Escultores contemporáneos [de Navarra en el siglo XX]

Durante el Siglo XIX, la escultura autóctona había desaparecido, siguiendo una tendencia observada desde 1630, cuando el estilo Barroco varía en nuestra tierra los gustos renacentistas. Ya por entonces comienzan a decaer los pujantes talleres navarros, al orientar su trabajo los artistas hacia los conjuntos arquitectónicos de los retablos y no hacia la imaginería.

La rigurosa normativa de la Real Academia de San Fernando durante el período Neoclásico (1750-1870), hace que la producción escultórica regional dependa más de la Corte. Así, con motivo de la erección de la fachada neoclásica de la Catedral de Pamplona (1800), interviene en la labra escultórica el maestro de la Academia Julián San Martín, que, ayudado por el logroñés Francisco Sabando, también esculpe los adornos de las fuentes diseñadas por Paret para la ciudad de Pamplona.

El mismo Sabando, con la colaboración de Salanova, Boezia y Peduzzy, se ocupó de labrar más tarde (1819) los motivos del ornato para el templete de la Capilla de San Fermín, de Pamplona.

En la ejecución de las figuras alegóricas que coronaban el Teatro Principal de la Plaza del Castillo, intervino también otro foráneo : Francisco Javier Gómez. Y el valenciano José Piquer esculpe el Sepulcro del General Espoz y Mina (Catedral de Pamplona, 1855) al modo del de Canova para el poeta Alfieri en Santa Croce de Florencia, modelando con maestría el ropaje de la matrona que se inclina sobre el sarcófago.

Al solaparse el Neoclasicismo con el Romanticismo, en la segunda mitad del Siglo XIX, el verismo sustituye al idealismo clasicista, como puede observarse en los pasos procesionales de “El Santo Sepulcro” (1872) y de “La Dolorosa” (1883), labrados para Pamplona por los imagineros catalanes Agapito Vallmitjana y su discípulo Rosendo Nobas. El peso historicista, tan propio de este momento, que deriva en un eclecticismo estilístico, impregna varios trabajos de la decoración interior y exterior de monumentos de nuestra capital: los retratos neorrenacentistas de ilustres navarros para el Salón del Trono del Palacio de la Diputación, obra del alavés Carlos Imbert (1866); las acróteras neohelenísticas que coronan el Instituto General y Técnico de Pamplona (hoy Instituto Navarro de Administración Pública), diseñadas por Maximiano Hijón; y el Monumento a los Fueros proyectado por Martínez de Ubago (1893), que antecede en su género a otros erigidos en los Jardines de la Taconera en el presente siglo: los dedicados a Navarro Villoslada (Lorenzo Coullaut Valera, 1918), a Pablo Sarasate (León Barrenechea, 1918) (luego transformado en Hilarión Eslava), a Julián Gayarre (Fructuoso Orduna, 1950) y a la Inmaculada Concepción (Manuel Alvarez Laviada, 1954).

El Siglo XX comienza en plena crisis económica provocada por la filoxera. La terminación de la última Guerra Carlista (1876) da inicio a los que Floristán llama «años decisivos» para la modernización de Navarra (primeros pasos de la industrialización, expansión de cajas y cooperativas, fundación de periódicos, derribo de murallas para posibilitar la expansión urbana de Pamplona).

Sin embargo, en el terreno de la Cultura y más específicamente de las Artes Plásticas, ciertas constantes de Navarra hasta muy entrado el siglo, condicionarán el desarrollo de estas: el aislamiento por carretera y ferrocarril, el escaso desarrollo urbano, el conservadurismo, el limitado nivel de los estudios y la carencia de una política continuada de ayudas al perfeccionamiento artístico, así como de unos servicios culturales mínimos.

La situación irá cambiando con la mejora del nivel de vida, a partir de los años 50, y el desrrollo económico incentivado por el Programa de Promoción Industrial de la Diputación Foral (1964), puesto en marcha tras la incorporación de Félix Huarte a la Vicepresidencia de la Diputación Foral.

Además, entre 1940 y 1955, se había estructurado en Pamplona una red de salas de exposición artística, luego potenciada por las Cajas de Ahorro, la Institución Príncipe de Viana (creada en 1940) y los Ayuntamientos navarros. Colaborarán al despertar cultural la transformación de la antigua Escuela de Artes y Oficios de Pamplona en Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos con carácter oficial (1969); los Encuentros de Pamplona (1972), entre cuyos actos se ofrecerá en el Museo de Navarra una Exposición de Arte Vasco Actual, que pondrá en tensión la fuerza creadora de nuestros artistas al contacto con el rigor plástico de los escultores vecinos; y la entrada en funcionamiento de la Escuela Superior de Bellas Artes de Bilbao (1970). La proximidad de la capital vizcaína, foco artístico y comercial asentado, atraerá a los artistas navarros si cabe ahora con más fuerza.

