Constituciones populares del Valle de Ezcabarte. Fiestas y procesiones en 1570

 

 

Al folklorista Florencio Idoate,

autor de Rincones de la Historia de Navarra.

 

Por encima de la Historia y de la vida pública, de cuya constancia hablan los libros, nuestros hombres han vivido y han muerto en el seno de una sociedad anónima y nada grandilocuente. No obstante, su paso por este mundo ha quedado registrado en los archivos, en papeles que hablan de incidentes y de acusaciones, los cuales, mal mirados, podrían desorientar al investigador o futuro lector de los mismos, dándole una visión parcial de los hechos. Pero bien mirados, leídos con fidelidad al texto y con el respeto y la evocación que merecen, hablan elocuentemente de la forma de ser y , de sentir de nuestros antepasados, que mayormente habitaron en núcleos rurales o de pocos alcances urbanísticos. Una forma de ser y una conducta determinantes a la hora de producirse los acontecimientos que pasaron a la Historia con mayúscula. Gracias a la ciencia etnológica, estos aspectos anónimos de la cultura han sido revalorizados y por ellos sabemos cada vez mejor dónde residen las claves del pasado.

Unos documentos del Archivo Diocesano de Pamplona que recientemente he estudiado, ayudan a comprender el carácter de la piedad religiosa popular de los hombres y mujeres de Ezcabarte, un valle navarro próximo a Pamplona por su noreste, en los inicios del último tercio del siglo XVI. Se trata de unas ordenanzas que regulaban la forma de guardar las fiestas y de celebrar las procesiones [1].

Su lectura atenta evidencia aspectos importantes: la iglesia como aglutinante de los hombres en las manifestaciones sociales del Valle; las profundas conexiones de lo temporal y espiritual, aunque sin confundir jurisdicciones, que hacen que en un documento como el presente no se tenga reparo alguno en normalizar la elección del alcalde, de su autoridad y de su forma de aplicar la justicia; el entresijo social del Valle, con su sistema de representatividad de funciones y cargos; la ausencia oficial de la mujer en la vida pública, aunque yo personalmente crea en su influencia subterránea, siendo depositaria y transmisora de la vida tradicional; el vascuence como vehículo oral de transmisión y de comunicación; el analfabetismo general, excluida la clerecía, no incompatible con un alto grado de madurez civil, como se deduce por el modo tan sorprendente a nuestros ojos “acomplejados” de hoy, en que el hombre del Valle participa en la cosa pública, lo que demuestra más “cultura” de la que pueda suponerse; los apellidos y los nombres de los naturales, sugerentes de cambios sociales y devociones populares; costumbres de interés, como la de asacar prendas», en la ejecución de las penas por transgresiones de las ordenanzas, etc.

Me propongo dar a conocer el contenido de estas ordenanzas, en la confianza de que ellas aporten -no de forma transcendental-, algunos datos para valorar el pasado del Valle de Ezcabarte, como porción que es del antiguo Reino de Navarra, al que está unido con soldadura secular.

El puente sobre el río Ultzama en Sorauren (Ezcabarte)

Cómo se reunió el Valle para dictarlas

El 24 de abril de 1570 se reunieron “en junta y congregación” los representantes del Valle, dentro de la casa de la Cofradía de la iglesia de la Santísima Trinidad de Arre, en presencia del notario Johan de Huart. Acudieron el Alcalde del Valle Joanes de Artiza, junto a su convecino de Azoz Joanes Alemán; de Oricain, su vicario Miguel de Oricayn y Maese Juan Velcos, de oficio cantero, como diputado de ese lugar; de Sorauren, su vicario Garcia de Sorauren y Miguel, hijo de Alemán, como diputado; de Maquirriain, Joan de Cemborayn, vicario y Joanes de Maquerriayn, vecino y diputado; como diputado por Orrio, Rodrigo de Orrio y por Garrués su vecino diputado Joanot de Osácar y por ambos lugares en nombre de la Iglesia Sancho de Licarraga, vicario; por Cildoz, su abad Joan de Cildoz y Martín de Cildoz, vecino y diputado del lugar; el diputado por Ezcaba Miguel de Laviano; y por el pueblo de Eúsa Sancho de Saygos, diputado y Joan de Legorreta, vicario de su iglesia y de la de Azoz.

