La figura de Gustavo de Maeztu

“La figura de Gustavo de Maeztu” fue el título de mi intervención en 1988 en la Casa de Cultura «Fray Diego» de Estella (Navarra, España)  dentro del ciclo “Gustavo de Maeztu en el recuerdo y en el presente”, cuyo texto ahora se ofrece al lector.

El tudelano José María Iribarren, que fue amigo íntimo del pintor y uno de nuestros mejores escritores, caracterizó con estilo ágil y afecto sincero a Gustavo de Maeztu en dos artículos de admirable prosa que publicó en la revista Pregón en el año en que por, por su fallecimiento, dejaba el artista físicamente Estella.

Estos artículos, que a su vez también publicara la revista de la Sociedad de Amigos del Arte Arte Español, les recomiendo a ustedes que los lean, porque, a mi modo de ver, son un prodigio de acercamiento humano al personaje que hoy nos reúne aquí.

En el primero de ellos, titulado “Genio y figura de Gustavo de Maeztu” Iribarren describe, con un léxico ajustado, al que fuera su gran y admirado amigo.

Y permítanme que les lea siquiera unas líneas del texto, porque han de sugerirles intensos sentimientos.

Recordaba así Iribarren al pintor:

“Aún me parece verle, con su puro en la boca y su bastón, con su pelliza gris, guarnecida de piel de carnero (medio bohemia y medio pastoril) y aquella gorra horrible, aquella gorra azul de maletero, con visera de brillo, de la que él, a pesar de nuestras bromas, se mostraba tan orgulloso…

Aún me parece ver su rostro inconfundible, su rostro vago y pálido, lampiño, casi blanco, aquel rostro sin cejas, donde los ojos, mínimos y azules, la nariz corta de anchas aletas, la boca grande y húmeda y el pelo escaso, con un mechón siempre rebelde en el cogote, le daban un aspecto de augusto, de un augusto aristócrata y jovial que tratase de ahogar, a voces y risadas, un viejo fondo de melancolía.

Aún me parece oír sus carcajadas explosivas, que eran como una tos enorme, como un sifón de selz que se dispara de repente.

Hablaba a ráfagas, como a brochazos, a frases sueltas y axiomáticas que remataba con un gesto de brazo, con un sacudimiento de cabeza, con una interjección rotunda, inapelable…”

Añade más tarde:

“Era un hombre fantástico, mezcla de ingenuidad y de alegría, de ilusión y de excentricidad…

Cuando estaba de vena hablaba por los codos, de un modo arrollador, sentían admiraciones exageradas e indignaciones furibundas, porque era genialmente extremoso..”

Distingue también su poco aprecio del dinero, su falta de mercantilismo y su pródiga generosidad, que le hacía sentir admiración por la figura del “avaro”, en una oposición de valores.

También relata Iribarren cómo amaba a los animales, cómo sentía reverencia por los “machos” (caballos, toros, perros…), que incorporaba a sus pinturas humanizándolas o presentándoles como depositarios de ideas sublimes que el autor tenía en mente, acerca del valor de la raza o del futuro de la Patria.

En su artículo “A Gustavo de Maeztu”, se revela el escritor tudelano como entrañable y sincero amigo, dolido ahora ya, pues acaba de morir el artista, por la separación inevitable que conlleva la muerte.

El dolor de los estelleses se transfiere al ambiente de la ciudad merced a la pluma del escritor, que ahora observa el medio con estas palabras:

“¡Y si hubierais visto Estella el día de su entierro! El cielo gris, las calles mudas y el paisaje invernizo daban a la mañana una impresión silente y funeral. Doblaban las campanas en el aire pasmado y friolento, y las gentes de la ciudad, las que iban hacia el campo en sus caballerías, las que hacían sus compras en las tiendas de la calle Mayor, marchaban con el cesto adolecido y tácito de quien siente en el alma la muerte de un paisano queridísimo”.