Esta bonanza va a permitir que influyan en Navarra todas las tendencias en boga, si bien será a partir de las décadas 1950-1960 cuando los escultores manifiesten claramente, y en su mayor parte, las orientaciones del arte internacional del Siglo XX.

Las diferentes generaciones de la escultura actual

A lo largo del Siglo podemos estructurar hasta tres generaciones de escultores en Navarra, a diferencia de la Pintura, en que las raíces se alejan hasta 1834, año en que nace Salustiano Asenjo. Por tanto, si tenemos presente que Orduna nace en 1893, hay tres generaciones previas de pintores, las que genéricamente se consideran propias de los «maestros del arte navarro».

Los primeros referentes de nuestra moderna escultura son Fructuoso Orduna y Ramón Arcaya, artistas de fin de siglo, a los que en razón a su nacimiento se unen Alfredo Surio y Victoriano Juaristi, guipuzcoano avecindado en Pamplona desde 1919, pero nacido en 1880. Aunque algo más retrasados, también deben incluirse en la nómina de esta primera generación de escultores, Constantino Manzana y Aureo Rebolé. Todos ellos nacieron en el período 1893-1910.

En la segunda generación de escultores se encuentran los de trayectoria probada, si no en la madurez de su obra a punto de alcanzarla. Nacen entre 1922 y 1950. La nómina es un poco larga, pero merece la pena citarla: Antonio Loperena, José Ulibarrena, Rafael Huerta, Jesús Alberto Eslava, José López Furió, Juan Miguel Echeverría, Mª Cruz Castuera, José Urdín, Manuel Clemente Ochoa, José Manuel Campos Mani, Alberto Orella, Angel Bados, Koké Ardaiz, Xabier Santxotena, Henriette Boutens, Faustino Aizkorbe, Josetxo Santos, José Ramón Anda, Angel Garraza y Alfredo Sada, por desgracia fallecido. A ellos se suman varios pintores-escultores o viceversa: Francisco Buldain, Fernando Beorlegui, Mª Eugenia Elósegui, Vicente Arnoriaga, José Antonio Eslava, Angel Elvira, José Mª Mínguez, Alfredo Díaz de Cerio Martínez de Espronceda, Rafael Bartolozzi y Josep Blasco Canet.

Finalmente, queda garantizado el futuro de la escultura navarra con una tercera generación de todavía hoy jóvenes artistas, nacidos en los años 50 y 60: Antonio Garbayo, Jesús Elizaicín, Charo García Arraiza, Pablo Juarros, Dora Salazar, Jabier Moreno, Pedro Osákar, Blanca Garnica, Roberto Barbero, Javier Muro, Jorge Martínez, Paco Polán, Florencio Alonso, José Sánchez Cuesta, Boregan y los pintores-escultores Xabier Martínez de Riazuelo, José Carlos Ciriza, Txema Gil, Jesús Poyo «Txuspo», Francisco Fabo, Mª José Recalde, Txaro Fontalba, Iñigo Arozarena y Koldo Agarraberes, entre los más destacados.

Los primeros representantes: Orduna y Arcaya

Caracteriza a Fructuoso Orduna y a Ramón Arcaya un aprendizaje en el extranjero, donde van a recibir la herencia del Renacimiento italiano, expresado mediante un realismo clásico y un incipiente expresivismo también manifiesto en las formas humanas que esculpen. El peso de la tradición española les impulsará a aceptar encargos de pasos procesionales e imaginería religiosa. Del mismo modo se orientan a la escultura monumental y conmemorativa, empleando por ello, además de la madera, con mayor frecuencia la piedra, el mármol y el bronce, para garantizar la perduración de las obras.

Orduna, que adquirió una sólida base técnica con sus maestros Lasuén y Benlliure, llevó siempre dentro de sí la reciedumbre de los montes roncaleses que le vieron nacer y quizás por ello dotó a sus figuras de una robustez esencial, rallante en lo arquitectural. Francisco Pompey, en Los Escultores Contemporáneos en España, le sitúa en la Generación de 1910, que se apoya en la renovación de la escultura planteada por Rodín y continuada por Bourdelle, Maillol, Despiau y Mestrovic, hasta derrotar el arte académico, pero sin llegar al audaz vanguardismo. A su juicio, Orduna obedece a la fuerza racial de la psicología ibérica que se manifiesta escultóricamente en el equilibrio de las masas como en la fuerza interior de las figuras. Sin embargo, esa «robustez ciclópea», esa «sensación de torrente de vida», que advierte en su obra, tienen que ver con la fuerza del Norte.

Su ejecución de carácter monumental más admirable es la decoración escultórica del frontón de la Diputación Foral, en su fachada de Carlos III, donde representa a Navarra y las actividades humanas y artísticas que caracterizaron nuestro pasado (1932). En la imaginería, “El Cristo Alzado” de la Hermandad de la Pasión (1932), de un clasicismo vigoroso que mueve a devoción.