Los presentes dijeron que se habían movido entre ellos diferencias en lo tocante a las antiguas constituciones referentes al guardar las fiestas y celebrar las procesiones, pareciéndoles conveniente ordenar unas nuevas, guardando la costumbre en lo que les pareciese bueno “y amejorando y añadiendo como les pareciese mejor, para el mejor servicio de Dios y del cargo, quietud, amor y sosiego de todos”.

Aludieron a los excesos cometidos y a que las nuevas constituciones tendrían que guardarse “con más devoción”, tanto por el clero como por los vecinos del Valle, pues en los días de precepto ordenados por la Iglesia o que el Valle se fijó por voto, no pueden hacerse obras serviles, haciéndose las procesiones de esos días con “humildad, quietud y devoción”.

También se preocuparon los congregados de matizar que aquellas ordenanzas que pensaban dictar no iban en perjuicio de la “preminencia, jurisdiçion y amparo Real”, antes bien, anteponían a todas las cosas el servicio a Dios, con el deseo de contribuir a la paz del Valle y mejor hermandad de sus moradores.

Así pues, unánimes en el parecer y en la voluntad, “hordenaron y asentaron por ley” treinta y siete capítulos, los veinte primeros sobre las procesiones y los restantes sobre el modo en que habían de guardarse las fiestas.

Las procesiones tradicionales

El primer capítulo nos entera, sin grandes detalles, de las principales procesiones tradicionales. Dice que por ser para los vecinos de Ezcabarte sobradamente conocidas las costumbres de cada una de las procesiones, no vieron necesidad de dar más detalles de las mismas, “que pueblos ban juntos y en quoales toda la Valle y como y en que asiento ban las cruces de cada lugar y quoales missas y en que iglessias rrezadas y cantadas suelen dezir y quienes y donde sacan las plegarias y suelen predicar y dar los rresponsos de defuntos haziendo la procession por los çimterios.. “.

Ezcabarte realizaba anualmente tres procesiones «generales» a partir del domingo anterior a la Ascensión. Eran «de tres rogaciones»: el lunes por los campos, el martes a Huarte y Villava y el miércoles, víspera de la Ascensión, a Pamplona. También se celebraban otras procesiones, como en la víspera de Pentecostés a Santo Domingo [¿de Pamplona?], pero el documento no es más explícito.

Asistencia a las procesiones

Insiste de manera especial en la obligación que tienen todos los abades, vicarios y beneficiados de acudir a ellas, a no ser por legítima causa de ausencia, yendo en persona y a pie. No se podía acudir a caballo. Esto estaba reservado, sobre todo, a las personas de edad o a los clérigos achacosos autorizados por el sacerdote diputado del Valle a hacerlo. En tal caso, las monturas esperarían a la procesión en la entrada de los pueblos.

Después de haber recorrido la población dentro de ella y en el lugar que determinara el sacerdote diputado, la abandonarían a la salida.

Las ordenanzas estudian despacio la situación de los beneficiados, que sin duda daría lugar a interpretaciones equívocas. Dicen que estarán obligados a acudir los que disfruten de beneficio personal. Los sacerdotes que no disfruten directamente su beneficio, sino un teniente en su lugar, no estarán obligados a asistir, pero sí sus tenientes: Y que los beneficiados que no sirvan sus beneficios con sus personas ni con sus tenientes, no están obligados a asistir ni por sí mismos ni por otros.

Toda ausencia debe suplirse con un sacerdote o cantor “que pueda hazer el mismo officio y cargas”. Las ordenanzas penalizan los incumplimientos con una multa de dos reales de plata para la bolsa común del Valle.

Todos los caseros y vecinos quedaban obligados a enviar a las procesiones generales del Valle una persona por cada casa, siendo preferible que esta fuera designada de entre los “chandros” [amos] y más ancianos, pero en todo caso tenía que ser mayor de dieciocho años y que supiera rezar las oraciones dominicales, so pena de un real de plata para la bolsa común. En estas ocasiones no estaba permitido trabajar hasta en tanto, al menos, volvieran las cruces de la procesión a sus iglesias de origen.

