La cultura es un conjunto de vasos comunicantes donde las ideas y las improntas estilísticas, en el caso del arte, hacen depender a los autores entre sí. Y aunque esas influencias, o tal vez afinidades, no sean del todo conscientes para quien las recibe, no por eso dejan de estar presentes. Ya lo explicó el realizador cinematográfico Ingmar Bergman, cuando dijo sentirse como una piedrecita de un gran edificio. “Dependo, declaraba a varios periodistas suecos en 1973, de cada uno de los elementos de ese edificio” [1]. Todos somos la suma de lo que hemos leído, o de lo que hemos visto, de lo que, en síntesis, hemos vivido. Tal es la situación del escultor chileno José Vicente Gajardo (Tomé, 1953), cuyo caso me propongo analizar desde este punto de vista.
Las circunstancias vitales de tan destacado escultor –que ha poco más de un lustro representó a Sudamérica en el Concurso Internacional de la Escultura de la Expo 2000 celebrada en Hannover– es consecuencia de su opción por los estudios de Escultura, que realiza en la Universidad de Concepción. Quizás los considerados como sus maestros son quienes le inclinan al arte abstracto –Eduardo Meissner y Enrique Ordóñez–, aunque su obra futura no podrá entenderse sin citar la referencia internacional de la escultora chilena Marta Colvin (Chillán, 1907-Santiago, 1995), que asumió en su obra las influencias de Constantin Brancusi y de Henry Moore, quien le mostró a través de su apreciada obra escultórica a valorar la tradición cultural prehispánica de su país, impulsándole a confrontar sus saberes con la fuente primaria de inspiración y, más en concreto, con los Andes, la cordillera que a modo de vertebral columna vivifica el país suramericano. Los Andes, al decir de Óscar Bustamante, es el espacio escultórico natural, el escenario majestuoso que si no lleva a enmudecer, conmueve, inquieta e impulsa a descubrir, y del que es fácil tomar los materiales, la piedra [2].
Existe en Chile toda una tradición de escultura en piedra que, excluida la madera de las imágenes aportadas por los jesuitas en la época colonial, que a su vez se mezcla con la producción indígena chilota, y los materiales de reciente adquisición, han utilizado en su quehacer creativo la mayor parte de los escultores del siglo XX. Precisamente en Vicente Gajardo será decisivo su encuentro con los canteros de Rinconada de Doñihue (al suroeste de la capital) que hacían sillares de piedra para el embalse Colbún (Talca), quienes le enseñaron cómo manejar la piedra, cortarla y darle la forma deseada, desde sus conocimientos artesanales cuyos orígenes podrían perderse entre los aborígenes mapuches de la indómita Araucanía.
Del mismo modo hay en la escultura de Vicente Gajardo resabios de aquella antigua estatuaria, la de los tótemes y rehues alusivos a la muerte, la de las clavas erguidas del antiguo mapuche, símbolo de distinción, como puede apreciarse en algunas estatuas urbanas del escultor aludido, las tituladas, significativamente, “Sol y luna”, o el vigía del parque llamado así, “Rehue”, monolitos enhiestos en relación dual recortados a radial sobre la granítica piedra para permanecer a lo largo de los tiempos desde la década 1990 en que los concibiera, en un intento de conectar los mitos de los tiempos pretéritos con la cultura del presente, preservando raíces y formas primigenias. Elementos astrales, más o menos evidentes, sea por su forma explícitamente pulimentada o sugerida por un hueco vacío –valga la redundancia– a modo de ojo vigilante, recuerdan a la rotundidad de la escultura exenta y monumental andina o al megalito prehistórico, oponiendo lo grávido a lo aéreo [3] (“Desfase”, 1987-1988, de Col. Privada; “Forma”, 1996-1997, del Parque de Esculturas Ciudad Empresarial de Santiago de Chile), confrontando, como hicieran los escultores europeos de principios del siglo XX respecto del arte negro africano, las diversas herencias del pasado americano con el presente creativo.