En la especialidad de figura y desnudo alcanzó verdadero mérito, como en el grupo “Post Nubila Phoebus”, Primera Medalla en la Nacional de Bellas Artes de 1921. Su realismo y exactitud técnica fueron cualidades permanentes de sus abundantes retratos, como el de su padre, bajo el título de “Busto de Roncalés”, Medalla de Tercera Clase en la Nacional que precedió a la anterior. Tampoco los personajes de relieve histórico faltaron en su extensa, y por ello difícil de resumir, obra: “Papiniano” (Palacio de Justicia, Madrid, 1926), “Alfonso XIII” (Ciudad Universitaria, Madrid, 1943), “Pedro Navarro Conde de Oliveto” (Roncal, 1928) y el ya citado “Monumento a Gayarre” (Pamplona, 1947), su paisano.

Ramón Arcaya, en la misma senda de renovación, tras ser discípulo de Bourdelle en París y admirar la obra de Miguel Ángel y Donatello en Italia, se afincó en Pamplona, atesorando en su interior unos saberes que aplicó a partir de entonces a un arte calificado por Manuel Iribarren de «industrializado». Será así si la palabra se refiere a sus colaboraciones ornamentales en los edificios proyectados por Víctor Eúsa, en los que intervino con acierto dentro de esa línea ecléctica del arquitecto pamplonés. La también expresión de Iribarren de que Arcaya «no pasó de promesa», hay que matizarla convenientemente, pues si bien un desequilibrio nervioso le impulsó a destruir cuanto guardaba en su estudio, logró obras interesantes en Pamplona, como el “Monumento de San Francisco de Asís y el Lobo de Gubio”; el paso de “La Entrada de Jesús en Jerusalén”, de la Hermandad de la Pasión, con resabios de Doré y del Prerrafaelismo; y su obra más impresionante, el “Monumento a los Muertos” (1921-1922) de la entrada al Cementerio de Pamplona. De su personalidad dan también muestra los relieves de la Pasión del Señor, adosados a las andas de “El Sepulcro”, paso remodelado por Eúsa en 1926. Son equilibrados en sus líneas rectas y simetría a lo Art Déco.

Al caudal escultórico de Orduna y Arcaya hay que añadir los nombres de Aureo Rebolé, autor de las Vírgenes de los Salesianos y las Concepcionistas de Pamplona; un inusual representante de la forja artística en hierro, Constantino Manzana, artífice de una Cruz monumental para el Claustro de la Catedral de Pamplona y luego trasladada a la Plaza que dio nombre, que en su dificultosa creatividad recuerda los diseños de Gaudí. Manzana fundó una novedosa Escuela de Especialistas Electro-metalúrgicos, orientada a la formación gratuita de los obreros. Finalmente, del polifacético médico humanista Victoriano Juaristi, no se han conservado ni el “Monumento a la Chanson de Rolland” en Ibañeta, ni el “Sepulcro de César Borgia”, en Viana, sus obras más características.

Un árbol sagrado en los montes del Roncal

Un amigo de Fructuoso Orduna, el escritor José Iribarne, dejó escritos algunos recuerdos de la infancia del escultor, resaltando que en la existencia humana son los primeros años los que revelan el designio del hombre. Cuenta cómo habiendo nacido Orduna en la villa de Roncal, la quietud y el silencio majestuosos de la campiña fueron sus madrinas inspiradoras. Y cómo en sus paseos por el monte el vuelo de una mariposa o el brillo de un cristal abandonado, bajo los majestuosos árboles, le hacía caminar por atajos y carreteras en busca de experiencias que de niño imaginaba fantásticas.

Esas vivencias infantiles, ese vivir selvático ante la naturaleza, darán a Orduna el asombro necesario para esculpir y el misticismo que a José Iribarne le pareció no le abandonaría nunca.

A sus 42 años, siendo un artista galardonado y afincado en Madrid, Orduna dirigirá un escrito al Ayuntamiento de su pueblo, para solicitar permiso de adquisición de un pino del paraje de La Pochuga, representativo de los árboles seculares de su tierra. Un «pino sagrado», según él, que por ningún motivo pudiera derribarse y que, siendo accesible desde la carretera, construyendo una meseta en su derredor, sirviera como punto del que poder disfrutar «de las bonanzas y encantos del mismo». «Igualmente rogaría -escribe- que cada diez años esa Corporación marcase un árbol, en distinto monte cada vez, que declarase eterno también, para que las razas venideras puedan hallar ejemplares que hoy no existen en este país».

La Corporación Municipal accedió por aclamación a sus deseos, según consta en el acta de la sesión de 16 de septiembre de 1935, si bien advirtiéndole que el Reglamento de la Administración Municipal impedía la enajenación de bienes directamente.

Tal era el amor de Orduna a la Naturaleza de su valle, sentido o soñado desde la meseta castellana y, en particular, a sus árboles, considerados por él como monumentos perennes.