El nombramiento del sacerdote-diputado y del alcalde del Valle. Sus obligaciones en ellas

Cada dos años se procedía a los nombramientos, por un lado, del sacerdote diputado y, por otro, del alcalde del Valle.

El primero de ellos era elegido por todos los abades, vicarios y beneficiados de Ezcabarte reunidos al efecto. El elegido -en este año de 1570 recayó el nombramiento en el vicario de Arre Joan de Erroz-, debía aceptar por obediencia. Así quedaba investido de poder para vigilar y hacer cumplir lo ordenado por las constituciones en lo concerniente a las procesiones, cuidando de que en ellas desfilaran los feligreses “bien reglados y quietos y con la onestidad que deuen”.

Esta tarea estaba asignada también en parte al alcalde, pero su misión principal era recibir de los vecinos jurados del Valle la cuenta de las penas cometidas por los transgresores de estas ordenanzas, pudiendo demandar a quienes desafiasen su autoridad. Estaba obligado a ir en propia persona a las procesiones, pudiendo nombrar a un teniente que le sustituyera en ellas, elegido de entre los vecinos del valle que le parecieran más apropiados. Su puesto era el primero “de entre los legos”, detrás de los sacerdotes.

Es curioso observar cómo en el capítulo diez de estas ordenanzas se expone el modo de elegir cada dos años al alcalde de Ezcabarte. Después de unos considerandos en que los representantes de los vecinos del valle estiman que es bueno que «al delante a perpetuo» haya alcalde como lo hubo siempre, para vigilar la devoción de los vecinos en la procesiones y garantizar el cumplimiento de las ordenanzas, establecen que el saliente. nombre al alcalde entrante en la persona que “le pareciere que sera para ello”. El tal nombrado, se afirma, “sea obligado de aceptar”, so pena de cuatro ducados viejos de multa, que aunque le sean ejecutados por los jurados del Valle, no impedirán que éste siga obligado a aceptar el dicho cargo por el tiempo estipulado. A continuación, Joanes de Artiga “dixo que diputaua y nombraba … por alcalde de la dicha valle de ezcabarte … a Joanes alaman”, quien afirmó que aceptaba.

Orden que debe imperar

El orden era objeto de especial hincapié. Los vecinos deberían ir quietos y usando de buena crianza, sin decirse palabras deshonestas u ofensivas, ni dar ocasión para ello, so pena de cuatro reales de plata por cada vez que incumplieran lo ordenado. Mucho menos deberían de sacar armas o amagar golpes, pues esto estaba aún más penalizado, hasta con dos ducados viejos y con cuatro si de las amenazas se pasara a los hechos.

Quedaba prohibido, del mismo modo, abandonar la procesión sin permiso previo del alcalde o de su teniente. Esto se hacía más patente durante la procesión a Pamplona el día de la Ascensión, porque cuidaban de modo especial su solemnidad. Hasta los sacerdotes estaban obligados por constitución a someterse a las disposiciones del alcalde en este sentido, hasta el punto de que si a los seglares se les multaba con media tarja, a los clérigos, e incluso a los cantores, se les imponía un real de plata por la infracción.

Las fiestas del Valle y cómo deben portarse los vecinos durante ellas

El capítulo veintiuno fija las fiestas de guardar, que además de los domingos, días de precepto señalados por la Santa Madre Iglesia, las tres pascuas con sus fiestas, los días de Nuestra Señora y la celebración de los Doce Apóstoles, son los días del Señor San Benito y el día de la Revelación del Señor San Miguel, jornadas tomadas “por fiesta, por voto y vocaçión” en el Valle de Ezcabarte.

En tales días, se dice, “ninguno sea ossado de fazer fazienda ni de leuar nymbiar azemillas cargadas con basto ni sin el, lleuando a vender cossa alguna, ni dar trigo a los çebreros para moler ni hazer otra obra seruil que por la santa madre yglessia está bedado, sopena de un rreal de plata el que lo contrario hiziere y se le probare por cada vez y so la mesma pena ninguna ande pescando en el rrio con redes ni con otro aparejo alguno”.

