Para el entendimiento común, el arte ha sido equiparado a la belleza alcanzada por la intervención del ser humano que valiéndose de su habilidad técnica sobre la palabra, la materia, la imagen o el sonido, ha logrado expresar lo inefable. La belleza, según una tradición milenaria, permitiría distinguir así lo que es arte de lo que no lo es.
Sin embargo, si repasamos una de las manifestaciones de la Historia del Arte, como son las artes plásticas, hallaremos que a lo largo del tiempo se han sucedido dos concepciones de la belleza: una objetiva, según la cual la belleza tiene entidad por si misma, es la manifestación de lo absolutamente perfecto, una cualidad o un conjunto de propiedades que pertenecen intrínsecamente a ciertos objetos, que son bellos; y una subjetiva, que asimila la belleza a un placer derivado de la satisfacción del gusto y de la sensibilidad propia de cada individuo, y que no tiene que ver necesariamente con los cánones de aquella concepción objetiva.
El concepto objetivo de belleza fue sistematizado por diversos filósofos desde la Antigüedad, asociado a la perfección suprema. Es reflejo de otro mundo, imitación de la naturaleza o de la divinidad, búsqueda del orden, de la perfección, de la medida, de la simetría. La belleza reposa sobre el descubrimiento de unas reglas, de cánones cuya aplicación debe permitir acceder a la creación de obras armoniosas y equilibradas, perfectas y unánimemente reconocidas como tales. En esta concepción, la belleza está sometida a las reglas de la razón, de tal manera que se puede hablar en este caso de una estética normativa.
Este concepto se afirma en el arte griego de la Antigüedad, después revisado durante el Renacimiento y el Neoclasicismo: se basa en el uso racional de las proporciones y de la perspectiva, de la composición y luz equilibradas, del uso de materiales nobles (como el mármol blanco) o bien ricos (criselefantina), buscando una belleza ideal, el canon arquetípico de la escultura (tal como lo proyectó Policleto en su Doríforo: la cabeza como séptima parte del cuerpo).
La mejor ilustración de este planteamiento es el número áureo (la tetra griega fi:Φ), también llamada divina proporción, fijado en 1618 pero utilizado desde la Antigüedad, que se corresponde con el principio de armonía universal, que da la clave de una concepción absoluta de la belleza, y ha sido considerado por generaciones de artistas como garante de una composición equilibrada. La obra maestra sería aquella que podía mostrar una perfección técnica, y la crítica de arte se limitaba a confrontar los resultados con el sistema normativo que la presidía.
Por el contrario, la concepción subjetiva ya no depende de unas reglas sino de la percepción particular de cada uno. Reposa sobre una impresión y privilegia la apreciación personal, se define sobre todo por la especificidad del juicio que la obra misma suscita y condena toda tentativa de objetivación de la misma. Es bello todo aquello que place a nuestro gusto, a nuestra sensibilidad, las fuentes de la belleza están en nuestro propio sentimiento, no habría un criterio universal para apreciarla. Incluso, si nos acercamos a las vanguardias del siglo XX, ni siquiera la obra de arte busca producir un placer artístico en quien la contempla, sino puede que solo una especulación mental a través de formas «informes» como propuso Kandinsky con su arte abstracto. Este punto de vista ya lo denotaron destacados teóricos del arte como Clive Bell, Roger Eliot Fry y André Malraux. Para ellos la originalidad de la obra es algo totalmente independiente de las cualidades técnicas que se le han atribuido tradicionalmente y se hace valer por la experiencia sensorial que provoca en el autor y el espectador.
Si volvemos de nuevo a la Historia, veremos que la “obra de arte” se ha usado para mostrar una estética de lo feo. Lo hizo Juan de Valdés Leal en Los Jeroglíficos de Nuestras Postrimerías, del Hospital de la Caridad de Sevilla; Francisco de Goya al representar los ahorcados y torturados en sus grabados de los Desastres de la Guerra; José Gutiérrez Solana se complació en lo macabro haciendo objeto de representación osarios de cementerio; y Francis Bacon, entre otros, mostró personajes de formas atormentadas, como dolientes. Todos ellos buscaron llevar al espectador a reflexionar sobre la caducidad de la vida, sobre la cruda verdad de las cosas o sobre la violencia irracional del hombre.
“Porque es humana, a veces la belleza es trágica, sorprendente, conmovedora; en algunas oportunidades nos empuja a pensar en lo que no queremos o nos muestra el error en el que estamos. Los artistas saben bien que la belleza no solo es consoladora, sino que puede ser también inquietante”. Estas palabras de Jorge María Bergoglio, el Papa Francisco, en su disertación a los comunicadores de la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas, en abril de 2006, plantean que los grandes genios han sabido presentar con belleza las realidades más trágicas y dolorosas de la condición humana.
Pero también se ha utilizado el llamado “arte” para desagradar al espectador, arremetiendo contra su concepto de “arte como belleza” considerado en la nueva óptica como burgués o trasnochado: Marcel Duchamp manipuló algo tan prosaico como un urinario al que llamó Fuente, y Piero Manzoni recogió en un bote sus propios excrementos, eso sí, a precio de su peso en oro, bajo el título nada pretencioso de Merda d’artista. El arte, así utilizado, pasó a llamarse «anti-arte» concepto que engloba también las «acciones performativas» o «happenings», manifestaciones orientadas en ciertos casos a atacar la moralidad y que alcanzan su máxima expresión cuando su autor logra asegurarse la participación, consciente o inducida, del espectador.
¿Son inseparables tales concepciones del arte, la que se justifica en la consecución de la belleza y la que hace de la exteriorización de la subjetividad del artista su fundamento? Creemos que sí, que el verdadero sentido de lo inefable es conmover a su destinatario, causarle emociones, afinar su sensibilidad, y esto no se logra sin interpelación, que va más allá de la complacencia de los sentidos. Es lo que aportaron las vanguardias del siglo XX en un afán de provocar, de remover conciencias. Pero su afán, incluso destructivo, de eliminar patrones estéticos secularmente aceptados también puede ocultar su engaño: la carencia de destrezas y de conocimientos, la forma por la forma sin otra intención testimonial, la avidez del artista por obtener beneficios, el ansia de protagonismo. Y aún ir más allá, revelar un profundo nihilismo.