De Loperena a Garraza: los escultores confirmados por una trayectoria

Hasta siete orientaciones podemos observar entre los escultores ya confirmados por una trayectoria estable, que forman parte de la segunda generación descrita.

En primer lugar, una serie de escultores enraizados en la tradición popular, autodidactas, cuya fuente de inspiración es el arte popular, que emplean la piedra y sobre todo la madera con cierto aire de rudeza, en torno a manifestaciones figurativas, pero de orientación expresivista. Nos referimos a Antonio Loperena, que de simple pastor pasa a enérgico modelador de la piedra; a José Urdín, austero representante de una escultura primitiva y natural («Cristo de Santa Zita», 1993); a Ángel Elvira, que orienta sus «totems» al arte de la simbología vasca; a Juan Manuel Campos Mani, que resuelve de una manera expresionista, que él prefiere calificar de «diformista», los problemas existenciales del hombre, la lucha por la libertad y la dignidad («Las seis Sabinas», 1979); a Koké Ardaiz, que ve las esencias volumétricas con fuerza («Nevado del Ruiz», 1994); y al más destacado de todos: José Ulibarrena.

El peraltés Ulibarrena es de un polifacetismo tan asombroso como asilvestrado, en cuanto que transfiere a su obra la pureza del arte y esencias populares tradicionales. Le preocupa interpretar el carácter de la «etnia navarra», mantener viva la raigambre de nuestra oriundez. Su resistencia a la modernidad le lleva a volcarse en la materia, donde descubre la Naturaleza incontaminada. Orientándose unas veces hacia la dimensión arquitectónica de carácter simbólico (monumentos para las plazas de Barasoain y Alsasua), otras lo hace hacia el esquematismo geométrico a lo Lipchitz o Moore («Tipos Vascos», «El guerrero Borgia», 1979).

Podríamos situar a otros escultores entre los que reactivan la corriente figurativa y realista-naturalista tradicionales, pero proponen su transformación ponderadamente. Emplean materiales clásicos y técnicas y modelos también tradicionales, prolongando en el tiempo incluso la imaginería como especialidad escultórica (es el caso de los valencianos navarrizados López Furió y Blasco Canet). Entre ellos, Rafael Huerta, cuya austeridad formal le aleja del anecdotismo, atiende prioritariamente composición, ritmos y caracteres («Rebotando del revés», 1990); José López Furió, imaginero de espiritualizadas tallas religiosas («Virgen del Ofrecimiento», 1984), que contrastan con otras recias esculturas metálicas a lo Rouault; Juan Miguel Echeverría, autor del «Via Crucis» de la Iglesia de la Inmaculada, de Pamplona, altorrelieve modelado en arcilla con tendencia a la caracterización expresiva en las formas rotundas, aunque sintetizadas, que configura. Echeverría ha evolucionado más tarde hacia el conceptualismo.

Otros representantes de esta tendencia son la retratista Mª Cruz Castuera y la holandesa-navarra Henriette Boutens, en cuyas obras aflora la gracia del Arte Moderno (desde Matisse y Degas a Arp y Moore), sobre un fondo clásico, en figuras del realismo cotidiano que evocan la danza.

En algunos otros escultores, esta figuración se decanta hacia la fantasía. El cuerpo humano se distorsiona en sus obras, oscilante entre el surrealismo y el expresionismo. Así, Fernando Beorlegui, que elabora irreales personajes con extremada pulcritud; o Rafael Bartolozzi, que somete a descomposiciones o truncamientos su escultura en mármol, ironizando sus monumentos urbanos (Plaza de la Paz, Pamplona), como resultado de una orientación estilística ecléctica (desde el nuevo clasicismo al neorrealismo, el neodadaísmo y el pop).

Los hay también que podrían clasificarse ampliamente dentro del organicismo. Poseen una formación clasicista, son por tanto figurativos, aunque evolucionan hacia la abstracción y el surrealismo, para evocar en su eclecticismo a Brancusi, Arp o Moore. Este organicismo se inspira en la Naturaleza, de la que toman su vital energía, que se plasma en interesantes relaciones físico-espirituales. José Antonio Eslava se sirve para sus monumentos a «Europa» y «Pompeyo Graco», sitos en Pamplona, de la plástica ovoidal brancusiana. Mediante formas puras, esenciales, germinadoras, plantea la recuperación de las raíces culturales de la ciudad, el reencuentro con el pasado vivificador. «Europa» es un símbolo de la gracia femenina, generadora, en su redondez y en la escuadra que sostiene su mano, de fecundidad y raciocinio; Manuel Clemente Ochoa, representa las distorsiones de la Naturaleza («Metamorfosis», 1977), pero también los anhelos de su espíritu personalizados en figuras humanas cuyo vario dinamismo se expande en el espacio, como si de construcciones se tratara; Alfredo Díaz de Cerio Martínez de Espronceda aporta a esta orientación su escultura cerámica de objetos telúricos soñados, metamorfoseados en tubos perforados y seccionados; evocan las formas de Moore las creaciones de Josetxo Santos y el organicismo naturalista está omnipresente en Xabier Sanchotena; como las de Moore y Brancusi, también las esculturas de Alfredo Sada han buscado la síntesis expresiva en la estatuaria antigua, sublimada al contacto con el arte actual (como señala Marín Medina, su configuración neumática y tacto deslizante tienen mucho que ver con la escultura surrealista). La esencial forma de sus pequeñas esculturas evoca también el organicismo.

