente. Quizás este aspecto lo contempló también el Consejo de Guerra que al final le exoneró de culpa valorando por encima de todo el valiente servicio que prestaba Zubiaur a su país, pero lo cierto es que los marinos españoles también estaban obligados a hacer presas del enemigo en el mar, con un porcentaje para el captor, aunque iremos viendo cómo Zubiaur perdió como naviero compensaciones económicas por la pérdida o deterioro de sus barcos usados por la Corona en sus empresas bélicas (García Hernán 2013, 14).
Quizás la crítica de García Hernán surge de la circunstancia de que en aquella época, y no sólo en España, en el mundo del comercio corso y negocio se diferenciaban con dificultad, máxime en la mar porque escapaba más fácilmente que en tierra al control de las autoridades, y porque para muchos habitantes costeros se habían convertido estas actividades en una fuente de supervivencia dentro de un mundo en constante conflicto. El problema del corso exigía soluciones e interpretaciones a problemas nuevos adecuados a cada circunstancia dentro de una legislación en teoría establecida, pero imposible de aplicar en la práctica, ya que en los beneficios del corso se hallaban implicados el propio monarca, los responsables de las naves corsarias y la marinería (indirectamente también las familias que de ella dependían). Esto se vio, por ejemplo, en la polémica que se suscitó en el año 1594 por un cargamento de lanas fruto de la presa de varios navíos ingleses y franceses por los filibotes mandados por Zubiaur. Felipe II manda que no se vendan dichas lanas sin pagar antes los derechos que sobre ellas les corresponden a sus captores y que la venta se haga en su justo precio, pues “que la gente de mar y guerra que anda con él de continuo en mi servicio se le hace notable daño, y sería desanimarlos para hacer las dichas presas, por no tener en ellas el beneficio y aprovechamiento que hasta aquí han tenido…” (Azpiazu 2005, 69-72). ¿Cómo podía el Rey reclamar a la gente de mar el beneficio de las presas si ellos eran quienes se ocupaban de proteger las costas españolas de los ataques de corsarios enemigos?.
Las diferencias de criterio entre Pedro de Zubiaur y Diego Brochero ya habían surgido en Bretaña, debido a sus diferentes planteamientos tácticos de la guerra en el mar, que ahora rebrotaban en el frente de Kinsale.
Brochero era un marino salmantino formado en las galeras de Malta, de las que había llegado a ser Teniente General, al que González-Arnao define como “hombre de resolución e iniciativa”. Decidido partidario de este tipo de unidades por su maniobrabilidad y capacidad de transporte de infantería, cuando se hizo cargo del mando de las operaciones navales en Bretaña, planteó un tipo de actuación basado en acciones de represalia contra las posiciones enemigas en las que las galeras eran utilizadas como meras plataformas para el desembarco de la infantería, bajo la protección de los filibotes (González-Arnao 1995, 167; Gracia Rivas 2006, 162).
La mentalidad naval de Pedro de Zubiaur era muy distinta, por tratarse de un marino en el pleno sentido de la palabra que consideraba que la mejor utilización de los buques era para colapsar el tráfico marítimo del enemigo, mediante operaciones de corso, sin rehuir los enfrentamientos con sus unidades de combate. Para él, la estrategia de Brochero era completamente equivocada y le hacía asumir riesgos innecesarios al obligarle a “correr toda esta costa de Francia” en seguimiento de las galeras, “que es milagro que no se hayan perdido algunos”, debido a los peligros de la navegación en esas aguas [60], por lo que se quejaba amargamente al rey en una carta fechada el 3 de septiembre de 1592. De hecho, su capitana había varado en unas peñas y lo mismo le había sucedido a los filibotes El Cordero, La Fortuna y El Cazador. Hasta tal punto se sentía molesto bajo su mando que llegó a pedir al Rey que le relevase de sus órdenes (Gracia Rivas 2006, 162). Zubiaur, por el contrario, creía más ventajoso colapsar el tráfico mercante y pesquero en luchas en alta mar, y no en costas accidentadas y poco conocidas, con grandes mareas, fondos escasos y fuertes corrientes, que podrían poner en peligro los buques con numerosas encalladuras (Rodríguez González 2018, 80).
Otro punto quizás le enervase a Zubiaur, y es que Brochero se oponía al nombramiento de marinos para dirigir los navíos del Rey, “porque carecían de las cualidades que deberían poseer para imponer su mando”, y no siendo de noble estirpe no tenían el rango social necesario para ser respetado por la marinería. Pese a todos sus años de servicio en el mar, asegura el investigador británico David Goodman, Brochero conservaba la mentalidad de un soldado. Pensaba que si un capitán poseía la adecuada cualidad social, “al cabo de cuatro días en el mar, él sabría mucho más que otros que habían estado navegando toda su vida” (Goodman 1997, 112). Por el contrario, Zubiaur exigía que las naves fueran conducidas por pilotos prácticos con experiencia en el mar. Sin embargo, no todo fueron diferencias entre ellos: ambos coincidieron en la Junta de Fábrica de Navíos en los primeros años del reinado de Felipe III y sus documentos los firman los dos, porque Zubiaur fue incluido en las discusiones como experto (Pi Corrales 2019, 125-126).
En 1607 la resistencia irlandesa había declinado por completo y la expansión inglesa por su territorio era un hecho, tanto a nivel de la administración como de asentamiento de colonos. A partir de entonces los esfuerzos de España se centraron en los asuntos de Flandes. Poco después Inglaterra y España firmaron un acuerdo de paz que no se rompería hasta 1625.
Fue el llamado Tratado de Londres del 28 de agosto de 1604, entre Felipe III, sucesor de su padre Felipe II, y Jacobo I, hijo de María Estuardo y por tanto heredero de la corona de Inglaterra tras la muerte de Isabel I Tudor un año antes, que marcó el final de la guerra anglo-española entre 1585 y 1604, España se aseguraba por un tiempo la hegemonía mundial renunciando a cambio a restaurar el catolicismo en Inglaterra, mientras que esta segunda potencia desistía de prestar ningún tipo de ayuda a los Países Bajos, abría el Canal de la Mancha al transporte marítimo español, prohibía a sus súbditos llevar mercancías de España a Holanda o viceversa, y prometía suspender las actividades de los piratas en el océano Atlántico. Por su parte, España concedía facilidades al comercio inglés en las Indias españolas. En 1607 los ingleses fundaban su primera colonia en el Nuevo Mundo, la de Jamestown.
El ingenio para abastecer de agua al Duque de Lerma en Valladolid
Como se ha dicho, en 1603 se hallaba Pedro de Zubiaur en Valladolid, en la corte del Rey Felipe III, tratando de sacar adelante su proyecto de un ingenio hidráulico para subir el agua desde la margen derecha del río Pisuerga a las propiedades de Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, el valido de S.M., que luego pasaron a ser propiedad del monarca Felipe III en lo que se llamaron, y aún llaman, huertas del Rey, donde se repartían las aguas para surtir las fuentes y regar su jardín.
El jardín, cuyo abastecimiento de agua se proponía solucionar Pedro de Zubiaur, era de gran belleza, distribuido en cuatro cuadros, con cuatro fuentes de invenciones, y en el medio una de alabastro. Estaba acompañado de casas, galerías, jaulas para animales de todo tipo, plaza para juegos de toros y “de todas las prodigalidades cortesanas fomentadas por el duque de Lerma y su clientela” en una Corte recién instalada por Felipe III en esta ciudad, que pretendía deslumbrar al resto del mundo (Gómez Centurión 1988, 323). Allí se celebraban grandes fiestas, en las que se hacían funcionar las fuentes con vistosos juegos de agua. Esto explica la necesidad de elevar agua desde el cercano río Pisuerga, pues hasta el momento sólo podía usarse el agua de pozos, y que, por ello, Zubiaur se implicase en la tarea. El plan inicial era el de facilitar agua a toda la ciudad mediante varias fuentes pero se frustró porque el duque de Lerma la tomó “de prestado”, aprovechándose de su preeminencia como valido del Rey, llevándola por canales de madera a su huerta (García Tapia 1984, 301-302), además, también, por una razón esencial: el agua del río Pisuerga no era potable y su uso para el consumo humano hubiera implicado la intoxicación de la población [61]. Sólo existía en España un ingenio comparable, el que instaló Juanelo Turriano, relojero de Carlos V, natural de Cremona (Italia), en la ciudad de Toledo a la orilla del Tajo.