En llegando a este punto, las ordenanzas son bien determinadas, dando una relación de los trabajos más habituales según los modos de vida de la población de entonces. Tampoco -continúa- “se podrán ligar haces de trigo ni de otras mieses, ni cargar fajos en las heredades, las mujeres no podrán hacer coladas ni tender paños para enjugar, ni cocer pan sin legítima causa, los herreros no podran hacer cosa alguna tocante a su oficio, salvo herrar cabalgaduras excepcionalmente y siempre después de los oficios divinos”.

En las ordenanzas todo estaba bien atado. En caso de imperiosa necesidad -se menciona, por ejemplo, el hacer pan- deberá solicitarse el permiso del abad o del vicario en su ausencia, o de los jurados del pueblo si aquél tampoco estuviere presente y si tampoco hubiera ningún jurado, es entonces cuando el vecino podrá actuar libremente, según su conciencia, sin incurrir en pena alguna.

Las misas por la nube

Entre los diferentes actos de piedad del Valle de Ezcabarte, uno de especial importancia en el contexto agrícola del momento era la misa por la nube. De antigüedad inmemorial, las misas por la nube se celebraban antes del día de la Revelación del Señor San Miguel. El alcalde del Valle, según un orden riguroso de lugares, señalaba con anterioridad el día de las misas y los campos a bendecir, convocando a los abades y vicarios de los pueblos, quienes estaban obligados a cumplir celebrando las citadas misas y bendiciendo los campos a continuación. Los vecinos costeaban entre todos a prorrateo, mediante fondos recaudados por los jurados de los pueblos y administrados por el alcalde del Valle, una “onesta” comida para los sacerdotes, una por cada parroquia donde se hubieren celebrado las misas.

Los incumplimientos de la población en el desembolso del dinero se penalizaban con una recaudación doble. Al alcalde olvidadizo con estas costumbres se le multaba con un ducado viejo, y los clérigos perezosos en acudir a su convocatoria también salían cargados con un real de plata para el peculio de las próximas misas.

La autoridad del alcalde y la forma peculiar de ejecutar las penas “sacando prendas”

Todos los grados de ofensa al alcalde están regulados. Quien le desobedezca pagará dos reales de plata por vez. Si reincidiera o se desmandara diciendo palabras deshonestas, u obligando al alcalde a decirlas, serán cuatro reales de plata. Si le ofendieran con armas o amagos de golpe o de herida, pagarán dos ducados viejos. Y si le tocasen con mano airada, cuatro ducados viejos de pena, “quedandole su derecho a salbo de pidir por justicia”. El producto de todas las penas irá a la bolsa común del Valle.

Anualmente, el tercer día de Pentecostés, se reunían los abades, vicarios, beneficiados, alcalde, jurados, vecinos y caseros del Valle, al objeto de que los jurados rindieran cuentas de las personas incumplidoras de las ordenanzas. La hora y el lugar acostumbrados eran las diez de la mañana en la ermita de San Marcial de Sorauren [2]. El capítulo veintinueve nos dice que la reunión se celebraba «después de ayantar», presumiendo así una mejor concordia entre los asistentes.

Una vez recibido el informe de los jurados, el alcalde solía consultar cada caso de transgresión con los dos sacerdotes y los dos jurados más ancianos del Valle presentes, actuando posteriormente con mayor o menor moderación o bien aplicando la gracia a los infractores. Las penas impuestas por el alcalde eran ejecutadas por los jurados de cada lugar antes del día y fiesta de la Santísima Trinidad y la forma de hacerlo era “sacando prendas” y vendiéndolas para dar posterior cuenta al alcalde.

Este procedimiento consistía en decomisar objetos de su propiedad a los infractores, que se ponían posteriormente a subasta pública para ser adjudicados “al más dante”. Pero antes debían estar en poder de los jurados durante tres días: Después de vendidos, sus antiguos propietarios podían reclamarlos en un plazo de ocho días, transcurridos los cuales, sin reclamación, quedaban en manos de sus compradores.

