El universo pictórico de Enrique Weisz es inquieto y palpitante. Pero puede que al espectador medio que mira su obra, ésta se le aparezca aparentemente como una amalgama de signos, de pegotes y de colores empastados, dentro del más completo surrealismo de vanguardia, que puede evocar lo ya intentado por artistas tan próximos a nosotros en el espacio y en el tiempo, como Miró y Tàpies, de los que Weisz -según confesión propia- es buen deudor.
Un historiador del arte haría de estos cuadros una clasificación: por un lado, dentro del surrealismo pictórico, que se realiza plenamente en el simbolismo de los trazos; o, tal vez, en la modalidad -tan seguida hoy en el arte actual- de la escritura o grafismo automático, de ejecución consciente pero irracional, que tuvo su más elevada expresión en aquel movimiento norteamericano denominado Action Painting, que buscaba en el dinamismo de la acción de pintar intuir el estado psíquico del artista; además, el empleo del color (amarillo limón, naranjas, azules, blancos y rosas), frente a su tono correspondiente (desde el luminoso al negro más contundente), crean tal sinfonía emocional que es inevitable otra tercera clasificación de la obra de Weisz en el expresionismo abstracto de un Mathieu, de un Hartung, o del mencionado Tàpies.
A un espectador atento, la pintura que tiene ante sus ojos le va a parecer rica desde el punto de vista de la aplicación de técnicas: desde el soplado de color mediante spray a la utilización de colores al temple, al óleo e incluso de pinturas sintéticas diluidas, por no hablar ya del collage que caracteriza toda la producción de Weisz (excepto los dibujos, de somero trazo), hasta el punto de que más de uno de sus cuadros son verdaderos montajes de papel de periódico o de bloc de notas, de materia textil, de cuerdas, de cartón amasado y endurecido, de pastiches arenosos, y los lienzos son soportes de una auténtica experimentación plástica; nos lo demuestra el hecho de que, por contraste, en ocasiones aflora la cara misma de la tela, apenas impregnada de color, para agujerearse otras veces deliberadamente, mostrando un falso fondo de arpillera.
Pero esta pintura, tan arraigada, como vemos en el arte del siglo XX, tiene su mundo propio. Un mundo curioso, rico en el fondo de sugerencias.
Por ejemplo, una lectura personal y detenida de los cuadros de este pintor, da el siguiente balance:
- Presencia de pájaros que abren su pico y ojos desmesuradamente y que se adornan, en algún caso, con crestas.
- Células nucleares que portan una especie de antenas y en ocasiones se definen como auténticos insectos.
- Cabezas o caras de ojos marcados, con iris bien explícito, en contraste de colores. A veces patentes, otras semiescondidas, pero siempre mirando.
- Especie de esbozos humanos, hombrecillos de vez en cuando, representados en toda su anatomía, aunque esquemática. Tratamiento emocional del desnudo en los dibujos.
- Manos muy abiertas, brazos extendidos, algunos pies humanos.
- Aparición de letras, de signos tipográficos, de números, al margen del collage periodístico.
Todo este elenco figurativo tiene su contrapeso en otro no figurativo o abstracto:
- La representación de la forma circular, verdaderamente obsesiva: hay círculos cruzados por trazos rectos o curvos; hay otros huecos (como anillos); hay trazos que al final se estrellan; hay fragmentos de tela de saco agujereado, y hay pegotes circulares.
- Se da una preocupación por los deshilachado: bien en los extremos de la tiras de tela pegadas, en los hilos o cuerdas mismas, o en las manchas de color, rodeadas en su periferia por cilios. Abundan los latiguillos.
- Todo lo antedicho se mezcla entre manchas de color, unas veces dulces, suaves y aún poéticas, otras fuertes y agresivas.
La obra de Enrique Weisz, por lo tanto, no solo interesa como resumen evocador de varios movimientos artísticos de vanguardia; no solo porque en la realización técnica se ha obtenido una plástica que ha logrado asumir belleza, por un lado, e idea, por otro; interesa porque tras la estética aparente se intuye un mundo particular -el de este artista israelí-, sin duda preocupado por el hombre. Es difícil, inaprensible explicar el porqué de esto y de lo otro en Weisz. Incluso para él mismo, que muy posiblemente se ha de ver sorprendido por las emanaciones de su inconsciente.
Seguramente, no me cabe duda (porque he hablado con él y nos hemos conocido), Enrique desea un ser humano menos solitario y más comunicativo, más libre, más abierto, más pacífico, más espiritual, más feliz, un hombre, en suma, bueno, como lo es el propio inventor de estos pájaros y de estos círculos, a los que me he referido. De seguro que si el hombre no viviera en la contradicción de lo que desea ser y lo que en la realidad es, no veríamos en las pinturas de Weisz las formas delirantes que apreciamos. Veríamos menos colores pardos e indefinidos y más, muchos más, amarillos y naranjas mediterráneos. Los colores del país que Weisz ama tan profundamente y que le dan el oxígeno necesario para proseguir.
Imagen de la portada: Pintura de Enrique Weisz, h. 1979. Col. part. (Pamplona)