Díaz de Cerio II, hijo del completísimo artista del mismo nombre que ha ejercido como maestro indiscutible de este joven pintor, trae a nuestra consideración la segunda muestra individual de su obra. La primera fue en la sala de Cultura de la C.A.N., en Burlada, hace ahora siete años, ofreciendo entonces al público una interesante colección de fotocollages, que recreaban de forma imaginativa el suplemento dominical de El País. Un nuevo pop nacía de aquellas combinaciones de imágenes trucadas por mil procedimientos, que ora parecía surrealista y más tarde devenía en ordenaciones casi geométricas.
Esta que podemos ver ahora es continuación de su búsqueda incesante. Es para mí un ejercicio formalista bien asimilado por perfectamente entendido. Alfredo ha estudiado con detenimiento la pintura del siglo XX. Pero no se conforma con manifestar los diferentes préstamos lingüísticos que recibe, conformadores de todo un mundo visual del que ya no puede escapar el artista de hoy, desde el surrealismo a la pintura conceptual.
Alfredo nos ofrece un conjunto de acrílicos con tres formatos: unos predominantemente verticales de 100 x 70, otros menores de 70 x 50 y unas manchas expresionistas de paisajes en que sobresale el negro y la oscuridad. Estos, que parecen obra menor, tienen el valor significativo de transformarse en idea generadora de la metamorfosis, porque, insertos en la cuadrícula de sus cuadros (pero sin someterse a ella), parece alumbrar nuevas relaciones entre los seres de su mundo privado: figuras humanas, raíces extensibles, peces, formas biológicas sin determinar, alvéolos curvilíneos, etc…., unidos por cordeles, que son combinados por masas celestes o marinas y machihembrados por clavos y triángulos que sueldan el conjunto, dando como resultado algo más que un juego de formas, tan de moda en el eclecticismo de los años 90.
Suponen una búsqueda honesta de algo que se intuye más allá, y a cuyo conocimiento se dirige Díaz de Cerio con el ímpetu y la ilusión del hombre joven. No hay complejo en esta pintura; es más, hay juego y divertimento en el empleo de las técnicas bien aprendidas de su padre. Es cierto que no desea complacer al espectador con una pintura amable. Mas bien trata de envolverle en su discurso, de invitarle a una búsqueda por entre el universo de su imaginación.
Es pronto, todavía, para encontrar el resultado de esta búsqueda -y el artista será siempre un insatisfecho en este sentido-, pero Díaz de Cerio irá madurando a la par que surgirán nuevos interrogantes.
Un ejercicio formal orientado hacia el nivel surreal de la conciencia, una dicción abstracta con planteamientos conceptuales, evocaciones metafísicas en amplios espacios, cortes y secuencias cinematográficas, collages “fotográficos”, ecos del pop americano de Rauschemberg y un largo etcétera, no constituirán maraña que impida continuar la búsqueda -segura unas veces e instintiva otras- del más allá tras lo aparente. Pienso, como Paco Ocaña, que a Díaz de Cerio habrá que prestarle atención en el futuro.
Foto de la portada: original de Paco Ocaña (1991)