Esta llamada a conectar las culturas en una fusión de tiempos que busca acercar hasta el presente lo propio, preside la producción escultórica de Gajardo relacionada con el ámbito rural, que halla en los instrumentos de labranza campesina el reflejo de la lucha del hombre por transformar la naturaleza. Es el propósito de la serie llamada “Herramientas” (1995-2001), donde evoca utensilios agrícolas, cuyos dos elementos esenciales –el mango y la herramienta propiamente dicha– conectan al hombre con la tierra, que es decir al suelo con el cielo, una preocupación de Gajardo en todo momento. En cuanto al lenguaje formal, estas piezas conjugan volumen, textura y espacio, predeterminando siempre una horizontalidad igualmente presente en otra de sus series –“Muros”– realizada simultáneamente, aunque tras su encuentro en la isla de Pascua con los moais de la cultura Rapa Nui, que le sobrecogen no tanto por su monumental tamaño y concepto de deificación de los ancestros humanos que las preside, sino por el inmenso esfuerzo de su alineación sobre el plano para lograr un nuevo efecto que de manera individual no podrían alcanzar. El escultor analizará la complementariedad de unos con otros, su relación espacial y volumétrica que puede llegar a dar a la escultura una dimensión arquitectónica, pero plasma esta relación mutua con una estética minimalista moderna, que insiste no tanto en la repetición seriada de los volúmenes como en el espacio físico real que éstos ocupan y que modifican con su sola presencia (“Muro Aku”, 1995-96, Col. del Artista). En opinión de Pedro Zamorano, Vicente Gajardo no sentirá ese espacio delimitado por los moais como habitacional sino como transitivo, y es desde este concepto como surge su escultura-muro que da nombre a la serie (ejemplificada en “Tránsito”, 2003, Col. del Artista). Pero un muro cuya naturaleza estática se transforma. Su frontalidad característica se verá quebrada por el juego de volúmenes cóncavos y convexos, y por los espacios que se establecen entre las masas compositivas [4]. En el caso de otra de sus obras, “Hornacina”, el espacio horizontal se ve confrontado con la vertical de la escala humana. Es, del mismo modo, un espacio construido hacia el interior de la piedra, para contener y ser ocupado por el cuerpo humano, pensado para interactuar con él. Estas obras estimulan una acción dinámica: introducirse, caminar y relacionarse corporalmente con ellas.
Sin embargo, en otras esculturas se propone la descomposición geométrica de los volúmenes para seguir permitiendo al observador intervenir en sus obras, pero “habitándolas” de modo consciente, lo que le lleva a plantear una escultura ambientalista, humanizadora del medio urbano, como sucede con las creaciones marcadas por la verticalidad y “Cohabitaciones” (2000-2001), donde si bien es cierto que perdura la rotundidad formal del arte precolombino, se concibe la escultura dentro de un lenguaje moderno, con su característica finura de líneas, juego de planos y volúmenes, además del contraste óptico de texturas –pulidas y bastas– que son definitorias de su particular austeridad. La dualidad complementaria de los volúmenes, que hace que unas piedras se machihembren con otras o se apoyen en su compañera, logra un efecto de diálogo a lo Henry Moore, que es efectivo desde el punto de vista compositivo y del juego de tensiones.
Con la misma intención de humanizar el entorno, aunque con una mezcla extraña de lo mobiliar con lo litúrgico, concibe, entre 1985 y 2000, su serie “Mesas y asientos”, donde conjuga un diseño geométrico equilibrado, de líneas muy depuradas, con la búsqueda de la funcionalidad. Un uso compatible con la utilización de estos muebles para el descanso, el ritual (ciertas mesas parecen aras para el oficio religioso) o el embellecimiento de interiores o exteriores gracias a la sensación de reposo que transmiten sus líneas.
En las dos series que aborda posteriormente –“Corazas” (1992-2001) y “Torsos” (1992-2000)– presenta una figuración sintética de gran pureza formal para –en el primer caso– evocar petos de concepción libre (ensamblando hasta tres piezas) e intención protectora (de ahí que en algún caso el peto se transforme en templo u hornacina), que deja a salvo de peligros el espacio interior. En la serie siguiente, el torso se ha convertido en aquella parte de la anatomía humana a salvaguardar. En ella recrea la estética contemporánea del fragmento humano entendido no como parte mutilada, sino como obra terminada. Tal sucede en alguna otra serie donde se nos impone la sensación del paso del tiempo, la sugerencia de un pasado que nos ha legado partes de una imaginaria estatuaria que por distintos avatares de la historia hemos recibido en forma de resto arqueológico. Las obras de estas series se sitúan en una tradición artística que ha privilegiado la representación de la vida frente a la imitación de la belleza, y que desde Fidias a Miguel Ángel, desde Rodin a Moore, ha legado obras donde la forma significante se ha expresado con la mayor economía descriptiva.
Me parece descubrir bajo las formas escultóricas de Gajardo una influencia europea de origen vasco, tal vez asimilada en un ambiente afectado por las búsquedas espaciales y volumétricas de Oteiza y de Chillida, escultores vinculados a Chile de distinta forma. Jorge Oteiza (1908-2003) realizó varios viajes a Sudamérica en las décadas 1930-40, aunque en Santiago de Chile es donde pronunció una conferencia. En 1935, habló sobre la “Actualidad de la raza vasca en el movimiento artístico europeo” en la Academia de Bellas Artes y, un año más tarde, creó el teatro político experimental. Pero, sobre todo, escribió y publicó en Colombia su “Carta a los artistas de América”, que subtitula “Sobre el arte nuevo en la posguerra” [5] para referirse a la manera en que el concepto del tiempo orienta las direcciones individuales de las formas, controla y gradúa sus relaciones. Contribuye a definir estructuralmente los elementos fundamentales y a describir técnicamente el estilo de una obra o la fórmula de su composición. El tiempo se lo pone a su obra el artista y ya, luego, nadie ni lo añade, ni lo quita, ni lo puede alterar. Y, del mismo modo, el espacio, al que Oteiza considera “conciencia material, acción y actualidad del tiempo en el arte”. Por lo que toda obra obedece a un planteo de espacios que contiene un riguroso teorema plástico temporal. Esta conciencia preside el trabajo escultórico de Vicente Gajardo, no siendo casual que para el mismo haya elegido la piedra –un elemento geológico de larga durabilidad– y optado por volúmenes consistentes que afirman su presencia en el espacio. En Gajardo hay conciencia del tiempo y de perduración de la obra, aspectos que también enlazan con la escultura y la arquitectura precolombinas.