Pinheiro de la Vega, que conoció el ingenio de Zubiaur en funcionamiento, refiere, según nos transmite García Tapia, las dificultades con las que se vio al componerlo. Y dice así: “Como no había manantiales para la fuente, se hizo una invención, con que muy fácilmente la llevaron del río, y está corriendo sin intermitencia y elévase del río ciento cincuenta palmos o más, con mucha facilidad, con unas bombas de metal, con bombardas y unas ruedas que se mueven con la corriente del río, cosa, después de vista, muy fácil y de ningún coste” [62].
El ingenio de Zubiaur consistía, pues, en cuatro bombas de émbolo, de metal, de las de tipo de impulsión, que eran movidas por medio de dos ruedas de gran tamaño (dos bombas por rueda), verticales con relación al eje horizontal, más unos baquetones y cadenas que, a su vez, eran impulsadas por la corriente del río [63], aunque no se especifica si las paletas de dichas ruedas eran rectas o curvas (éstas últimas aprovechan mejor la energía del agua y ya se conocían en la época). Ello requería un cierto salto de agua que produjese energía suficiente y esto lo dio su emplazamiento cerca del Puente Mayor en la margen derecha del Pisuerga, donde ya existían unos molinos en funcionamiento en la margen contraria. El agua se elevaba sin intermitencia a más de 150 pies, en su equivalencia a más de 42 metros de altura. Parece que el edificio que lo albergaba era una sólida construcción en forma de torre con dos arcos de entrada (para las dos ruedas hidráulicas), rematada con un chapitel, disponía de una fuente grande y se decoraba con figuras de mármol, pinturas y mesas de jaspe. De él salía una tapia cubierta con tejadillo a doble vertiente para proteger el acueducto que servía para llevar por tuberías el agua desde el ingenio a los jardines. Fue ejecutado en ocho meses con la ayuda del maestro cerrajero Pedro de Armolea, que se hacía llamar “ingeniero del duque de Lerma”, y el coste del conjunto superó los 6.000 ducados, que él mismo adelantó y cobraría sólo en parte su esposa tras su fallecimiento. Tanto el mecanismo de aspiración, como el dispositivo de los émbolos, se basaban en experiencias marinas, y es que Zubiaur conoció, en sus numerosas singladuras, las bombas de achique de los barcos, que no eran otra cosa que bombas movidas a brazo (tal como las había adaptado Diego de Ribeiro a los navíos españoles).
Era una maquinaria mucho más sencilla y diferente a la construida por Juanelo Turriano en Toledo, incluso para García Tapia la de Zubiaur la superaba en tecnología, rendimiento y tiempo de funcionamiento efectivo (García Tapia 1984, 312). A esta máquina la denominó Sangrador y Vítores en su Historia de Valladolid “artificio de Juanelo”, pero como bien expone el Conde de Polentinos, y corrobora García Tapia, en nada se parecía a la de Juanelo Turriano para Toledo [64]. El ingenio se fue desmoronando tras el traslado de la Corte a Madrid, decretado el 20 de febrero de 1606, y con ello la desaparición de las fiestas que obligaban al perfecto mantenimiento de los jardines, y más tras ser cedido por Carlos III a la Sociedad Económica y sendas crecidas del río, una que ocurrió el 4 de febrero de 1636 y otra el 6 de diciembre de 1739 que lo dejaron malparado, de tal manera que en 1794 se ordenó su derribo, quedando de él tan solo vestigios arqueológicos (Conde de Polentinos 1946, 22-23; García Tapia 1984, 305-306, 314; Cerezo 1988, 351-353).
Este es uno de los aspectos de la personalidad de nuestro marino más sorprendente, que algunos autores que lo han estudiado -tal es el caso de Carnicer y Marcos- lo relacionan con el espionaje industrial de Zubiaur cuando estuvo preso en la Torre de Londres desde donde vio cómo montaban un ingenio semejante en el Támesis, según la idea del alemán Peter Morice (conocido en Inglaterra como Peter Morris), para elevar el agua a la ciudad. Nuestro personaje memorizó sus distintos componentes, y tras “enmendar algunas cosas”, elaboró unas maquetas que fueron sometidas a la consideración de Felipe II. El ingenio fue aprobado e incluso se pensó en utilizarlo para sustituir al que Juanelo Turriano había construido en Toledo. Sin embargo, fue traicionado por el criado que trajo las maquetas clandestinamente a España, que las vendió fraudulentamente a otros, y Zubiaur tuvo que litigar para defender sus derechos. En 1603 consiguió un privilegio de invención por su artificio y licencia para construirlo en la ciudad de Valladolid que, como se ha dicho y desde dos años antes, se había convertido en la nueva sede de la Corte y capital de la monarquía de Felipe III. En Valladolid le prestó apoyo el concejo de la ciudad, sufragándole la mitad del alquiler de la casa que ocupaba cerca del puente donde lo instalaría, corriendo el resto por cuenta del Rey (Gracia Rivas 2006, 169; y Conde de Polentinos).
Esta faceta de nuestro personaje, la de ingeniero hidráulico, estuvo en concordancia con las dotes que el embajador de España en Londres, Bernardino de Mendoza, advirtió en él -ingenio e industriosidad- por las que fue capaz de construir en Valladolid una máquina que, al decir de García Tapia, fue única en su época en España, en línea con la corriente de modernización tecnológica en Europa, que si no se desarrolló más en nuestro país fue por la decadencia económica posterior. A pesar de ello, el ingenio de Zubiaur se asoció a otros que se ensayaron en la entonces capital del Reino, como el proyecto de hacer navegable el Pisuerga por Constantino Cabezudo y el invento de una escafandra para inmersión del ingeniero navarro Jerónimo de Ayanz (García Tapia 1984, 317).
Su fallecimiento en acto de servicio
La muerte le sorprendió en el hospital de Dobla (Dover), reino de Inglaterra, el 6 de agosto de 1605 [65], tras 37 años de gloriosas hazañas, de resulta de unas heridas en el último de sus combates, aunque Gracia Rivas supone que pudo haber sido motivada por una infección séptica o enfermedad que se complicase por su ya avanzada edad para entonces que era de 65 años (Gracia Rivas 2006, 170).
Había salido de Lisboa el 24 de mayo de 1605 para los estados de Flandes llevando en ocho gruesas naves y dos más pequeñas al tercio de Infantería (2.400 soldados veteranos) del maestre de campo Pedro Sarmiento, habiendo proyectado hacer escala en Dunquerque, principal base naval de los Países Bajos españoles, pero en el Canal de la Mancha le salieron al encuentro más de 60 bajeles del almirante holandés Hawtain, librándose un combate desigual. Solamente Zubiaur sufrió el embate de dieciocho navíos con su capitana y otra nave, perdiendo en esta acción dos navíos, seis capitanes y cuatrocientos soldados, viéndose obligado a entrar en el puerto inglés de Dobla (Dover actual), ya que España se encontraba en paz con Inglaterra desde la muerte de Isabel I Tudor, consiguiéndolo bajo la protección de su artillería, “luchando con gran bizarría, desbaratándolos y echando algunos a fondo” (Conde de Polentinos 1946, 23; Gaínza 1738, 28, 7).
En su testamento, dictado en Dover antes de morir, revalidado después por el escribano Pedro Maldonado, manifestaba su deseo de que su cuerpo fuese embalsamado para trasladarlo a Bilbao y de allí a Bolívar, donde yacían sus padres, o a la villa de Rentería, donde residían su mujer y sus tres hijas, “pero fue enterrado en Dover y hasta 1651 no se trajeron sus restos a España” (Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana 1966, 70, 1469; Mogrobejo 2000, 22), que llegaron vía el puerto de Lisboa, siendo testigo de su inhumación Juan José de Olazábal y Menárguez (Mogrobejo 2000, 22; Conde de Polentinos 1946, 23). Fue él quien confirma que era tal su estatura que cuando sus restos llegaron a Rentería, a pesar de haberle preparado un ataúd de tamaño mayor que el regular, hubieron de serrarle sus fémures por la mitad, ya que el sarcófago no admitía ataúd de mayores dimensiones (Olazábal 1953, 234). Su esposa, conocedora de la noticia de su fallecimiento, encargó un funeral por su alma que se celebró el 17 de septiembre siguiente en la iglesia parroquial de Rentería y, entre otros regalos que hizo a la Parroquia, figuró una lámpara de plata con la siguiente leyenda: “Dió esta lámpara Doña María Ruiz de Zurco por el General Pedro de Zubiaurre, su marido año de 1606”.
