Desde la ventana

Aquel niño que miraba desde la ventana el transcurrir de los días en la Plaza de la República Argentina, de la ciudad donde nació en la década de 1950, se hizo mayor y, como suele suceder cuando ha pasado mucho tiempo, aflora en él la nostalgia de la vida transcurrida en una ciudad de provincias, Pamplona.

No existía la televisión y era la radio el medio que acompañaba a los mayores en sus ratos de ocio, incluidas las tareas domésticas. Pero el pequeño tenía sus propias diversiones, las mejores aquellas que reclamaban una buena dosis de imaginación: una silla tumbada sobre el respaldo para hacer de automóvil conducido por sus patas por el profundo pasillo o los bajos de una mesa convertida en Tafallesa, incluso con sus mandos que eran los tacos que afianzaban su tablero. La habitación “inundada” por bolas de papel periódico simulaba un paisaje nevado y los papeles rotos en mil pedacitos echados al aire sobre el patio, una nevada copiosa. ¡Pobre Ignacia, que luego tenía que barrerlos! Y coleccionaba de todo: chapas, cromos, relucientes pilongas…

Pero lo mejor para él era acercarse a la ventana y observar pasar todos los aconteceres. Hoy la Plaza ha cambiado mucho, no en su estructura, pero sí en sus edificios y comercios, aunque sigue representando el mismo microcosmos de una ciudad de segundo orden, pero con la vitalidad creciente derivada del progreso. En los 50, la Plaza era mucho más modesta, aunque tenía su propia vida, sus sonidos y olores, que son los que ahora evoca aquel niño convertido en abuelo.

En el cuadrilátero irregular de su planta quedaba al lado norte la antigua Casa de Baños en cuyos bajos se alineaban Dulces Unzué, el negocio de venta de muebles económicos Armendáriz y Baztán, y la ebanistería de Andréu y Orella, especializada en construcción de altares, muebles y toda clase de trabajos del ramo. Siguiendo por la derecha, atravesando la corta calle del Vínculo, el gran edificio municipal que, junto a la Casa de Socorro,  albergaba la Alhóndiga, la Escuela de Artes y Oficios, la Academia de Música y las improvisadas oficinas administrativas del Ayuntamiento en los años que duró la reconstrucción de la Casa Consistorial -desde donde se tiraron los chupinazos de las fiestas en 1951 y 52- pero que mantuvo la Comisaría de la Policía Municipal. Siguiendo el recorrido, cruzando la calle Estella, uno se encontraba el compacto edificio del cuartel de Intendencia militar, con fachada ritmada por numerosas ventanas, su calzada interior adoquinada y pilones en las esquinas para protegerlas del giro de los carros. Quedaba separado de la siguiente manzana por el inicio de la calle Tudela, con el Bar Ginés que hacía de chaflán y, a continuación, el Cinema Alcázar, perpendicular a la calle de Sancho el Mayor. Y la cerraban por el lado este los números 1, 3 y 5, que eran, sucesivamente, el callejón de servicio de la Central de Correos y Telégrafos, y viviendas particulares con su entresuelo para  oficinas de diferentes profesiones (médicos y abogados). La línea de bajeras de este lado quedaba ocupada por la tienda de ropa de señoras Aurora, Droguería Ezcurra y el comercio de venta de maquinaria agrícola e industrial de Larumbe, que limitaba con el chaflán de la calle Estella número 6, el portal de la llamada casa de Cementos, en cuyos bajos todavía se conservan los Almacenes Ferraz, de moda femenina.

Todos estos negocios generaban su vida particular, más intensa en días de labor, reducida en los festivos al paso de ida y vuelta de los aficionados al fútbol que elegían ese camino más corto para acceder al campo del Club Deportivo Osasuna, en el barrio de San Juan, así como a las sesiones de cine del Alcázar, que era el preferido por los soldados rebajados de servicio en tales días, que además, por su condición, tenían una tarifa más económica.

Los días de labor eran los más interesantes a los ojos del niño espectador, porque todos estos negocios se avivaban y la Plaza representaba un escenario con distintos actuantes, y hasta en él se produjo alguna incidencia no deseada. Le explicaron, ya de mayor, que, cuando era muy pequeñito, se produjo un incendio en Almacenes Aurora que obligó al desalojo de las viviendas cercanas y con tal motivo tuvo que ser evacuado en los brazos de su madre envuelto en una manta. En otra ocasión, unas importantes señoras fueron invitadas a su casa y con tal ocasión sacaron los cubiertos elegantes, con los que se cortó la yema de uno de sus dedos, por lo que tuvieron que atenderle en la Casa de Socorro.

Los sábados era día de mercado y llegaban a la Plaza multitud de autobuses de línea procedentes de los pueblos, pues su elevado número excedía de la capacidad de la Estación de Autobuses cercana. En ellos venían mujeres con cestas y aldeanos vestidos con su típica blusa negra llevando al hombro los corderos abiertos en canal para venderlos en el Mercado Viejo de Santo Domingo. La actividad comercial era más intensa por Navidades. Entonces era posible ver en el Mercado, además de los puestos estables, a vendedoras de aves y conejos que se colocaban en los rellanos de la escalera de acceso tratando de vender su mercancía, lo que para él, con su curiosidad innata, era un verdadero espectáculo unido a la emoción de esos días.

