De cómo una supresión de la cúpula del Monumento a los Caídos, de Pamplona (España), supondría un grave atentado patrimonial.
Me ha llamado la atención que en la reciente Jornada de Reflexión sobre el Monumento a los Caídos de Pamplona, organizada por nuestro Ayuntamiento, y, en general, en el debate existente en los medios sobre si se conserva o no el edificio, se hable tan solo de su arquitectura, obviando la importante presencia en él de los frescos que decoran el interior de su cúpula, a la que por cierto algunos de los participantes en dicha Jornada proponen demoler.
Sin entrar a considerar ahora que dicha demolición parcial supondría una mutilación del todo injustificada desde el punto de vista de la conservación de una parte de nuestro patrimonio edificado, amparándose en el criterio subjetivo de algunos participantes en esta Jornada de que su valor es relativo, me centraré en los frescos de Ramón Stolz que ornan su cúpula.
Dichas pinturas, ejecutadas por Ramón Stolz Viciano en 1950, de dimensiones verdaderamente desafiantes para un pintor en la difícil técnica del fresco, esto es de 697 metros cuadrados y a una considerable altura, que desarrolla una escenografía con más de un centenar de figuras, constituye la obra más singular de este pintor al que el insigne historiador Enrique Lafuente Ferrari consideraba “el mayor fresquista de la pintura española en los tiempos modernos”.
El pintor
Pero ¿quién fue Ramón Stolz Viciano? Hijo único, nacido en 1903, del destacado pintor valenciano Ramón Stolz Seguí y de María Teresa Viciano Martí, de familia de artesanos imagineros, reunía en su persona una confluencia interesante. “Su sangre germánica -escribe el profesor Lafuente Ferrari- le hizo fácil la disciplina y el afán de saber; su ascendencia italiana le dio la facilidad y el arresto para las grandes tareas; su linaje valenciano, la pericia honrada y la inteligencia viva… y todas sus herencias dieron en él por resultado una síntesis difícil de repetir en nuestra tierra”.
Dibujó y pintó, desde niño, en el taller de su padre, que además era centro de reunión de artistas y escritores de la época, como Sorolla, Pinazo, Gisbert, Agrasot, Martínez Cubells, Muñoz Degraín, Benlliure y el mismo Blasco Ibáñez. Y desde niño, lo explica la estudiosa Esther Enjuto, se manifestó como un ávido lector, sensato y disciplinado, de talante dispuesto y perfeccionista. Desde 1917 a 1922 estudió en la Escuela Industrial de Valencia las carreras de técnico industrial y aparejador.
En 1923 presentó sus primeras pinturas a la Exposición Regional Valenciana. Había ingresado, en 1922, en la Escuela de Bellas Artes, de Madrid. Sus maestros más directos, además de su propio padre, fueron los pintores Manuel Benedito, que le mantuvo en contacto con la tradición de la escuela valenciana, y Anselmo Miguel Nieto, que estimuló en él la curiosidad por el estudio de las técnicas pictóricas, además de ponerle en contacto con el ambiente artístico-literario de Madrid y sus famosas tertulias del Café de Levante al que acudían escritores y pintores como Ramón del Valle Inclán, Ricardo Baroja, Julio Camba e Ignacio Zuloaga.
Entre 1925 y 1935 viajó por Europa visitando Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y con posterioridad Italia, sus ciudades y museos. En París fue donde adquirió gran parte de sus conocimientos sobre técnica al fresco, interesándose por las nuevas orientaciones de los alemanes Ostwald, Berger, Eibner y del estadounidense Laurie. Completó su formación en técnicas pictóricas con el estudio de los grandes fresquistas del pasado: la pintura pompeyana, las grandes decoraciones del Renacimiento y del Barroco, Piero della Francesca, Palomino, Tiépolo, Giaquinto, Jordán y, principalmente, Goya.
De regreso a España, en 1932, el Claustro de la Escuela de San Fernando, a propuesta favorable del pintor Aurelio Arteta, le propuso como Profesor Interino de Prácticas de ornamentación. Once años más tarde alcanzó la cátedra de Procedimientos técnicos de la pintura.
Guerra Civil y primeros trabajos
Los años de la guerra civil los pasó Ramón Stolz en Madrid. No se inclinó ni militó en ningún partido, pero su patriotismo le empujó a colaborar en la mejor conservación de los fondos artísticos del Museo del Prado, al ser consciente del peligro que se cernía sobre el patrimonio nacional. Redactó, para la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico, un informe sobre los efectos de los gases de combustión de las bombas incendiarias en las superficies pintadas. Terminada la contienda, fue considerado afecto a la República por los vencedores, aunque el apoyo incondicional de destacadas figuras le permitió reincorporase a las tareas docentes.
Desde la década de 1920 Stolz venía realizando una pintura de caballete influida por el art dèco valenciano, de temática regional, otra de carácter fantástico evocadora del nazarenismo internacional, y representaciones hedonistas que sorprenden en un pintor casi conocido en exclusiva por sus decoraciones al fresco de carácter mural. También destacaba como portentoso retratista.
Su primer encargo tras la guerra fue nada menos que la restauración de las pinturas al fresco de Francisco de Goya, Ramón y Francisco Bayeu, y Antonio González Velázquez, sitas en la Basílica del Pilar, de Zaragoza, diez cúpulas en total, alrededor de dos mil metros cuadrados de superficie, a las que sumó la gran bóveda de Antonio Palomino en la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, de Valencia.