Al morir Pedro de Zubiaur dejó en una calle principal de Rentería una casa con armas y en manos de su confesor en Dobla (Dover) 13.736 reales. El embalsamamiento de su cuerpo ascendió a 693 reales y de su traslado a España en caja de plomo se ocupó el almirante San Juan de Estala, que cobró por ello 200 ducados. Sus huesos fueron depositados en la Iglesia Parroquial de Rentería, en la séptima sepultura de la primera fila de la nave principal correspondiente a sus suegros (Gamón 1930, 293) [66], pero pasado un tiempo sus restos fueron llevados a la iglesia de Nuestra Señora del Juncal de Irún [67] (Germond de la Vigne 1872, 3), seguramente porque su viuda y su hija Ana se habían instalado en esta ciudad, donde María de Zurco fallecería el 2 de febrero de 1650, habiéndole sobrevivido a su marido por más de cuarenta años. En la iglesia de Irún se labró para él un “túmulo o nicho preeminente” (Conde de Polentinos 1912, 6, 629), un sepulcro de piedra en el espacio del atrio que así se mantuvo hasta 1887 en que se trasladaron sus restos al camposanto de Irún por reforma de la iglesia [68], en concreto al panteón de la familia Olazábal, pues al haberse extinguido la descendencia directa del general, recayó el mayorazgo de Zubiaur en esta línea colateral y en Juan Antonio de Olazábal como más inmediato heredero, que a su muerte dispuso fuera enterrado en dicho sepulcro [69] (Díaz y Rodríguez 1893, 427-428; Martínez de Artola 2006), en tanto los fragmentos conservados de su sepultura se guardaron en la casa solariega y palacio de esta familia. De su sepulcro sólo se han conservado el frontal y cierre en piedra labrada que permiten recomponer su estado original: un cuerpo inferior con bustos de tres figuras de mujer (tal vez sus tres hijas) con trajes de la época; otro central con una inscripción en el centro, ya gastada, en que decía que estaban allí enterrados el general Pedro de Zubiaur, su mujer doña María Ruiz de Zurco, sus hijos y descendientes, y dos escudos a sus lados; y otro superior con otro escudo, de la que hoy falta la mitad (Conde de Polentinos 1912, 6, 634). De los dos escudos de armas, uno era el de los Zubiaur (un arco y sobre él un árbol con dos lobos a los lados y con tres banderas pendientes de orlas que salen del escudo a cada lado en recuerdo de las que atrapó al enemigo en el mar) y el otro de los Zurco (tres corazones, un árbol y un torreón o castillo) [70].
La situación económica de su viuda e hijas fue atendida por la Corona. Se le debían a Pedro de Zubiaur 8.338 escudos, casi dos mil de ellos por las presas de navíos enemigos que hizo entre los años de 1591 a 1595. Además 5.658 ducados como sueldo de los años 1597-1603, parte de ellos por la cesión de dos navíos de su propiedad para uso de la Corona. Felipe III, en reconocimiento de los servicios prestados, concedió a sus herederos 450 escudos de renta al año en el estado de Milán, de los que producirían las rentas reales de los dacios (tributos) de la gabela o contribución gruesa de Cremona y de los dacios de la mercancía y venta de la sal desde el 10 de enero de 1607. El poder para cobrarlos lo tenía el padre Lorenzo de Arrizabalo, su primo, procurador general de la Compañía de Jesús, que lo gestionaba en aquel Estado. Aunque estas cantidades se vieron reducidas por los pleitos sostenidos por su viuda y las mandas establecidas por el general.
Zubiaur dejó escritos tres trabajos en colaboración con el general de la escuadra de Cantabria Antonio de Urquiola, superintendente de fábricas de naos y fomento de plantíos hasta el año 1601: Relación de personas que se ofrecían para capitanes…; Parecer sobre la fábrica de galeones y las medidas que debían tener uno de porte de 300 toneladas, así como las más convenientes para galeoncetes, galizabras y pinazas, que data de 1589 y Advertimentos de algunas cosas necesarias para la guarda de los bastimentos de la Armada…, entre otras obras de carácter técnico (Martínez Artola 2006)..
He aquí la semblanza de este capitán general de la Armada española que, por encima de su bravura y servicios, destacó por la independencia de su criterio, su testarudez y resolución de hombre vizcaíno, su caballerosidad, la lealtad a su patria y a sus reyes, y su constante preocupación por sus hombres.
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Imagen de la portada: Retrato del Almirante Pedro de Zubiaur (Aurelio Arteta, 1928), para la Galería de Vizcaínos Ilustres de la Casa de Juntas de Gernika, hoy propiedad de la Diputación Foral de Bizkaia.
Notas
[1] En su testamento otorgado ante notario en Dover (Inglaterra) afirma ser hijo legítimo de Teresa de Ibayguren. [2] ENCICLOPEDIA UNIVERSAL ILUSTRADA EUROPEO-AMERICANA. “Zubiaurre (Pedro de)”, Madrid, Espasa Calpe, 1966, Tomo 70, pág. 1468. Sobre el origen vizcaíno del general Zubiaur vuelven AROCENA, Fausto. “La vizcainía del General Zubiaur”, Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, X, cuad. 1º, 1954, págs. 79-83, éste confirmando lo defendido por Iturriza y Labayru, y demostrándolo él mismo; y MOGROBEJO, Endika de. “El General Zubiaur era vizcaíno”, Colaboraciones, núm. 4, 1993, págs. 77-81. Gaínza, Gamón y Tellechea Idígoras suponían la guipuzcoanía de Zubiaur por su vinculación matrimonial con una hija de Rentería y la existencia en Irún de su sarcófago, tema que luego trataremos; el historiador Manuel Rodríguez y Díaz también le supone hijo de Irún (DÍAZ Y RODRÍGUEZ, Manuel. “El general de la Armada D. Pedro de Zubiaurre”, Euskal-Erria, 1893, tomo XXIX, segundo semestre, pág. 430); PI CORRALES, Magdalena de Pazzis. Tercios del mar. Historia de la primera Infantería de Marina española. Madrid, La Esfera de los Libros, 2019, pág. 125), coincidiendo con su opinión el escritor Pedro Mourlane Michelena (NAVAS, Emilio. Irún en el siglo XX. San Sebastián, Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones. Monografías I (1977), pág. 516, y Monografía II (1981), pág. 158. [3] En los astilleros de la Magdalena y de Ugarriza de esta villa guipuzcoana se trabajaban todavía en el siglo XVII buques de 800 toneladas para el servicio de la Real Armada y asimismo otros menores. En 1593-1594 se proveyeron al capitán Agustín de Ojeda, a cuyo cargo estaban los galeones de Su Majestad, los árboles necesarios para la construcción en dichos astilleros de veintinueve de esos navíos. A comienzos del siglo XVII, por encargo del Ayuntamiento, se tasaron en 640 ducados las obras de reforma de los astilleros para adecuar sus condiciones de explotación. En 1606 el capitán Domingo de Goizueta solicitaba mil robles para construir tres galeones por orden del Rey (MÚGICA, Serapio – AROCENA, Fausto (1930). Reseña histórica de Rentería. San Sebastián, Nueva Editorial, pág. 422). [4] En la milicia de los siglos XVI y XVII la denominación “maestre de campo” equivale a jefe superior de la unidad orgánica y táctica conocida como Tercio, y como el Tercio era la única fracción superior a la Compañía o Bandera que existía en la infantería española, el maestre de campo era la categoría superior a capitán y por encima de él solo tenía al capitán general y al maestre de campo general.(http://enciclopedia.us.es/index.php/Maestre_de_Campo). Acceso: 03.06.2019)