En las horas de apertura al público de los establecimientos de la Plaza se simultaneaban trabajos que tanto le llamaban la atención. Llegaban desde el obrador a Dulces Unzué camionetas de las que sacaban bandejas con bollos suizos perfectamente alineados que los hacían entrar por una ventana de servicio al interior de la pastelería, los cuales eran del mayor atractivo para nuestro pequeño personaje. En cambio los vehículos que se acercaban a los negocios vecinos -de muebles y ebanistería- eran de mayor tamaño, y de ellos salían tanto sillas como tablones, que por momentos se apilaban al exterior hasta ser almacenados convenientemente, pues el tráfico era reducido, no como sucedería años más tarde. Los camiones que llegaban a la Alhóndiga ésos sí que eran de verdadero tonelaje, pues de ellos se descargaban, una vez que reculaban hacia el oscuro portón de la bodega, con ayuda de unos maderos para formar rampa y el concurso de múltiples operarios, gruesas cubas de vino, con su panza característica, y unos bidones cilíndricos, de metal, que según le aclararon en casa contendrían aceite. Como puede imaginarse todos estos establecimientos desprendían distintos olores que se mezclaban entre sí tanto como las voces de los viandantes, pues la Plaza era también corredor hacia la Central de Correos por la calle del Vínculo, que permitía conectar con el casco viejo de la ciudad. Y la memoria del hombre maduro quedaría inseparablemente unida al recuerdo emocional de los diferentes aromas que percibió de niño derivados de las distintas actividades que presenciaba: el penetrante de los productos químicos de la droguería, la dulce fragancia emanada de la bollería, el refrescante de la madera mezclado con el acre de pinturas y barnices, y  el olor a ropa nueva todavía por estrenar.

Por la mañana iniciaban su recorrido, conforme a los turnos establecidos en Comisaría, los guardias municipales, que salían montados en sus bicicletas, abrigados en invierno con pesados capotones azul oscuro y, en verano, tocados con gorra de plato blanco. También lo hacían los carros de Intendencia, tirados por mulos y guiados por soldados, que llevaban y traían sacos de harina o de otras consistencias para el cercano economato militar. El cuartel también despedía un olor característico, el de la paja seca, que seguramente almacenaría para su distribución en otras unidades del Ejército que por aquél entonces todavía utilizaba caballerías. A esa hora tan temprana también comenzaban las clases en las Escuelas Municipales de Artes y Oficios, y de Música, desde donde se extendían los sonidos característicos de quienes entonaban las notas con sus trombones, clarinetes e instrumentos de cuerda.

A la noche, con los establecimientos cerrados, hacían su aparición en la Plaza los macas de las tiendas de comestibles -ultramarinos se llamaban entonces- que se divertían de lo lindo -y más nuestro personaje pegado a los cristales de la ventana- con los carros de mano aparcados junto a la tienda de muebles, aprovechando la ligera pendiente de la calzada. Unos empujaban y otros eran llevados, y viceversa. Era un espectáculo verlos ir y venir. En realidad estaban avezados en eso de la conducción, pues los macas vivían del reparto. En invierno cambiaban el carro por las bolas de nieve, que se disparaban entre sí con verdadero disfrute. En esas circunstancias los mulos del Ejército a veces resbalaban con sus cascos sobre el pavimento y, en días de lluvia, a los vehículos aparcados en el centro de la Plaza que se les escapaba del motor alguna gota de aceite dejaban sobre la brea del suelo unas manchas irisadas que a él le llamaban poderosamente la atención.

Hubo días muy señalados en que la Plaza se transformaba por la fiesta. Tal pasaba aquel en que los conductores honraban a su patrón San Cristóbal, en que hasta se disparaban bombas japonesas, o cuando llegaba a la ciudad la Vuelta Ciclista a España, cuya meta de final de etapa se establecía en la cercana calle Navas de Tolosa. La Plaza era entonces el espacio donde aparcaban los vehículos de su caravana publicitaria, alguno de los cuales le impresionaba vivamente, como el camión del Gargantúa, un gran ogro que se “tragaba” por su boca a los niños. En realidad no se los comía como tal sino que se deslizaban en su interior por un tobogán. Había un automóvil que llevaba encima una bruja a caballo sobre una aspiradora marca “Tornado”, que era de tecnología para entonces moderna. Sobrevolaba el espacio aéreo una avioneta que lanzaba jaboncillos prendidos de un paracaídas. En fin, esta excepcional situación provocaba un jolgorio enorme y nuestro pequeño personaje admiraba todo aquello desde su preferencial ventana.

En 1958 se retiró de la cabecera del Paseo de Sarasate una esbelta farola de piedra ornamentada con brazos de hierro forjado que sostenían sus luminarias, y se tomó la decisión de instalarla en el centro de la Plaza, una operación que se hizo con la parsimonia necesaria que no pasó inadvertida al protagonista de nuestra narración, que trató de “construirla” con unos corchos en su habitación.

Aquel niño pasó asomado a la ventana los primeros diez años de su vida impulsado por su curiosidad innata. Y ahora, que va camino de su octava década, vuelve su mirada atrás y siente que a la Pamplona de su niñez le ha dado color la ensoñación.

Imagen de la portada: La ventana como observatorio singular en el film homónimo de Ted Tetzlaff (1949)