Eduardo Chillida (1924-2002), por su lado, no tuvo un contacto directo, sino indirecto. Son notas comunes entre estos artistas vascos y Vicente Gajardo el aunar las bases de una herencia tradicional –enraizada en la tierra de origen– con la puesta a punto de unos contenidos y experimentaciones propios del arte moderno internacional; el dominio de las propiedades físicas de soportes matéricos –más limitados en Gajardo al uso de la piedra– en su relación con el espacio, mediante diversas técnicas y un método analítico de trabajo que privilegia el espacio virtual (a través del hueco) y el circundante; el aprovechamiento de lecciones aprendidas de los artesanos para su utilización en la obra creativa, lejos tanto de la industria pesada como de la artesanía; las resonancias arquitectónicas con un cierto aliento místico-religioso; la noción clara de estructura fiada a los valores geométricos (línea, plano, volumen), y a la composición equilibrada y racional en cuanto al juego de tensión-dinamismo que se libera en el espacio; el planteamiento abstracto y conceptual basados en la precisión del cálculo y un apurado acabado; el llevar los propósitos racionales a la experimentación con unidades-tipo, en el caso de Chillida relacionadas con objetos de uso común –el yunque, la estela funeraria (y en Gajardo la clava o la coraza)–; la compenetración de cuerpos opuestos por forma, por relaciones de dominio o de complementariedad; la idea del espectador activo como habitante, y no sólo manipulador, de la obra en su contexto espacial y sensorial, entre las principales. En tal sentido, cabría situar la escultura de Vicente Gajardo en la estela dejada por tales maestros –y hoy prolongada por sus sucesores en el ámbito vasco-navarro de España– que se ha ido formando al contacto de las vanguardias escultóricas.
Además, la escultura de Gajardo es inseparable de la época de fuerte desarrollo tecnológico en que se produce. La reacción, no sólo en él, sino también en otros artistas contemporáneos, ha sido lógica: volver la cabeza hacia el pasado para buscar lo intemporal, aquello que se entiende como parte sustancial y permanente de la escultura, lo que explica la vuelta a las formas arquetípicas. Se busca humanizar con la obra el espacio deshumanizado por una civilización abigarrada y pesada. A partir de ahora, la escultura ya no será tanto un objeto para ver sino un espacio para vivir, apelando a la participación del espectador, al que propondrá una comunicación más sosegada.
Vicente Gajardo es hijo de su tiempo y de su espacio. Opina Jorge Oteiza que “la sensibilidad artística está constituida por una sensibilidad personal y otra de generación. En la sensibilidad personal se heredan los elementos impersonales, lo involuntario histórico, lo étnico y local. La sensibilidad de generación, en cambio, arranca de la política universal de la cultura, y es lo voluntario histórico, lo intelectual y lo buscable, la transformación y los nuevos mitos. El artista concentra así en su obra la actuación anónima de un pueblo, y es, a la vez, la denuncia terrible del grado universal de una cultura. De aquí la responsabilidad del artista y su fracaso cuando sólo representa su cultura individual” [6].
Es lo que modélicamente representa Vicente Gajardo, al reunir en su persona la síntesis de las influencias recibidas de su cultura chilena y del ámbito internacional, en una obra cuya personalidad se ha enriquecido con estas aportaciones.
[Fotografías: Archivo del artista, Cristina Alemparte, Jorge Brantmayer, José Luis Saavedra, Jaime Villaseca y Óscar Almeida]Notas
[1] Declaraciones a Stig Björkman, Torsten Manns y Jonas Sima en Conversaciones con Ingmar Bergman, Anagrama, Barcelona, España, 1973, p. 31.
[2] Óscar Bustamante en “Chile y la escultura. Algunas ideas acerca de nuestro escenario”, en el libro de varios autores Escultura chilena contemporánea 1850-2004, Santiago de Chile, Ediciones ArtEspacio, 2004. Tomado de http://www.critica.cl/html/bustamante_01.htm
[3] Cfr. Carolina Abell en “Espacios mutables”, dentro de la obra de varios autores Vicente Gajardo, Santiago de Chile, Infoarte, 2003, p. 59 a 61.
[4] Pedro Zamorano en “Fidelidad pétrea”, dentro de la obra de varios autores Vicente Gajardo, Santiago de Chile, Infoarte, 2003, p. 28.
[5] Publicado en la Revista de la Universidad del Cauca, Popayán, 1944. Reproducida fragmentariamente en el catálogo Oteiza, propósito experimental, Madrid, Fundación Caja de Pensiones, 1988, pp. 215-217.
[6] Oteiza en su “Carta a los artistas de América” (cit.), p. 215.