Los clérigos que contravinieran las ordenanzas no eran castigados directamente por el alcalde, ni podían ser objeto de confiscación alguna por los jurados del valle. Su castigo era decidido por el sacerdote-diputado y por el alcalde, reunidos en sesión aparte durante el mencionado tercer día de Pascua. Las penas les eran ejecutadas por el sacerdote diputado para ello por todos los clérigos del Valle y entregadas al alcalde dentro del mismo plazo.

Los jurados encubridores serían severamente penalizados, con el doble de la pena que hubieran ocultado y si se resistiesen a ser a su vez ejecutados por otros jurados del Valle, pagarían todavía más, el doble de su pena.

Es obligación leer en público las ordenanzas

Al término de la reunión del vecindario en la ermita de San Marcial de Sorauren, el tercer día de Pentecostés, se leían las ordenanzas con el fin de que todo el mundo las conociera y nadie alegara ignorancia de ellas. Como colofón del acto, dice el capítulo treinta y cuatro, a todos hagan colación como lo tienen de costumbre», a costa de las penas en que hayan incurrido los vecinos durante el año. Si por un casual estas no bastaran para sufragar los gastos producidos, todos los vecinos presentes y ausentes contribuyan por igual a la cancelación de la deuda.

Iglesia de la Santísima Trinidad de Arre con el edificio de su Cofradía adjunto

Auto de loamiento del Valle el 16 de mayo de 1570

Los reunidos, representantes de todo el Valle de Ezcabarte, establecieron en el capítulo treinta y cinco la posibilidad de modificar “cada y quando y en qualquiere tiempo” las expresadas ordenanzas, y dando por nulas las anteriores, declararon por buenas las presentes, obligándose a cumplirlas bajo la pena de 50 ducados viejos, la mitad para la cámara y fisco de su majestad y el resto para el Valle. Siendo así, las aprobaron en fecha de 24 de abril de 1570, firmando el notario -en el lugar de ellos que no sabían escribir, a excepción de siete sacerdotes- la escritura pública correspondiente.

El 16 de mayo del mismo año, tercer día de Pascua de Pentecostés, se reunieron en la iglesia de San Marcial de Sorauren, tal como se había instituido, los vecinos y representantes del Valle, al objeto de escuchar la lectura de las ordenanzas y darles su aprobación.

Acudieron, por parte del clero, don Joan de Yroz, vicario de Arre y diputado de la clerecía del Valle de Ezcabarte; el licenciado don Bernardo de Villava, beneficiado de Arre; don Garçia de Sorauren, vicario de Sorauren; don Joan de Çemborayn, vicario de Orrio y de Garrués; don Joan de Çildoz, abad de Cildoz; don Joan de la Torre de Arre, vicario de Eúsa y don Joan de Legorreta, vicario de Azoz y de Ezcaba.

Asistieron igualmente: De Arre, Joanes Alemán, alcalde del Valle, Martín Lorençena, jurado, Xalbatore de Arrayz, Joanes hijo de Miguel Eder, Garçia de Arre, Eneco Yroz, Martín hijo de Joan Eder, Joanes de Oricayn, Miguel Arbiga, Joanes Torresena, Xalbatorre de Arre, Martín de Equissoayn, Joanes Sanchotena, Pedro Nasurieta, Esteve de Arre, Joanes Arrayz, ferrero, Joanes de Çoçaya, Joanes de Echalar, Joanotico de Vadostayn y Lope de Atondo, “todos vezinos residentes de Arre, del que se hallaban presentes de las tres partes de los vecinos del dicho lugar las dos y más y casi todos”.

De Oricain: Juan Belcos, cantero y Joanes de Oricayn, jurados; Martín de Çiaumiz, Martín Garçiarena, Pedro Sanz de Larrasoaña, Pedro de Hechalar, Xalbador de Çavalça, Joanot de Oricayn, Joanotico de Oricayn, fustero, Pedro de Maquerriayn, Martín de Garrués, Martín de Arre, barbero, Martín de Linçoayn, Martín de Amigot, Joantico Michelorena, Palbador de Ossocayn y Martín de Orrio, presentes en la misma proporción que los de Arre.

