La búsqueda de Dios en Bergman

El texto de mi presentación del filme de Ingmar Bergman «El Silencio», en la Filmoteca de Navarra, el 4 de enero de 2013, se ofrece ahora revisado.

La búsqueda de Dios, como solución al sufrimiento humano y justificación de la muerte, abarca en la filmografía del director de cine sueco Ingmar Bergman los años que van desde 1956 a 1962.

Pero esa búsqueda no es siempre rectilínea.

Primero se observa una fase de búsqueda indirecta a través de alegorías y símbolos, fuera de toda meditación eclesiástica explícitamente rechazada: en “El séptimo sello” (Det sjunde inseglet, 1956) y “El manantial de la doncella” (Jungfrukällan, 1959). También en parte en “Fresas salvajes” (Smultronstället, 1957), por ser de alguna forma coherente con la tesis de “El séptimo sello”, en el sentido de que la única forma de “existir” humanamente es amando.

Luego, esta búsqueda será directa, sin ambigüedades, descartando mediaciones alegóricas. Es lo que Bergman se propone en la Trilogía de los Films de Cámara, que vendrán a continuación: “Como en un espejo” (Saasom i en spegel, 1961), “Los comulgantes” (Nattvardgästerna, 1962) y “El silencio” (Tystnaden, 1962).

En estos títulos, con un estilo totalmente privado de lo espectacular, al modo del teatro de cámara del dramaturgo sueco August Strindberg, con escasos personajes aislados y analizados en tiempo limitado, Bergman enfrenta lo que él llamó “la pérdida de la ilusión de Dios” [1]. Dios es el personaje central y a la vez invisible en todos ellos.

En “Como en un espejo”, la búsqueda de Dios lleva a la locura de Karin (“he visto a Dios, es una especie de araña”) [2] a un difícil y patético acercamiento entre personajes que no acaban de conocerse entre ellos, mientras que en “Los comulgantes” esa búsqueda alcanza la duda religiosa hasta la desesperanza. Y, finalmente, en “El silencio”, no hay siquiera búsqueda, el silencio de Dios flota en el ambiente, es la huella negativa de Dios.

Este último filme es crisol y precipitado de los anteriores: el silencio de Dios aparece en el clérigo luterano de “La prisión” (Fängelse, 1949); el caballero de “El séptimo sello” sufre por el silencio de Dios; Evald, el hijo del Profesor Borg en “Fresas salvajes”, vive amargado por un silencio que le lleva a rechazar el nacimiento de su hijo, por su propio bien; en “Como en un espejo” y “Los comulgantes”, la expresión se repite. En esta última película, al mirar el pastor Thomas Ericsson el crucifijo de la sacristía, Bergman escribe en el guión estas palabras: “El silencio de Dios, el rostro convulso de Cristo, la sangre en la frente y en las manos, el grito silencioso tras sus dientes descubiertos. El silencio de Dios” [3].

Anna (Gunnel Lindblom), Johan (Jörgen Lindström) y Esther (Ingrid Thulin) en el departamento del tren que les lleva a la desconocida Timoka

Se nos presenta en “El silencio” a dos hermanas, Anne y Esther, y al hijo de Anne, Johan. Realizan un viaje en tren por un país indeterminado que se prepara para la guerra, y en el que se habla un idioma desconocido para ellas. Deben bajar en Timoka, donde Esther, enferma, se ve obligada a guardar reposo en un hotel.

La estancia en Timoka sirve a Bergman para presentar un entorno absolutamente inhóspito, salvo para Johan –de nuevo uno de sus seres puros no casualmente niño- que entabla amistad con un grupo de cómicos enanos y con el viejo camarero del hotel. El niño actuará como fiel entre ambas hermanas opuestas por carácter y resentimientos desde su infancia, mostrándose capaz de extraer de su relación mutua lo poco que queda en su corazón de sentimiento positivo.

El niño Johan preanuncia a otro niño, el protagonista de “Fanny & Alexander” (Fanny och Alexander, 1982), alter ego de Bergman de quien se sirve para observar a los Ekdhal, una familia de Uppsala a principios del siglo XX (quizás la suya propia).

Johan, es, además, un mudo testigo de los hechos, un niño solitario que en su tiempo libre recorre los pasillos y estancias vacíos de un hotel con aire decadente, vistos en toda su profundidad, en los que entra y de los que sale, explorándolos con mezcla de curiosidad y temor.

De este ambiente cargado buscan evadirse los adultos a través del sexo, del alcohol, de la prisa para eludir los riesgos de la guerra, por efecto ya no de la incomunicabilidad ni de su propia deshumanización sino por la realidad absurda de su existencia alejada de Dios: sólo el nombre de Bach reconocido en la música de una radio y algunos planos con la silueta de la iglesia, o sonidos como el tañido de las campanas, evocan en la cinta cierta trascendencia.