El Stolz fresquista
Para las obras al fresco de su propia autoría, Stolz prefirió las alegorías religiosas y las gestas históricas, con atención particular al efecto escenográfico y a las figuras individuales integradas en el movimiento colectivo de sus grandes composiciones murales. En la década de 1940 desarrolló una tarea febril. Realizó las pinturas del Coro Mayor de la Basílica del Pilar en Zaragoza; la bóveda de la Capilla de la Comunión en la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados en Valencia; la capilla de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid y de la Iglesia del Espíritu Santo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; los techos del Instituto Nacional de Industria en Madrid y de las Escuelas Pías de Valencia; los del Teatro Principal de Valencia y del Instituto Nacional de Industria en Madrid, así como la Capilla de San Isidro Labrador del Instituto Nacional de Colonización en Aranjuez.
Fue en la siguiente década cuando abordó la gran bóveda del Monumento a los Caídos y la de la Iglesia de San Miguel junto a sus pechinas, ambas en Pamplona, además del Salón del Trono del Gobierno Civil de Santander; La Rendición de Granada y El milagro de Calanda para la Basílica del Pilar en Zaragoza y la gran bóveda elíptica sobre la Vía Sacra de la misma Basílica; el gran tríptico sobre el altar del colegio de las Monjas de la Enseñanza en Zaragoza; el Salón de Recepciones del Ateneo de Valencia; diversas decoraciones para el Archivo Municipal de Valencia y la Casa de la Moneda, de Madrid, entre sus obras importantes y sin mencionar los cartones para vidrieras, tapices y reposteros heráldicos que hiciera, colosal trabajo que necesitó de un aliento épico, pues, como opina de nuevo Lafuente Ferrari abordó «la más ingente labor de fresquista que se haya realizado en nuestro país, excluida, quizás, la figura de Lucas Jordán”, más teniendo en cuenta su pronta muerte en 1958.
Estos trabajos le fueron reconocidos por sus nombramientos como correspondiente de las Reales Academias de Bellas Artes de San Luis, de Zaragoza, y de San Carlos de Valencia, así como de la de Bellas Artes de San Fernando, en la que ingresó como miembro de número poco antes de su fallecimiento con un discurso sobre El oficio del pintor y su formación.
La Navarra religiosa y batalladora de la bóveda de Los Caídos
Y así llegamos a agosto de 1950, que es el mes en que Stolz iniciaba los trabajos decorativos de la cúpula del Monumento de Pamplona, organizados en tres composiciones: San Francisco Javier, al centro, presidiendo; las Cruzadas Medievales; la Navarra Religiosa y Guerrera; y otras disposiciones intermedias. En conjunto una visión épica de nuestro antiguo Reyno -que no falsa- aunada con la experiencia reciente de la Guerra de 1936-39, dando entrada también a las guerras civiles del siglo XIX incluida la resistencia a la invasión napoleónica, sin incorporar símbolos atribuidos al régimen político del momento.
Antes de su ejecución, Stolz, tan concienzudo como era, realizó múltiples bocetos, algunos de ellos de insuperable ejecución conservados en el Museo de Navarra. Bocetos en los que, al decir de Esther Enjuto, estudiosa del artista, se revela Stolz como un dibujante excepcional que domina absolutamente línea y mancha, contorno y volumen de enorme rotundidez y a la vez de gran sensibilidad y delicadeza lumínica, conseguida por una particular maestría en el uso de las sombras blancas. Partiendo de estos ensayos, el resultado mural trasciende lo meramente decorativo en la audacia compositiva y su enorme potencia plástica, las evidentes cualidades narrativas sin solución de continuidad histórica en lo que se nos muestra, el esforzado estudio psicológico de los personajes, y la belleza resultante en la armónica gama de color y en la sensibilidad transmitida por la concordancia entre el buen oficio del pintor y dibujante, y la inefable condición del artista. Un artista que se nota se ha inspirado por igual en el gran arte italiano del Quattrocento italiano como en el incomparable Tiépolo.
Por todo ello no comprendo el desapego hacia su figura, su infravaloración confiándolo todo a la politización del Monumento, suponiendo que el artista por el mero hecho de haber desarrollado su obra en parte coincidente con el tiempo del Franquismo fuera franquista en efecto. Nada más lejos de la realidad. Fue uno de tantos artistas españoles condicionados por la guerra y sus repercusiones, pero su calidad queda fuera de toda duda.
Si destacados fueron los arquitectos del edificio, tanto o más lo fue quien decoró su cúpula, aspecto que no se puede ignorar en el periodo de reflexión abierto por nuestro Ayuntamiento acerca del futuro del conjunto monumental. Trasladar estas pinturas ante una hipotética eliminación de la cúpula del edificio, además de generar un gasto elevadísimo, las haría perder todo su valor estructural, y destruirlas sería un baldón para quien lo decidiese que la Historia de nuestro porvenir no podría perdonar.
Imagen de la portada: Fragmento del boceto de «San Francisco Javier evangelizando a los pueblos de Oriente», de Ramón Stolz Viciano, para la cúpula del Monumento a los Caídos de Pamplona (Museo de Navarra)