[5] Se menciona en la conquista de Guatemala por España, en el último cuarto del siglo XVII, a un capitán Pedro de Zubiaur que plantea la incógnita de si fue o no el hijo natural o descendiente de nuestro Pedro de Zubiaur, aunque demostrarlo requeriría una investigación aparte. No parece, en principio, que este segundo Zubiaur fuera su hijo natural, ya que era nacido en Bermeo y representante de esta villa en las Juntas de Gernika. Participó en la pacificación de la provincia de El Itzá, en el Yucatán. Véanse JUARROS, Domingo. Compendio de la historia de la ciudad de Guatemala. Guatemala, Imprenta de Ignacio Beteta, 1818. Tomo II, que contiene un cronicón del Reyno de Guatemala; JONES, Grant D. The Conquest of the Last Maya Kingdom. Stanford (California, EE.UU), Stanford University Press, 1998; y RUBIO MAÑÉ, José Ignacio. El Virreinato. III. Expansión y defensa. México, Fondo de Cultura Económica, 2005. [6] Según Zuazagoitia lo realizó Arteta en su estudio de la calle Arbieto en Bilbao (ZUAZAGOITIA, Joaquín. “La vida y la obra del pintor Aurelio Arteta”, El Sol, Madrid, 9 de enero de 1928, pág. 1. Kortadi describe este retrato con las siguientes palabras: “El notable marinero vizcaíno de las guerras de Holanda aparece de pie, con botas altas, espada y coraza, así como blanca barba, en la cubierta de su nave, tras la que se abren las henchidas velas de otra fragata con sus banderas al viento, entre el velamen recogido de la nave y una escalera de cuerda. Líneas de cierre, formas cubistificadas y simples y coloración perlina, grises, ocres y blancos, componen la figura y el escenario. El personaje posa estático y de modo fotográfico” (KORTADI OLANO, Edorta. Aurelio Arteta en su obra (Bilbao, 1879-México, 1940). Entre la renovación y las vanguardias. Tesis doctoral defendida en la Universidad de Deusto, Bilbao, en el Programa de Historia, el 12 de marzo de 1997, bajo la dirección del Dr. Juan Plazaola Artola. Edición en microficha, San Sebastián, 2000, pág. 139; e ID. “Aurelio Arteta, entre la Renovación y las Vanguardias”, en el catálogo Aurelio Arteta, una mirada esencial 1879-1940. Bilbao, Museo de Bellas Artes de Bilbao, 1998, págs. 61-62). Este autor sitúa el Retrato del Almirante Pedro de Zubiaur en la época de madurez artística del pintor, que comprende los años de 1920 a 1930, señalada por las pinturas murales que realiza para el vestíbulo del Banco de Bilbao en Madrid y los retratos de la burguesía culta y acomodada de Bilbao que por lo general pinta a sus modelos sentados, siendo el de Zubiaur una excepción al representarlo de pie. [7] Desde el comienzo de su reinado, Felipe II dedicó una atención preferente e intensa a las cuestiones marítimas. Se hallaba la construcción naval en una completa decadencia y todo lo referente a tan vital industria, descuidado o anticuado; y el Rey, que comprendió la importancia y trascendencia, que para su vasto imperio y poderío representaba la Marina, comenzó a estudiar y dictar disposiciones respecto a la repoblación forestal, rehabilitación de la construcción de naves, alquiler de armadas y otras medidas que permitiesen reforzar el poderío naval de España, apoyándose para ello en el buen saber del cosmógrafo Cristóbal de Barros. Ver MARTÍNEZ GUITIÁN, Luis. Naves y flotas de las Cuatro Villas de la Costa (de la Mar de Castilla), Santander, Centro de Estudios Montañeses, 1942, pág. 26. [8] Se ha dicho que la religión fue una de las causas principales de los conflictos que marcarían el reinado de Felipe II, pero no todo puede reducirse a causas religiosas, pues bajo ellas se escondían otros conflictos como los sentimientos nacionalistas, deseos de frenar la creciente soberanía hispana o, sobre todo en el caso de Inglaterra, aspiraciones mercantiles con relación a las Indias (RIBOT, Luis. La Edad Moderna (siglos XV-XVIII). Madrid, Marcial Pons, 2016, págs. 310 y ss.). [9] Ya entrado el siglo XVI, y cuando comenzaron a venir de América con cierta regularidad los galeones españoles cargados con los tesoros de aquellos países, se abrió un nuevo campo a las depredaciones de los piratas, constituyéndose en Francia, Inglaterra y Holanda, principalmente, verdaderas empresas para armar flotas dedicadas a este objeto. Los corsarios esperaban a los galeones españoles que regresaban de Indias generalmente a la altura de las Azores, atacándoles con objeto de apresarles y apoderarse de sus ricos cargamentos. Para evitarlo, hubo necesidad por parte del Rey, de reunir armadas de guardia que protegieran a las naves que retornaban de América, dirigiéndose a su encuentro y escoltándolas, atacando y persiguiendo a los piratas que pretendieran cortar el derrotero de los galeones hispano-lusos (MARTÍNEZ GUITIÁN, Luis. Naves y flotas de las Cuatro Villas de la Costa (de la Mar de Castilla), Santander, Centro de Estudios Montañeses, 1942, pág. 20). [10] MARCO DORTA, Enrique (ed.). Arte para fabricar y aparejar naos (1611). La Laguna, Instituto de Estudios Canarios, 1964, pág. 96. [11] Aurelio de Colmenares y Orgaz, VII Conde de Polentinos, nació en Madrid en 1873 y falleció en la misma ciudad en 1947. Licenciado en Filosofía y Letras, dedicó buena parte de su vida al estudio de la Historia, especialmente la de la ciudad de Madrid, siendo nombrado en 1943 Cronista Oficial de la Villa. Fue, además, académico correspondiente de la Real de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo y miembro de varias asociaciones culturales, entre las que destacan la Sociedad Española de Amigos del Arte, la Sociedad de Escritores y Artistas y la Sociedad Española de Excursiones. Apasionado por los viajes, el arte y la fotografía, llegó a realizar entre 1892 y 1930 más de 10.000 placas de vidrio estereoscópicas (hoy en el Instituto del Patrimonio Cultural de España) que recogen imágenes excepcionales de obras de arte y monumentos de la España de finales del siglo XIX y principios del XX, dejando, además, testimonio de indumentarias, tradiciones y oficios de la época. Él traza una biografía sucinta de Pedro de Zubiaur de la que hemos partido en nuestra investigación bibliográfica para reconstruir la trayectoria de nuestro personaje. [12] Utilizar barcos mercantes artilladas para la lucha fue una costumbre que desapareció en el siglo siguiente a favor de los barcos de guerra. Eran las zabras embarcaciones propias de Cantabria parecidas a los bergantines, de 160 a 161 toneladas, con 14 ó 15 cañones, y tripuladas por 55 hombres; eran ligeras y maniobrables, entre mercantes y pesqueros de altura, que hacían la función de avisos, correos y remolcado, pero que someramente artilladas eran utilizadas en las escuadras como buques exploradores y mensajeros, asimismo para la defensa de la costa y del comercio de cabotaje (LORENZO, José de – MURGA, Gonzalo de – FERREIRO, Martín. Diccionario marítimo español. Madrid, T. Fortanet, 1864, pág. 546; RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín R. Señores del mar. Los grandes y olvidados capitanes de la Real Armada. Madrid, La Esfera de los Libros, 2018, pág. 75; CASADO SOTO, Luis. Los barcos españoles del siglo XVI y la Gran Armada de 1588. Madrid, Editorial San Martín, 1988, págs. 131-132). [13] Así los elogia Juan Escalante de Mendoza en su “Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales” (en FERNÁNDEZ DURO, Cesáreo. Disquisiciones náuticas. Madrid, Aribau y Cía., 1881, tomo V, págs. 473 y ss.). Los marineros vizcaínos -apunta Casariego- “prestaron, calladamente, sin ostentaciones, magníficos servicios al Imperio en sus guerras de los siglos XVI y XVII”, lo que concuerda con el carácter del natural del Señorío, tal como apuntó Tirso de Molina al final de la escena primera del primer acto de La prudencia de la mujer: “Vizcaíno es el hierro [hierro en cuanto a espada] que os encargo; corto en palabras, pero en obras largo” (véase CASARIEGO, J. E. Los vascos en las empresas marítimas de España. Bilbao, Imprenta Provincial de Vizcaya, 1952, pág. 35). [14] ZELLER, Gaston. “Los tiempos modernos”, tomo I, vol. I de Historia de las relaciones internacionales (dir. por Pierre Renouvin), Madrid, Aguilar, 1967 (2ª ed.), cit. por RIBOT, Luis. La Edad Moderna (siglo