Si algo caracteriza a los pintores de los 70 en adelante es la vuelta a la naturaleza. Una naturaleza menospreciada desde que los vanguardistas se desinteresaran de ella para especular con las formas inorgánicas (Kandinsky) o geométricas (Kupka). Los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el holocausto judío, la bomba atómica, las deportaciones en masa, alimentaron este rechazo -por motivos evidentes- de la realidad. Hizo falta que pasaran varias décadas para que de nuevo se sintiera la necesidad de apoyar la pintura en el paisaje y en las técnicas que se habían menospreciado, so capa de alcanzar una nueva creatividad.
En este contexto surge la vuelta a la naturaleza, a la que se reconoce un valor perenne. La inspiración de los pintores ya no está descontextualizada del medio físico ni de la propia historia del arte. Pero esta vuelta, en los pintores del último tercio del siglo XX, está mediatizada por las corrientes que en la última centuria sometieron a revisión los propios creadores. En este ambiente, quizás simplificado, hay que situar a José Miguel Moral.
Un pintor que tiene en alta estima las técnicas -«no concibo un color que no tenga una forma»-, aprendidas en las obras de los grandes maestros (Rembrandt, Velázquez, Van Dyck, Mantegna, Botticelli) y en otros más recientes (Delvaux, Magritte), en los que se ha reconocido a sí mismo. El goce del acto creativo, la emoción, el sentido de lo humano, el tiempo en proceso, el análisis detenido, características observables en este pintor, deben mucho a estas personalidades innegables. Sobre todo, a Botticelli, en lo que a emoción ante la naturaleza se refiere (Moral no se cansa de elogiar La Primavera). Pero si bien nuestro pintor procuró asimilar los valores de los grandes maestros (dibujo, luz-color y composición), a su paso por la Facultad de Bellas Artes de Madrid, de esta época de estudiante universitario (1967-1972) data su interés por la abstracción expresionista, que Antonio López -el hiperrealista malquerido por algunos sectores- le enseñó a ver en las aulas.
Tras una etapa muy lógica de análisis de las formas, José Miguel Moral ha reflexionado sobre las posibilidades del cuadro por sí mismo, introduciendo su pintura en un marasmo de manchas, que dejaban entrever sin embargo ciertos perfiles paisajísticos y orgánicos, que le sirvieron, hasta principios de los 80, para analizar aspectos -como la gravitación, el movimiento o la fusión- característicos de su obra surrealista ulterior. Posteriormente, la figuración se ha emancipado de los fondos, que aún perviven como mancha de color abstracta, contraponiéndose a la hiperdefinición de los primeros planos. De la naturaleza vislumbrada a través de imágenes a ella superpuestas, ha pasado en los últimos años a interesarse en el objeto mismo de su figuración (los frutos y las flores, o las simples cosas que le rodean, el cuerpo humano y en especial las personas de sus seres queridos), configuradores de una «realidad» presente, no imaginaria, aunque recreada sin cesar en su conciencia. A las finas pinceladas de color han sucedido planos continuos de entonación fría, pero persiste en la obra la misma armonía que une al ejecutor con su mundo.
Foto de la portada: Mi paleta (fragmento), 1995, de José Miguel Moral Labayen.