El autor de estas líneas inició en 2005 una colaboración con el boletín de la Asociación de Belenistas de Pamplona, titulado Belén, en el que fueron apareciendo los siguientes artículos, todos ellos referentes a obras singulares del Museo de Navarra cuya temática es la Navidad. Bajo el marco de «Obras maestras del Museo de Navarra», se publicaron, en 2005, «la Presentación del Niño en el Templo, de Francart»; en 2009 «La Virgen con el Niño, de Roland de Mois»; y en 2001 «La Natividad y Anunciación a los pastores de San Pedro de Olite»; en 2006 dió a la luz en esta revista otro artículo de tema navideño, aunque con un enfoque ligeramente distinto: “Un impulsor del belén a recordar: Nicolás Ardanaz”. Todos ellos se publican en esta página web.
El Museo de Navarra conserva entre sus obras más destacadas el conjunto de pinturas murales del llamado Segundo Maestro de Olite, extraídas en 1944 por José Gudiol Ricart y su equipo del Instituto Amatller de Barcelona, con ocasión de la restauración de la torre de la Iglesia de San Pedro de esta ciudad por la Institución Príncipe de Viana. Expuestas desde entonces en el Museo, constituyen un valioso ejemplo del interesante conjunto de pintura mural gótica de fines del siglo XIV, que en estos días festivos aconsejo visitar para revivir los misterios gozosos de la vida del Salvador.
La iglesia de San Pedro de Olite comenzó a construirse en los últimos años del siglo XII a iniciativa de los canónigos de Montearagón (Zaragoza). Bajo su campanario de elevada altura se cobija la capilla de la Virgen del Campanal, en cuyos muros, bóveda y caras visibles del arco de entrada las pinturas que ahora recordamos se superponían a otras anteriores de hacia 1300, exhibiendo los rasgos neo-bizantinos de su iconografía con un estilo bidimensional muy acusado.
Sobre aquellas pinturas de un gótico temprano, obra de un Primer Maestro no identificado, se superpusieron las de un Segundo en la zona media y baja de la capilla, organizadas como una sucesión de escenas coronadas por arquitecturas en dos registros superpuestos a modo de retablo con sentido narrativo, y separadas entre sí por una greca decorativa y una inscripción sobre los hechos representados. María del Carmen Lacarra Ducay, que las estudió en profundidad en su libro Aportación al estudio de la pintura mural gótica en Navarra, describe con gran atención las escenas representadas de la Vida de la Virgen María y de la Infancia de Jesús (desde la Anunciación y Visitación, la Natividad, y el Anuncio a los pastores, en el cuerpo superior, a la Epifanía y la Presentación, y Jesús entre los doctores, en el inferior), más otras dos escenas del Antiguo Testamento que flanqueaban el conjunto: la infrecuente escena de Seth, el tercer hijo de Adán, plantando un tallo del árbol de la caída de sus padres en el jardín del Edén para una nueva fructificación como Árbol de la Vida, y una iconografía más propia de la escultura medieval (como también puede apreciarse en la portada de la iglesia de San Martín de Tours del vecino pueblo de San Martín de Unx), como es la de Sansón desquijarando al león, que simbolizan, respectivamente, la Resurrección de Cristo y su triunfo sobre Satán.
La técnica con que fueron pintados estos episodios fue la del temple: el pigmento fluido penetró profundamente en el grueso revoque de cal del muro y se terminó de pintar con un color opaco disuelto en aceite de linaza. Era el procedimiento usado por los pintores del trecento en Navarra, el mismo que Juan Oliver empleara en las pinturas murales de la Catedral de Pamplona y Roque en las de San Saturnino de Artajona, pinturas que, en la opinión de Carmen Lacarra, no tienen parangón con lo realizado en otro lugar de la Península por el tiempo en que se ejecutaron las de Olite, 1340-1360, coincidente en Navarra con los reinados de Juana II y Felipe de Evreux, y Carlos II.
En esta ocasión quiero destacar las escenas que considero más apropiadas para estas fechas entrañables de la Natividad, las del Nacimiento de Jesús y del Anuncio a los pastores, que se ofrecen a la contemplación del visitante en paneles próximos entre sí de la Sala 2.8. del Museo de Navarra.
