Muñoz Sola y su tierra

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Autorretrato de juventud de Muñoz Sola (Diario de Navarra)

La pérdida de Muñoz Sola obliga a hacer un balance no deseado de un artista que, sobre todo, era un ser sincero y acogedor. Era persona que respondía con nobleza al cariño que se le dispensaba. En esto, quizá yo tenía la ventaja, sobre otros, del profundo afecto que César tenía por mi padre, con quien compartió ilusiones en otra época, cuando recibió de la Diputación Foral una beca para ampliar estudios en Roma, de cuando retrató a Don Javier de Borbón en el castillo de Lignières.

En los últimos meses le traté con asiduidad, con ocasión del proyecto Museo-Colección “Muñoz Sola” en Tudela. Estoy viéndome con él repasar una y otra vez los cuadros de su colección francesa de pintura, cuadros en los que no se cansaba de apreciar uno y mil detalles, porque César admiraba el buen hacer de los maestros. Recuerdo un paseo en su compañía por la Mejana, en el que me descubrió sus rincones preferidos, dejando la visita a su huerto para el final de la jornada.

César era un verdadero tudelano, y el amor que sentía por su ciudad lo llevó ¡cómo no! a los lienzos. Era también un hombre del campo. Desde el punto de vista histórico se asemejó bastante a una síntesis entre Pérez Torres y Basiano, otros dos riberos del Ebro, navarros hasta la médula como él. Ambos tan interesados en la realidad que no podían ni soñar con falsearla. Quizás del primero tomó César su interés por los tipos populares y hasta por las hortalizas, que tan a menudo representaba en sus bodegones, cada uno con su propio carácter. Y del segundo, esa compenetración con la naturaleza, no tan arrebatada como la del murchantino, sino más analítica.

Algunos han reprochado a Muñoz Sola su academicismo. Él se sentía orgulloso de sus maestros (Lapayese, Chicharro, Benedito, Adsuara, Stolz), así como de los grandes pintores del Siglo de Oro, de la cultura clásica romana y del buen hacer de los pintores franceses del siglo XIX. Pero academicismo no es decadentismo. La obra de César se ha sustentado siempre en un dominio envidiable de la técnica, principalmente del dibujo, del sentido compositivo puesto al servicio del tema, y del colorido para traducir la verdad de los cuerpos sabiamente iluminados. Una obra con esos componentes permanece con toda seguridad y él era muy consciente de ello, porque además era un artista honrado, no pretendía engañar a nadie.

Una característica muy suya era el dominio de los géneros. En la representación de la figura, sus retratos eran tan expresivos como limpios en su factura, sobre todo aquellos realizados en carboncillo sobre papel, de lo mejor de su producción. Sus bodegones tenían la pureza de lo autóctono: la pelusa de un melocotón rivalizaba en color y textura con la aspereza de un higo o la violácea tersura de un diente de ajo.

Pero sobre todo, donde César alcanzó a manifestar una mejor conexión entre su sensibilidad y cultura fue en la representación de la naturaleza de su tierra. El paisajismo de Muñoz Sola es diverso y sutil, porque variados son sus escenarios y profunda su capacidad de observación de los fenómenos naturales. En su vertiente paisajística se toma el pulso al verdadero artista, capaz, como en su caso, de desvelar esa especie de secreto interior del reseco paisaje bardenero tanto como de la superficie plateada de nuestros ríos, donde la personalidad de cada uno de ellos quedaba al descubierto. El Arga, el Cidacos, el Irati, el Ebro, son sorprendidos por él en distintas estaciones, con diferentes estados de luz, con lenguas de tierra que invaden su cauce, poblado en sus orillas por follaje espontáneo. En los de su última época parece como si además de naturaleza haya proyección anímica del pintor. Me refiero a aquellos en que el Ebro aparece en las cercanías de Tudela envuelto entre vapores húmedos.

“Cuando estoy en el campo, en cualquier zona de Navarra, entre paisajes rojos o verdes, me pregunto ¿será esto el paraíso? Nada puede haber mejor que el mundo de los colores, el mundo del sol que todo lo baña y que todo lo tiñe”. Esta confesión del pintor en 1983 anticipaba, de manera imperfecta, la visión ideal del paisaje luminoso que ahora estará contemplando gozoso.

La obra de Muñoz Sola, como otras que le precedieron en el amor al terruño (Ascunce, Lasterra) queda para la posteridad como un testimonio de quehacer sincero, que anima el imaginario colectivo de nuestra Comunidad.