Frente a estos, otros escultores, neoconcretos o neoconstructivistas, desean materializar la idea de estructura en sus obras. Predominan en ellas valores geométricos (línea, superficie, volumen), composiciones equilibradas, racionales en cuanto al juego de tensión-dinamismo que se libera en el espacio. En ellos está presente la influencia de Jorge Oteiza, afincado en Alzuza en 1975. Y que, bien con su impulso personal hacia los escultores navarros, bien con su invitación a experimentar con la desocupación espacial, repercute más directamente en José María Mínguez y Faustino Aizkorbe.

Mínguez se aproxima al lenguaje de las maclas de Oteiza en su serie de esculturas en alabastro de Fitero. Socavándolas interiormente con una compleja herramienta, libera espacios interiores transcendidos por una luz, antes inexistentes, pero ahora recreados estructuralmente en un mundo particular, «con una especie de silencio religioso», tal como su autor dice. Su imaginación creadora también le ha conducido a plasmar el encuentro con las tres dimensiones, al suspender en el aire latas de atún recortadas y combinadas como si fuera un ingenio constructivo.

Las articulaciones flotantes de Aizkorbe rompen y penetran el aire que las rodea. Con una resolución formal exquisita en su calidad externa y sobria belleza, estos juegos experimentales con el espacio evocan dinamismos naturales, es decir orgánicos, con los que titula sus obras: expansiones, tensiones, compenetraciones, acercamientos o plegamientos.

Alberto Orella, por su parte, es un constructivista que basa su indagación en la escultura audible, la cual a modo de instrumento musical concentra en sí misma, por medio de materiales de distinta naturaleza (madera, acero, vidrio), un arte tridimensional ordenado en el espacio, cromático y musical. La tendencia a la versatilidad de sus esculturas refuerza la espiritualidad de éstas. Como Kandinsky, sobre el que ha teorizado, su escultura deviene en lenguaje simbólico que desea expresar formas, vacíos, tensiones, sonidos e ideas.

Este grupo se cierra, de momento, con Jesús Alberto Eslava, que trata de investigar siempre lo desconocido, y José Ramón Anda. Anda pone su perfección técnica al servicio de la experiencia espacial y al desarrollo de formas elementales y precisas. Entre estas su «mobiliario» de diseño creativo, que confiere a los volúmenes un aspecto tan fluido como compacto, pero particularmente sensorial. Formas que además son capaces de dialogar con otras culturas del pasado, como ha observado Saénz de Gorbea.

El neoexpresionismo abstracto, opuesto al racionalismo constructivo anterior, también está presente entre nuestros artistas. Muestra formas organizadas pero más flexiblemente concebidas, tomadas del repertorio orgánico de la naturaleza. Esta tendencia preside algunas obras en madera de Mínguez, pero sobre todo orienta el quehacer de Xabier Santxotena.

La escultura de Santxotena esconde su admiración por Mendiburu y Oteiza. Es una obra pensada a cielo abierto, llena del fulgor del bosque y de las tradiciones del pueblo baztanés. Materializada en madera –«escultor del bosque» le ha llamado Díez Unzueta- se sirve del tubillón como elemento de ensamblado básico de la cultura pastoril. Este pasador lo emplea ahora para unir sus módulos en una serie de desarrollos espaciales (serie «Basoak»), que expresan ideas sin impedir que la madera siga respirando.

Finalmente, un grupo de artistas podrían ser catalogados de «ambientalistas» por su interés en determinar escultóricamente un espacio, mediante sus intervenciones o instalaciones. Con ellas cosifican la escultura, al situar en el interior de una sala diversos objetos o piezas inventadas que hallan un sentido en su interrelación. Oscilan entre el conceptualismo Ángel Bados y Blasco Canet (recordamos sus montajes en la Ciudadela y CAMP de los años 1979 y 1994 respectivamente); el espacialismo de Anda, ayudado por rayo láser en la exposición del Museo de Navarra de 1991; y el surrealismo de Rafa Bartolozzi (en su instalación en este Museo de 1990). De todos los citados, es Bados el único que plantea la problemática del arte en el mundo de la información y de la alta tecnología que vivimos. «El cambio profundo, casi de civilización, que se está gestando, no podemos controlarlo», declaró en la Feria Arco de 1994.

La generación abierta al futuro

En la década de los 80 empieza a manifestarse el trabajo de los por ahora últimos representantes de la Escultura navarra, los que coinciden con esa genérica denominación de postmodernidad.