Para remarcar lo absurdo de la existencia humana, Bergman introduce a sus personajes en islas o espacios cerrados, como en este hotel de Timoka. Manifiesta así un influjo de la filosofía existencialista (Kierkegaard, Heidegger, Nietzsche, Sartre), según la cual el ser humano es un ser arrojado sobre el mundo, un ser que solo vive para la muerte, única verdad que moldea su existencia, y tras la que no existe sino la nada.

¿Ausencia de Dios o dimisión del hombre?, porque las protagonistas son seres egoístas, fríos, dispuestos a ajustarse las cuentas. ¿Pero todos? No todos, Esther, la enferma, halla en el viejo camarero del hotel la ayuda que no le presta su hermana, la compasión (manifestación de amor al prójimo), concepto que reaparecerá en “Gritos y susurros” (Viskningar och rop, 1972) en la actitud de la sirvienta Anna con la moribunda Agnes, su señora.

La mirada de Bergman, es, como siempre, una especie de afilado bisturí que permite descubrir lo que subyace bajo los personajes hasta desenmascararlos:

“…Aquí en Suecia tenemos de todo… Pero en medio de esta vida plena nosotros tenemos un gran vacío; la ilusión perdida de Dios… Es ese vacío y todo aquello que los hombres inventan para llenar ese vacío lo que yo describo en mis films… el único problema fundamental es el de dar un sentido espiritual y humano a una civilización de felicidad material” [4].

Daniel Bergman, autor del filme autobiográfico familiar “Niños del domingo” (Söndags barn, 1992), confesó a Antonio Castro, en una entrevista mantenida en 1993, que el intento de búsqueda de Dios presente en la filmografía de Ingmar en el fondo no era sino la búsqueda del padre, largo tiempo incomprendido y hasta odiado [5]. Quizá esta sea la clave que explique el conjunto de la obra filmográfica del realizador sueco.

Y estos pormenores son los que, en el estilo cinematográfico del director nórdico, se manifiestan en “El silencio” con un estilo interpretativo interiorizado, por predominar en él lo psicológico, que tan bien traduce el primer plano de la cámara a las órdenes del operador Sven Nykvist, razón por la que los actores –Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom en este caso- traducen perfectamente los estados del alma, sus emociones y caracteres. Bergman da significación a los movimientos, gestos y miradas (puesto que aquí los diálogos son escasos).

Johan vislumbra desde el tren un amenazador tanque

Un estilo que se apoya en el lenguaje de luces y sombras de una fotografía en blanco y negro, con una planificación bien calculada (de escasos planos), la composición de los objetos y el movimiento de los sujetos dentro del encuadre (en lo que se ha dado en llamar montaje interno dentro del plano).

En cuanto al tiempo fílmico, el drama despliega una sucesión de momentos muertos con un discurrir moroso puntuado con otros de choque (a veces con valor simbólico) que densifican la atmósfera hasta la asfixia, dentro de aquel hotel de fin de siglo con aire decadente. Se siente el discurrir de un tiempo marcado por distintos recursos, en el que se manifiestan recuerdos del pasado, sobre todo ligados a la evocación obsesiva del padre.

Por su parte, la banda sonora escogida guarda una función estructuradora de la propia obra cinematográfica, en la que diálogos, música (diegética), ruidos y silencio guardan un respetuoso equilibrio, juegan al unísono para expresar expectación, angustia, soledad, muerte, y alcanzar en ciertos momentos niveles de malestar indefinible a través del denso silencio y de la casi imposible comunicación humana. Se puede afirmar que el silencio en particular es un silencio elocuente, que se siente como “la palpitación del miedo” [6], según expresión de Bergman en el guión de la película.

Todo ello da como resultado una de las películas más físicas de este director sueco marcado por una perpetua interrogación.

Fotogramas de la película: Sven Nykvist

Notas

[1] En L’Express, art. “Bergman parle de lui et du Silence”, Paris, 5 de marzo de 1964.

[2] BERGMAN, Ingmar. Une trilogie de films. Paris, Robert Laffont, 1964, p. 105.

[3] BERGMAN, Ingmar. Une trilogie de films, cit. p. 160.

[4] Bergman en L’Express, cit.

[5] CASTRO, Antonio. “Padres e hijos. Niños del domingo”, Dirigido por, Barcelona, julio-agosto de 1993, núm. 215, pp. 50-51.

[6] BERGMAN, Ingmar. El silencio. México, Ediciones Era, 1975, p. 60.