La luz en los pintores del Bidasoa a fines del XIX

Resumen

Conferencia impartida con fecha 22 de noviembre de 1995 en el Casino de Irún con motivo de la conmemoración del centenario de la instalación del alumbrado eléctrico en esta ciudad de Gipúzkoa.

En la sociedad de Fin de Siglo se dieron dos fenómenos: la apuesta por la modernidad trayendo el alumbrado eléctrico a las ciudades y la obsesión de los pintores llamados libres por reflejar verazmente la luz.

Summary

Conference given on 22nd. November 1995 in the Casino of Irun in commemoration of the centenary of the installation of electric light in Irun.

Towards the end of the century we note two social phenomena: the desire to modernize society by bringing light to the twons and the obsession of the so-called «free» painters to reflect natural light authentically.

La luz, una preocupación compartida

Si la preocupación por la traída de la luz dominó a los inquietos iruneses desde 1882 a 1895 (y de ello son muestra la electrificación de tranvías, de trenes y de la vía pública), el mismo interés tuvieron los pintores de la Desembocadura del Bidasoa en incorporarla a sus representaciones paisajísticas.

Hubo entre unos y otros coincidencia de objetivos, aunque en ámbitos distintos. Por fortuna para los pintores, la naturaleza física y urbana del entorno facilitaron variadas manifestaciones lumínicas, que pusieron a prueba la sensibilidad retiniana de los artistas y su capacidad técnica para plasmarlas en el lienzo.

Curiosamente, se dieron en la sociedad de entonces dos fenómenos coincidentes: la apuesta por la modernidad obligaba a mejorar las condiciones de vida de las ciudades -y en concreto de Irún-, trayendo el alumbrado público. Y reflejar verazmente la luz era la obsesión de los pintores llamados libres. Se puede decir que el Fin de Siglo estuvo caracterizado por el apresamiento de la luz: con fines de interés público o como medio para recrear una nueva realidad, o infinitas realidades, al alcance ya entonces no sólo de la pintura, sino de la fotografía y del cine.

Sin embargo, no todos comprendían este binomio de luz igual a modernidad.

La modernidad exigió una luz verdadera

En la segunda mitad del Siglo XIX, y en torno al poderoso centro de Madrid, de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes y de la Academia de San Fernando, se notaba una fuerte resistencia ante las novedades de París. Roma era aún para muchos pintores oficialistas la capital del arte clásico, según los modelos imperantes desde décadas atrás, basados en un academicismo indiscutible.

Los pintores se olvidaban de la realidad natural. Se obcecaban con el virtuosismo manual al ejecutar sus obras. Seleccionaban los colores en función de su aceptación decorativa. En 1890 aún se reconocían con medallas, en las Exposiciones Nacionales, las pinturas de historia. El paisajismo estaba postergado. Las escenas de la vida real del pueblo, ausentes.

En estas condiciones, la modernización artística va a venir de la periferia del Estado, sobre el fundamento del hecho diferencial, avivado por los regionalismos y nacionalismos, que trató de expresarse yendo más allá del costumbrismo romántico, puramente casticista, para descubrir el paisaje auténtico de las Españas. Carmen Pena lo resume así: «la representación del paisaje se constituyó en un acto de afirmación de los diversos territorios físicos y culturales, y en la afirmación de una identidad plástica» [1]. Por ello, Calvo Serraller califica a la pintura renovadora de paisaje como de «regeneracionista», porque buscaba representar la verdad acerca de España [2].

La actitud de los renovadores

El cambio de gustos artísticos se incuba entre los paisajistas del Realismo, entre 1848 y 1860, que superan el concepto de paisaje escenográfico, imaginativo y de composición arbitraria, saliendo fuera de los oscuros estudios para comprender la Naturaleza e invitando a sus discípulos -entre los que se encontrarán los futuros impresionistas- a hacer lo mismo.

