Confieso que la biografía de José Ortiz-Echagüe me parece sorprendente. Por un lado me admira su personalidad de hombre de acción audaz, arriesgado y hasta temerario, como piloto de globo y aviador sobre continentes y mares, cuando la tecnología y seguridad eran bien precarias a principios de siglo. Luego está su empeño en ser ingeniero aeronáutico, empresario de grandes ideales e impulsor denodado de la motorización de la sociedad española.
Y siendo uno de los pioneros de la modernización del siglo XX, su obra fotográfica se dirige a mostrar paradójicamente a través de la cámara oscura -en sí misma una “máquina”- aspectos de una sociedad tradicional que vive conforme a costumbres del pasado, en una Arcadia feliz o cuando menos serena.
Ortiz-Echagüe debió presentir como nadie el fin de la era preindustrial, de forma que en su visitar los pueblos de España toma instantáneas con ánimo de documentar un pasado que desaparece. Bien es cierto que en su afán antropológico se unirá la evocación histórica de las grandezas de España, sugerida por las ruinas de castillos y alcázares, con una intención quizás regeneracionista de recuperación de los propios valores patrios. Por ello hay quien ha advertido, acertadamente, que las fotografías de Ortiz-Echagüe ofrecen un “tempo” detenido, como para provocar en el contemplador una meditación sobre, precisamente, las consecuencias que ese flujo temporal ha acarreado.
Esta actitud de fotógrafo no se comprende fuera de un contexto determinado. Se ha relacionado su proceder con el espíritu emanado del Noventayochismo, que iba, como muy bien dijo Unamuno, al encuentro del problema de España, que la pérdida de las colonias de ultramar había dejado al descubierto. La relación con el pasado se establece en términos de pesimismo, al que Ramiro de Maeztu añade un ingrediente transcendental con su idea del resurgimiento de la patria alentado por el orgullo.
Los intelectuales, escritores en particular, se lanzan a conocer España. Propenden al viaje con destino a lugares abandonados y a ciudades del interior, la meseta, donde se busca la españolidad -la intrahistoria dice Unamuno- a través del paisaje matizado de Castilla, del repertorio humano y arqueológico-popular.
Diversos autores vienen demostrando en los últimos años que también se puede hablar de una Generación de Pintores del 98, que incluso inspira a los escritores. Del conjunto de ellos (Zuloaga, Ricardo Baroja, Echevarría, Valentín de Zubiaurre, Gustavo de Maeztu, Regoyos y Gutiérrez Solana, entre otros), es el primero quien mejor evoca el mundo fotográfico de Ortiz-Echagüe de conjunción hombre-tierra seca y atmósfera espesa orlando torreones, de más evidentes paralelismos si acercamos las fotografías de Ortiz-Echagüe a los grabados de Zuloaga.
Sin embargo el fotógrafo no muestra la acidez crítica del pintor vasco y mucho menos la de Solana. Ya dijo Sorolla, refiriéndose a ellos, que estos pintores “no muestran las gentes como son sino como ellos las ven a través de su extravío”, significando así su tremendismo. Me parece que Ortiz-Echagüe está tocado también, además de por un neo romanticismo indudable, de un cierto modernismo -que corre paralelo al 98- y aporta a las fotografías un tono más suave, inclinado a lo formal en detrimento del fondo dramático.
Zuloaga destacaba en sus declaraciones la búsqueda de carácter, la penetración psicológica de una raza, la emoción y demostración de una visión algo romántica. “Busco el alma -decía-, a través den un realista soñador”. Y ello, no hay duda, es consustancial a la serie de tipos de Echagüe (“Remero vasco”, “Lino de Orio”, “Aguadoras y Viejos de Montehermoso”, “El beso del Prior”). Pero también es cierto que en la producción de Ortiz-Echagüe hay obras tan significativas como el intimista “Taller de costura”, lleno de finuras lumínicas y de grises al estilo modernista de Casas y Díaz Olano, con regusto parisién y vocación naturalista, sin el fuerte impacto de la visión trágica de Zuloaga.
Insistir en el “pictorialismo” de Ortiz-Echagüe puede parecer tarea baldía cuando precisamente él lo ha rechazado. Pero el maestro, además de incurrir en contradicciones al respecto (“no pudiendo dibujar me dediqué a la composición de cuadros por medio de la placa”, escribe en 1934) emplea un método de revelado, de aspecto acuarelado, que favorece resultados tan pictóricos como sutiles o drásticos efectos de sombra, expresivos estados de luz mediante la transparencia del soporte, sensaciones varias de levedad, de atmósfera o rotundo volumen, como escultórico, al perfilar las figuras, por no hablar del interés que pone en el asunto, la composición, el espacio escenográfico o surreal, o el movimiento de la escena, aspectos que si no son ciertamente exclusivos de la pintura, parecen aprendidos en ella.
Porque, en efecto, en el fondo de la fotografía de Ortiz-Echagüe, se advierte la huella de la pintura, principalmente española.
En lo iconográfico los paralelismos son evidente con El Greco (ciertas composiciones con arquitecturas y escarpes al fondo) con Zurbarán (el tema monacal que va más allá, incluso, en el estudio de los paños) o con los pintores de su tiempo (desde su amigo Benedito a Sorolla pasando por Romero de Torres). Tampoco es ajeno a las “marroquinerías”, de tan luminosa significación en Mariano Fortuny.
En la luz, definición del volumen, perspectiva y dimensión aérea, Ortiz-Echagüe parece deber bien aprendidas lecciones de Velázquez, Murillo, Ribera, Haes, y de una buena parte de pintores extranjeros, algunos maestros en la plasmación de cielos cargados (Constable, Turner) y los más de estirpe romántica y simbolista. No puede explicarse si no ese valor dado al tema en los castillos y alcázares, que son vistos en contrapicado, recortándose en un cielo de nubes densas, ese cielo tan atrayente para el autor.
Ortiz-Echagüe ha demostrado cómo es posible, no sustrayéndose a la objetividad, dar a lo real una nueva magnitud intensificada por la emoción y el recuerdo de los grandes maestros, sin por ello ceder un ápice a lo puramente fotográfico.
Tras ese momento decisivo de la toma nos imaginamos a un artesano “creador”, que del mero producto industrial obtiene imágenes absolutamente conmovedoras, que permanecerán para siempre.