Mi lengua materna ha sido el castellano y me he educado en una generación que anteponía otras lenguas a la de nuestros mayores. Como todo navarro de hoy conozco palabras y expresiones en lengua vasca, aunque no la hablo, lo cual no quiere decir que no la mire con cariño, pues no en vano fue la lengua de parte de mi familia hace dos generaciones. Admiro a quienes la han aprendido de forma natural desde la niñez, ya que es un idioma difícil para cuyo aprendizaje hay que desechar la pereza.
El roce con la lengua vasca la experimenté desde niño en los veranos pasados en Leitza, en Casa Ofizina, de los Zabaleta, donde era bien recibida la familia de mi madre, de origen asturiano. Mis padres intentaron aprenderla (de suyo mi padre, siendo diputado ponente de la Institución Príncipe de Viana, estableció clases de euskera gratuitas en la Cámara de Comptos en fecha tan temprana como 1949), pero les faltó la continuidad necesaria.
En el Colegio San Ignacio de Pamplona conocería a bastantes profesores jesuitas de origen vasco, alguno de los cuales dejaría en mí profunda huella, como José María Íñiguez de Ciriano, con quien más tarde colaboraría en actividades socioculturales.
Quiero decir que si bien no hablo el vascuence me siento integrado en la cultura vasca, de la que la navarra es una parte inseparable en toda su acrisolada variedad. Diría, como Jorge Oteiza, que tengo la suerte de disponer de dos culturas, la propia y la latina, de la que emana el castellano. No olvidemos a grandes vascos que se expresaron literariamente en esta lengua, como Unamuno, Baroja y tantos otros más, y no por ello renegaron de sus raíces.
Un hecho trascendental me acercó a la cultura vasca: el conocimiento primero, y luego amistad por tres décadas, de José Miguel de Barandiarán en la Universidad de Navarra, donde impartía el curso de Etnología del Pueblo Vasco bajo el patrocinio de la Institución Príncipe de Viana y la protección de la misma Universidad. Esta circunstancia hizo que me integrase en su grupo de investigación de campo Etniker, pero, sobre todo, que aprendiese a querer y respetar su cultura, que no me era extraña.
Los avatares de la vida me llevaron después a trabajar en la querida Institución Príncipe de Viana, y como su gerente de publicaciones tuviera la oportunidad de despachar en distintas ocasiones con protagonistas de la cultura vasca como Julio Caro Baroja, José María Satrústegui y el entusiasta Marcelino Garde, quien con tanta ilusión llevaba el Suplemento en Vascuence de la revista de la Institución, y, como responsable de ella, el honor de representar al Gobierno de Navarra en la Fundación Barandiarán y en la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza.
Esta variedad cultural que al igual que a mí nos rodea a todos debe entenderse como una riqueza, nunca como divisoria y menos como afrenta. Debe desarrollarse en un clima de libertad y respeto por el otro ser diferente, complementario del mío.
En la hora final de su vida, Oteiza escribió Ahora tengo que irme, y, con esa sinceridad de quien barrunta su próxima muerte, se refirió a las dos culturas en contacto que nos presiden como dos almas que no se explican la una sin la otra por haber compartido una historia común.
Pues de esta forma tan armoniosa me gustaría que evolucionase nuestro futuro.