Conozco a la pintora Inés Zudaire desde hace bastantes años, la he visto en las aulas de la Universidad, incluso le he dado clase, y por eso conozco sus inquietudes y puedo decir que es una persona con una gran pasión por aprender y con un gran espíritu de superación que termina por involucrar en su afán a los que la rodean. Una de sus facetas principales es la pintura y a ello se ha dedicado muchos años, de una manera intermitente al principio, porque Inés ha formado también una familia, que es tarea creativa fundamental, y después ha puesto mucho esfuerzo en pintar sin olvidar otras obligaciones para con los demás, en la tarea asociativa o en la educación de jóvenes en la práctica del Arte.
La vida, pues, impidió durante unos años que eclosionase de verdad esa vocación artística que lleva dentro, ya sentida a sus quince años, cuando recibe clases de Gerardo Sacristán en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona, pero son más de otros quince los que lleva entregada al estudio y al ejercicio del arte. Profundamente atraída por los pintores impresionistas franceses, admiradora de los paisajistas navarros Basiano, Lasterra y Muñoz Sola, me decía esta mañana que está volviendo sus ojos a la pintura románica, porque la belleza se descubre de muchas maneras. Se sabe que la belleza lo embarga casi todo, pero no se repara en ella. Y un día, una pequeña experiencia, un viaje quizás, vuelve a revelarnos con toda su fuerza esa estética del pasado que parecía olvidada.
Ha cultivado Inés varios géneros, principalmente el bodegón y el paisaje. Yo la tengo por paisajista, más que nada. Es fiel al aire libre, leal al motivo en directo, cuando éste ofrece el murmullo de las aguas, el piar de los pájaros, el azote del viento y hasta el frío o la lluvia inoportunos. Esa experiencia intensa, gozosa o sufrida, según el caso, da una autenticidad a los campos que representa, un tono verdadero que se advierte en el colorido.
Plasma la materia con pincel o espátula, manifestando más claramente el primer término y el último, para dar así sensación de inmediatez, de tiempo en fuga. Así, los cielos aparecen cargados, movidos, con personalidad propia, iluminados cada uno de ellos particularmente. Los motivos –árboles especialmente- aportan ese colorido tan desapercibido a veces, estacional, que permiten apreciar la metamorfosis natural de la floresta. En ocasiones el tema son las cepas, verdes o rojizas según el tiempo, de Valdizarbe, por supuesto, porque en Enériz tiene su observatorio.
Como hicieron los pintores impresionistas, Inés escoge los asuntos en el jardín de su casona. El tilo, el castaño de Indias, el chopo blanco, la paulonia…, todos estos árboles, individualizados, en sus parterres, ocuparán toda la superficie del lienzo. Se acerca a ellos con la sencillez de un Regoyos, mostrando su silueta, su esbelta fronda, sus flores primaverales, combinando el trazo dibujado con el toque empastado, pues es preciso dar la inmediata sensación de color.
Los pueblos, el campo, las montañas, los bosques, he aquí otros tantos temas de su predilección. Casi todos, por no decir todos, navarros. Y decir navarros es decir variedad, desde los escenarios de Puente la Reina a Larra y del Valle de Ollo a la Bardena, sin olvidar Pamplona. Éstos exigen a la pintora una adaptabilidad al medio y dar con el tono apropiado al paisaje. En ellos se observa una evolución desde la acritud de los años 1970, con predominio de verdes y ocres agrisados, pasando por su inclinación temporal a los planos afacetados poco antes de los 80, a los escenarios más francos en colorido y luz, sueltos en la forma, de los 90.
Gerardo Sacristán logró infundirle el gusto por el bodegón. Práctica difícil que exige saber dibujar, fijar el volumen y colorear con la apariencia de naturalidad, con fondos, además, movidos, como pedía su maestro. En este tema Inés va adquiriendo una personalidad apreciable. Escoge para ellos flores de su jardín (lirios, petunias, girasoles, hortensias…), introducidas en vasos de cristal, por su gusto en manifestar las transparencias, o bien frutos otoñales (granadas, membrillos, castañas…), esos que Muñoz Sola tan bien pintaba. Flores y frutos frescos o mustios. Otras veces se trata de viejos jarrones o de sillas de mimbre que parecen yacer cerca de las ventanas. Siempre son ocasiones para ofrecer texturas en los fondos, manera en que Inés manifiesta su gusto por el color del óleo.
Más recientemente, Inés Zudaire ha evolucionado hacia una abstracción de la forma para dar fuerza al conjunto por encima del detalle, con un sentimiento por el color predominante. “El bosque encantado”, “Atmósfera”, van rozando la expresión cromática intensa de un Turner o de un Monet. Hay una cierta conmoción sensorial, pasión en el trazo, gozo en el acto creativo. Junto a ello, un giro sorprendente hacia la idea-síntesis: el cuadro “Visiones milenarias” ofrece su punto de vista sobre el hombre, el arte y la naturaleza, es como una reflexión sobre nuestro próximo destino. La figura humana, un tema limitado en su actividad al retrato y a algunas imágenes religiosas, aparece inserta en la atmósfera cromática como para situarla fuera del tiempo. Por vez primera se ofrece una visión subrreal, mental y no física. Se trata de una meditación del hoy y ahora.
Es así como Inés Zudaire se entrega al acto creativo y como alcanza su felicidad. Su plenitud no ha llegado, pero avanza de manera natural hacia ella.