Apenas sabía nada de él. Ha tenido la deferencia de enviarme imágenes de su obra con un recorrido que va desde la década de 1960 a la de 2000, para que las vea y le haga su comentario. Imagino que no desea publicidad, pero ha sido tan fuerte el impacto que me ha producido la revisión de su obra pictórica que no me resisto a escribir sobre ella. De todas maneras hubiera tenido que hacerlo para contestarle.
Se llama Juan del Barrio Iglesias. Un cruce de mensajes para conocer al autor que se halla detrás de la obra, me informa de su relación con la naturaleza a la que trata de preservar de la agresión humana. Es algo más que amor hacia ella. Es una militancia verdadera. Me aclara: “llevo cuarenta años recogiendo bellotas en otoño-invierno y sembrándolas en primavera. También las pongo en macetas en mi terraza y cuando tienen tres años las planto en el monte. Habré plantado cientos y sembrado varios miles. Es mi contribución para intentar frenar el cambio climático”. Esta actitud explica su sensibilidad, la sensibilidad de un contemplativo que sueña con una naturaleza virginal. A ello se une una aguda visión entrenada en múltiples horas de trabajo laboral en empresas de diseño gráfico, algo que se nota en su esmerada obra que oculta su “frustración” de no haber podido acudir a París para ampliar los estudios básicos aprendidos en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona de sus profesores Leocadio Muro Urriza, Gerardo Sacristán, José María Ascunce e Isabel Baquedano, donde obtuvo el Premio Paulino Caballero de pintura. “Mi caso es excepcional dado que no conozco a ningún artista que realice obra y no haya expuesto nunca”, me ha explicado [1].
Todo esta experiencia, previa o paralela, se traduce en su obra pictórica, con una tendencia marcada hacia el grafismo, el goce del color, el interés por la forma -figurada o abstracta- y, en consecuencia, el espacio, la ocupación del espacio por esa forma, o, mejor, formas que se imbrican, se complementan o se engranan entre si.
Como es lógico, hay en ella una evolución sometida a la experimentación que la acompaña.
Comienzan los años 60 por descubrirnos al clásico pintor figurativo con los temas tradicionales: retrato, bodegón, paisaje, figura de interior… Pero ya se aprecia una libertad por no sujetarse a un solo modo de ver los sujetos/objetos. Se adivina también, detrás, el placer de quien lo prueba todo y busca salidas a su creatividad. En especial me gustan sus retratos, bien modelados, sobre fondo neutro o plano que los destaca, con tendencia a la esencialidad y un gusto por el color de momento contenido.
Pero en la década siguiente -son los 70- el color se le impone hasta el punto de romper su figuración anterior y de tal manera que ya se extiende por el papel de forma instintiva sobrepasando los límites cerrados del contorno anterior. El trazo de los lápices de colores manda: las líneas se tienden, se curvan o se arremolinan en torbellino; a la línea le sustituye el punto creando especie de atmósferas cromáticas que nos recuerdan los cielos, casi abstractos, de los puntillistas franceses. Pero, pronto, sujeta la línea y la hace depender de estructuras que se observan, coloreadas complementariamente o de manera opuesta, sugiriendo espacios y perspectivas atrayentes pese al -imagino- pequeño formato del papel o la cartulina, siempre blancos, utilizados, ahora avivados por ceras que transparentan el grano del soporte generando delicadas luces.
Estos espacios ilusorios, atrayentes, pueden evocar en quien los contempla, quizás, fantasiosos paisajes, como aquellos que uno puede imaginar escuchando la sinfonía de una orquesta: esas manchas de color tal vez sean ríos, islas, cielos, o -ahora- flujos, compenetraciones, oposiciones, tangencias, confluencias, perfiles, o bien manchas donde la presión de la cera se modula según la luz deseada, sin menospreciar la oscuridad.
La década de los 80 muestra un retorno a la figuración, quizás porque el artista sintiera necesidad de ella después de una pintura más mental que natural. El dibujo, o mejor contorno, somete la mancha configurando cuerpos esquemáticos de figuras humanas o animales (un gato, un gallo…), en relación por lo general, con atisbos paisajísticos como fondo donde la expresividad del color no se disciplina tanto bajo el grafismo. Las formas angulosas, que recuerdan al cubismo, no se por qué me traen a la memoria el Arte Bruto, esa expresión espontánea de vivo cromatismo y cierta ingenuidad tendente a la fantasía.
Un giro radical en la década de 1980 nos acerca al arte matissiano de las figuras de sus bailarinas, ahora escenificadas por Del Barrio como parejas danzantes donde la contorsión de los cuerpos y la dinámica curvilínea es absoluta. La técnica usada en su elaboración es la coloración de la figura en negro plano mediante plantilla, cuyo resultado se parece al de un recorte. Su tendencia a la abstracción reaparece de nuevo al retener de las figuras sólo sus siluetas, como en sus luchadores, que parecen inspirados en los antiguos vasos cerámicos de la Ática griega. Sabe utilizar con habilidad el vacío para sugerir planos virtualmente inexistentes pero que afirman, paradójicamente, su poderosa presencia. En los 90 acudirá al mismo recurso en sus cabezas caricaturescas de tipos humanos, siguiendo el procedimiento exitoso de Gargallo.
De nuevo la creatividad insaciable del artista impone su ley en la década siguiente. A partir de los 90 se extiende por su obra una decidida abstracción geométrica. Parte de ella combina líneas rectas y curvas para construir espacios geométricos de concepto cubista dinámico donde se evoca el ya clásico, dentro de las Vanguardias, Orfismo de Delaunay, y, por otro lado, la Abstracción Post Pictórica estadounidense. El dinamismo visual surge de la oposición de formas y colores contrastados, estos últimos cromatismos planos a lo Van Doesburg. Otras obras prefieren establecer esa contraposición mediante líneas sinuosas más amables, aunque con el mismo fin de estimular la retina del espectador reclamándole poderosamente su atención. Ya se advierte en estas pinturas el interés del artista por las estructuras consistentes, la fuerza constructiva de unos planos que ejercen como volúmenes casi escultóricos cuya raíz última puede estar en Malevich y su resultado más próximo son las quebradas, casi atormentadas, maclas perforadas de Chillida, y las más serenas combinaciones de planos que, con sus vacíos interiores, operan como las cajas metafísicas de Oteiza. Es la tarea última del artista en la transición del milenio.
Una obra, la de Del Barrio, que necesita ser divulgada. Denota conocimiento de la Historia del Arte contemporáneo y de sus técnicas, sin merma de su personal capacidad creativa. Es diestro, pulcro y exacto. ¿Quién dijo que la pintura dejaría de sorprendernos?
Nota: Los títulos de las obras reproducidas, salvo el retrato, son meramente descriptivos, no dados por el artista. Las fotos han sido tomadas por él y cedidas para la ocasión.
Imagen de la portada: Fragmento de «Encuentro de planos», obra de Juan del Barrio (Década 2000).
Notas
[1] Conversaciones mantenidas a distancia por medio de los correos electrónicos del 20 de septiembre y el 24 de octubre de 2018.