XV-XVIII), Madrid, Marcial Pons, 2016, págs. 397-399. [15] Ha de distinguirse piratería de navegación en corso. La primera consiste en el asalto y robo de barcos pertenecientes a cualquier nación. La navegación en corso implica un previo acuerdo o autorización del gobierno al que pertenece el corsario para atacar y capturar naves de países enemigos (a esto se le llama letter of reprisal o patente de corso). Naturalmente el gobierno concedía esa “licencia” o autorización con la condición de participar en el botín que algunas veces superaba el 30% (GONZÁLEZ-ARNAO CONDE-LUQUE, Mariano. Derrota y muerte de Sir Francis Drake. A Coruña 1589-Portobelo 1596. [A Coruña], Xunta de Galicia, 1995, pág. 120). [16] ¿Isla de Hornos en el SE atlántico? [17] En el texto se utiliza la palabra “navío” como sinónimo genérico de nave, por pura simplificación, aun sabedores de que el navío como tipo de embarcación se difunde en el siglo XVII para identificar embarcaciones de más de 500 toneladas de porte y más particularmente de guerra (LORENZO, José de – MURGA, Gonzalo de – FERREIRO, Martín. Diccionario marítimo español. Madrid, T. Fortanet, 1864, págs. 375-376). Aunque, según Chaunu, este nombre debería darse a los que mayormente tenían menos de 100 toneladas, mercantes o de transportes, en el siglo XVI (CHAUNU, H. y P. Séville et l’Atlantique (1504-1650). Paris, S.E.V.P.E.N., 1955-1960, tomo I, pág. 317; RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín R. Señores del mar. Los grandes y olvidados capitanes de la Real Armada. Madrid, La Esfera de los Libros, 2018, pág. 159). Según Casado Soto, cuando eran enrolados en armada recibían el nombre de “pataches”, lo que entonces significaba buque auxiliar o navío pequeño que va en servicio de otro para reconocer previamente el camino (CASADO SOTO, Luis. Los barcos españoles del siglo XVI y la Gran Armada de 1588. Madrid, Editorial San Martín, 1988, págs. 134-135). [18] Según la biografía del marino publicada en 1792 en los Extractos de las juntas generales celebradas por la Real Sociedad Bascongada del Amigos del País, que cita Labayru en su Historia general del Señorío de Vizcaya, tomo V, parte tercera, página 465, y reproduce Olazábal en su artículo “Un sarcófago casi desconocido. Notas de mi archivo”, Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, Año IX, Cuad. 1º. San Sebastián, en las págs. 235-243 bajo el epígrafe “Relación de los servicios del General Pedro de Zubiaur por espacio de 37 años, firmada de Antonio Ruiz de Villoldo, oficial de la Secretaría de Guerra de Mar en 22 de diciembre de 1627. Autorizada por Martín de Aróstegui, Secretario que fue de ella en 22 de febrero de 1629 y de Don Juan Bautista de Orbea”. [19] KELSEY, Harry. Sir Francis Drake, el pirata de la reina. Barcelona, Ariel, 2002, pág. 288. Cit. por CARNICER, Carlos – MARCOS, Javier. Los servicios secretos del Imperio español. Espías de Felipe II. Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, pág. 298. [20] BOSSY, John. Giordano Bruno y el caso de la embajada. Madrid, Anya & Mario Muchnik 1994, págs. 60-63 y 146. [21] POLLEN, J. H. – MACMAHON, W. (eds.) The Venerable Philip Howard, Earl of Arundel. Catholic Record Society, 1919, pág. 130. Cit. por BOSSY, J. Giordano Bruno y el caso de la embajada. Madrid, Anya & Mario Muchnik 1994, págs. 360-361 [22] Sobre Guaras véase CABAÑAS AGRELA, José Miguel. “Antonio de Guaras”, Diccionario Biográfico Español, Real Academia de la Historia, 2009. Enlace: https://dbe.rah.es/biografias/42932/antonio-de-guaras Consulta: 07.06.2019. Las cartas de Guaras al Rey Felipe II y al duque de Alba se hallan descifradas en MARQUÉS DE LA FUENSANTA DEL VALLE – SANCHO RAYÓN, José – ZABÁLBURU, Francisco de. Documentos inéditos para la Historia de España. Madrid, Ginesta Hermanos, 1888. Tomo XCI dedicado a la correspondencia de Felipe II con sus embajadores en la Corte de Inglaterra entre 1558 y 1584 (Archivo General de Simancas). [23] Se da el nombre genérico de nao a las naves de gran porte que navegaban solo a vela, de mayor manga que las de remos en proporción a su eslora. Usaban velas cuadras (de forma rectangular o de trapecio regular) (LORENZO, José de – MURGA, Gonzalo de – FERREIRO, Martín. Diccionario marítimo español. Madrid, T. Fortanet, 1864, págs. 372-373 [24] En España unas eran las armadas de “administración”, que eran las de la Corona, y otras eran de “asiento”, es decir, contratadas con armadores particulares que por un tanto, más su parte en las presas, se comprometían a servir al Rey con buques de su propiedad (RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín R. Señores del mar. Los grandes y olvidados capitanes de la Real Armada. Madrid, La Esfera de los Libros, 2018, pág. 160). [25] Alonso Vázquez estima que en Inglaterra al menos un tercio de la población todavía era católica en esa época (VÁZQUEZ, Alonso. Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnese. Madrid, Viuda de Calero, 1879, en SANCHO RAYÓN, José León. Colección de documentos inéditos para la historia de España, vols. 72-75). [26] Los “brulotes” eran ocho navíos vacíos e intencionadamente incendiados que en la medianoche del 7 al 8 de agosto se lanzaron contra la Armada. Aquella acción provocó una gran confusión en las naves españolas ancladas cerca de Calais y fue causa inmediata de la derrota de Medina Sidonia en la batalla de Gravelinas (8 de agosto de 1588) (GONZÁLEZ-ARNAO CONDE-LUQUE, Mariano. Derrota y muerte de Sir Francis Drake. A Coruña 1589-Portobelo 1596. [A Coruña], Xunta de Galicia, 1995, pág 318). [27] Embarcación holandesa, sumamente llena o redonda en sus gálibos, y de casi igual figura a proa que a popa, que solo tiene una cubierta, y todo lo demás es bodega para cargar, a propósito para la misión que se le encomendaba a Zubiaur. Llevaba dos palos tiples, uno en el centro y otro a popa, el primero para una vela mayor y una gavia, y el segundo para otra vela cuadra y una bergantina. Usaba además tres foques grandes y cebadera (LORENZO, José de – MURGA, Gonzalo de – FERREIRO, Martín. Diccionario marítimo español. Madrid, T. Fortanet, 1864, pág. 519). [28] Felibote o filibote era una embarcación semejante a la urca, de unas 100 toneladas de porte, usada por los holandeses (LORENZO, José de – MURGA, Gonzalo de – FERREIRO, Martín. Diccionario marítimo español. Madrid, T. Fortanet, 1864, pág. 260). No disponían de artimón ni de perroquetes o masteleros. Eran más eficaces que los barcos grandes al reducir su peso en madera, llevar menos clavazón y, en consecuencia, menos peso. Fueron las naves preferidas de Zubiaur. La dotación de sus filibotes oscilaba entre los 40-45 hombres que llevaban los mayores y los 25-30 de los pequeños. Se incluían los oficiales, artilleros, marineros, grumetes y pajes. Pero cuando se hacían a la mar embarcaban, además, entre 35 y 40 soldados en cada uno de ellos. El resultado de la utilización táctica de estas unidades fue excelente en funciones de transporte y corso, aunque tuvieron dificultades a la hora de enfrentarse a unidades enemigas de mayor tonelaje, por lo que Zubiaur reclamó insistentemente la construcción de unos galeones de 250 a 300 toneles que, finalmente, le fueron entregados (GRACIA RIVAS, Manuel: “En el IV Centenario del fallecimiento de Pedro Zubiaur, un marino vasco del siglo XVI”, Itsas Memoria. Revista de Estudios Marítimos del País Vasco, 5, Untzi Museoa- Museo Naval, Donostia-San Sebastián, 2006, pp. 157-171, pág. 161) [29] Las órdenes cursadas a Drake por la reina de Inglaterra eran las de atacar los puertos del Cantábrico y la ciudad de Lisboa, y no La Coruña, pero Drake vio en la capital de Galicia la oportunidad de enriquecerse saqueando la