Su emancipación coincide en el tiempo con una apertura internacional de España, en que la conciencia europea se extiende. Se incrementa la actividad escultórica (aunque sus representantes sigan siendo muy inferiores en número a los pintores), por el desarrollo oficial de los estudios en artes plásticas y diseño. Ya hemos aludido antes a la influencia de la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Pamplona y a la Facultad de Bellas Artes de Bilbao, donde se forman gran parte de los representantes jóvenes. Otros factores que mueven a la creación escultórica han podido ser el plan de ayudas a la creación plástica y a la ampliación de estudios en artes plásticas del Gobierno de Navarra, el creciente número de exposiciones y la abundancia de certámenes.

Es un hecho que la Facultad de Bellas Artes de Bilbao ha estimulado un experimentalismo en materiales orientado al conceptualismo, del que se ha derivado un arte intelectual de carácter internacional, menos enraizado en la cultura propia. Esta tónica, que por otra parte es general en España, ha impulsado a nuestros escultores a una expresión objetualizada del arte. Así, a partir de 1985, se han multiplicado las instalaciones e intervenciones «escultóricas», palabra matizable dado que se oscurece el género tradicionalmente escultórico en muchos casos. El escultor se transforma en espectador del mundo y del arte, en actitud distante, si no crítica o revisionista. Ello también le impulsa a esa investigación con materiales mencionada, absolutamente libre.

Junto al conceptualismo o minimalismo, a través del cual -por cierto- se trata de evidenciar ahora no tanto la desocupación del espacio interior de los objetos, sino exterior sobre el entorno, las tendencias revisionistas más generalizadas son el neorrealismo-postdadaísmo, el arte pobre y el post-pop. Por ello, es muy frecuente recurrir al ensamblado de materiales.

Los más veteranos -Elizaicín, Martínez de Riazuelo y Ciriza- siguen por ahora fieles a la tradición. Si el primero, con sus esculturas aéreas de hierro, quiere sujetarse a la teoría oteiziana, Riazuelo es un organicista casi abstracto y Ciriza, con el ensamblado de viejas herramientas agrícolas, hace revivir el espíritu humanista de Ulibarrena.

De los que hacen planteamientos conceptuales mediante instalaciones (Jabier Moreno, Blanca Garnica, Roberto Barbero), Txema Gil es uno de los más interesantes, pues con sus mosaicos de imágenes o sus montajes combinados de pintura y objetos cuestiona la comunicación de nuestra época. En el caso de Blanca Garnica, la reflexión se lleva a cabo con materiales ingeniosos de la civilización actual.

En otras ocasiones, la instalación es una apoyatura que contribuye a explicar mejor las tesis planteadas en las pinturas (Iñigo Arozarena y Jesús Poyo «Txuspo»).

Pablo Juarros, muy vinculado por formación al País Vasco y al taller de Francisco Buldaín, recurre a la soldadura de planchas de hierro, donde coloca en nichos objetos de uso doméstico. Sin embargo, no se trata de un «nuevo aparador», pues de ello se deriva una presencia casi humana o totémica, que transciende en su surrealismo a lo utilitario.

El arte es para Javier Muro como un juego manual e intelectual al mismo tiempo. Una diversión que parte de la reelaboración de objetos comunes para jugar después con su doble sentido: una rueda forrada de papel de periódico ya no es una «rueda de bicicleta», es una «rueda de prensa»; una silla con todas sus piezas desmontadas recibe el título de «silla de montar». Toda una serie de evocaciones a Picasso, a Duchamp o a Kosuth emergen de estos divertidos juegos de conceptos de Javier Muro.

En manos de Dora Salazar, los objetos del desguace se transforman, debidamente ensamblados, en nuevas criaturas de aspecto ingenieril, dotadas de brillo propio, su luz y hasta su música, en un «revival» neoconstructivista o neodadá. Elevados de rango, estos objetos ironizan sobre la sociedad de consumo, basada en el confort y la posesión del dinero. Otras veces estos objetos manufacturados dirigen su sátira hacia la contaminación, la dominación del hombre u otras lacras de hoy. Pero la inventiva no se detiene, ya que las máscaras de Mª José Recalde están elaboradas con semillas, panochas de maíz o huesos animales.

Y ahí están las esculto-pinturas de Dick Rekalde para demostrar la enorme versatilidad de la escultura navarra actual. En ellas la sugestión arquitectónica se orienta tanto a la reconstrucción geométrica de ciertos elementos de la realidad, como a mostrar las connotaciones espaciales que esta tiene en relación al espacio de pared que ocupa en su exposición.

Para saber más

– CALVO SERRALLER, Francisco (Dir.). Enciclopedia del Arte Español del Siglo XX. Mondadori, Madrid. 1992. 2 vols.

– CATÁLOGO. Oteiza. Propósito experimental. Fundación Caja de Pensiones. Madrid. 1988.

