La importancia de las fiestas populares no ha sido desdeñada por la fotografía, pues quizás tengan en nuestro país una vigencia especial por su número y vitalidad. Desde las manifestaciones de orden religioso, muchas de ellas ligadas a los trabajos del campo y al ritmo de la naturaleza, hasta los carnavales, pasando por el culto a los muertos, la tauromaquia, los concursos de destreza y de fuerza, e incluso las verbenas, un sinfín de ocasiones se prestan a describir el ritual con que el hombre se manifiesta abiertamente en el seno de una colectividad. Las fiestas han seducido a gran número de fotógrafos (Cristina García Rodero, Xurxo Lobato, Cristóbal Hara…), estando comprometidos con esta práctica, dentro y fuera de nuestros límites geográficos, algunos de nuestros mejores documentalistas (Koldo Chamorro, Carmelo Alcalá, Clemente Bernad y otros). A todos en conjunto les atrae el pulso de esa sociedad en trance, que se manifiesta en un tiempo efímero que es preciso conservar mediante fragmentos congelados. Anhelan descubrir en el rito la capacidad de cohesión de esa comunidad, en medio de la catarsis colectiva que es la fiesta.
No es de extrañar que nuestras mundialmente conocidas fiestas pamplonesas de San Fermín atrajeran desde un principio a los practicantes de la fotografía, primero con la intención de expresar lo que de pintoresco encierran, considerado como “exportable” según los gustos de los turistas (al modo como las narraron los Zaragüeta, Galle, Zubieta, Retegui, o Rupérez); después con una voluntad consciente de plantear ideas, proponiendo lecturas soterradas en la imagen sorprendida con el recurso a asociaciones dispares o insólitas, o, simplemente, descubriendo el secreto de la fiesta en los detalles de la vida cotidiana. Las fotografías de Inge Morath abrieron un camino por desarrollar en este campo con su reportaje Guerra a la tristeza (1954), lema descubierto por ella en lo alto de una de las barracas de tiro, con que pretendió reintegrar una realidad desintegrada por ese pintoresquismo tan explotado –en palabras de Arthur Miller- planteando un camino de trabajo por el que avanzarán, sucesivamente, Francisco Hidalgo en sus reportajes del “Paris-Macht”, Pío Guerendiain y Jorge Nagore en las tres décadas posteriores, para aportar una nueva manera de ver el encierro, la vida cotidiana, la corrida, la fiesta, la alegría e incluso el cansancio, sin dejarse dominar por un sentimiento nostálgico unido a la simple anécdota. Mirar lo necesario en el instante correcto. Y, por encima de todo, mirar de manera personal.
El 48 Salón San Fermín de Fotografía, coincidente con el 50 Aniversario de la Fundación de la Agrupación Fotográfica y Cinematográfica de Navarra, es el marco ideal para traer al presente el trabajo de cinco fotógrafos autóctonos pertenecientes a las diferentes promociones que impulsaron la entidad: Nicolás Ardanaz, un clásico de entre los fundadores de la Agrupación, ya fallecido; Javier Ochoa y Joaquín Ahechu, pertenecientes a una generación intermedia; y Jesús Sarriés y Daniel Ochoa de Olza de entre los jóvenes autores. Los cinco seleccionados para mostrarnos los Sanfermines, lo han sido para enfocar esa precisa temporalidad –poco más de una semana- donde se proyectan por igual el fotógrafo y el tema, abriéndose a una interpretación de significados múltiples, donde el resultado fotográfico se constituye en huella instantánea de un devenir temporal.
Les une un deseo de novedad y, al mismo tiempo, un agudo sentido de la tradición. Ciertos detalles pertenecen al pasado, otros son de ahora mismo, y es que una ciudad por fiestas no sólo es un lugar, ni una serie de imágenes, sino que todas ellas devienen en circuito de mensajes. Son cinco fotógrafos que presentan una serie de ventanas, y una galería de espejos abiertos con sus objetivos para enseñarnos su visión y decirnos que pese a su multiplicidad cada mirada es diferente de las demás. Porque no existe una sola manera de acercarnos a las cosas. Los puntos de vista son numerosos y estos fotógrafos impresionan sobre la emulsión, o en la memoria del mini-ordenador digital portátil, comparaciones, signos, para dejar abiertos los diferentes accesos a las cosas.