Se estructuran entonces varios focos renovadores:

  • Madrid: con el círculo del hispano-belga Carlos de Haes, Vicente Cuadrado y Martín Rico. Carlos de Haes (1826-1898) fundamenta el paisaje moderno con sus apuntes, tomados al aire libre, de la luz solar. Entre sus alumnos (Beruete, Gimeno, Saínz, Riancho..) se encuentran Regoyos y Salís.
  • Barcelona: donde la actividad gira en torno a Ramón Martí y Alsina (1826-1894), además de Mariano Fortuny. Martí Alsina pondrá de moda un paisajismo campestre, forestal y costero acariciador, a lo Corot, afrancesado. Entre sus discípulos (Armet, Torrescasana, Galofre, Vayreda…), se encuentra el vasco Guiard.
  • Por último, Valencia constituye el foco del que ha de salir Sorolla, con los exaltados «instantistas» Francisco Domingo y Marqués (1842-1920) e Ignacio Pinazo (1849-1933).

Tras esta generación vendrá otra, la de los impresionistas, que barrerá de los lienzos, no sin esfuerzo, toda penumbra y afectación. Labor que será esencialmente periférica con respecto al centro madrileño, ocupado ahora por el evolucionado naturalismo de Beruete. Cantabria, el País Vasco, Cataluña y Valencia forman, esencialmente, el arco de la renovación.

La visión impresionista de la luz

¿Pero qué representaba la luz para los impresionistas?

El impresionismo revolucionó el arte porque su enfoque conceptual de la Naturaleza era un enfoque perceptivo, basado en la propia experiencia visual ante el natural. A una realidad supuestamente estable oponía otra transitoria, modificada de continuo por la intensidad de la luz, por la saturación del aire, por los agentes atmosféricos y el régimen estacional. El transcurso del tiempo es una sucesión de instantes casi imperceptibles y sólo aprensibles con una técnica rápida de pequeños toques de pincel.

Los impresionistas van a mostrar los objetos de la naturaleza no en su corporeidad, sino en su análisis colorista bajo los efectos del sol. Descubren que no existe en los cuerpos un sólo color local, sino multitud de infinitas manchas cromáticas que se recomponen en el ojo del espectador, dando lugar a sensaciones vivas y naturales. La sombra no es considerada como ausencia de luz, sino como estados de luz amortiguada, es decir reflejada desde otros cuerpos próximos.

Así que los impresionistas van a interesarse por todos los estados de luz, desde el amanecer al atardecer, desde la luz eléctrica a las explosiones de luz artificial de los cohetes. Van a sentirse atraídos por los juegos cromáticos de la luz sobre gases y fluidos, sobre la hojarasca de la floresta, sobre la arena y la nieve. Con ello consiguen transmitirnos sensaciones vivas de un natural fresco y apetecible, radicalmente alejado de la viciada pintura post-romántica.

La luz de la desembocadura del Bidasoa

La desembocadura del río fronterizo, el Bidasoa, se ha convertido a fines del Siglo XIX en un poderoso foco de atracción pictórica, actuando para los pintores autóctonos y para los visitantes como un sucedáneo del Sena parisino, espejo remansado donde analizar los mil y un cabrilleos de las aguas.

Tierra de montes bajos, el sol, en su declinar, alarga las horas de luz, produciendo en la bahía delicados matices de color. El entorno del Bidasoa ofrece también una naturaleza boscosa y unas playas interesantes para la contemplación de corrientes y explosiones de agua contra los arrecifes.

José de Arteche resume así sus particulares sensaciones ante el medio: «Dudo mucho que haya otro sitio en el mundo donde el día tenga más bello morir que en la desembocadura del Bidasoa. En ningún otro paisaje adquiere la luz poniente matices tan delicadamente deliciosos. Es una clase de luz que no se da en ninguna otra parte, una luz que acaricia y que envuelve con soñolienta suavidad los contornos de las cosas» [3].

Pues en este espacio van a coincidir, entre 1880 y 1910, los pintores José Salis Camino y Vicente Berrueta Iturralde, con Darío de Regoyos y Valdés, y Daniel Vázquez Díaz. Y recibirán periódicamente la visita del valenciano Joaquín Sorolla y Bastida, maestro y amigo de los dos primeros, cuya forma de sentir y representar el sol dará mucho que hablar a pintores y literatos.