– MANTEROLA, Pedro- PAREDES, Camino. Arte Navarro, 1850-1940. Un programa de recuperación de las artes plásticas. «Panorama» núm. 18. Gobierno de Navarra, 1991.

– MARÍN MEDINA, José. La escultura española contemporánea, 1800-1978. Historia y evaluación crítica. Edarcón. Madrid,1978.

– MARRODÁN, Mario Ángel. La escultura vasca. La Gran Enciclopedia Vasca, Bilbao, 1980.

– ZUBIAUR CARREÑO, Francisco Javier. Pintura y escultura contemporáneas de Navarra, 3er. Congreso General de Historia de Navarra. «Príncipe de Viana» (en prensa).

Obras destacadas

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«Monumento a Pedro Navarro, Conde de Oliveto», Garde (1928), de Fructuoso Orduna

Fructuoso Orduna realiza el monumento al roncalés Pedro Bereterra en el más puro realismo naturalista, una corriente que se extiende entre 1900-1920 y pretende renovar la escultura oficial a la luz del maestro francés Rodin, que se inspira en el modelado directo y enérgico de Miguel Ángel. Es una obra de etapa temprana, tras estudiar en Italia, donde se siente cautivado por la Antigüedad. El retratado, que ha recibido el título de Conde de Oliveto de manos del Gran Capitán por sus acciones guerreras en Nápoles (1500-1507), pasa por ser también aventurero, corsario, mercenario e ingeniero militar. Orduna funde en bronce los rasgos de su personalidad (orgullo, ambición y valentía), con esa reciedumbre característica, equilibrando masas, resumiendo superficies. Concentra en el rostro la fuerza interior del personaje, que sugiere una energía condensada para la acción. Don Pedro Navarro aparece como lugarteniente del ejército, en postura erguida, arrogante y teatral, que recuerda el monumento de Andrea Verrochio al Colleoni en Venecia.

 

VidaMuerte_web«Monumento a los muertos. Vida y muerte» , Pamplona (1922), de Ramón Arcaya

Sobre el osario del cementerio de Berichitos se halla este conjunto monumental de Ramón Arcaya, dedicado «a los muertos», como reza la leyenda grabada en el pedestal del pensador. Arcaya, pensionado por el ayuntamiento pamplonés, marchó a París, donde entró en el taller de Antoine Bourdelle, un escultor en quien coincidían por igual la voluminosidad constructiva de Cézanne y el realismo naturalista de Rodín, inspirado en Miguel Ángel. Estas características se manifiestan en esta obra fúnebre de Arcaya. Está formada por dos grandes bloques que se oponen entre sí. Sobre uno de ellos yace inerme el cuerpo desnudo de un joven, tan solo cubierto por un paño de pureza. Su cabeza inclinada se funde con sus cabellos en la materia pétrea. Los brazos descansan desmayados a lo largo del tórax hinchado. Por encima de él, sentado en un rústico bloque de granito y en actitud pensante, se halla un anciano del mismo modo desnudo , que medita sobre el destino de lo humano. Si el tratamiento de las formas es suave en el cuerpo del joven, la figura sedente muestra una musculatura marcada, con tendencia a la exageración, que es muy propia de su maestro Bourdelle, el cual en ocasiones se expresaba con resabios arcaizantes.

Ofrecimiento_web«Virgen del Ofrecimiento» (1984), de José López Furió

En la Parroquia del Corazón de Jesús, en el pamplonés barrio de Iturrama, se halla esta talla mariana, elaborada en pino ruso, que presenta una peculiar manera de mostrar al Niño Jesús, en ofrecimiento de su Madre a los hombres. Su autor, José López Furió, es un artista valenciano afincado en Navarra desde los años 50, donde ha realizado más de trescientas tallas de Crucificados, Santos y Vírgenes distribuidas por nuestros templos, mostrando una diversidad iconográfica que va desde el paso procesional (pasos de Cáseda) al diorama escénico (dioramas del Museo Misional de Javier), pasando por la decoración escultórica de numerosas iglesias, entre las que sobresalen las parroquias de Alsasua o las pamplonesas de San Fermín y la Asunción. En la talla que nos sirve de ejemplo de su quehacer, la Virgen María está de pie sobre la peana, inclinando su cuerpo para ofrecernos a su Hijo, que se abalanza hacia delante, en equilibrio inestable que recuerda el estilo barroco. Esta disposición rompe la concepción lineal de la figura, de la que se ayuda el artista para infundir una espiritualidad a la imagen. La Virgen Madre está tallada a grandes planos, con factura sintética de gran pureza. Su sereno clasicismo no se ha querido alterar con una policromía efectista, de modo que sólo se ha teñido de un suave tono azul el manto de la Señora, melando el resto de la superficie con una débil capa de cera, confiando al paso del tiempo la formación de una pátina natural.