Han ido recogiendo eficazmente retazos de una ciudad en sus horas más rutilantes, atrapando lo cotidiano para llenar un álbum de fotografías con la vida, con paisajes urbanos poblados de gentes variopintas, que pasan a pertenecernos y a formar parte de nuestra historia, la que, por efecto mediático, se convierte de local en universal.
Nicolás Ardanaz, Javier Ochoa, Joaquín Ahechu, Jesús Sarriés y Daniel Ochoa de Olza, nos entregan unas tomas que nos sorprenden por su temporalidad. Los acontecimientos se agolpan, por sus fotografías no pasan únicamente los sujetos y los objetos, sino algo más que está sucediendo. Hay que volver a mirar una y otra vez estas imágenes para ver todo lo que hay en cada perspectiva. Jugando con lo accidental, trabajando con lentitud, apostando por encontrar -nos explica Araceli Pereda- la narración llega.
La exposición condensa unas miradas para documentar un tiempo álgido y una ciudad en la que el fotógrafo decide envolverse conscientemente, pues, en palabras de Robert Capa, si una fotografía no es interesante es porque el fotógrafo no estaba lo suficientemente cerca. En su mayor parte, los fotógrafos ejercen como reporteros aficionados: quizás despierten nuestra imaginación, pero todo lo que ofrecen está –o ha estado- allí, ha sido evidente. Sus fotos no necesitan un texto explicativo, por más que –como es el caso de las fotografías de Ardanaz- su título pueda ser ocurrente y llevar su chispa, ya que no son fotoperiodistas que busquen recoger una noticia para ilustrar un texto. El reportaje –ha escrito Lola Garrido- es escribir con la cámara, es hacer poemas visuales, es construir ensayos e, incluso, con una toma construir una novela.
Las fiestas de Pamplona son inseparables de la ciudad, de la que toman el pulso presente –como anticipación de un porvenir que llega- y evocan un pasado que ha dejado de existir, salvo en el documento fotográfico, pues la fotografía tiene el poder de retener ese momento en fuga. La fascinación por Pamplona que sienten como poderoso atractivo quienes nos visitan en tales días, no cabe duda se debe a la gran diversidad de visiones y propuestas que existen en esas fotografías libremente disparadas desde que en Iruña lo hicieran por primera vez, allá por 1880, Mena y Roldán. La ciudad en fiestas se convierte en un espacio inasible, un lugar fronterizo entre la realidad y la fantasía, pletórico, y con sus paradójicos silencios, atractivo primero y luego desdeñado, una vez proclamado sin demasiada convicción ese “¡ya falta menos!”.
El interés del buen reportaje está en que transmite vida pero no obviedad, no transcribe únicamente lo que está ante el objetivo de la cámara. Recoge un momento, seleccionándolo del campo de visión, para dejar abierta la capacidad de pensar y repensar sobre ese instante, e incluso sobre lo que pudo haber ocurrido antes y lo que sin duda sucederá después. No es precisamente éste el caso de Joaquín Ahechu, que transgrede el común reportaje para adentrarse en los campos del ensayo y, quizás, dialogar con mayor intensidad con el objeto para extraerle todo su significado.
Puede que las fotografías ahora expuestas estén cercanas unas de otras en estilo e intensidad. Sin embargo, son absolutamente variadas en la forma de dirigir el objetivo, de forma tan abierta a como es la ciudad de Pamplona por tales días. Pero todas están repletas de vida y destilan una intimidad oculta derivada del acto creativo que las concibió.
Cinco miradas escogidas entre los millares, quizás millones, de tomas de vistas impresionadas con el corazón emocionado por el blanco y rojo.