Polémica en torno a la luz. Sorolla

Joaquín Sorolla visita Guipúzcoa de forma regular entre 1906 y 1921. Entre las razones que le mueven a hacerlo, se citan el atractivo de la corte de verano que era San Sebastián, y que arrastraba tras de sí a burgueses y a turistas. También se ha escrito del interés que pudiera tener para él un paisaje tan diferente al suyo. Pero no olvidemos, y esta puede ser otra de las razones de su curiosidad por Guipúzcoa, que Sorolla había sido profesor de Berrueta, y que era amigo personal de los donostiarras Rogelio Gordón e Ignacio Ugarte, así como del irunés José Salís, desde los años de su formación en Roma.

Sorolla dejó tras el paso por Guipúzcoa varios centenares de óleos y de notas de color pintadas con la sensualidad de su paleta, predispuesta a captar la intensidad de la luz en toda su dimensión. En sus conversaciones del Café Oriental, de San Sebastián, o de la irunesa Casa de Beráun, en sus viajes de ida y vuelta de París a Madrid, es donde, posiblemente, más pudo convencer acerca de sus preferencias lumínicas, que darían lugar entonces a reacciones contrarias a su queja del «verde reúma» del Norte, verde que él supo dulcificar como los propios vascos, aunque con una óptica indefectible levantina.

A Sorolla, según escribe Carmen Gracia Beneyto, se le identificaba con una forma distinta de entender la realidad [4], porque buscaba la verdad muy lejos de Zuloaga. Así que Unamuno, ardiente defensor del vasco, no dudó en calificar su «religiosidad» artística de pagana, sensual y «de luz a cielo abierto».

Los criterios opuestos a la luz de Sorolla se pueden ver en las cartas de Regoyos a Zuloaga, donde el vasco-asturiano afirma haberle interesado siempre la luz, pero no la brutal, «sino la armonía de esa misma luz que siempre se puede armonizar en el sol como en la oscuridad» [5].

Esta opinión le acercó a Pío Baroja y a Daniel Vázquez Díaz, el pintor de Nerva, que accidentalmente atravesó en 1906 la Bahía del Bidasoa en tren para establecerse en París y tan prendado quedó del espectáculo luminoso que se le ofrecía a los ojos, que decidió quedarse en Fuenterrabía y en esta ciudad pasaría más de veinte veranos.

Regoyos y Baroja coincidían en el desprecio del potente sol del mediodía como algo impintable. Si el primero, desde la lejana Castilla o en Cataluña, llegó a sentir nostalgia por «la luz amortiguada del Norte», el escritor anota más adelante: «me gusta el País Vasco, su ambiente húmedo, sus cielos grises y sus nieblas». La quintaesencia de su estética es, pues, la niebla. Así, escribe Baroja: «La niebla da poesía con sus cendales azules a la noche serena, y se tiende amorosamente sobre las aguas del río, y al llegar las caricias del sol va deshaciéndose en el aire luminoso de la mañana» [6].

Las diferentes maneras de captar la luz en la Pintura del Bidasoa en el Fin de Siglo

Regoyos

En 1882 se afinca Darío de Regoyos en Irún, seguramente por vivir en la ciudad su madre, puesto que tras su muerte en 1888 regresa a San Sebastián. Pero dos años más tarde, ante la necesidad de descanso de su mujer, embarazada del tercer hijo, vuelven a mudarse a Irún, residiendo en Buenavista, una casita asomada al Bidasoa. Darío, que había recorrido parte de Europa, se convenció entonces de que no era necesario viajar para buscar temas que pintar, sino que simplemente los cambios de luz y de condiciones meteorológicas serían suficientes para sugerir una obra nueva y diferente [7].

Recuerda a su amigo Ignacio Zuloaga, en carta que le dirige en 1908, cómo del deseo ardiente de pintar que sentía en Irún en los años de 1883 a 1893, refugiándose en los caseríos de los montes, provenía su arte. Y añade que superó su neurastenia anterior -la de la España negra– refugiándose en la luz, «y con ella -dice- me fue mejor, porque mi pintura fue menos atormentada y más clara» [8].

