La Presentación del Niño en el Templo, de Francart

El autor de estas líneas inició en 2005 una colaboración con el boletín de la Asociación de Belenistas de Pamplona, titulado Belén, en el que fueron apareciendo los siguientes artículos, todos ellos referentes a obras singulares del Museo de Navarra cuya temática es la Navidad. Bajo el marco de «Obras maestras del Museo de Navarra», se publicaron, en 2005, «la Presentación del Niño en el Templo, de Francart»; en 2009 «La Virgen con el Niño, de Roland de Mois»; y en 2001 «La Natividad y Anunciación a los pastores de San Pedro de Olite»; en 2006 dió a la luz en esta revista otro artículo de tema navideño, aunque con un enfoque ligeramente distinto: “Un impulsor del belén a recordar: Nicolás Ardanaz”. Todos ellos se publican en esta página web.

Entre las joyas del Museo de Navarra hay una que pasa algo desapercibida al visitante: el Políptico de de la Vida de la Virgen y Jesucristo, expuesto en la Capilla y que sólo es posible admirar si se examina con detalle, pues se trata de catorce pinturas al óleo sobre planchas de cobre insertas en un pequeño retablo donde se presentan bajo arcos de medio punto, midiendo el conjunto, con su mazonería de madera, no más de 66 x 122 cm.

Jacques Francart. Políptico de La Vida de la Virgen y Jesucristo. Museo de Navarra

Si el retablo es de estilo neoplateresco, a juzgar por sus columnillas abalaustradas con sus enjutas entre arcos adornados por cabecitas de ángeles, las pinturas datan de 1612 y desarrollan un programa iconográfico en estilo manierista de origen flamenco, pues su autor fue nada menos que el arquitecto e ingeniero, además de pintor, Jacques Francart (Bruselas, h. 1582-1651). De formación italiana, como arquitecto es recordado por haber introducido el tipo de iglesia jesuítica barroca en Flandes y por haber logrado mantener en sus iglesias –la del Gran Beguinaje de Malinas- la conjunción de la tradición gótica propia con el barroco incipiente, sobre todo en la decoración.

Pero apenas es conocido Francart por su labor pictórica, a pesar de que este políptico de que tratamos es de una gran belleza, posiblemente la única obra pintada que conservan los museos españoles de este artista polifacético. Procede de una familia nobiliar francesa, los Duques de Montpensier, que a su vez heredaron este bien de los Duques de Orleans, ligados, pues, a la realeza francesa. Su importancia ha sido reconocida por su declaración como bien de interés cultural.

Hoy traemos a la consideración esta maravilla del arte pictórico por su dedicación a glosar la vida de Jesucristo, inseparablemente unida a su Madre, la Virgen María, desde la Anunciación de su concepción, la Visitación a su prima Santa Isabel, la Adoración de los pastores una vez nacido, la Circuncisión y Presentación en el templo, la Oración en el huerto, la Flagelación, la Coronación de Espinas, la Cruz a cuestas ante la Verónica, la Crucifixión, la Resurrección, la Ascensión a los Cielos, Pentecostés, la Asunción y la Coronación de la Virgen en los Cielos.

De estas catorce estampas, algo alteradas en el discurso narrativo, queremos entresacar en estos días de Navidad una que me parece más oportuno recordar por cuanto nos muestra un pasaje menos representado a lo largo de la historia de la Pintura, cual es el de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, sobre todo si lo comparamos con otras escenificaciones tradicionales, sobre todo el Nacimiento del Niño en Belén.

El evangelista San Lucas nos describe este momento:

 “…Así que se cumplieron los días de la purificación, conforme a la Ley de Moisés, le llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor… y para ofrecer en sacrificio… un par de tórtolas o dos pichones”.

