La escalera de San Fermín

Nuestro maestro don José Miguel de Barandiarán nos enseñó que no bastaba con recoger costumbres y modos de vida tradicionales tal como se desarrollaron en el pasado sino su evolución hasta el presente o los cambios que introdujeron nuevos comportamientos, consciente de que la vida no transcurre de manera inmutable.

Explosión festiva en la plaza consistorial previa al chupinazo. (Foto: J.M.S. Azcona-EFE)

Tal es el caso de las popularísimas Fiestas de San Fermín -los conocidos como Sanfermines de Pamplona- que, para empezar, no siempre se celebraron a partir del 7 de julio, sino que daban comienzo en junio, por San Pedro y San Cristóbal, y por la Degollación del Santo (25 de septiembre) tenían su segunda vuelta en forma de fiestas pequeñas, que no siempre fueron tan menores sino que gozaron de mayor esplendor, celebraciones taurinas inclusive, tal como narran el poeta belga Émile Verhaeren y el pintor Darío de Regoyos en su España negra (1888), quienes ya hicieron constar, junto a la jarana popular, otro ingrediente inseparable de las mismas como es la tragedia: por un lado “los borrachos que cantan, entre pitos y flautas del Roncal tocando aires penetrantes de montaña y las murgas que ya a las cinco de la mañana empiezan a alborotar a la población”, y, por otro lado, el tratamiento que unos gitanos dan en el Soto de Lezkairu a los caballos despanzurrados por los toros en la plaza, para obtener de su sebo el preciado jabón.

En realidad, la supuesta inmutabilidad de los Sanfermines no pasa de ser aparente. Ollarra, en uno de sus Gallos de San Cernin (2 de junio de 1978), opina que se transformaron con la llegada del “progreso”, es decir del consumismo: “Antes, estos días de barracas recién instaladas, de desencajonamientos en el Gas y a la espera de los forasteros, enteros los ahorros en el bolsillo y acabados los exámenes, con sol y buen tiempo, eran la alegría de la esperanza… Ahora cualquier sábado es Sanfermines…” Por no hablar de que a la crítica ácida que presidía las pancartas de las peñas, dentro de un humorismo en ocasiones sarcástico, sucedió el querer aprovechar las Fiestas para incitar a la concienciación política olvidando lo que ha sido tradicional y consustancial a un pueblo: el disfrute de unos días vividos con una cierta subversión en las actitudes, pero sin perjuicio de la fiesta.

Víctor Manuel Arbeloa, en su libro Por Navarra, de Leyre a Mañeru (1985), se refiere a las fiestas de Pamplona como “una celebración étnica, entre lúdica, laica, religiosa y metafísica. Una demostración de identidad”.

Y dentro de esta perspectiva hay que entender una costumbre que se ha arraigado en las últimas décadas en Pamplona, que es la celebración de la escalera de San Fermín. Desde que Ignacio Baleztena, el tan conocido Premín de Iruña, compusiera aquellos versos de “Uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril…” que, con una entonación musical de origen incierto, se ha popularizado en todo el mundo, en peñas y grupos de amigos se celebra la subida de cada peldaño (mes) de la misma, caiga en el día que caiga, con cenas y un alborozo que va en progresión ascendente conforme se avanza en el calendario y culmina el mismo día del chupinazo. Al finalizar las Fiestas, con el desangelado ¡Pobre de mí!, más de un optimista grita aquello de ¡Ya falta menos! para el glorioso San Fermín del año venidero. Entonces, en los grises días que restan del año, conforme se bajan los peldaños con tanta ilusión ascendidos, se abriga el deseo de comenzar a subir una nueva escalera ¡el 1 de enero! siguiente.

Misa de la escalera en la capilla de San Fermín (Foto: Clara Sáinz)

También en el ámbito religioso, que no olvidemos insufla de espíritu nuestros seculares Sanfermines, se celebra desde 2009 la escalera del Santo, cuya celebración la introdujo el párroco de la iglesia de San Lorenzo y custodio de la imagen de San Fermín, don Santos Villanueva. Surge así una nueva y piadosa costumbre, la Misa de la escalera. En dicha celebración, que se escenifica en la Capilla del Santo, castizos pamploneses le ofrecen un ramo de rosas rojas prendido con una cinta donde se ha escrito el escalón subido, y se coloca un pañuelico rojo sobre la mesa del altar, la cual va viendo cómo en ella se multiplican los pañuelos conforme “se suben” escalones y se van restando los días que faltan hasta culminar la escalinata que nos lleva directamente al 7 de Julio.

Para algunos estas fechas previas son las mejores, especialmente los Presanfermines de los días anteriores, pues la alegría que traen las mismas fiestas es tan impetuosa que pasan las horas efímeras a un ritmo vertiginoso. Un adagio asegura que lo mejor del domingo es el sábado por la tarde y que lo mejor de la fiesta es la víspera… Por eso se inventó la escalera de San Fermín, para alimentar esperanzas y contentar los inquietos espíritus de quienes esperan lo mejor de los próximos Sanfermines.