Palabras preparadas por el autor de esta web para la inauguración en el Museo de Navarra (Pamplona, España) de la exposición de la fotógrafa austro-estadounidense Inge Morath, “España Años 50”, el 12 de mayo de 1995.
Inge Morath ha tenido la amabilidad de estar presente entre nosotros para inaugurar esta muestra fotográfica de su serie «España años 50», dentro de una gira que está permitiendo conocer su trabajo de reportera de la Agencia Magnum, primero en Huesca y ahora mismo en el antiguo Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid, gracias a la productora Artecontexto y a la disponibilidad de su comisaria Lola Garrido, también presente entre nosotros.
Inge Morath recibió en 1992 el Gran Premio de las Artes Plásticas del Gobierno de Austria y su obra ha sido expuesta en todos los grandes Museos de Arte americanos y europeos. Su obra también está presente en importantes colecciones y es doctora «honoris causa» por la Universidad americana de Atford.
Desde Connecticut, donde vive con su marido, el autor teatral Arthur Miller, no ha querido perderse este íntimo y sencillo acto de inauguración -cosa que le agradecemos sinceramente-, debido a su profundo amor por España, sus tierras, sus hombres y sus ambientes.
Siempre es atractivo acercarse a un reportaje de España como este, cuando ha sido preparado por una persona inicialmente distante de lo español, que sin perjuicios va descubriendo con su cámara el profundo aliento que late bajo la apariencia de las cosas y sin querer va enamorándose de lo nuestro.
Este es, quizás, el resumen más sencillo de su quehacer como descubridora de la España de los años 50. España era un país que se encontraba aislado después de quince años de postguerra, en situación triste y dolorosa; un país negro como la propia vestimenta de sus habitantes (algo que le extrañaba sobremanera); un país grave como la entereza y dignidad de sus mendigos; pero seductor por el pasado romántico de un tiempo, todavía omnipresente, que aún daba a la realidad española un sesgo distinto.
Lola Garrido nos dice que cuando Inge Morath, como asistente de Cartier Bresson y socia de Robert Capa, llega a España, «lo primero que intentó revelar fue lo cotidiano, lo oculto, explorar y atravesar su memoria, utilizándola con lucidez y una enorme humildad para no falsificar lo revelado».
Inge Morath seguía así, quizás sin saberlo, una tradición del pasado siglo, cuando los viajeros románticos, principalmente ingleses, se acercaban a nuestro país para atravesar Castilla, llegar a Andalucía y visitar Cataluña, interesados en desentrañar una determinada «imagen» de España, forjada, según se creía por las leyendas, en el bandolerismo y en las guerras civiles.
El viaje, como exploración física de las tierras españolas y anímica de quien las recorre, seguirá siendo considerado más tarde como la vía principal de autoconocimiento entre los hombres del 98: de literatos como Unamuno, Machado o Azorín; de pintores como Zuloaga y Maeztu; y de fotógrafos como Ortiz Echagüe.
Todos van en pos de la «intrahistoria», de recorrer la Piel de Toro para hallar el pasado de España, que formula nuestro presente, en definitiva para dar con la «imagen» propia y exclusiva de «lo español». «Para ser fotógrafo -escribe Inge Morath- hay que mirar, si miras siempre ves algo. Hay que tener un ojo puesto en lo que ves y otro hacia dentro, así se hacen las mejores fotos».
Mirar es, pues, la esencia del fotógrafo. Algo no tan sencillo de alcanzar. Al menos el saber mirar bien, lo que exige fijarse en las cosas que parecen carecer de significado. Muchas veces hace falta que alguien, detrás de una cámara, repare en un determinado hecho, lo identifique y lo guarde para siempre en una imagen individualizada. Así se consigue transcender la mera cotidianidad.
El propio maestro de Inge Morath -Henri Cartier Bresson- lo ha dicho con estas palabras: «la fotografía es, en un mismo instante, el reconocimiento simultáneo de la significación de un hecho y de la organización rigurosa de las formas, percibidas visualmente, que expresan y significan ese hecho».
Es lo que diferentes autoridades de prestigio fotográfico llaman «iluminación fotográfica», la «magia de la identidad real» o la «verdadera alma de lo individual», características todas ellas que han sido admiradas en la fotografía de Inge Morath.
La España de esta reportera no ofrece la agitación política de los años 30, ni las barricadas o las trincheras de la Guerra Civil (tan admirablemente documentadas por Centelles o Capa), ni el estado del desarrollo industrial posterior o lo que ha llegado a ser en la Democracia. En su lugar -dice Charles Haagen- “Morath describe una España clásica, un país árido de agricultores curtidos y curas con sotanas negras, de mujeres elegantes y hombres cenando en los restaurantes ya entrada la noche. La sociedad que registra es la de la celebración y la ceremonia».
Morath, con su cámara, captura ese secreto momento en que la persona revela su naturaleza intrínseca. Así sucede en la fotografía del campesino sorprendido por la cámara durante los Snfermines de 1954 y, cómo no, en la calle. Su rostro repleto de resignación se antepone a un cartel de feria donde puede leerse Guerra a la tristeza, que explica más sobre el momento histórico que cualquier relato de esa época.
Hasta tal punto es así que este lema de «guerra a la tristeza» se convierte en el título de toda una serie fotográfica de Inge Morath, que publica con un texto de Dominique Aubier, y que viene precedido por otra serie titulada «Fiesta en Pamplona».
Cuando Inge Morath llegó a nuestro país -observa la comisaria de esta exposición- «lo primero que intentó revelar fue lo cotidiano, lo oculto, explorar y atravesar su memoria, utilizándola con lucidez y una enorme humildad para no falsificar lo revelado».
Esto es palpable en las instantáneas de niños al aire abierto de las calles, de trabajadores ejerciendo sus tareas de limpieza urbana o entre las fotografías de paseantes anónimos.
España aparece como un país alegre y dinámico, pese a su pobreza, aunque vestido de negro, ese color que despreciaron los impresionistas y ahora se ofrece en contraste con una luz especial de dimensión casi surrealista, que recuerda ciertos planos de las películas de Buñuel.
Las imágenes expuestas aquí son inolvidables, como es el caso de aquellos niños sentados en el bordillo de la acera, que nos miran tras unas gafas de cartón y celofán de color. Gracias a ellas, se ha escrito, la vieja España resucita a la memoria colectiva.
Hacía falta una Inge Morath para que la fotografía humanista alcanzase en nuestro país igual o parecido valor al de las imágenes de América tomadas por Robert Frank o de Francia por el objetivo de Robert Doisneau.
Es cierto que el humanismo de Morath se basa en el respeto a la persona, pero se trata de un humanismo específico, que lleva la envoltura de nuestro paisaje y que despide un halo de sensible emoción ante lo nuestro.
Imagen de la portada: Inge Morath retratada por Associated Press