Son ya veinticinco los años que Juliantxo Irujo ha dedicado a la pintura. Una obra realizada con seriedad, rigurosa, destinada desde el principio a la investigación y al autoanálisis, bajo la influencia de los estímulos generados por nuestra punzante sociedad y la no menos interpelante existencia diaria.
En la infancia, como ocurre siempre, se sientan las bases de su futura vocación hacia las artes, al moldear la tierra húmeda de las calles de Echarren de Guirguillano, pueblecito cercano a Puente la reina, donde transcurren algunos de sus momentos más felices, así como al trazar sobre el papel los primeros rasgos de color con los óleos de esa fabulosa caja que su hermano Paulino abandona al marchar a Brasil. Su introversión hace el resto, puesto que le atrae desde el principio explorarse a sí mismo y al mundo exterior con sus perspicaces ojos, dando testimonio plástico y gráfico de sus búsquedas con las recién estrenadas técnicas de representación.
En 1972, esta constancia en el trabajo le permite ganar, ya tan temprano, el certamen Nacional Juvenil de Pintura y dos años más tarde vuelve a repetir el mismo Premio en la especialidad de grabado. Las declaraciones realizadas por este joven lleno de inquietudes, en 1977, con motivo de su primera exposición individual en la pamplonesa Sala de Cultura de la CAN, nos revelan que entonces veía en la pintura una forma de gritar y de llorar, de “expresar las esquinas” de su soledad.
Pronto se desenvuelve libremente, partiendo de las enseñanzas de su maestro José Antonio Eslava, con quien transcurren tres años de formación (1973-1977): dominio de las técnicas, composición, conocimiento de las virtualidades del color, gusto educado en el arte de los grandes maestros de la Pintura, y expresión personal del mundo interior. Otras influencias más difusas, pero que contribuyeron a encauzar su vocación, por entonces ya tan firme, fueron el arte metafísico y el expresionismo figurativo (de resonancias baconianas), así como la admiración de los pintores de la abstracción matérica de El Paso, que por entonces exponían en la Sala de Cultura de la CAN. Prueba también a hacer grattages, al modo de Ernst, dejándose llevar por el arrebato instintivo, y si bien el surrealismo y la abstracción le atraen poderosamente, tampoco desprecia el realismo, que en su caso resulta de un vago aire velazqueño, ni la escultura.
Esta desbordante curiosidad se va asentando durante los años de estudiante en Bellas Artes, en Bilbao, 1978-1983, época en que se interesa decididamente por la construcción de la imagen pictórica (una imagen que también trata de examinar por otros medios como el vídeo), pero sin dejarse arrebatar ahora por el instinto, sino reflexionando tras las primeras aplicaciones del color, con una metodología activamente consciente que va configurando la textura de la materia, por medio de un trazo de gesto controlado en el momento justo y con una creciente preocupación por conocer las peculiaridades de los materiales pictóricos.
Entre 1983 y 1985, coincidiendo con su incorporación al claustro de profesores de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco, esta experimentación toma carta de naturaleza. Estamos en un momento en que, en el mundo de las artes plásticas, parecen haberse cansado los pintores del incesante experimentar buscando vías nuevas a la expresión. La pintura ha cedido ante el lenguaje gráfico o se supedita servilmente a la fotografía, abandona el soporte tradicional o incluso se escenifica con ayuda de otras técnicas de reproducción. Juliantxo Irujo decide retornar a las fuentes originarias de la pintura, para ensayar juegos nuevos con el soporte (de formato variable y aún sin bastidor), el color y maneras representativas en su mayor parte informales, pero también geométricas. “Busco ampliar el campo de visión, reflexionar yo mismo e inquietar al espectador”, confiesa al periodista con motivo de su segunda comparecencia como expositor en Pamplona.
El año de 1987 supone una inflexión de su pintura hacia cuestiones transcendentales: ya no solo la temporalidad, tampoco exclusivamente la génesis y alteración de los cuerpos y, como consecuencia, la muerte, sino una temática que define bien con su dibujo perfilado, el hombre frente a la materialidad de un cosmos infinitamente abierto en sus posibilidades. Una casuística que se muestra en la exposición colectiva titulada “De Hoy”, junto a las indagaciones de sus compañeros de generación –también navarros- Javier Balda, Patxi Ezquieta, Fernando Iriarte y Javier Villarreal. Exposición itinerante entre Logroño y Bayona, que a años vista ha supuesto un hito en el devenir de nuestra pintura. En ella, Julián Irujo muestra, en una madura resolución pictórica, una profunda sinceridad consigo mismo, al tiempo que una búsqueda sedienta de verdad. Y hasta podríase decir que una admiración por el renacimiento, en esa lucha particular del hombre con sus ideales de vida.
Una preocupación constante de Irujo ha sido la de no olvidar al espectador, consciente quizás del peligro de perderse en la espiral de su subjetivismo. En la etapa intensamente expresionista que se puede apreciar en su pintura a partir de 1986 y cubre toda la década posterior, se aprecia un interés del pintor por reflejar situaciones de nuestra época poco complacientes, dolorosas, que hablan de la desigualdad, o rostros humanos que imaginamos en las formas desechas de la materia rugosa de sus cuadros, como interrogándonos. Este deseo de comunicación es quizás el aspecto más peculiar de su última obra, concebida como un paisaje a imitación de la naturaleza. Pero no un paisaje servil, sino interno. Un paisaje buscado con la especulación del artista, que busca ser más orogénico que imitativo, para lo que recurre a procedimientos personales de arrugamiento del soporte o raspado del mismo, calcos o manipulaciones de la densidad del color, tratando de hallar en la interacción de los elementos una explicación a la génesis de la materia, con la esperanza de descubrir también aspectos de nuestra compleja identidad.
Al espectador, como digo, va dirigida esta ensoñación del pintor y, en sus densos paisajes anímicos, uno y otro pueden ensanchar su espíritu como si se tratase de llenar los pulmones de un oxígeno libre de las impurezas de la civilización.
Es así como Juliantxo Irujo, con su sorprendente síntesis de aparente austeridad y barroquismo formal, ha logrado plasmar en imagen pictórica unas sensaciones que buscan a la postre hacer de sí mismo y del receptor de su obra un ser más sensible y auténtico como hombre.