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«Creación». 1984. Manuel Clemente Ochoa

Las esculturas de Manuel Clemente Ochoa son construcciones en el espacio, que parecen emerger del fondo de la tierra para conquistar el aire desde el suelo, como torsos troncales que terminan en delicadas cabezas. Así sucede con esta pieza de una plaza de Montpellier. En sus esculturas, al decir de J. L. Aranguren, se encuentra el espíritu clásico mediterráneo con la conciencia constructiva de los vascos, seguidores de una corriente escultórica que en J. González y en Moore tiene a los representantes más destacados. La evidente abstracción de esta escultura no oculta ni los anhelos del artista ni las distorsiones de la madre naturaleza.

Articulacio_web«Articulación flotante» (1988), de Faustino Aizkorbe

Todos los rasgos del constructivismo ruso se hallan en esta pieza de Aizkorbe, situada en la Vuelta del Castillo de Pamplona. Su alada dimensión espacial, su aspecto ingenieril o su estructura abierta han constituido la base de una permanente discusión estética, en la que han terciado todos los vanguardistas del Siglo XX, entre ellos el último de los históricos, Jorge Oteiza. La articulación flotante rompe el aire y penetra en él incorporándolo a su contextura. Su rotundidad choca con el vacío. La sobriedad de líneas es el secreto de su belleza, intensificada por la elegancia del diseño y la calidad de la pátina del acero cortén empleado. Toda la fuerza expansiva de la naturaleza se encuentra en esta escultura, que desafía al aire con sus curvas y oquedades. En las obras de Aizkorbe se hallan las características de la escultura vasca contemporánea, con la que coincide en el afán investigador del espacio interior, obteniendo de los más diversos materiales toda su fuerza y expresividad.

Ruedas_web«Rueda segmentada II, III y IV» (1990), de Alfredo Sada

En esta sucesión de tres piezas, el escultor falcesino Alfredo Sada muestra una fragmentación seriada de tres ruedas segmentadas, interesándose no solo por las variaciones formales sino por la desocupación espacial que generan en el ámbito de su ubicación. Los escultores minimalistas trataron de hacer lo mismo, pero apoyándose en fríos volúmenes geométricos. Sada evita dar esta sensación de indiferencia o de oscuro anonimato recurriendo a un material tan obediente al escultor como es la lámina de plomo, con la que recubre el alma de madera, para después tratarla con ácidos y obtener superficies sensuales o enigmáticamente minerales. Desinteresado en este caso por la referencia figurativa, estudia las posibilidades combinatorias de la rueda como símbolo mítico desde la Antigüedad, utilitario y sagrado. No es extraño su interés por las formas puras, puesto que son frecuentes en la naturaleza, en el arte popular o entre las culturas primitivas, que le atrajeron poderosamente. Para el crítico Marín-Medina, Sada se acercó a una nueva comprensión del lenguaje histórico.

Bados_web«Sin título. África» (1991), instalación de Ángel Bados

La instalación es una intervención en el espacio mediante la cual el artista -en este caso escultor- introduce unas modificaciones que deben conducir, en el espectador, a un análisis conceptual que sea concluyente. Entre abril y mayo de 1991, Ángel Bados realizó una instalación en el «hall» del Museo de Navarra. El espacio, según él, era lo suficientemente ambígüo e híbrido como para poder plantear una reflexión acerca de las contradicciones del mundo actual, tan universal y abstracto como el remodelado museo. Un mundo salvajemente expansionista, telematizado, de espaldas a otro más rural, quizás representado por las estructuras del viejo Museo de Navarra. La intervención artística plantea un interrogante entre dos mundos paradójicos: uno retrasado, otro tan desarrollado que anula al hombre. Las pieles de viejos animales desaparecidos frente a las estructuras rígidas de hierro, símbolo del progreso.

Culturaconfort_web«Cultura confort» (1992), de Dora Salazar

Dora Salazar acude a materiales de desecho para ensamblarlos posteriormente y elevarlos intencionadamente a rango de obra artística, pues no en vano la ironía, la crítica o la denuncia son componentes del arte de nuestro siglo. Su punto de mira es la sociedad del consumo con su comodidad egoísta, su incomunicación o sus relaciones de dominio y sometimiento. Para manifestarlo, dota unas veces a sus obras de una especie de vida autónoma -que recuerda a los robots de Pistoletto- y otras disfruta montando artilugios de aspecto ingenieril, a la manera de Duchamp o de Moholy-Nagy. «Cultura confort» es una instalación de sillón y de televisor realizados con varillas metálicas, chapas procedentes de viejas latas de aceite de motor, tela y luz eléctrica. El respaldo del sillón da una imagen irónica de poder, el poder adquisitivo del hombre masa que se cree del todo satisfecho ante la «caja tonta» de su televisor, sin percatarse que pierde toda su conciencia crítica. Los recursos técnicos de Dora Salazar han sido bien aprendidos del dadaísmo, del pop, del postminimalismo y del cartelismo.