La reciente proyección de “Un verano con Mónica” (Sommaren med Monika, 1952), obra del legendario Ingmar Bergman, en la Filmoteca Navarra, despierta en mí el eco de un realizador sueco que dejó una huella profunda en el arte del siglo XX.
Bergman, que vino al mundo en la universitaria Uppsala en 1918 y falleció en la isla de Färo hace dieciocho años, fue hijo de un linaje de pastores luteranos, amantes del teatro y de la música, herederos de una cultura refinada y de una inquietud espiritual que, desde la infancia, sembró en él la semilla de la creación.
En las largas ceremonias religiosas de su padre, el pequeño Ingmar hallaba refugio en las pinturas medievales, cuyas miradas mudas le abrían puertas secretas al misterio. En la penumbra de un armario, a la luz temblorosa de una vela, su linterna mágica le permitía fabular mundos propios, acaso acompañado por sus hermanos. El apartamento de su abuela materna, laberinto de tapices y sombras, era para él un escenario de iniciación, donde la memoria y la imaginación se entrelazaban.
Bergman, tras estudiar Historia de la Literatura en Estocolmo y dirigir un grupo teatral estudiantil, se sumergió en el teatro y el cine como quien explora dos orillas de un mismo río. Su primera incursión cinematográfica llegó en 1942, de la mano de Carl Anders Dymling, y apenas dos años después firmó el guion de “Tortura”, a las órdenes del famoso Alf Sjöeberg. Un año más tarde, debutó como director con “Crisis”, y en 1955, “Sonrisas de una noche de verano” lo consagró internacionalmente.
Su vida fue un delicado equilibrio entre la escena y el celuloide, entre el verano de los rodajes y el invierno de los escenarios. A partir de 1960, la televisión también reclamó su genio, pero el cine terminaría por absorberlo casi por completo. Fiel a su método, Bergman trabajó siempre con un círculo íntimo de actores y técnicos, forjando una complicidad artística que se percibe en cada plano.
La filmografía de Bergman es un viaje por los meandros de la experiencia humana y el enigma de la existencia. Desde los primeros filmes juveniles, marcados por el inconformismo y la búsqueda de la felicidad frente a una sociedad opresiva, hasta las grandes preguntas sobre el sentido de la vida y la presencia (o ausencia) de Dios, su obra es un espejo donde se reflejan las inquietudes de su tiempo y las sombras de su biografía.
“Un verano con Mónica” narra la fuga de dos jóvenes, Monika y Henrik, hacia las islas del archipiélago de Estocolmo, en busca de un paraíso efímero donde el amor y la naturaleza parecen prometer una felicidad imposible. Adaptación de la novela de Per Anders Fogelström, la película se inscribe en la tradición del cine escandinavo: diálogos de aliento teatral, dirección de actores precisa (con el descubrimiento de Harriet Andersson), fotografía en blanco y negro de Gunnar Fischer que convierte cada encuadre en una obra de arte, y una naturaleza omnipresente que refleja el aislamiento y el estado anímico de los personajes.
La música de Erik Nordgren subraya la intensidad de los momentos, mientras la cámara se detiene en los rostros y los silencios, en los sonidos de la ciudad y el piar de los pájaros frente a la costa rocosa. El influjo del neorrealismo italiano y el naturalismo francés se percibe en la descripción de la vida cotidiana y en el tratamiento impresionista de las formas y los ambientes.
Al final del verano, cuando los amantes regresan a la ciudad, Bergman recurre a símbolos visuales —puentes, edificios, cielos encapotados— para expresar la opresión urbana frente a la libertad perdida. La seducción de las luces y la música de jazz, reminiscencia del “Amanecer” de Murnau (Sunrise, 1927), marca el tránsito de Monika hacia una nueva soledad.
En suma, “Un verano con Mónica” es mucho más que la crónica de un amor que se disuelve con el estío: es una meditación sobre el deseo y la fugacidad, sobre la nostalgia y el desencanto, tejida con la delicadeza y la profundidad que solo Bergman podía imprimir a sus relatos.
Ficha técnico – artística del film
“Un verano con Monika” (Sommaren med Monika, 1952). Producción: Svensk Filmindustri. Productor: Alla Ekelund. Guionista: Ingmar Bergman y Per-Anders Fogelström (adaptadores de una novela de P. A. Fogelström). Realizador. Ingmar Bergman. Fotografía: Gunnar Fischer, en blanco y negro. Música: Eric Nordgren y el vals Kärlekens ham, de Filip Olsson. Escenografía: P. A. Lundgren y Nils Svenwall. Montaje: Tage Holmberg y Gösta Lewin. Intérpretes: Harriet Andersson (Monika), Lars Ekborg (Henrik), Dagmar Ebbesen (tía de Henrik), John Harryson (Lelle), Georg Skarstedt (el padre de Henrik), Ake Fridell (el padre de Monika), Maemi Briese (la madre de Monika), Ake Grönberg (el jefe de la cristalería), Gösta Eriksson (el director de la fábrica), Gösta Gustafsson (un empleado), Sigge Fürst (otro empleado), Gösta Pruzellius (otro empleado), Bengt Eklund (un amigo), Renée Björling (la propietaria), Arthur Fischer (el dueño de la tienda de comestibles), Torsten Liliecrona, Gustaf Färinborg, Ivar Wahlgren, Catrin Westerlund, Harry Ahlin, Birger Sahlberg, Hanne Schedin, Magnus Kesster, Carl-Axel Elfving, Bengt Brunskog, Victor Andersson-Kulörten. Nacionalidad: sueca. Duración: 97’.
Imagen de la portada: la actriz Harriet Andersson en su papel de Mónica en el film de Bergman