La vocación escultórica de Xabier Santxotena Alsua se gesta entre los bosques del Valle de Baztán y deriva de la tradición artesanal de la madera que marca el devenir de su familia. En principio seguirá la estela marcada por los suyos como simple artesano, hasta que en 1970 Oteiza descubre en él su capacidad artística. Ingresa en la Escuela de Artes y Oficios de Vitoria para estudiar talla en piedra, bajo la dirección de Aurelio Rivas. A partir de 1976 Santxotena va definiendo su estilo propio, elaborando una sintaxis entre el simbolismo abstracto, el organicismo y el racionalismo, con las mismas preocupaciones formales de la escuela vasca de escultura. Aunque trabaja el bronce, el acero, la piedra e incluso el hormigón, su material característico es la madera, elemento vitalizador de su cosmovisión. La escultura es para él una obra pensada a cielo abierto, llena del fulgor del bosque, en expresión de Díez Unzueta, y entroncada con las tradiciones recibidas de sus antepasados.
Dentro de la escultura navarra, Santxotena representa mejor que nadie la corriente del neoexpresionismo abstracto, opuesto al racionalismo constructivo de una parte significativa de las creaciones de Aizkorbe, Anda y Mínguez. En su orientación formal, Santxotena muestra, como aquellos, las formas organizadas, pero más flexiblemente concebidas, tomándolas del repertorio orgánico de la naturaleza. Su serie “Basoak”, expresión de una escultura del bosque, porque en él se concibe, descubriendo las posibilidades ilimitadas de las formas naturales distorsionadas por el azar, se transforma posteriormente en el collage constructivo de fragmentos unidos mediante tubillones, técnica tomada de la cultura pastoril, secular en Baztán, para retratar personajes de aire totémico a la manera de los retratos “vegetales” de Arcimboldo, en forma de rompecabezas ordenado.
Bertiz, con su paradisíaco ambiente, constituye el espacio expositivo más natural para estas piezas que ahora nos presenta Santxotena, tejidas con retazos de madera, especie de patch-work transformado en expresión sorprendente e ingeniosa, que traduce homenajes del artista, y su admiración por elementos y aspectos de su cultura vernácula.
“Doble máscara” no es producto de una fantasía desbordante sino de una conjunción de trozos de madera seleccionados con mirada perspicaz para luego unirlos con ingenio e intencionalidad, y hasta con una dosis de buen humor, haciendo posible el ideal de bulto redondo que debe presidir la creación escultórica, para que el espectador goce con la contemplación a distancia de esta pieza-traducción-de-un-bosque-encantado, que se nos hace presente, como en las animaciones cinematográficas.
Los dos “Mikeldi” oponen a la “Columna caos”, símbolo del seísmo salvadoreño recordado con pesar, el orden del jeroglífico de su armadura, de aspecto más constructivo que espontáneo, con la rotunda firmeza de lo que se considera perenne. Es Mikeldi un ser mítico en las antiguas creencias del país, toro rojo-Zezengorri que, se decía, habitaba en una cueva de Sara y avisaba con sus mugidos, a cuantos pasaban, del peligro de los parajes de su proximidad. Pero un aviso tan inesperado, que venía de los abismos, espantaba a los incautos. Esa fortaleza de la anatomía del genio Mikeldi, exagerada por el miedo al desconocido, es la que queda plasmada en la conjunción de elementos en torno al hueco, que no es un mero juego volumétrico de lleno/vacío -ese vacío tan oteiziano- sino trasunto de tantas perforaciones abiertas por la erosión en las rocas de nuestros montes, por las que, quien sabe, pudo asomarse el genio Mikeldi para ahuyentar al maligno con el fuego de sus fosas nasales.
Entre los homenajes, el dedicado a Bitoriano Gandiaga, manifiesta de manera simbólica la escritura poética de este padre franciscano que confió a Oteiza sus más íntimos versos cuando aquél ejecutaba su “Apostolado” en Arantzazu. Consecuencia del entusiasmo con que el escultor de Orio y Alzuza recibió aquellos versos de tan sencillo fraile, es la plasmación de su espíritu literario en esta a modo de emanación sólida que se yergue sobre unas rocas, contradiciendo su natural sequedad.
Tres personalidades diferentes como las de Matisse, Brancusi y Pollock generan, como podía esperarse, tres soluciones tridimensionales por completo versátiles.
“A Matisse”, dice el título del siguiente homenaje, tiene la gracia de traducir mediante la composición el ritmo del maestro francés del arabesco, con el ensamblado de piezas curvilíneas superpuestas a un fuste vertical, sobre el que el sesgo de las formas juega para fijar ese dinamismo característico de uno de los maestros de la Modernidad.
Para expresar su reconocimiento a Brancusi, Santxotena se sirve de la columna-símbolo de la definición cubista del creador rumano, en la que dos vaciados ovales significan, a buen seguro, lo que para aquél era germen de la más pura creación –el huevo- tanto en la naturaleza como en la expresión del volumen esencial, a partir del cual elaborar una obra despojada de toda teatralidad.
El chorreo, dripping, del color sobre el lienzo del pintor Jackson Pollock, homenaje al más reconocido practicante del Informalismo estadounidense, es lo que destaca en este relieve sobre la superficie del soporte, ahora metamorfoseado en madera, para que la materia sea tan evidente como en los lienzos de aquél pintor, que aplicaba por azar, aquí y allá, la pasta de color en una intervención guiada por una pasión incontenible.
“Eguzkilore” completa este recorrido por una naturaleza, que, como señuelo atractivo para el espectador, anuncia al exterior de la sala esa banda de palomas de acero-síntesis-del–otoño-baztanés, comprobándose de nuevo la importancia que este autor da al significado que va más allá de la ensambladura de unas piezas, para, forzándolas a convivir, expresar las ideas de su mente y corazón permanentemente sorprendidos. Esta flor del sol es también un homenaje, pero a una sencilla forma de protegerse contra los males de la noche que acechaban los caseríos. Un reconocimiento, por tanto, a las creencias que se fusionan con la estética natural de nuestras gentes.
El arte escultórico de Xabier Santxotena ofrece una síntesis de puntos de vista sobre varios aspectos. Por un lado, el mundo creencial de su país proyectado en la forma tridimensional; por otro, la realidad de nuestro tiempo, con sus claroscuros, y, para terminar, el referente de los creadores de la cultura moderna a través de sus protagonistas y obras más significativas, todo ello trascendido por una experiencia natural y mirada personal tan intensas que el artista logra perfectamente lo que se propone: aliviar nuestro espíritu de la sobrecarga de una civilización que incapacita nuestro corazón para sentir, facilitándonos un paréntesis de tiempo suspendido para una contemplación que podrá hacernos más libres. Siendo el resultado plástico de rico concepto, variada tipología e ingeniosa ejecución.
Imagen de la portada: Máscara de Miguel de Unamuno (1996), Serie Máscaras de Xabier Santxotena