De Sorauren: Miguel de Sorauren y Miguel hijo de Alemán, jurados; Miguel Michetorena, Joanes de Artiga, Martín de Marquesayn, Miguel de Esquíroz, Joanes Micolanena, Salbatore de Torre, Sancio Enecorena, Nicolai de Sorauren, Miguel Andía, Miguel Domingorena, Martín de Larrasoaña, Martín de Echeberría y Joanes Gaspar, en representación de las dos terceras partes de los vecinos.

De Eúsa: Joanot de Marquerriayn, jurado, y Joanes de Eliçaberri, Sanco Saygos y Jayme, hijo de Micheto, dos terceras partes de los vecinos del lugar.

De Maquírriain: Martín de Belçunçe, jurado, Joanot de Echeberría, Martín hijo de Joan Periz, Joanot Martierena, Xemero de Maquerriayn, Martín Pascoal, Joanot hijo del pelejero, Joanes Joanorena, hijo de Perico y Martín, hijo de Joan Beunça, siendo las dos terceras partes de los vecinos de este pueblo.

De Anoz: Joanes de Anoz, jurado, y Martín hijo de Eneco, Salbatore de Anoz, en vez y nombre de Joanot de Olayz, su padre, Martín de Anoz y Martín de Ostiz, mayoría de los vecinos.

De Cildoz: Salbatore, hijo de Joanot, jurado y Domingo de Çildoz, Martín, yerno de Joan de Navaz, Martín hijo de Peroch, Martín de Navaz, Martín hijo de Pedro Salbatore de Çildoz, Martín hijo del fustero y Martín Echeberría, mayoría de los vecinos.

De Orrio: Pedro de Orrio, jurado, y Pedro de Yribarren, Ximón de Orrio, Joanes de Orrio, Joanes hijo de Erroncal y Pedro de Çiaurriz, dos tercios del pueblo.

De Garrués: Martín de Beruete, jurado, Martín Pedroarena, Joanot Ossacarrena y Joanes Garçiarena, “dos partes y más” del pueblo.

De Ezcaba: Joanes de Ezcava, jurado. “Y dixeron que al presente no hauia ningún otro vezino rresident en el dicho lugar sino moradores”.

Y de Azoz: Joanes de Artiga, jurado, Joanes de Olague, Jayme hijo de Sancho, Pedro de Noayn y Joanes de Açoz, hijo de Pedro Oztiz, todos los vecinos de este lugar.

A los ciento nueve asistentes “les fue yntimado, leydo y notificado la sobredicha carta”, dándosela a entender en “bascuençe” en alta voz, clara y abiertamente. Todos las escucharon y dijeron -refiriéndose a las misas por la nube-, que por la devoción a la Santísima Trinidad, y por ser los más cofrades de la Cofradía que lleva su nombre, deberían celebrarse en la iglesia de la Trinidad de Arre, bendiciendo desde allí los campos y ofreciendo en ese lugar la comida tradicional a los sacerdotes.

Con la aprobación de la carta y de todos sus capítulos, recogidos en unas modestas constituciones, finalizó una de tantas reuniones del Valle de Ezcabarte, que ha servido de pretexto para conocer mejor el sentido de los actos de aquellos hombres, con cuyo concurso va fermentando a lo largo de los años, en el silencio, la historia de nuestros pueblos.

Notas

[1] «Ordenancas de la valle de ezcabarte en racon de guardar sus fiestas y hacer sus processiones y no trabaxar hasta que vuelua la procession a su yglessian. Archivo Diocesano de Pamplona (A.D.P.) cartón 142, núm. 17, Osácar-Ezcabarte. Fascículo de papel cosido al lomo de 31 por 22 cms. Agradezco a D. José Luis Sales, Director del Archivo Diocesano de Pamplona, su orientación hacia este legajo y las facilidades y comprensión halladas en su persona.

[2] Nota del autor: ermita actualmente desaparecida.