ciudad y de apropiarse los supuestos millones de ducados existentes en las casas fuertes (GONZÁLEZ-ARNAO CONDE-LUQUE, Mariano. Derrota y muerte de Sir Francis Drake. A Coruña 1589-Portobelo 1596. [A Coruña], Xunta de Galicia, 1995, págs. 76-77). Las consecuencias negativas para Inglaterra del fracaso de la Contra-Armada, de la que solo regresaron a su país 5.000 hombres, pueden leerse en este mismo libro, págs. 95-100. [30] El marino y militar español Pedro Menéndez de Avilés, conquistador de Florida, incidió en la invención del galeoncete, nave apta para la exploración y el combate. Este tipo de bajel presentaba serios inconvenientes de utilización como nave ambivalente – vela y remo- por causas estructurales y debido a la inestabilidad producida por la artillería instalada en la cubierta: cuatro versos dobles de 5 quintales y dos cañones de 30 quintales en cada banda. Sin embargo, su construcción fue una experiencia necesaria para confirmar y desestimar criterios que se corroborarían a fines del siglo XVI y darían paso en el XVII a la aparición de la fragata como prototipo de bajel de porte medio, ligero y fuertemente artillado, aceptado por todos los países atlánticos como nave de acompañamiento a los navíos y de exploración y acción rápida en mares lejanos (CEREZO MARTÍNEZ, Ricardo. Historia de la marina española. Las armadas de Felipe II. Madrid, San Martín, 1988, págs. 113-114). [31] Embarcación ligera de 70 a 90 toneladas. Montaban la mayor diez cañones y la menor seis, y se tripulaba con 20 infantes y 26 marineros. [32] El bizcocho o galleta marinera era la más importante fuente de energía en la alimentación de a bordo. Se hacía con harina de trigo más o menos entera, a la que se añadía levadura para hacerla subir algo antes de introducirla en el horno. Cuando estaba ya hecho, se asaba de nuevo a temperatura moderada para que se secara y durase más que el pan corriente. A este proceso se debe su nombre de biscotto, o “dos veces cocido”. Según los historiadores de la época era duro como una piedra y aproximadamente igual de apetecible que ésta, muy distinto del pan que comían en tierra marineros y soldados embarcados. El bizcocho perdía la mayor parte del agua durante el proceso de cocción, de modo que a mayor pérdida de agua eran más cuantiosas sus calorías (RAHN PHILLIPS, Carla. Seis galeones para el Rey de España. La defensa imperial a principios del siglo XVII. Madrid, Alianza editorial, 1991, pág. 255). Sobre la vida a bordo de los barcos, alimentación y enfermedades que se padecían es interesante leer el cap. 7 de la obra de RAHN PHILLIPS citada, págs. 231-272, que aunque se refiere al siglo XVII no varía sustancialmente de la del siglo anterior. [33] Declaración de D. Álvaro de Bazán de la orden que se tiene en el repartimiento de las presas que se toman con la armada. Archivo de Simancas. [34] El maestre de campo Juan del Águila era natural de Berraco, en la provincia de Ávila. Soldado viejo formado en la escuela de García de Toledo había participado en numerosas campañas como la del Peñón, Córcega o Malta, destacando en Flandes primero como capitán de arcabuceros y ya como maestre de campo en los sitios de Amberes y de La Esclusa. Sin embargo, su actuación en Bretaña dejó mucho que desear pues por su intolerancia y falta de tacto dio lugar a constantes enfrentamientos con sus subordinados que desembocaron en 1597 en un auténtico motín (GRACIA RIVAS, Manuel. “La campaña de Bretaña (1590-1598), una amenaza para Inglaterra”, en Desperta Ferro: Historia moderna, Nº. 21, 2016 (Ejemplar dedicado a: Rusia 1812 (I), pág. 49). [35] O Falcón Dorado (MARTÍNEZ GUITIÁN, Luis. Naves y flotas de las Cuatro Villas de la Costa (de la Mar de Castilla). Santander, Centro de Estudios Montañeses, 1942, pág. 81. [36] Este Villaviciosa había estado al servicio de los generales Miguel de Oquendo y Antonio de Urquiola en la Escuadra de Cantabria. [37] El historiador francés François Gebelin afirma que fue el 23 de abril a las 11:00 h. (GEBELIN, François. Le gouvernement du Maréchal de Matignon en Guyenne pendant les premières années du Règne de Henri IV (1589-1594). Bordeaux, Marcel Mounastre-Picamilh, 1912, pág.134). [38] Según la investigación que abrió el Arzobispado de Pamplona en 1788 en cuya demarcación eclesiástica se hallaba la iglesia de Lezo, los buques eran sesenta y algún testigo de los hechos refirió eran más de setenta incluso de ochenta (Bereciartúa 1953, 264). Un testigo de los que declararon, Pedro de Menecia “condestable de la artillería de la nao capitana de la Escuadra de Vizcaya”, reafirma en su declaración la protección de Dios pues viniendo de Bretaña en otra misión con el general Zubiaur a la plaza de Blavet “les sorprendió una gran tormenta que se vieron en gran peligro de perecer” y de nuevo se encomendaron al Santo Cristo de Lezo y fue entonces cuando acordaron entre todos llevarle el presente de la lámpara de plata (Bereciartúa 1953 266-267). [39] Según declararon Domingo de Largo, marinero, testigo número 17; Pedro de Venecia, artillero, testigo número 25; y Francisco Conde, marinero, testigo número 27, en la investigación sobre los supuestos milagros del Santo Cristo de Lezo llevada a cabo por el sacerdote Lope de Ysasti en 1605 (ZURUTUZA SUNSUNDEGI, Lander. “El Santo Cristo de Lezo y la comisión de Lope de Ysasti (1605)”, Boletín de Estudios del Bidasoa, Irún, Sociedad de Estudios “Luis de Uranzu”, 2006, julio, núm. 24, págs. 605, 613-614, 615-616). [40] Según el testimonio del marinero Jorge de Nicolás, testigo número 26 de la citada investigación (ZURUTUZA SUNSUNDEGI, Lander. “El Santo Cristo de Lezo y la comisión de Lope de Ysasti (1605)”, cit. pág. 614). [41] El milagroso Cristo de Lezo es una singular talla gótica de fines del siglo XIV-principios del XV. Su veneración se extendió en el siglo XVI, y recibía cantidad de exvotos y ofrendas de navegantes que habían obtenido su socorro. Sobre su origen existe una leyenda que explica su hallazgo, tal como recoge La Esfera del 17 de agosto de 1918, número 242, “Un Santuario Histórico, Lezo”). Dice así: “una joven vio flotar un bulto en la bahía; su curiosidad la hizo bajar a la playa con algunos vecinos, y recogido aquél resultó ser un arcón que guardaba la imagen de la talla y bastante negruzca. Por lo visto debió estar mucho tiempo en el agua; posiblemente fue consecuencia de algún naufragio, y luego la pleamar le condujo a la bahía”.“Otros dicen que en el siglo X el obispo de Bayona, diócesis a la que perteneció, lo trajo de Lezo; algunos la suponen de origen inglés, traída por algún piadoso viajero para salvarla de las profanaciones del cisma y Manuel de Lecuona plantea un origen relacionado con la Orden de los Templarios, pues la cree realizada a comienzos del gótico” (PUENTE SÁNCHEZ, María Teresa. Escultura exenta de Vírgenes y Cristos en Pasajes, Lezo, Rentería y Oyarzun. Enlace: http://hedatuz.euskomedia.org/1501/1/06075124.pdf. Acceso: 14.05.2019). Véase también: ECHEGARAY CORTA, Carmelo de. “El Cristo de Lezo”, Revista Internacional de Estudios Vascos, 1928, vol. 19, nº 3, págs. 417-418; y ZURUTUZA SUNSUNDEGI, Lander. “El Santo Cristo de Lezo y la comisión de Lope de Ysasti (1605)”, Boletín de Estudios del Bidasoa, 24, 2006, págs. 559-626. [42] O Cizarda ¿Entorno de las islas Sisargas, pequeño archipiélago que se encuentra frente a Malpica de Bergantiños, en la Costa de la Muerte, demarcación de A Coruña, comunidad autónoma de Galicia (España)?. [43] Solían tener 800 toneladas y llevaban entre 300 y 400 infantes, y de 70 a 120 marineros, más una artillería de entre 20 y 50 cañones los más grandes. [44] La galizabra, como hemos explicado anteriormente, había sido inventada