Según el Levítico, Yahvé señaló a Moisés la necesidad  de que toda mujer israelita se presentase ante el sacerdote en el templo de Jerusalén transcurridos siete días del nacimiento de su hijo para su purificación y circuncisión del niño, ofreciendo como holocausto un cordero de un año, o -en caso de no poderlo hacer, se entiende que por su elevado precio- dos tórtolas o dos pichones. Con tal motivo el Niño es consagrado ante el Señor y recibe oficialmente el nombre que el arcángel anunciador le había ordenado a María de parte de Dios antes de su concepción: Jesús. Aunque María no estaba comprendida en este precepto de la Ley, ya que Cristo no había roto al nacer la integridad virginal de su Madre, quiso someterse al precepto divino.

Este es el momento que el pintor representa: una escena del interior del templo con un primer término ocupado por San José llevando las dos tórtolas en una cesta y la Virgen, que, en el centro, ofrece el Niño Jesús al sumo sacerdot, quien, revestido con los ornamentos ceremoniales, junta las manos ante Él en señal de adoración. El Niño está suspendido en el aire por los brazos de su Madre, desnudo sobre unos pañales blancos, concentrando simbólicamente la luz y la atención de la mayoría del grupo que asiste al acto en un plano posterior.

Es una escena armoniosa dentro de la variedad compositiva de que hace gala Francart, que ordena las figuras de acuerdo a un eje oblícuo que se pierde en la lejanía del templo, cuya airosa construcción en altura nos ofrece un intercolumnio de hasta cuatro arcos separados por pilares con sus pilastras adosadas, que sostienen lo que se intuye como una pesada estructura adintelada de piedra, que a su vez cobija esta escena delicadamente iluminada desde el exterior de esos arcos. El efecto de profundidad queda realzado por la mesa de altar recubierta de un rico tapiz (al que los maestros flamencos eran tan inclinados) y los términos medios marcados por los candelabros con cirios encendidos que sostienen en vilo los acólitos del sacerdote.

Reconocemos entre los aistentes, además de a la Sagrada Familia, a Simeón y la anciana Ana.

Simeón, justo y piadoso, “esperaba la consolación de Israel y el Espíritu Santo estaba en él…”, habiéndole revelado “que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor”. El artista le representa barbado y algo achacoso, pero se toma la licencia de representarle con un libro en las manos, no alzando con sus manos al Niño Dios, como refiere San Lucas, mientras pronunciaba aquellas palabras de: “Ahora, Señor, puedes ya dejar a tu siervo en paz… porque han visto mis ojos tu salud… luz para iluminación de las gentes…”

Frente a él, la profetisa Ana, a la que le había sido revelado este momento y no se había apartado del templo en todos los años de su ya larga viudedad, sirviendo con ayunos y oraciones constantes, asiste al momento con toda la naturalidad que los pintores flamencos daban incluso a los asuntos religiosos, para hacerlos más próximos al pueblo. La vemos con su edad avanzada, con un cayado en su mano izquierda, en conversación coloquial con una muchacha joven.

Es asombrosa la facilidad con que Francart recoge este acontecimiento en una placa de apenas 30 cm. de altura y 14 de anchura. La anotación del pincel es muy atenta a la hora de precisar los perfiles de cada figura (17 sin contar las tórtolas) y matizar detalles de la vestimenta (rica del sacerdote y del tapiz de la mesa, sobria en el resto), aplicando un colorido emotivo de rojos de distintas intensidades, azul y ocres de variada gama según les afecte la luminosidad lateral que el pintor sabe modular con sabiduría.

De esta forma se nos manifiesta el nacimiento de Cristo, que si tuvo por testigos, en un primer momento, a los pastores, tras el anuncio del ángel, y, después, a los Magos, guiándoles la estrella, ahora se revela ante Simeón y Ana, que acuden al templo movidos por el Espíritu Santo, y sienten en su interior el gozo de poder contemplar al Niño Jesús en tan trascendental momento. Y esto último es lo que nos refiere este catequético retablo del Museo de Navarra, que aconsejo visitar.