Pero es curioso cómo decide regresar a San Sebastián, en 1902, buscando una ciudad donde hubiera faroles y calles con gente, puesto que ya se había cansado de estar en el campo, con fríos, lluvias y, seguramente, oscuridad, ya que su casa de Buenavista se hallaba lejos, en el camino de Behovia, y tendría dificultades de acceso a ciertas horas.

Regoyos. Lumiére électrique, Irún (1901) Ayuntamiento de Irún

El tema de la luz eléctrica debió no sólo preocuparle, sino, a un artista moderno como él, entusiasmarle. De 1901 data su pintura titulada «Lumiére electrique» (colección del Ayuntamiento irunés), en que muestra el artificial claroscuro del encendido público sobre la Plaza de San Juan Arri de Irún.

Regoyos tuvo desde un principio una especial sensibilidad para captar la luz y sus efectos, sin importarle donde tomarlos. En su célebre pintura titulada «La noche de los muertos en España» (1886), pinta la luz de los cirios y su resplandor rojizo se expande entre nichos y fosas abiertas.

Intenta someter a control calculado la luz durante su etapa divisionista (1892-1894), contradiciendo su predilección posterior por las impresiones del natural. Tras la estancia irunesa y un viaje a París, donde surge su amistad con Pissarro, se aficionará a todos los efectos de luz, tanto natural, como de gas o eléctrica, que plasmará dentro de escenas populares vistas al aire libre. Pero eso sí, con un luminismo fino, de matiz impresionista.

Cuando «Mercure de France», en 1905, lleva a cabo una encuesta entre los pintores sobre su estima del Impresionismo, Regoyos responderá que, de volver a nacer, retomaría su paleta clara, sin tierras y sin negros, y no haría otra cosa que paisaje, entregándose por completo a las impresiones de la naturaleza. Porque «el impresionismo es un infinito capaz siempre de renovarse, reflejo a su vez de otro infinito, la naturaleza, que se transforma constantemente» [9].

Berrueta

La sinceridad de Regoyos la hereda Vicente Berrueta, que es quizá su más fiel seguidor en cuanto al modo lírico de sentir la naturaleza. Una naturaleza tan amada como interiorizada, sobre todo al final de su corta vida, cuando se hace presente en él la inquietante influencia de Cottet, coincidente con su propio sufrimiento antes de morir, lo que deriva en una pintura más sombría.

La primera etapa de este pintor irunés está influenciada por Sorolla, del que toma el realismo, con sujeción absoluta a la verdad. Estudia entonces la naturaleza al modo levantino: playas y marinas de aguas transparentes y con cielos azulados. Montes con jugosa floresta. Su orientación es todavía alegre, dedicándose a representar ambientes abiertos y frescos, en los que se entrega a admirables juegos de luz y color, aplicando distintos toques de pincel y concibiendo equilibradas composiciones con perspectivas espaciosas conseguidas por medio de gradientes de luz («Etxekoandre del Caserío Berroa», Col. Ayuntamiento de Irún).

Pero, a partir de 1901, avanzando su tuberculosis pulmonar, cada vez más depresivo, conoce en Bilbao la pintura del bretón Cottet, de un realismo social ácido. Entonces sustituirá los espacios abiertos por los cerrados o los espacios humanizados por los inquietantes. En el interior de la mina de un cuadro de Berrueta, discurre la monótona vida de un caballo agotado por el arrastre de las vagonetas de mineral. La luz llega del exterior a este lugar oculto y sombrío, semi abandonado. En otro cuadro, unos niños preparan sus laureles para el Domingo de Ramos en el interior de una pobre estancia, a través de cuya puerta abierta brilla un potente sol de verano, lo que acentúa esta existencia injusta. Por otro lado, en «La espera del marinero», Berrueta concibe el mar aplanado como un frío espejo sin vida, del que no cabe obtener buenas noticias.