por Alonso de Bazán, que será Capitán General del Mar Océano entre 1598 y 1603. Era una variante de las galeotas y galeazas, y transición de la galera al galeón, eran de doble propulsión de remo y vela, casco alargado y bien artilladas. Las usaban para “limpiar” las costas portuguesas y españolas del Cantábrico de corsarios enemigos. [45] A esta acción eufemísticamente hablando se le llamaba “regar los pies”, con la evidente intención de que se ahogaran. [46] Sobre Diego Brochero véase GÜELL i JUNKERT, Manuel. “Diego Brochero, el “lobo de mar” salmantino”, Revista de Historia Naval, año 22, núm. 87, 2004, págs.. 95-104. [47] En terminología náutica de la época se denominaba así a la determinada extensión de mar por la que cruzaban uno o más buques (LORENZO, José de – MURGA, Gonzalo de – FERREIRO, Martín. Diccionario marítimo español. Madrid, T. Fortanet, 1864, pág. 180). [48] En 1581 se hallaban los mares plagados de naves españolas, pues existían las tres flotas ordinarias: las flotas de la India oriental, Tierra Firme (con sede en Cartagena de Indias que comprendía desde la isla Margarita a Portobello, lo que los ingleses llamaban Spanish Main) y Nueva España (con destino a San Juan de Ulúa-Veracruz); la del Estrecho de Magallanes y costa del Brasil, la de Socorro y Vigilancia de las plazas berberiscas, la de Galicia y Portugal, mandada por el vizcaíno Martín de Bertendona, y otra más, en 1582, para las Azores o Isla Tercera. Según las necesidades y el peligro, las flotas del Nuevo Mundo podrían ir juntas o separadas, con escalas en las islas de Barlovento para aguada, y la acostumbrada en La Habana, donde se dividían las flotas con rumbo a sus destinos respectivos y donde se reunían para la vuelta. Si el viaje a España era de ida y vuelta se le denominaba “redondo”; a partir de 1564 las flotas que llegaban de América iban protegidas por barcos de guerra en lo que se llamó la “Carrera de Indias” (LABAYRU Y GOICOECHEA, Estanislao Jaime de (1900) Historia general del Señorío de Bizcaya. Segunda edición facsímil de la publicada en Bilbao – Madrid por Andrés P. Cardenal y Victoriano Suárez, ésta editada en Bilbao por La Gran Enciclopedia Vasca en 1968. Tomo V, parte tercera, pág. 495; RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín R. Señores del mar. Los grandes y olvidados capitanes de la Real Armada. Madrid, La Esfera de los Libros, 2018, pág. 144; RIBOT, Luis. La Edad Moderna (siglos XV-XVIII). Madrid, Marcial Pons, 2016, pág. 399). [49] Durante el reinado de Felipe III, a principios del siglo XVII, la Armada del Mar Océano tenía tres escuadras principales, cuya misión era proteger las costas españolas y asegurar las rutas de navegación en tres zonas: 1) la costa norte, patrullando desde el punto más noroccidental de la Península hasta la boca del Canal de la Mancha, con galeones que tenían su base en las provincias vascas del norte de España; 2) el acceso atlántico a las Indias, patrullando desde el cabo portugués de San Vicente y las Azores, con galeones que tenían su base en Lisboa, y 3) el estrecho de Gibraltar, con galeones basados en los puertos meridionales de Andalucía (OLESA MUÑIDO, Francisco-Felipe. “La marina oceánica de los Austrias”, en El buque en la armada española, Madrid, Sílex, 1981, págs. 134-140). Fueron los dos primeros sectores los que recorrió Pedro de Zubiaur con sus naves. Las escuadras estaban formadas por buques de guerra propiedad de la Corona o alquilados por ella; cuando surgía la necesidad, podían incrementarse embargando y alquilando más naves propiedad de particulares, como fue el caso de las de Pedro de Zubiaur en alguna ocasión. Si era necesario algunas escuadras de la Armada del Mar Océano, a menudo navegaban más allá de sus zonas de patrulla, llegando a las Indias, al extremo del Mediterráneo o a Flandes (RAHN PHILLIPS, Carla. Seis galeones para el Rey de España. La defensa imperial a principios del siglo XVII. Madrid, Alianza Editorial, 1991, pág. 34). [50] Es falsa la leyenda de que en repetidas ocasiones los tesoros de las Flotas españolas de Indias cayeron en poder de corsarios y piratas. De los cientos de convoyes que durante casi 250 años cruzaron en ambos sentidos el Atlántico, solamente dos -el capturado en 1628, frente a la costa cubana, por el almirante holandés Piet Heyn, y otro asaltado por el inglés Blake en aguas canarias en 1657- fueron aprehendidos o destruidos por armadas enemigas y nunca por corsarios o piratas. Esto lo corrobora el profesor británico J. B. Black en su libro The Reing of Elizabeth, 1558-1603. Oxford, The Clarendon Press, 1963 (GONZÁLEZ-ARNAO CONDE-LUQUE, Mariano. Derrota y muerte de Sir Francis Drake. A Coruña 1589-Portobelo 1596. [A Coruña], Xunta de Galicia, 1995, pág. 116). [51] ESCALANTE DE MENDOZA, Juan. “Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales”, en FERNÁNDEZ DURO, Cesáreo. Disquisiciones náuticas. Madrid, Aribau y Cía., 1881, tomo V, págs. 413 y ss. Cit. por RAHN PHILLIPS, Carla. Seis galeones para el Rey de España. La defensa imperial a principios del siglo XVII. Madrid, Alianza editorial, 1991, págs. 188-189). [52] Según la Paz de Vervins España devolvía a Francia el Vermandois, una parte de Picardía, la ciudad de Calais y Blavet, en Bretaña (cuya posición recibiría más tarde el nombre de Port-Louis). Francia, por su parte, restituía a España el Charolais y diversas plazas fuertes de las que Francia se había apoderado desde el tratado anterior de Cateau-Cambrésis (3 de abril de 1559) y renunciaba expresamente a la soberanía sobre Flandes y Artois. Sin embargo, Enrique IV se negó a legitimar la anexión de la parte sur de Navarra, llevada a cabo en 1512 por Fernando el Católico, bisabuelo de Felipe II. Una cláusula secreta del tratado, sin embargo, establecía que españoles y franceses pudieran seguir haciéndose la guerra marítima al Este del meridiano de las Azores y al Sur del trópico de Cáncer, es decir, en aguas de la América española. [53] El Conde de Polentinos enumera los navíos y bastimentos aportados en aquel viaje (CONDE DE POLENTINOS. Epistolario del general Zubiaur (1568-1605). Madrid, Instituto Histórico de la Marina del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1946. Ap. III). Los navíos fueron: la urca Santa María como Capitana; el filibote Cisne Camello; el Unicornio; el filibote Santiago; la nao La Bendición de Dios; La Buena Fortuna; La María, francesa; La María Olona; La Perriña; y La Guillomata, o sea 1.228 toneladas de tara con 829 soldados embarcados y 271 marineros (en total 1.100 personas). Las provisiones consistían en 79,5 quintales de bizcocho, 2.027,5 fanegas de trigo, 1.366,5 de centeno, 38 quintales de harina, 113 pipas de vino, 9 carneros y una vaca vivos, 129 quintales y 13 libras de carne salada, 94 quintales de pescado bacalao en salazón, 9.500 sardinas, 93,5 arrobas de aceite, 138 de vinagre, 51 fanegas de habas, 365 libras de pasas, 2 arrobas de azúcar y 30 fanegas de sal. [54] Informe de Pedro López de Soto, veedor y contador del Rey, al Consejo de Guerra fechado en El Ferrol a 22 de octubre de 1601. Documento 183 de GARCÍA HERNÁN, Enrique. The Battle of Kinsale. Study and Documents from the Spanish Archives. Valencia, Ministerio de Defensa – Albatros Ediciones, 2013.Enlace: http://bibliotecavirtualdefensa.es/BVMDefensa/i18n/catalogo_imagenes/grupo.cmd?path=75387
Acceso: 15.05.2019. En realidad, como afirma García Hernán, el verdadero problema de estas singladuras no eran las tormentas sino la frecuencia con la que la Monarquía española podía mantener vínculos con fuerzas que se encontraban a casi 1.000 millas de distancia, lo que evidentemente dificultaba la comunicación de informes y órdenes.
