El vino, recurso integral

En una sociedad, como la navarra tradicional, donde la escasez de recursos obligaba a apurar aquellos de los que se disponía, el vino resultaba de gran utilidad en múltiples circunstancias. Era sobre todo un estimulante en la vida diaria tan sometida al trabajo físico. Podían preguntárselo a los jornaleros del campo, que ni siquiera probaban el agua en beneficio del vino: en las tierras de labor de las Nekeas, de Obanos, hubo a quien se le acabó el vino de la bota un caluroso día de agosto, por lo que se vio obligado a beber agua de una fuente, que terminó… por sentarle mal.

Ahora que estamos en tiempo de vendimia recordaremos que sus aplicaciones fueron tan diversas como múltiples sus presentaciones.

El zurracapote con sus ingredientes en preparación

Era un poderoso alimento. El aguardiente (usual o patharra) destilado derivado del prensado de las raspas de la uva, acompañando a la tostada de pan con ajo, aceite y sal, constituía el primer desayuno de los labradores cuando amanecía. Como bebida refrescante, el zurracapote ayudaba a celebrar las mezetas o fiestas de los pueblos en buena sintonía. Consistía en una base de vino con el añadido de distintas frutas (melocotón principalmente) que se maceraban en él junto a licores, azúcar y especias. Después de tomarlo en los piperos o locales de reunión, los mozos se garantizaban la energía necesaria para superar los intensos días festivos. El mismo efecto causaba el vino rancio en quienes lo bebían acompañado de las pastas “de muerto”, para así subir el tono en la casa del difunto tras sus funerales.

Cocido al fuego el mosto de la uva, de él se obtenía una especie de jarabe, engordado con harina para enreciarlo, al que llamaban arrope, sobre cuya base se añadían cáscaras de naranja o limón finamente cortadas, higos secos, avellanas o nueces, del que, vuelto a hervir, resultaba una enjundiosa mermelada llamada mostillo, que fue el superalimento -o “nocilla” diríamos- por generaciones, que se extendía sobre el pan de la merienda de los muetes (chavales).

El vinagre tenía aplicaciones culinarias, ya no solo como aliño de ensaladas de lechuga, cardo o espárragos, incluso de bacalao, ni como limpiador de los menudos del cerdo, sino como importante ingrediente del adobo con que se curaban brazuelos y lomos del cuto (cerdo).

En la terapéutica diaria de aquella sociedad tan alejada de los fármacos, el vino y sus derivados eran ayuda para combatir muchos males. Con paños empapados en vinagre y con sal se trataban las torceduras en Améscoa, se untaban las picaduras de insectos en San Martín de Unx, con friegas de vinagre se atacaba la tiña en Izurdiaga y los sabañones en Larraga, y en otros lugares hasta las mordeduras de perro rabioso, pues se consideraba el vinagre como un eficaz desinfectante de las heridas. Otro de los usos habituales era emplear compresas de vinagre para disminuir la fuerza de las calenturas.

Se utilizaba el vino para activar la transpiración en los casos de catarro y, cocido con romero, era un bebedizo eficaz contra la tos seca. De igual modo el coñac. Se cuenta que un curandero montañés cortaba el catarro con una botella de coñac y una gran boina: tumbaba al enfermo vestido sobre la cama y le metía ambos pies dentro de la boina, haciéndole beber coñac hasta que llegaba a ver dos boinas en los pies, visión que evidenciaba la curación. Participaba también en la composición de pomadas para “sacar pinchas”, curar quemaduras y panadizos. Las friegas de vino cocido mezclado con romero, aguardiente y alcohol alcanforado consolaban de las molestias del reumatismo y de las inflamaciones. En algún sitio, además, a la mezcla le añadían aguarrás y ortigas. “Para quitar el azúcar de la sangre” recomendaban en Bera poner dos ramilletes de perejil en un vaso de vino blanco, mantenerlo “al sereno” y al día siguiente tomarlo en ayunas. Galletas y vino combatían la hidropesía.

Jóvenes tras la romería (San Martín de Unx, Navarra, década de 1960)

¡Y qué decir del empleo del vino en la gastronomía recibida de nuestras abuelas! No puede concebirse un estofado de palomas ni de jabalí, ni un cuchifrito de cordero en chilindrón, ni las sopas de cocido, ni unas buenas salchichas a la sartén, sin una generosa chorrotada de vino, aunque no sea el único ingrediente, pero sí principal. En el Pirineo navarro el caldo de cocido mezclado con vino tinto, tomado como aperitivo en días festivos, tras la Misa mayor, era un poderoso estimulante al que llamaban fransaina.

Tampoco podía faltar el vino en los rituales, en particular en las ofrendas fúnebres de los pueblos de la montaña, como Azpirotz o Uitzi, donde se ofrecían al clero parroquial durante las exequias 3 litros de vino y una oveja que tenían en el pórtico hasta el ofertorio, momento en que se la presentaban al celebrante y, más tarde, o bien se le entregaba al sacerdote su valor en metálico o el propio animal para su consumo. Imagino que, en este último caso, el vino serviría para pasar mejor tan apetitoso bocado.

En Obanos, el primer jueves de Pascua, en un acto festivo en que los cazadores obsequian al pueblo con bocadillos y pastas, se hace pasar por la cabeza del santo local Guillermo de Aquitana, agua y vino que se beben gozosamente para combatir los males de cabeza y de garganta, tras lo cual el sacerdote bendice los campos con la reliquia.

También se ha tenido presente el peligro del vino. En San Martín de Unx se reprendía a los niños si se mordían las uñas de las manos, pues, de mayor, “uno del pueblo que se las comía y bebió vino se volvió loco”.

El uso del vino ha estado tan presente en nuestra sociedad que ha servido incluso para el pago de pechas en época medieval y, se dice que, en años de excedentes, llegó a sustituir al agua para fraguar el mortero con el que se construyeron edificaciones, por ejemplo la torre de la iglesia de Mendigorría.