Tras deshacerse en el elogio fúnebre, merecido, del amigo ausente, Iribarren será quien nos informe de manera más dulcificada que Estanislao de Aguirre, su biógrafo bilbaíno, nos informe, digo, del pasado artístico del pintor.

Es como un salto atrás, un flash-back literario, que nos permite a los lectores reconocer al personaje en sus tiempos de formación.

“A los 20 años -dirá el literato- se escapó a parís. Era entonces (1907) casi un adolescente de revuelto cabello y ojos sagaces de un azul marinero, espigado y romántico, rebelde y descontentadizo. Soñaba con realizar un arte propio, colorista y dramático, fuerte y conmovedor.

Dibujaba incansable y febril, semanas y semanas, para lanzar al fuego, en una racha de desilusión, sus apuntes de ayer. Vivió al día, una vida bohemia y agitada, absurda y turbulenta”.

¿Y de su época de Londres qué dirá?

Era momento en que “tenía mucho de perro vagabundo y un poco de ambicioso”, era entonces “muy poco serio y bastante divertido”. ”Gustavo, al que me presenta como admirador de Turner, de Gavarni, de Goya, quiso renovar su arte, y por las noches, cuando marchaba en taxi desde el taller al club, a través de las calles en niebla, soñaba con hacer una pintura que, sin perder su raíz ibérica, tuviese una emoción universal. “Hay que hacer -se decía- un arte vario, trágico y grotesco”.

Y es entonces cuando, europeizado, siente el artista deseos de recorrer España movido por la nostalgia del emigrante, como escribe Iribarren “al estilo bohemio, con el álbum de apuntes al brazo, y los zapatos a la espalda, en carro y en caballería, conviviendo en ventorros y mesones con los tipos rurales, con el pastor y el trajinante, el arriero y la maritornes, dibujando retratos y apuntes para sus cuadros y sus aguafuertes.

España entera está en sus lienzos, dramatizada en su paisaje y en sus tipos más representativos, sin desdeñar el decorativismo, preocupado el autor por la belleza ideal.

Cuenta que al escultor Rodin, en cierta ocasión le preguntaron: “Maestro, ¿hay algo que sea más bello que la belleza misma?”, y aquel respondió: “Las ruinas de una belleza”.

Pues así, de este modo, puede decirse que Maeztu entendía la belleza de su patria, cuando plasmaba con el modelado de la pasta de color las paredes ruinosas de los castillos de su patria, testigos de un pasado que él imaginaba grandioso y cuyo ejemplo debería “regenerar” en el futuro la vieja historia de España.

Concepto éste del “regeneracionismo” que nos retrotrae al “problema de España” que sintió con su hermano Ramiro, al igual que los literatos y pintores adscritos a la llamada Generación del 98.

El Desastre de la pérdida de las colonias de ultramar en 1898 sirve de detonante para revelar la situación real de la Nación presa del atraso cultural, de la pobreza y del caciquismo.

Escritores como Baroja, Azorín, Machado… se rebelan contra esta situación, que transciende un sentimiento dolorosos en esa expresión de Unamuno, mitad lamento, mitad protesta de: “¡Qué país, qué paisaje, qué paisanaje!”.

Y aquí deseo referirme a una dimensión importante de Gustavo de Maeztu, por cuanto permite entender el sentido de su creación artística, cual es el de su conexión con el espíritu de esta Generación del 98, en relación a la cual Maeztu mantiene una actitud semejante a la de otros pintores, como los vascos Zuloaga, R. Baroja, J. de Echeverría y V. de Zubiaurre; como Gutiérrez Solana y hasta Pablo Ruiz Picasso en un momento de su vida.

Maeztu, al igual que aquellos, se propone conocer España. Por eso la recorre, como explica Iribarren. Pero se trata de conocer no la España oficial, sino la castiza, la silenciosa, la apartada, la que vivía alejada del acontecer político, la España de la intrahistoria que diría Unamuno.