[55] El veedor -cuya aparición data de la época de Juan II de Castilla- ejercía funciones de inspección e intervención por cuenta de la Corona con objeto de verificar cualitativa y cuantitativamente los recursos -humanos y materiales- proporcionados por el asentista y el proveedor (encargado de gestionar las adquisiciones por medio de los compradores que rendían cuentas al veedor y contador correspondientes de las adquisiciones y de los suministros entregados a los buques), para pasar a responsabilizarse de todo cuanto compete a hacienda en el transcurso del siglo XVI. El contador, al que se ha aludido, era un oficial del veedor encargado de tomar cuenta en un libro de los suministros del asentista, las adquisiciones y los gastos realizados. El asentista era la persona encargada de hacer asiento o contratar para la provisión o suministro de víveres u otros efectos para un ejército o, en este caso, armada (CEREZO MARTÍNEZ, Ricardo. Historia de la marina española. Las armadas de Felipe II. Madrid, San Martín, 1988, pág. 153). [56] Pedro de Zubiaur se entendió muy bien con los irlandeses. No sólo hablaba su idioma, compartía con ellos la religión católica y admiraba sus cualidades. En carta al Rey Felipe II del 20 de diciembre de 1601 decía de ellos: “Estos irlandeses son como gamos, gallardos inclinados al trabajo y a la guerra… gente sin temor… si les arma y ay bastimentos y municiones esta todo llano, grandísima pobreça y necesidad pasan de pan, biuen con carne e hierbas y a vezes me dizen suelen estar tres días sin comer cosa” (POLENTINOS, Conde de [Aurelio de Colmenares y Orgaz]. Epistolario del general Zubiaur (1568-1605). Madrid, Instituto Histórico de la Marina del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1946, pág. 85). Hay que recordar que hubo en Irlanda el 1600 una hambruna general. Su relación con el Rey fue de absoluta lealtad y este alaba de él su brevedad en la actuación, su discreción y honradez, además de su pericia como marino y valentía. Zubiaur se le confía en ocasiones como, en esta misma carta, en que le informa haber perdido en las operaciones de guerra a su sobrino el capitán Tomás de Arispe, y “otros tres sobrinos han matado en seruicio a Vuestra Magestad dios aya sus almas”.. “ y escribo a Vuestra Magestad como buen bizcaino”… “guarde dios a Vuestra Magestad como la christiandad ha menester”. También habla muy bien de alguno de sus colaboradores, por ejemplo del veedor del Rey Pero López de Soto (en la misma carta a Felipe II), “que trauaja y despacha y facilita todo, es gran ministro y de mucha auilidad. Vuestra Magestad le aga merced y seruirse del en cosas graues”. La preocupación porque los soldados españoles e irlandeses estén bien vestidos y alimentados, y vayan bien armados, y cobren su paga era constante en él. Sentía especial predilección por los heridos: “Los pobres heridos questan cortados los braços y piernas padesçen y an de morir por no hauer cama ni donde cubrirlos -he dado todas mis camisas y sauanas para curar y si mas hubiera mas diera”. Él mismo asegura no haberse podido siquiera desnudar desde que salió de España por el imperativo de las circunstancias. “Acudiendo a todo lo que puedo quedo echo pedaços y podre durar poco” (Carta al Rey de 22 de diciembre de 1601) (POLENTINOS, cit. págs. 89 y 87). Los ingleses también pasaban penalidades, hundidos en barro hasta las rodillas, temerosos en todo momento de que los irlandeses que con ellos combatían se pasasen al bando de los Condes leales a España. Para saber de la distribución entre los irlandeses leales a España de dinero, armas y bastimentos véanse las págs. 86 a 90 de GARCÍA HERNÁN, Enrique (2010). “Matériel para la batalla de Kinsale”, cit. en Bibliografía. [57] Pedro López de Soto a Felipe III. En Castlehaven, a 20 diciembre de 1601. Documento 240 de GARCÍA HERNÁN, Enrique. The Battle of Kinsale. Study and Documents from the Spanish Archives. Valencia, Ministerio de Defensa – Albatros Ediciones, 2013, págs. 194-195.Enlace: http://bibliotecavirtualdefensa.es/BVMDefensa/i18n/catalogo_imagenes/grupo.cmd?path=75387
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[58] Pedro López de Soto a Felipe III. En Castlehaven, a 23 diciembre de 1601. Documento 267 de GARCÍA HERNÁN, cit. págs. 227-229. [59] Informe del Consejo de Guerra del 5 de agosto de 1602. Archivo General de Simancas, Sección de Guerra, Legajo 3.144 (CONDE DE POLENTINOS. Epistolario del general Zubiaur (1568-1605). Madrid, Instituto Histórico de la Marina del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1946, págs. 103-104). [60] La galera era una embarcación ideal para navegar cerca de las costas por su maniobrabilidad ante los bancos e islotes característicos de aquellas y por su propulsión a remos independientes de los vientos, lo que las hacía más operativas que las clásicas naos, más aconsejables para singladuras en alta mar pues en lo básico eran naves mercantes a las que se armaba coyunturalmente para la guerra, en tanto la galera era más idónea para el Mediterráneo y el Caribe, y en puridad era buque de combate. [61] Sobre la historia de las conducciones de agua para el consumo de los vallisoletanos desde el siglo XV véase el artículo de ZALAMA, Miguel Ángel. “Datos sobre el abastecimiento de agua a Valladolid: Felipe II y el proyecto de 1583”, Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, tomo 60, 1994, págs. 353-366. [62] PINHEIRO DA VEIGA, Tomé. Fastiginia o fastos extraordinarios. Valladolid, 1605. Reed. en Valladolid por la Imprenta del Colegio de Santiago, 1916. Cit. por García Tapia 1984, 306. [63] Inventario de los cuadros y objetos de arte que había en 21 de junio de 1607 en la finca de recreo llamada “La Ribera”, que luego se ha titulado y conocemos por la “Huerta del Rey”. En él se describe el ingenio compuesto de “dos ruedas grandes y cuatro pequeñas con sus cadenas y cuatro tisibicas [bomba de émbolo aspirante e impelente inventada en el siglo II d. C. por Ctesibios de Alejandría de donde derivaría su denominación] de bronce, con cuatro baquetones de hierro y otras dos ruedas, con parte de caños que se empezaban a hacer”. Sobre el proceso administrativo por el que el regimiento de Valladolid contrató con “Zubiaurre” la elevación de las aguas del Pisuerga a las Huertas del Rey véase AGAPITO Y REVILLA, Juan. Los abastecimientos de aguas de Valladolid: apuntes históricos. Valladolid, Imprenta La Nueva Pincia, 1907. Cap. V. “El ingenio de Zubiaurre”, págs. 33-40; y García Tapia 1984, 311. [64] “Probablemente se le llamaría así por ser éste ingenio el que más llamó la atención de todos los que en el siglo XVI se habían inventado a tal fin” (AGAPITO Y REVILLA, cit.pág. 69). [65] Fue el 2 según el Conde de Polentinos, día de San Esteban Protomártir, o el 3 según Dionisio Perona (CONDE DE POLENTINOS. “El almirante Zubiaur era vizcaíno”, Euskalerriaren alde, 1912, VI, núm. 141, págs. 625-634 de la reed. facsímil de La Gran Enciclopedia Vasca, Bilbao, 1974, pág. 633; PERONA TOMÁS, Dionisio A. “Pedro de Zubiaur”, en Diccionario Biográfico Español. Real Academia de la Historia. Real Academia de la Historia, 2009. Enlace: http://dbe.rah.es/biografias/6683/pedro-de-zubiaurConsulta: 29.03.2019.
[66] Hoy día no es posible encontrar esta tumba por haber sido saneado el suelo del templo en su totalidad. La Iglesia Parroquial de Rentería, dedicada a la Asunción de María, fue reedificada en estilo gótico-renacentista sobre la anterior saqueada por los franceses en 1512. Las obras duraron desde 1524 a 1573, en tanto su portada se concluyó en 1625. La sacristía es de 1741 (Gamón 1930, 372-374). [67] El dato lo da GERMOND DE LAVIGNE, A. Espagne et Portugal. Paris, Hachette, 1872. Cap. “Itinéraire de l’Espagne et du Portugal”, route 1, pág. 3. [68] Manuel Díaz y Rodríguez, al que la Comisión Provincial de Monumentos de Guipúzcoa encargó realizar la investigación, explica que su sepultura “distinguida” se puso en el cementerio que se hallaba delante de la iglesia, aunque sin elegir lugar de preferencia, donde también fue enterrada su viuda y su hija María de Zubiaurre y Zurco. Este autor justifica el traslado de sus restos por la necesidad de hacer un camino para facilitar el acceso a la iglesia y por estorbar en estas circunstancias (DÍAZ Y RODRÍGUEZ, Manuel. “El general de la Armada D. Pedro de Zubiaurre”, Euskal-Erria, 1893, tomo XXIX, segundo semestre, pág. 427). [69] Ello le da pie a Manuel Díaz y Rodríguez a afirmar que los restos masculinos de esta sepultura no son los de Pedro de Zubiaur sino los de Juan Antonio de Olazábal, ya que en tal sepultura sólo se habían inhumado los restos de la viuda e hija María del almirante. A su juicio los restos del célebre marino nunca se trasladaron a Irún y los que se reubicaron en el sepulcro de los Olazábal fueron los de Juan Antonio de Olazábal (DÍAZ Y RODRÍGUEZ 1893, 429). [70] Este fragmento de su sepultura estuvo expuesto durante años en el Museo Oceanográfico de San Sebastián. Hoy se encuentra en el Museo Municipal San Telmo de esta ciudad (Olazábal 1953, 233-243).