Salís

El año en que termina de electrificarse Irún, regresa después de un largo período de formación en el extranjero, José Salís Camino. Educado por Carlos de Haes en la contemplación de la luz natural, conocedor en los principales museos de Europa de las luminosas pinturas flamenca, holandesa y francesa, su presencia empezará a notarse en la ciudad, que por entonces era «como un pequeño barrio latino parisiense», en palabras de su futuro yerno Luis de Uranzu, que quería referirse así a su progresión cultural.

Precisamente, a la feliz coincidencia entre electrificación y regreso se deberán las animadas tertulias vespertinas de su casa de Beraun, donde participarán en distintos momentos Sorolla, Regoyos, Berrueta, Gelos, Bertodano, Simonet, Aramburu, Gordón, Irureta, Salaverría, Tellaeche, Montes Iturrioz, el Dr. Juaristi y el escultor Echeandía. Beraun se convertirá en una academia, a través de las conversaciones, los paseos, el trabajo pictórico en el propio jardín, los conciertos de piano y la lectura.

Salís. Buque en navegación (h. 1899) Colección particular

Pero 1895 es, además, el año de su enfrentamiento definitivo con el paisaje vasco ante las costas de Guetaria, en la desembocadura del Bidasoa o en los Bajos Pirineos.

Antes de esa fecha, sin embargo, la luminosidad ya había interesado a su poderosa percepción visual. En sus primeros pasos naturalistas, muy teñidos aún de espíritu romántico, se orienta a plasmar los dramas de la naturaleza, tanto sobre el mar como sobre el cielo, de lo que resultan paisajes anímicos, emocionales y apasionados. Se ofrecen cielos muy nublados, plomizos y ventosos, contrastados de iluminación, surcados a veces por relámpagos, que iluminan extrañas singladuras de barcos o naufragios. En «Tormenta en alta mar» (1899), las tensiones entre agua y cielo están ambientadas en una atmósfera envolvente de vapores húmedos, que generan luz difusa y fuerte a un tiempo.

Con el paso del tiempo, esta escenografía va a ser sustituida por la verdad desnuda de la dicción impresionista. Abandona progresivamente la materia sólida para preferir las sustancias ligeras, es decir, árboles frondosos, plantas y flores de jardines que permitan filtraciones de luz y el paso del aire, metamorfosis cromáticas que den misterio y exuberancia al campo. Aumenta su interés por los fluidos: el aire luminoso, el agua con sus movimientos y reflejos, el humo de chimeneas, estudiando siempre la desintegración y fusión de estas materias en el espacio.

 Muchas de estas pinturas son instantáneas logradas con una sensible capacidad de síntesis, con muy sagaz percepción de la luz y un sensorialismo atmosférico, materializadas en la tela con una pincelada ambivalente, de pequeños matices unas veces, de trazos espontáneos y curvos otras.

La luz en Salís ganará en potencia con el transcurso del tiempo, pero no será la suya una luz ardiente (a la que no temía, ya que fue en su búsqueda a Argelia). Es una luz suave, de intensidad media, que da un tono ligeramente agrisado al conjunto y melancolía a los interiores. Es la luz de los «Jardines de Beraun», que pinta a diferentes horas y en distintas estaciones del año, como Monet, a partir de 1895.

Vázquez Díaz

Han transcurrido unos años y nos encontramos en el verano de 1906. El pintor andaluz Daniel Vázquez Díaz, decidido a instalarse en París para conocer de cerca el Arte Moderno, se dirige en tren hacia Hendaya, sin haber imaginado el impacto emocional que le iba a ocasionar la sinfonía de grises en las encalmadas aguas de la desembocadura del Bidasoa. Entusiasmado por esa experiencia estética, decidirá volver a este lugar durante numerosos veranos.

Los que van de 1919 a 1927 son muy fecundos para su pintura, pues en los alrededores de Fuenterrabía realizará una serie de cuadritos que denominará «Instantes vascos». El primero de estos instantes -«Azul desde el Castillo de San Servando»- lo protagoniza el mar. Un mar siempre en calma y en días grises, con rebrillos de plata y luz amarilla. Descubre en la desembocadura un paisaje inédito, al que estaba desacostumbrado por el ambiente árido de su tierra. La naturaleza le parece ahora lavada, el color mojado, la luz limpia. «Hay un azul pequeño que lo envuelve todo en poesía», confesará al periodista [10].