En el de la izquierda se representa el Nacimiento de Jesús. Encontramos la figura de la Virgen con el Niño en brazos, incorporada sobre unos almohadones, y, en primer término, el asno y el buey, uno frente a otro, recostados junto al pesebre, según el relato de San Lucas (II, 7). En el extremo derecho las figuras de María Salomé y José. La presencia de Salomé queda justificada por el evangelio del Pseudo-Matheo (XIII, 3-4) al hablar de la partera que se atrevió a dudar del nacimiento virginal de Cristo y vio sus manos quemadas hasta que reconociendo la divinidad del recién nacido, tocó con ellas los santos pañales y entonces vio renacer sus dos manos llenas de vigor y lozanía. Cerrando la composición, San José está representado como un anciano apoyado en su cayado. Destacan las vestiduras que caracterizan a cada personaje: la Virgen luce túnica y manto que la envuelve en amplios pliegues de color rosado y cubre su cabeza con una toca blanca cerrada; Salomé lleva un brial de mangas ajustadas en tono tostado y sobre su cabeza la impla o toca ligera abierta, propia de las doncellas; San José se protege con un tabardo con capucha, que lleva echada hasta cubrirle las sienes. El artista ha prescindido de cualquier localización ambiental para situar la escena ante un fondo de color azul oscuro para significar la noche. La escena se cobija bajo dos arcos polilobulados de medio punto que enmarca cada una de las dos escenas (los personajes divinos y los humanos). Por encima de ellos aún aparecen unos edificios con función ornamental que a Carmen Lacarra le recuerdan los de las miniaturas de las Cantigas de Santa María. Sobre la arquitectura corre una inscripción: [NA]TIVITAS DOMINI N[OST]RI JH[ES]U XR[IST]I [Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo]
A su derecha se ha colgado el encantador panel del Anuncio a los pastores, que muestra una de las primeras representaciones de la naturaleza y del ambiente rural en la iconografía religiosa de la Edad Media. El suceso tiene lugar durante la noche mientras los pastores apacientan sus ovejas, según el Evangelio de San Lucas (II, 8-11). En primer término, un pastor vestido con capirote y portando su zurrón, expresa su deslumbramiento ante la figura del ángel luminoso que desciende del cielo llevándose su mano derecha a los ojos, mientras que con la izquierda agarra un bastón que le sirve de apoyo. A ambos lados dos grupos de corderos. En segundo término, el perro guardián, que se halla tan sorprendido por la aparición como su dueño, y un pastor sentado sobre una roca toca una cornamusa. En la filacteria que el ángel lleva en su mano izquierda puede leerse uno de los versículos de San Lucas: “ANU[N]CIO VOBIS GAUDIU[M]” [Os anuncio una alegría…], en tanto dirige su otra mano hacia el pastor en actitud explicativa. La parte superior está igualmente limitada por unas arquerías con edificios superpuestos y sobre ellas una inscripción cortada por el límite de la pintura: “ANGELUS AT PASTORES AIT GLORIA…” [Y el ángel dijo a los pastores: gloria…] Es llamativa la distinta forma de representar los animales, pues si bien los corderos se han dispuesto en perspectiva, aunque de forma esquemática, mediante la superposición de sus cuerpos, el perro pastor y la cabrita encaramada a un árbol en la peña de enfrente están representados de forma más natural. Carmen Lacarra recuerda que la misma composición aparece en el Breviario de Amor, códice de origen francés coetáneo conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, posiblemente elaborado en el taller del miniaturista parisino Jean Pucelle.
La iconografía de ambas representaciones sigue la corriente humanizadora de la época, pues se destaca el sentimiento y se valoran el gesto y la comunicación entre las figuras, que presentan un canon grácil y rostros de finos rasgos. Además, las situaciones son distintas realzadas por el ritmo sostenido de las escenas, se individualizan los tipos y distinguen socialmente mediante sus vestiduras, que se pliegan con mayor naturalidad. El ambiente comienza a cobrar importancia, con elegantes arquitecturas equilibrantes, la introducción de árboles y otros detalles anecdóticos. Además, incluso, hay sugerencias espaciales (como montañas en perspectiva, una nube o la profunda noche oscura). El dibujo es fino y seguro, el modelado delicado con la ayuda de un leve claroscuro que destaca las figuras en la penumbra, el color rico en su variedad y entonaciones (rojo, azul, gamas de grises y tostados, oro en las aureolas). Su autor denota familiaridad con la miniatura franco-inglesa del segundo cuarto del siglo XIV, que posiblemente conocía (a recordar el Apocalipsis de la East Anglian School del Metropolitan Museum de New York).
El historiador norteamericano Post, en su Historia de la Pintura Española, en referencia a estas pinturas, habla de la cautivadora delicadeza de las escenas, de su ternura, compatible con el insospechado vigor de la escena de Sansón. “Obra excelsa de nuestra pintura gótica” la llama Camón Aznar en su texto sobre la Pintura medieval española, quien también destaca la sencillez rítmica de sus líneas que condensan tanta tensión emotiva. Ambos ven influjos franceses sobre ellas y las relacionan con la decoración del refectorio de la Catedral de Pamplona, obra de Juan Oliver, con quien Carmen Lacarra ve no una mera relación de discipulado sino una identidad de vocabulario expresivo. Para ella las influencias serían franco-inglesas sin olvidar las del círculo filo-toscano de Mateo Giovanetti establecido en Avignon por esa época. Influencias que se hacen creíbles por la situación geoestratégica del reino de Navarra, próximo a las posesiones francesas del rey de Inglaterrra en la Guyena, lindantes con las tierras navarras de Ultrapuertos. Y reconoce que es comprensible que siendo Olite la segunda ciudad del reino, sede del palacio real con habituales sesiones de cortes y concilios diocesanos, pudiera contratarse los servicios de un pintor “en la plenitud de sus facultades”, como pudo ser Martínez de Sangüesa, autor de una composición caballeresca sobre los muros de Santa María de Ujué, superior a sus colegas Oliver y Roque, tan pegados “a la representación miniaturística y caligráfica”, por su majestuosidad creativa propia de un incipiente Renacimiento.
Fotografías: Larrión & Pimoulier