Por eso Maeztu viaja a los pueblos abandonados como a las ciudades. Madruga para ser testigo del amanecer, que frecuentemente plasma en sus lienzos. Vive y se zambulle en el paisaje, especialmente castellano. Es el interior mesetario donde trata de encontrar la España esencial, las raíces. Es el espacio en que bulle el repertorio humano, que en la figura del cura, del labrador, del boticario, de un sinfín de tipos, trasluce el espíritu de un pueblo.

No cabe duda que Maeztu, en su obra pictórica, es noventayochista por su temática: el amanecer (según decía Azorín “el día tiene su aurora”); los arquetipos como la maja, el torero, el aldeano; el paisaje, que representa en sus cuadros de figura y paisaje castellano (así en “Los novios de Vozmediano”, “Las samaritanas”, “El ciego de Calatañazor” y “La tierra ibérica”). Pero lo es también por su actitud vital: es regeneracionista, orgulloso, crítico, inconformista, animado de un espíritu heroico). E incluso por sus hábitos personales: es populista, amistoso, viajero.

Pero el Modernismo, surgido en la América Latina e importado a España por Rubén Darío, toca a algunos escritores y pintores españoles, cuyos estilos personales se inclinarán en lo sucesivo hacia el esteticismo. Es el caso de Gustavo de Maeztu que, mitad escritor y mitad pintor, será en parte noventayochista y en parte también modernista.

Como escritor, Maeztu coincidirá con el 98 en la actitud crítica con lo establecido, en su estilo directo; pero tomará del Modernismo una buena dosis de imaginación.

Como pintor, también puede decirse lo mismo.

Los colores pardos y ocres de las sequedades castellanas recordarán la visión análoga que por ejemplo nos dará Zuloaga.

Pero la búsqueda del esteticismo, que le conducirá a un decorativismo en su pintura mural, es plenamente modernista. Por modernista su estilo tiende a la grandiosidad, es imaginativo, fantasioso, metafísico. Por eso se ha calificado de simbolista la obra de Gustavo de Maeztu:

  • La “idea” está plasmada en ella con espectacularidad, de ahí su exuberancia.
  • Después busca el prototipo que encarne esa idea: la hembra fecunda y hechizadora, el hombre varonil, y el toro bravo símbolo de la resurrección de la patria.
  • Y finalmente ofrece ambientes de ensoñación: ruinas que conducen a considerar la vieja historia y jardines nocturnos que dan una imagen romántica.

Condicionado por estos movimientos, Maeztu no se embarcó en aventuras estilísticas, sin transgredir los principios fundamentales de una estética renacentista, de un clasicismo español y de un modernismo moderado, entre el impresionismo y el cubismo.

En cambio sí fue progresivo Maeztu en sus invenciones de índole técnica: en la preparación de una pintura al fresco sometida al fuego, en la consecución de cementos de color, en la compatibilidad del arte y la artesanía, en la recuperación del arte olvidado de la litografía.

Reclamó, como los renacentistas italianos, la colaboración de escultores y arquitectos con el pintor para la creación de obras inmortales. Posiblemente fuera idealista, pero es muestra del gran concepto que tenía del arte.

Otra inquietud que ustedes tendrán acerca de Maeztu será probablemente la de explicarse cómo un pintor alavés, formado en el marco de la pintura vasca, pudo hacerse navarro y ello, creo yo, sin renunciar a sus raíces.

Sabrá el auditorio, por la bibliografía que recoge el número 6 de la colección Panorama, que Maeztu colaboró de forma muy decidida al desenvolvimiento de la Pintura Vasca desde las filas de la asociación de Artistas Vascos, junto a figuras ya clásicas como los hermanos Arrúe, Tellaeche, Arteta, Larroque, Guezala y otros.

No me extenderé sobre ello.

Sólo destacaré cómo, aún siendo en cierta forma un pintor “académico”, prestó su apoyo a las Exposiciones de Arte Moderno de Bilbao, que en la primera década de este siglo contribuyeron a la difusión del arte más avanzado en Francia, Bélgica y Cataluña, lo que fue un revulsivo dentro del arte oficializado del resto del país.

