Dos creaciones en un solo artista: Ciriza

Carlos Ciriza ha realizado el esfuerzo de reunir en esta exposición de Estella, que llena salas y calles de la ciudad donde vivió desde su niñez, una selección de dieciocho años de su actividad como pintor y escultor, ese trabajo de avances e incertidumbres que ahora podemos redescubrir, realizado en años de apasionada juventud e incesante búsqueda de sí mismo.

El interés de Carlos Ciriza por las artes plásticas se despierta muy temprano. Hijo segundo de José Luis Ciriza y Asunción Vega, aficionados a la pintura desde siempre, no es extraño que de pequeño ya jugase a modelar y pintar. A diferencia de sus tres hermanos, Carlos alimenta aún más esta afición en la serrería familiar «San Miguel», donde jugaba con los perros al tiempo que enredaba con las gubias en las tablas. «Aún percibo el olor a madera recién cortada», me confiesa, al tiempo que recuerda cómo, ya siendo un poco mayor, a ella se acercaban, en busca de material, otros artistas como Morrás y Garraza, que de forma natural despertaron en él la admiración por la profesión artística.

Aprendió a trabajar la madera con Manuel Elizalde «el Santero», en la misma ciudad de Estella, cuando, a sus 22 años, compaginaba el estudio de las técnicas de talla con el aprendizaje en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona. Fue una época dura en su vida, de mucho esfuerzo y desencanto, por la escasa motivación por aprender que veía en su curso y el ambiente poco propicio a centrarse en el trabajo que se vivió en la Escuela esos años de principios de los 80. De entonces recuerda en especial a su profesor Ángel Bados y a su compañero Iosu Goñi, posterior ceramista.

Un primer trabajo en la Clínica Universitaria le descubre otra cara de la vida, la de los necesitados de amor, por enfermos y desahuciados. Fueron dos años de dedicación a estas personas ignoradas por una parte de la sociedad. Pero un accidente de automóvil le aleja de este trabajo, con el que se cierra una etapa de su vida que lleva muy dentro.

Entre 1988 y 1996 se entrega a la gestión cultural en Burlada, ciudad con una difícil casuística de integración social, que trata de amortiguar con actividades que refuercen la personalidad de esa población del extrarradio pamplonés. Es al final de esta época, de grato recuerdo para él, cuando toma conciencia de su necesidad de centrarse en la creación artística.

Esta ya había empezado, de forma balbuciente todavía, en la serrería de sus padres, donde ejercitó sus dotes naturales para la construcción de objetos, uniendo alambres a bolas de acero mediante soldadura o familiarizándose con la textura de las diferentes maderas.

El pintor y escultor en las calles de New York

Todos estos años jóvenes están nutridos de una búsqueda de experiencias permanente. Viaja de continuo por Francia, donde visita Nantes, Burdeos y París. Más tarde pasa una temporada en Ecuador, en donde comprueba cómo la explotación del crudo se hace sin ningún respeto a la naturaleza. Va a Nueva York. De todos estos viajes sacará materia de inspiración.

Se puede decir que es a principios de los 80 cuando empieza a trabajar en serio la pintura y la escultura, ésta última con el deseo de dar volumen a sus inquietudes tridimensionales, condicionadas en la pintura por el espacio limitado.

Hasta 1985 estuvo interesado en planteamientos figurativos, que trataba de recrear en lo posible. Así realizó bodegones de formato grande, con formas simples como platos, frutas o botellas ante fondos de color abstraídos. Pero, ya a fines de esa década, se observa en ellos un proceso de sintetización formal y una multiplicación de las perspectivas, junto a un empleo de materiales diversos (como cartón o chapas de madera encoladas o polvos de mármol y serrín mezclados al pigmento graso), que dan un aspecto novedoso a su trabajo. Poco a poco los fondos neutros son sustituidos por la cuadrícula del mantel, ante el que se destacan los objetos inertes gracias a un definido trazo. Y el óleo, por el tono encendido de la pintura acrílica. Estas composiciones todavía están abiertas a la evolución, pues aún hoy se recrea en conseguir improntas de botellas, realizadas con plantillas sobre cartón prensado, que se alternan con frutas circulares y vasos vistos en perspectiva de pájaro, en soportes coloreados con vistosos azules de acrílico.

De esta época primeriza datan también otro género de bodegones, realizados a principio de 1980, que homenajean la propia labor del pintor. Es una obra más personal, que el artista ahora nos descubre por primera vez. Se trata de campos de color vivos, no planos sino de cierta entidad matérica, a los que añade el tarro de la pintura misma, desbordada por la superficie del cuadro, y los pinceles clavados en su derredor, como herramientas enhiestas en el tablero, que el espectador ve en perspectiva perpendicular al soporte. En otros casos, el tarro es sustituido por los zapatos del sujeto, que se abre paso «caminando» por la materia, y objetos diversos tomados de la intensa tradición pop (un teléfono, la embocadura de un buzón de cartas etc.).

Su desacuerdo con la Escuela le impulsa a romper convenciones, y entonces da el paso que se presentía -la abstracción formal expresionista-, iniciándose la etapa en que ahora se encuentra, aunque con inserciones figurativas temporales, que más se identifica con su temperamento. Hombre sensitivo, sus cromatismos se originan en hechos concretos de los que extrae sensaciones, sea la lucha contra el racismo o el apabullante encuentro con los rascacielos. Las manchas de color, tan deudoras de los procedimientos norteamericanos, se extienden en sus cuadros al compás de los acordes musicales de «El Mesías» de Haendel, ante el que sobran las palabras y se impone el recogimiento. Así se suceden en su obra las series de «África», que da a conocer en Madrid; «La luz, una ventana a los sentidos», que presenta en Burdeos; «Latidos desde el fondo de la tierra», fruto de su experiencia en Ecuador; y «Vivencias en Nueva York», tras su estadía en la metrópoli norteamericana.

