Una mirada a la pintura de la segunda mitad del siglo XX desde la perspectiva de Julio Martín-Caro (Pamplona, 1933 – Madrid, 1968) no hace sino agrandar su figura, hasta el punto de que en una valoración de la pintura expresionista de esa época la consideración del pintor pamplonés es obligada, pues, a nivel formal, nos parece un hilo conductor perfecto para enlazar la tradición goyesca con el post-informalismo, y a nivel psicológico un puente que enlaza la introspección con el existencialismo aún perdurable en las artes.
A cincuenta y dos años de su muerte es de justicia recordar su figura para que no quede en el olvido. Afortunadamente, el Museo de Navarra atesora entre sus fondos un conjunto muy completo de su variada producción artística -apuntes, grabados y pinturas- que aún interpelan a quien los mira por su palpitante veracidad.
La aparición del Informalismo, que suponía la no representación de la naturaleza y el triunfo del subjetivismo o la introspección más absolutos, como huida del mundo hostil que evidenció la Segunda Guerra Mundial, trajo de inmediato a la pintura reacciones contrarias tendentes a superar esa ruptura. Frente a los que defendían a ultranza el arte informal por haber logrado la libertad total de la creatividad humana, otros lo hacían equivaler a la destrucción de la sublime belleza considerada inherente al arte mismo, incluso a la plasmación de la animadversión del hombre por el hombre, en tan críticos momentos.
Sin embargo, unos pintores sintieron la necesidad de recuperar la figura humana aunque dentro de un espacio ambiguo y caótico, hostil, o bien dentro de un espacio que pareciera emanación suya, que demostrase la interdependencia con el ambiente exterior.
Esta tarea es la que emprenden, desde fines de los 40 los pintores neofigurativos “expresionistas” De Kooning, Bacon, Dubuffet, Fautrier (estos dos conformadores del Arte Bruto) y los integrantes del Grupo Cobra, Jorn, Appel y Lucebert, entre otros.
Se les llamó Neo-figurativos porque su recuperación de la figura humana fue completamente opuesta a la sensual y brillante del Pop Art. El ser humano de estos “nuevos figurativos” es considerado bajo un prisma que lo hace aparecer deformado, de aspecto grotesco. Es versión doliente y pesimista del mundo circundante.
Desde un punto de vista formal, los neofigurativos no se distancian de la técnica del brochazo instintivo ni del chorreo de color, mediante los que los informalistas trataban de poner al descubierto su sentimiento interior, comunicando así, sin mediación alguna, sus preocupaciones.
Se confirmó en sus lienzos el imperio de la materia física. Mediante gruesos empastes de colores ocres o, por el contrario, de opuestas luces, plasmaron en ellos seres de formas esperpénticas, que planteaban al espectador meditaciones profundas de contenido existencial.
En España, donde el Informalismo dejará honda y dilatada huella, la Nueva Figuración Expresionista, resultante de este proceso, adoptará un polifacetismo asombroso. Carlos Areán diferencia hasta doce variantes, a una de las cuales llama “fisiologista” y en la que incluye a nuestro pintor Julio Martín-Caro junto a otros protagonistas como Sáez, Somoza y Saura. Ellos alimentaron el caudal impetuoso al que Martín-Caro aportó su fisiologismo deslavazado y deshilachado “de la más alta calidad”, por el fulgor de su pincelada y la seguridad en el trazo para recrear “de manera conmocionada y sueltísima” la plenitud de la forma. En todos ellos hay un mismo trasfondo social y literario. Con auténtica sabiduría de oficio, aplicaron al soporte colores terrosos perfectamente adaptados a su mundo de pesadilla, como crítica indirecta a la sociedad del consumo, alejada de sus presupuestos, a la que añaden su predilección por las entrañas del ser humano, queriendo poner al descubierto, de forma dolorosa, su alma interior.
La muerte madrugadora dejó la obra de Julio Martín-Caro en un momento en que se prestaba a una racionalización medida de su exuberancia instintiva. Se daba en sus lienzos una progresiva espiritualidad, que traía parejos colores más suaves y una como contención del dolor, que fue una de sus características desde que se obligase, en los últimos años de su vida, a un obsesivo trabajo diario, acompañado por la lectura de los textos de Camus, Kafka o Dostoyevski, con el presentimiento de que su tiempo se acababa bajo la amenaza constante de la cardiopatía vascular que padecía.
La búsqueda de la verdad orienta su obra, henchida de una profunda filantropía que demuestra compasión por el ser humano, al que si bien mira con sentido trágico, concede en el fondo una capacidad redentora sobre el mal.
Martín-Caro, cronológicamente adscrito a una generación que viene a continuación de la de Tápies, Millares y Saura, formó grupo en 1964 con Fraile, Vento y Medina, tres expresionistas que, al decir de Ángel Crespo, aportaron al arte español una espacialidad que había destruido el informalismo porque había prescindido de las lecciones del pasado encarnadas en los viejos maestros del Prado, algunos de los cuales (El Greco, Zurbarán, Goya) no pasaron inadvertidos para nuestro pintor.
Había recibido una formación académica –no en el sentido de trasnochada sino de rigurosa- en la Escuela de San Fernando, por lo que llegó a dominar sin problemas diversas técnicas. El propio Vázquez Díaz le recomendó a la Institución Príncipe de Viana para una beca extraordinaria de pintura mural, que hizo posible su colaboración con el afamado Bruno Saetti, catedrático de esta especialidad en la Escuela de Bellas Artes de Venecia. De igual modo fue consumado grabador y pintor seguro, que elaboraba hasta sus propios colores. Este Van Gogh doliente, que fue Martín-Caro, asimiló a la perfección los lenguajes vanguardistas y sobre todo su espíritu característico, en cuanto a la indomable curiosidad, a la insatisfacción permanente, a la experimentación y a la búsqueda de nuevos rumbos de que hizo gala constante, comprometido como estaba en la denuncia de las amenazas que aprisionaban al hombre y ello con el riesgo de ser un incomprendido, como así fue en vida.
Hoy, con la libertad de criterio que permite el paso del tiempo, descubrimos en este pintor pamplonés a un adelantado de la modernidad. A un sorprendente pintor que pudo tener en el contexto internacional un papel destacado, pues su apretada biografía, pese a su juventud, era equiparable a muchos de sus contemporáneos. Su obra artística resiste perfectamente la comparación con los pioneros de la Nueva Figuración Expresionista, semejantes entre sí por el planteamiento formal, iconográfico e ideológico de sus cuadros, tan coherente y actual en el mensaje como el de aquellos, testimonio palpitante de la época que nos ha tocado vivir, llena de grandes frustraciones y esperanzas.
Imagen de la portada: Julio Martín-Caro Soto fotografiado en la década de 1960.