Imagen del pintor en su estudio de Estella

Pues bien, a Navarra llegó Maeztu en 1935 atraído por la Diputación Foral de Navarra, de la mano del arquitecto José Yárnoz Larrosa, para decorar el Salón de Sesiones del palacio de Navarra, con temas alegóricos del carácter, historia, tipos y costumbres de nuestro pueblo. Ello le permitió a Gustavo recorrer nuestra tierra y enamorarse de Estella en una de esas correrías.

Lo demás ya es sabido: en 1936 la guerra le obliga a quedarse en Estella, lo que fue para su familia y él mismo una experiencia muy grata, precisamente por ese enamoramiento de las gentes, de las viejas piedras y delas leyendas, vivas aún, del pasado guerrillero de la ciudad del ega, que a Maeztu casi diríamos obligaron a permanecer entre nosotros once años hasta su muerte en 1947. Año en el que el Ayuntamiento de Estella le nombró hijo adoptivo, respondiendo él a tantas muestras de afecto, como había recibido, con la donación de toda la obra de su estudio para la ciudad.

Precisamente esta donación fue facilitada, en parte, por José María Iribarren, a quien el pintor en repetidas ocasiones había expresado su deseo de dejar para Estella su patrimonio artístico, ya que Maeztu murió finalmente intestado.

Con el Legado Maeztu se abrió un museo el año 1949 en el Palacio de los Reyes de Navarra, que albergaba mn del Museo Gustavo de Maezturtante movimiento ciudadano pro recuperaci la causa de que muchos navarros no tengan de este legadoás de cuatrocientas obras, con un buen número de óleos y una colección gráfica de singular interés. Pero al edificio le llegó la hora de su restauración y los fondos de Maeztu hubieron de desalojarse, recorriendo en los años siguientes diversas ubicaciones temporales que perjudicaron la adecuada estabilidad de los soportes.

Desde 1973 el Legado Maeztu ha pasado por un paréntesis de almacenamiento y restauración, gracias a la ayuda del Gobierno de Navarra, pero ello mismo ha sido la causa de que muchos navarros no tengan de este legado sino vagos recuerdos.

En Estella se ha dado un importante movimiento ciudadano pro recuperación del Museo “Gustavo de Maeztu” que, con ocasión de haberse cumplido el centenario del nacimiento del artista el año pasado, va tomando consistencia real de cara a la nueva reinstalación museográfica de los fondos retirados.

Pero, como dije en Estella en el transcurso de mi conferencia reivindicativa de ,a memoria de Maeztu, la recuperación de este Museo debe obligar a un planteamiento previo en que se consideren las limitaciones y potencialidades que habría de tener, a la luz de las exigencias culturales actuales.

Primero habría que considerar las ventajas culturales y sociales que este legado patrimonial podría traer no solo ya para Estella, sino para toda navarra.

En base a ello, creo yo, el Museo no debería convertirse en una “exposición permanente”, como a menudo acaban por ser los museos monográficos de artistas del siglo XIX, olvidando las funciones intrínsecas a la museología, como son: el acopio de los bienes, su conservación, su documentación, su investigación, su comunicación, su divulgación y enseñanza.

Convertir el Museo de Maeztu en simple exposición permanente sería, a mi juicio, un error que limitaría cultualmente esta institución. La solución debe ser un “centro difusor de cultura”, que respete y desarrolle la memoria de Maeztu al mismo tiempo que documente su aportación en el contexto del arte contemporáneo, al que de paso puede contribuir a difundir, como lo hacen otros museos actuales, entre los que citaría el de Picasso y Miró en Barcelona o el Rodín de París.

Pienso que entonces el espíritu de Maeztu permanecería realmente vivo y su memoria serviría de reclamo para la educación popular.

El Museo de Maeztu, en esta hora, tienen sus responsabilidades. Por eso mi llamada de atención.

He dicho.

Imagen de la portada: Autorretrato de Gustavo de Maeztu (1900), Museo «Gustavo de Maeztu». Estella (Navarra, España)