Escenarios de estos momentos paisajísticos son, además de Fuenterrabía, Irún, San Juan de Luz, Hendaya y Biarritz. El protagonista, casi siempre, es el Bidasoa. Entre sus temas predilectos están las casitas de Hendaya vistas desde Fuenterrabía, que compara a «esas cajitas de música que teníamos cuando niños» [11].

Color y luz se enseñorean de estas visiones que pinta a distintas horas, como los maestros impresionistas, anotando la referencia al tiempo, a la hora del día o a la estación. Los «instantes» son resoluciones de luz, palabra clave que le sirve para titular gran número de apuntes: así «Luz plateada», «Luz clara», «Lunario», «Nocturno». Son también expresiones de color, que definen otros tantos títulos: como «Charquita azul» o «Sensación de paisaje vasco en día gris».

Captan sus pinceles estaciones volcadas al río Bidasoa, ventanas abiertas a su curso, ensenadas, conventos, bahías, paisajes y campesinos en sus alrededores; pescadores y embarcaciones varadas o cabeceantes sobre el mar Cantábrico; playas de Biarritz con casetas de lona y sombrillas; canalillos, jardines y alamedas, viejos murallones de Fuenterrabía; campos y caseríos vascos; notas de montes y de cielos. Calmas y quietudes que empujan al pintor a abandonarse a las sensaciones del natural.

En unos y otros «instantes», el pintor se sirve del color como materia y como luz, para modelar con sentido constructivo este singular panorama de un cubismo suavizado, al que Gaya Nuño calificó de «humanizado», porque su abstracción lo mantenía reconocible.

Así transcurrieron los años del Fin de Siglo, cuando la luz estuvo presente tanto para mejorar las condiciones de vida como para educar el gusto de los aficionados a la pintura de aquellos artistas tan modernos.

La luz existía, pero lo difícil era apresarla, darle forma y aplicación útil. Y en esta empresa, una vez más, y para engrandecimiento de Irún, progreso material y expresión artística coincidieron en el tiempo.

Notas

[1] PENA, Carmen. Presentación al libro VV.AA. Centro y periferia en la modernización de la pintura española ( 1880-1918). Ministerio de Cultura, Madrid, 1993. P. 21.

[2] CALVO SERRALLER, Francisco. Los orígenes de la modernización artística española, en VV.AA. Centro y periferia… (op. cit.), pp. 34-39.

[3] ARTECHE, José de. Discusión en Bidartea. Icharopena, Zarauz, 1967, p.p. 28-29.

[4] BENEYTO, Carmen Gracia. Sorolla y la cultura del País Vasco, en VV.AA. Sorolla en Gipúzkoa. Kutxa-Caja Gipuzkoa San Sebastián, 1992. Pp. 15-35.

[5] Cit. por FERNÁNDEZ PARDO, Francisco. Perfil de Sorolla en Gipuzkoa, en VV.AA. Sorolla en Gipuzkoa (op. cit.), p.p. 37-85.

[6] BAROJA, Pío. Familia, infancia y juventud, en Obras completas. Biblioteca Nueva, Madrid, 1946-1951, Vol. II, p. 498 ; y El País Vasco, Destino, Barcelona, 1972 (4a. ed.), p. 260.

[7] SAN NICOLÁS SANTAMARÍA, Juan. Darío de Regoyos. Kutxa-CAja Gipuzkoa San Sebastián, 1994. P. 146.

[8] Cit. por SAN NICOLÁS (op. cit.), p. 224.

[9] Cit. por SAN NICOLÁS (op. cit.), p. 196.

[10] A CRUSET, José. Vázquez Díaz. «El Español», Madrid, 18 de noviembre de 1962, p. 17.

[11] Cit. por NAVAS, Emilio. Irún en el Siglo XX (Monografía II) (1936-1959). Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones, San Sebastián, 1981, p. 405.