En estos montes apacibles de Baztán, muy cerca del Gorramendi, vive alejado, en la casa Zubietea de Erratzu, José María Apezetxea Fagoaga. Sin antecedentes artísticos familiares, pero con una inclinación natural hacia la belleza, Apezetxea se sintió atraído desde muy joven por la pintura en medio de este paisaje tan verde y suave. Ya siendo chico dibujaba animales en las bobinas de cartón que enrollaban las telas del comercio familiar.
Javier Ciga, tío segundo del muchacho, tuvo el acierto de encauzar esta afición, permitiéndole que le acompañara en las sesiones de trabajo durante el verano. Con él aprendió a pintar figura y las costumbres de su pueblo, con un estilo realista todavía balbuciente lleno de sabor a la tierra madre. Su otra escuela importante fue la naturaleza, que intentó reflejar muy pronto por medio de acuarelas, con espíritu entonces apasionado por las formas retorcidas de Van Gogh.
Su ánimo quizás se atemperase contemplando los humildes cuadros de Francisco Echenique, un sencillo pintor de Elizondo cuya modestia se había acrecentado tras postergar la cámara fotográfica, con la que había captado finos paisajes baztaneses que despertaron la admiración incluso en América del Sur, para entregarse a un oscuro trabajo de administrativo municipal obligado por las necesidades familiares.
Así hasta 1949, en que conoce a Ismael Fidalgo. Aunque para entonces esta afición ya se había desarrollado hasta el punto de haber obtenido dos premios en Pamplona : en 1940 el del concurso de carteles anunciadores de la Gran Exposición Misional y, ocho años más tarde, el diploma de honor del Certamen de Pintura convocado por el Ayuntamiento. Fidalgo era un pintor de las Encartaciones vizcaínas que llegó a Elizondo como llovido del cielo para hacer su servicio militar. Su pintura ya manifestaba formas esenciales y colores fuertes de entonación ferruginosa, envueltas en un halo de luz que traducía una frescura reprimida a la fuerza ante el paisaje herido de la explotación minera, que sin embargo en Baztán recobrará toda su expansión. Al feliz encuentro con Apezetxea se suceden pronto las salidas al campo para practicar la pintura. De modo que se puede decir que, bajo este segundo magisterio, nuestro pintor activará toda su creatividad.
Otro encuentro casual, pero igualmente fructífero, se produjo por esos años en San Sebastián: fue con la pintura de Daniel Vázquez Díaz expuesta en los bajos del Ayuntamiento donostiarra. En el pintor vasco-andaluz coincidían el razonamiento con la sensibilidad, dos características sabiamente aplicadas a la pintura de paisaje, que no pasarán en absoluto desapercibidas para nuestro pintor de Erratzu.
José Mari Apezetxea había formado las bases de su pintura antes de 1950, pero al poco llegaron años difíciles de trabajo para su comercio de tejidos, y hubo de abandonar los pinceles durante diez años prácticamente (1955-1965). Este paréntesis obligado, le impulsó a recobrar la pintura con más ilusión posteriormente, apoyándose en los pintores de la zona, a los que también infunde su pasión por la naturaleza baztanesa en el grupo por él liderado que hará su presentación oficial en Pamplona, en 1983, como Pintores de Baztán, pero que ya se había estrenado discretamente muchos años antes.
La pintura de Apezetxea siempre se ejecuta al aire libre con espíritu igualmente abierto. Su verdadera entrega es al paisaje, del que pinta los característicos campos salpicados de casitas, montes (como Aizcolegui, Auza y Gorramendi), los recodos de las regatas, con molinos a su orilla y puentes en las cercanías, los árboles tan expresivos de aquél ambiente, las metas de helecho, y hasta las mismas piedras, siempre tratando de adivinar el secreto de este campo sin presencia expresa del hombre. Pero, con el mismo interés, pinta igualmente retrato y bodegón, que son géneros de interior. En estos casos lo hace movido por el capricho más que por una necesidad: retrata a su hija Elena, de niña, ante la mesa de trabajo mientras dibuja con sus lápices ; o hace sus particulares homenajes a las naturalezas muertas de Rufino Tamayo y Paul Cézanne, introduciendo piezas de fruta de color encendido y volumen redondeado sobre sillas de mimbre colocadas ante paredes de planos desvaídos. Incluso se podría adivinar el Monte Santa Victoria, pintado en las series del pintor provenzal, en cuantas variaciones del monte Gorramendi pinta Apezetxea.
En todas estas pinturas, el artista mezcla intuición y razonamiento. Su pintura es constructiva, realizada a base de planos de color continuos que se vuelven más cortos y densos con el paso del tiempo. Desde el punto de vista técnico, actúa, se puede decir, con absoluta libertad, tanta como pone en admirar a los artistas Cézanne, Van Gogh, Mondrian, Modigliani, Klee, Palencia, Redondela, Torres García y otros, que tan variadas aplicaciones de color hicieron para representar el motivo, pues alterna cromatismos fuertes con suaves, siempre tendiendo hacia una abstracción formal con un atrevimiento más o menos contenido, que no se para en soluciones como aquella de cortar el cartón en varias partes para demostrarse a sí mismo y a los demás que la naturaleza siendo real en apariencia es en el fondo abstracta, o pintando un solo lienzo a seis manos con la ayuda de los pintores baztaneses Sobrino y Arizmendi.
Al espectador le queda el trabajo de reconstruir el cuadro con la mirada. Pero por suerte, la tarea no es pesada, sino tan gratificante como pasar un rato en buena compañía. Es tan dulce esa geometría del campo baztanés como apacible es el medio. Como severas son sus cumbres y cambiante el manto que las cubre.
Imagen de la portada: cubierta del catálogo con la reproducción de la pintura Nocturno (Errazu)-Ilunbarra (Erratzu) (1996), de José María Apezetxea