Este tipo de obra evoluciona desde la complicación de los elementos formales a la selección progresiva de las posibles combinaciones de color, que se extienden por el espacio desvelando dimensiones semi-ocultas por veladuras de color en principio oscuras, traduciendo la negritud africana, luego iluminadas. Del mismo modo, a la adición de colas, polvo de mármol y aún tornillos, siguen la proyección del color desde la altura y su chorreo inmediato, y termina por aplicar con rodillo planos de color continuo y liso, donde, en la actualidad, juega con la ruptura de los espacios, ante el contraste de formas circulares en relieve, encoladas al soporte, que salpican la superficie con un ritmo de contrastes. En este caso, los fondos pueden o no ser monocromáticos, pero siempre transmiten una sensación de quietud, pese a que los envuelve el chorro de color, hasta el punto de que algunos parecen evocaciones paisajísticas.

Siempre, la técnica, hábilmente manejada por Ciriza, quiere significar algo. En la serie «África», los campos de color superpuestos, de tono grave, la mezcla de capas sociales y la pobreza de aquél continente. Los trazos en cuadrícula, una invitación a la igualdad. Las formas estructuradas de «Una ventana abierta a los sentidos» traducen sus inquietudes escultóricas del momento. Y, otras veces, las improntas de tela de saco o las manipulaciones de la materia cromática, su afán imitativo de las formas naturales.

Sus series pictóricas coinciden con una evolución escultórica paralela, que no es por completo ajena a la indagación espacial y formal que lleva a cabo en su pintura, pues en sus lienzos, desde 1985, ya se representan vástagos, palancas, formas espirales, incluso estructuras geométricas con truncaduras, como en la escultura del momento.

En su trabajo tridimensional se unen el contemplativo, el especulador y el intelectual al homo faber, que es la otra cara de Ciriza, es decir al hombre habilidoso, al ingenioso constructor de máquinas, pues sus primeras esculturas son ensamblajes de piezas de viejas trilladoras o ingeniosos enlaces de tubillones con piezas de hierro aéreas (una de ellas obtiene el primer premio del Certamen Juvenil de Artes Plásticas de 1984), con las que se propone generar tensiones internas y externas al volumen aparente de la escultura.

La obra del Museo de Navarra titulada «Nuestra tierra» (1988), evoca el feliz encuentro de su pintura con la escultura, con la preocupación de fondo de que el artista ve desaparecer las formas tradicionales de vida de los pueblos navarros. Se trata de una especie de visión, desde el interior de la tierra, de las uñas de un arado que avanzan desafiantes hacia el espectador, tras atravesar el espesor del suelo, en este caso la densa materia cromática.

De aquellas maquinarias transcendidas por su nuevo uso artístico, que simbolizarán el cambio de la agricultura a la industria, evolucionará Ciriza hacia planteamientos más racionales, en los que si bien se aprovecha de la chapa industrial troquelada en serie, ciertas formas curvas, esferas o hilo grueso enmarañado en espirales, están indicando una voluntad de ser escultor antes que mero montador, con una actitud acorde a la exigible ductilidad del pintor.

En su trabajo escultórico posterior a 1988, por un lado, se da una reflexión ante el espacio y formas esenciales -como el círculo, alineaciones de rectas o curvas continuas o interrumpidas por truncaduras o cortes intencionados. Esta reflexión se plasma en un lenguaje abstracto y racionalista. Hay un juego entre conceptos complementarios : volumen sólido-vacío resultante al ocupar el espacio, quietud-permanencia en el movimiento, forma abierta receptora-forma cerrada introductora. La lectura de estas imágenes requiere un análisis comparativo y la materialización de la escultura arroja una evidente rotundidad, capaz de alcanzar la monumentalidad, sea mediante la madera con su veta brava labrada con azuela o el hierro de pátina oxidada.

Por otro lado, las estructuras de ciertas piezas adquieren mayor agilidad y ligereza formal, mayor espontaneidad podríamos decir, ofrecen una sensación más aérea. Su resolución técnica es más ingenieril que escultórica (por el empleo de varillas y composiciones abiertas) y las formas evocan figuras humanas o naturales que conectan con la realidad, si bien contemplada ésta desde un estrato subliminal. Pero en esta orientación sus planteamientos dejan de ser sólo especulativos, para aludir a una lira, a la noche, al paso del tiempo…, es decir a temas concretos que atraen al artista.

En todos los casos se ve el mismo gusto en someter la materia que vimos en su pintura, pues Ciriza suelda o funde el hierro, lo recorta o lo abre a placer. Emplea ácidos para obtener pátinas y calidades de apariencia textural. Las piezas van sobre peanas de roble y en su encuentro con el metal se produce un efecto complementario interesante.

Dos creaciones plásticas absolutamente imbricadas en un solo autor de incansable averiguación, cuya obra artística participa tanto de la energía transformadora de la naturaleza como de la capacidad especulativa de la mente, a la luz de los conceptos modernos y sin volver la espalda al sentimiento.